La vida exagerada de Martín Romaña (42 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Inés habló con la bizquera probablemente enfocada en los cincuenta mil obreros que, según ella, marchaban hacia París. Ni una sola gota de beso en su rostro.

—No sé si me das más pena que asco, Martín. Durmiendo como una mujercita mientras cincuenta mil obreros están por entrar a París.

—Inés, no estaba durmiendo, vamos un rato a la terraza y te cuento, yo también he estado manifestando, Inés, sólo que… vamos a la te…

—Sólo que el gran burgués manifiesta con horario fijo. ¡Tú te has creído que esto es turismo o qué!

—Cambiemos de tema hasta después de la revolución, Inés…

—¿O sea que esta revolución se va a acabar? —Ése fue el hijo de puta de Mocasines.

—No sé si alguno de ustedes quiere escucharme, pero he estado oyendo la radio hasta hace una hora y nadie ha dicho nada de esos cincuenta mil obreros. Deben ser bolas que corren por las calles.

—Éste sí que toma sus deseos por realidades. —El hijo de puta de Mocasines, otra vez.

—Sólo quería decirles que la radio lo va transmitiendo todo y que…

—Y tú te pasas la revolución echado en la cama; cojonudo el tipo: escucha la revolución por radio.

—Por favor, sáquenme a esta mierda con mocasines de encima y me vuelvo Lenin, si quieren.

—Martín —dijo Inés—, los obreros van a llegar dentro de unas tres horas y aquí todos necesitamos descansar y dormir un poco.

—Difícil con los ladridos del monstruo y de Bibí. Y además, cuidado, que no tarda en llamar a la policía.

—Déjala que se atreva.

—Es muy capaz de atreverse, Inés, cuidado.

—Bueno, Martín, ya basta de miedos; sal de la cama para que puedan echarse algunos camaradas; los demás pueden descansar en el suelo. Tú anda preparando café para dentro de un par de horas.

—Momento, caballeros; mi cama es mi cama y de aquí no me saca nadie. ¡Qué tal concha!

—Martín —intervino Lagrimón, irrigadísimo, y con los bolsillos del saco y del pantalón llenecitos de libros con mucha cultura—, esa cama puede ser necesaria para fines más importantes. Ya es hora de que vayas resolviendo tus contradicciones.

—Para contradicciones, las tuyas, viejo, que lees y estudias hasta cuando manifiestas. Creo francamente que en vez de tanto libro deberías tener unos adoquines en los bolsillos. ¿No sabes que gran parte de este asunto es contra la universidad, contra la cultura?

Tardó días en secarse el lagrimón tan enorme que Lagrimón dejó caer sobre la alfombra. Y los cincuenta mil obreros de Inés siguen tardando años porque hasta hoy no han llegado a ninguna parte. Y por eso, y por aquello, y por lo otro, yo no tardé nada en convertirme en ese ser abyecto que gritó que ni con mandilito salía yo de mi cama a servirle cafecito a nadie. Una vez más, eso sí, logré desviar el escupitajo hacia la cara de Bryce Echenique, a quien imaginé en voz alta durmiendo tranquilamente para poder seguir escribiendo al día siguiente. O en las barricadas, si le daba la gana, pero jamás enfrentado a una partida de imbéciles tan grande. Unos veinticinco tipos querían descansar en mi cama entre ladridos de perro y de monstruo, unos veinticinco tipos que no entendían nada de lo que estaba ocurriendo afuera creían estar haciendo la revolución infiltrándose cojudamente en un problema conyugal. Banda de pelotudos, o sea que sacar al pobre Martín Romaña de su cama era un paso adelante. Pues no lo era, era cincuenta mil pasos atrás y váyanse con Inés y con su música a otra parte y si quieren yo voy con ustedes porque me provoca y me gustarla y porque también quiero estar en la calle pero sin mandilito, por favor…

En fin, tal vez me lo merecía por hablarles con tan exagerada franqueza, pero lo cierto es que fui enviado a la mierda en coro, y de más está decir que el director del coro era bizco. Burguesísimamente me metí la lengua en el culo, encendí la radio para ver si por casualidad llegaban cincuenta mil obreros en marcha a París, ojalá, lo deseaba tanto por Inés, en aquel momento, y después ya qué me quedaba más que enterrarme vivo en la hondonada y espantar lo peor de la tristeza con alguna idea divertida. La verdad, se me vino una idea realmente cojonuda y empecé a vivirla como si la estuviera viendo en el cine: Llegan los cincuenta mil obreros, Inés escupe (bueno, ya más tarde tendré que ver cómo meto aquí a Bryce Echenique, para desviar hacia su cara ese escupitajo), Mocasines sonríe, Mocasines sonríe, Mocasines sonríe y Mocasines sonríe, los muchachos de mi ex Grupo empiezan a entusiasmarse, es el alba, ya se divisa la marcha obrera que se acerca a una de las puertas de París, los rostros empiezan a perfilarse, Mocasines sonríe menos, los rostros se han perfilado del todo, Mocasines sonríe cada vez menos, hasta que al final los muchachos de mi ex Grupo empiezan a aturdirse y Mocasines no sonríe nada porque Carmen la de Ronda, Paco, Giuseppe, Paolo, Francesco, Renée, Rolland resucitado, Marie, la belleza mudita y proletaria, y su esposo, están entre los abanderados de la gran marcha obrera que va llegando a París, ya Mocasines no sólo no sonríe sino que tiene una mueca amarga en la cara porque estos obreros son obreros pero son los del techo de Martín Romaña y son sus amigos, claro, lo primero que hacen los obreros que son concretos y no abstractos y que muchas veces en vez de leer a Lenin invitan a almorzar a Martín Romaña y a Enrique Álvarez de Manzaneda, es preguntarles precisamente si tienen noticias de esos dos grandes amigos, señores, por qué no contestan, cómo, ¿no se acuerdan de nosotros?, claro, ustedes nunca fueron muy comunicativos con nosotros, leyendo y leyendo no más se la pasaban, según parece, pero que ello no impida ahora que nos cuenten cómo están Martín y Enrique…

Era tan linda mi idea, tan antiinsomnio, que empecé a adormecerme y todo, aunque no creo que hubiese logrado realmente dormirme porque a Inés no sabía cómo ponerla con su escupitajo y su bizquera, y más bien con este problema empezaron a entrarme unas ganas espantosas de correr hasta esa puerta de París y gritar que en el fondo siempre habíamos estado de acuerdo, que el problema había sido tan sólo teórico, que ahora ya no existía porque estábamos en la pura práctica, en la mismísima acción, con lo cual empecé a sentirme como si nunca hubiese pasado una noche íntegra sin dormir, despiertísimo, contento, alegre, eufórico, y también con una de esas superagradables erecciones matinales, sí, sí, se me había parado incluso, y en ésas de euforia andaba con mi propia película cuando de pronto sentí que en la oscuridad y entre las noticias que iba dando la radio Inés me ponía la mano sobre el hombro. Pero cuando voltée a besarla, no era Inés, qué va, a mí me suceden cosas exageradísimas pero casi nunca lindas. Era Lagrimón, en un impresionante estado de irrigación.

—¿Y tú qué mierda haces aquí, Roberto?

—No te has dado cuenta, pero aquí he estado todo el tiempo. No me fui con ellos. Tenemos que hablar, hermano.

Casi le pregunto si quería hablar de mis contradicciones o de las suyas, y si deseaba que nos instaláramos en los silloncitos de nuestras
secciones
psicoanalíticas, pero no, no era el momento. No era el momento porque la soledad deja demasiado tiempo libre y hay que ocuparlo en algo, y porque a mí en ese instante me hizo comprender el goce tristísimo en que había andado metido con el asunto de mi película, qué más prueba que el haber terminado con la mano de Lagrimón y no la de Inés sobre el hombro. Decidí, pues, meterme tanto sentido del humor donde podrán imaginar, entregarme a la compañía de alguien que estaba dispuesto a hablar sin gritar, y terminé preparando café previo al diálogo mientras iba sintiendo con amargura cómo se derrumbaba una cinematográfica esperanza entre mis piernas. Qué bestia, a lo que he llegado para comunicarme con Inés, caso agudo de soledad, mejor enfrascarme en lo que sea con Lagrimón.

—Hay problemas en el Grupo —me dijo, mientras yo observaba la impresionante cantidad de libros que había logrado meterse en los bolsillos. Parecían adoquines para barricada.

Dejé pasar la oportunidad de mi vida, que consistía en preguntarle si me estaban extrañando mucho o qué. Pero no, nada con el humor, Martín Romaña, déjalo donde está.

—¿Qué pasa con el Grupo, aparte de que hasta hoy no han lanzado el globo y de que Mocasines entra y sale de las barricadas con los mocasines cada vez mejor lustrados?

Lagrimón me miró desamparado y preguntante al máximo, con lo cual comprendí que ignoraba por completo no sólo quién era Mocasines sino también de qué diablos estaba hablando yo; no podían ser más distantes nuestras visiones del mundo.

—No te preocupes —le dije—, me refería a Iván Ilich y a una de esas corazonadas mías que más vale no explicar ahora.

—Mira, Martín, yo no les veo pasta a los muchachos del Grupo; tampoco a los de los otros grupos. Yo he estado en el ajo, Martín, sé lo que es la cosa en el Perú. Yo mismo ya estaba cansado, soñaba con estudiar, con leer, con aprender.

—Sí, estabas cansado, no te preocupes por eso. Tampoco creo que debes preocuparte mucho por la gente que hay en París. Tal vez haya otra mejor en partidos o grupos que desconocemos, pero a mí se me hace que los de a verdad están allá, viejo. O llegan por aquí deportados y se van no bien pueden. Nosotros no somos más que la mala conciencia que deja el paso de esa gente, un instante de sensibilidad social, y sobre todo una vieja tradición francesa según la cual todo latinoamericano en París tiene que ser de izquierda. Tal vez lo seamos todos, pero ello no hace de nadie un verdadero revolucionario. A mí no me vengan con cuentos, la revolución no se hace con becas para estudiar administración de empresas, ni con mocasines, ni con las ganas que tienes tú de ser el discípulo predilecto de Lacan o algo así. Perdona, Roberto, pero esta mañana no ando de muy buen humor que digamos.

—Pero esos muchachos son buenos, tienen fe; fíjate tú en tu compañera Inés, tiene una fe ciega.

—Sí, ya la he notado; no te imaginas la cantidad de veces que ha pasado sobre mi cadáver sin darse cuenta.

—Inés tiene sus problemas, Martín; hay varios muchachos en el Grupo que han querido…

—Qué horror, Roberto; con razón que bizquea tanto. Pobre Inés…

De más está decir que a estas alturas del diálogo, Lagrimón y yo estábamos hechos un par de lagrimones.

—El Grupo se está descomponiendo, Martín; ya no analizan las cosas, corren de una barricada a la otra y lo que más les emociona es la posibilidad de levantarse una francesita…

—Humano, muy humano; sobre todo si han estado tratando de tirarse a Inés que es su mejor amiga. Mira, Roberto, tú no sabes las infinitas posibilidades de aventura amorosa que ofrece militar en grupos latinoamericanos, basta con ponerse boinas con estrellas a lo Che Guevara, mientras el Che anda sabe Dios dónde jugándose la vida con la gente de a verdad. Igual en el Perú, viejo; nosotros no somos más que la retaguardia emotiva y retórica de los que murieron con Heraud, con De la Puente, con Lobatón. Nosotros no somos más que una especie de moda de mierda, Roberto, una moda de mierda con sus pendejos, sus oportunidades, sus maravillosas Ineses, sus cansados Robertos López, sus Mocasines… Mocasines es el nombre con que mi odio silencioso ha bautizado a Iván Ilich, por si acaso, —Sí, ya te voy entendiendo. Hay casos así. ¿Sabes que León se ha declarado trosko?

—Como su apodo lo indicaba desde hace un par de años.

—Y otros se están dejando crecer el pelo y ya ni leen ni nada.

—Bueno, pero ése es el asunto del día, Roberto. ¿Has visto los slogans, has visto las cosas que pintan en los muros?… Ten la seguridad de que aquí agarran viaje folklórico miles de latinoamericanos; de este asunto salen parejas nuevas, culeaderas inesperadas, parejas que se van al carajo, conjuntos musicales, hippies andinos y costeños, qué sé yo. Roberto, todos estamos despistadísimos, y no te cuento la manifestación en que me metí anoche, porque me pongo a llorar a mares.

—¿Tú has estado manifestando, Martín?

Qué tal concha; o sea que estos huevones me creían incapaz hasta de salir a la calle. Pude putear, pude inventar, pero preferí ser honesto.

—La verdad es que en el fondo sólo estaba buscando a Inés.

—Yo creo que Inés te va a abandonar, Martín.

—Bueno, pero que se decida de una vez… Cambiemos de tema, mejor, Roberto.

—¿Has visto a Carlos Salaverry, Martín?

—No, tengo que ir a buscarlo. Podría ser un buen compañero en estos momentos. ¿Tú lo has visto?

Instantes después, me enteré por qué casi mato de pena a Lagrimón con mi pregunta. Pero antes lo vi incorporarse con toneladas de libros en los bolsillos, dejar caer enorme su lagrimón sobre la solapa del saco, irrigarse de nuevo inmediatamente, inhalar y quedarse sin exhalar, darme la mano como hacía tiempo que no me la daba, seguir sin exhalar, abrir la puerta del departamento, empezar abrumado el descenso de la escalera, y detenerse por fin a mitad de camino, sin exhalar ahí tampoco.

—Recién estoy en Kant, Martín… Pero dentro de tres años podré hablar de igual a igual con Salaverry.

Creí que entonces exhalaría, pero cuando me asomé continuaba con el pecho inflado, y así se desmoronó prácticamente por la escalera que daba a la otra puerta, la que daba a la montañita que ocultaba la máquina del ascensor. Aún no había exhalado cuando lo perdí de vista entre ladridos de Bibí y alaridos del monstruo. Ladré también yo, aprovechando que era mayo del 68, y volví a encerrarme con un estado de ánimo que sólo lograría explicar diciendo que estuve horas comprendiendo por qué y cómo casi mato de pena al pobre Lagrimón, para lo cual me era absolutamente imprescindible rescatar mi humor, extrayéndolo del lugar en el que lo había dejado metido y metiendo en su lugar la frase inmortalmente triste que acababa de escuchar…

—Pero dentro de tres años podré hablar de igual a igual con Salaverry.

¡Qué horror!… Lagrimón recién estaba en Kant…

La radio dijo que eran las ocho de la mañana. Dijo todos los disturbios de la noche anterior, dijo que la cosa crecía y crecía, dijo de huelgas, dijo de falta de víveres, dijo del pánico de las amas de casa que amontonaban comida, dijo que el general De Gaulle se había retirado a meditar a su pueblo, dijo que la basura empezaba a alcanzar alturas eiffelianas, dijo muchísimas cosas más, que se acababa la gasolina, tal vez, no recuerdo bien, pero lo que sí recuerdo como si fuera ayer es que los obreros de Inés seguían sin llegar esa mañana de mayo a las ocho. Apagué la radio, y dije en voz alta, y con todas las palabras, que felizmente la radio no había dicho nada sobre el equivocado manifestante peruano Martín Romaña y sus sordomuditos, tras lo cual pensé que, como don Quijote, estaba listo para una nueva salida, tras lo cual me cagué de risa de mí mismo y consideré que, en efecto, que debía salir de nuevo, y que efectivamente estaba listo para salir de nuevo.

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