El coche con Vicky Bennet y Dante había desaparecido en una recta que apenas tenía salidas. La policía aseguraba haber comprobado todos los escondites factibles y las críticas en los medios de comunicación eran cada vez más duras.
Cuando Joona vio la sillita infantil en el agua comprendió lo que todos habían pasado por alto. Si el coche se había metido en el agua y había sido engullido por el río, sólo había un lugar posible donde podía pasar sin que la policía ni el personal de salvamento lo descubrieran.
Después de Indal, la carretera 86 hace una curva cerrada a la derecha y continúa por el puente que cruza el río, pero el coche debió de seguir recto y bajar por la colina de hierba y la playa hasta meterse en el agua.
Las ventanas rotas ayudaron a que se inundara sin mayor dificultad y la fuerte lluvia borró de inmediato las huellas en la arena. El vehículo desapareció en cuestión de segundos.
Joona baja a uno de los garajes de la policía. El aire es fresco. Lleva el brazo inmovilizado en un cabestrillo azul.
Dentro de una gran carpa de lona está el coche que Vicky Bennet había robado. Lo sacaron del Indalsälven con una grúa, lo envolvieron en plástico y luego lo transportaron hasta allí. Todos los asientos están desmontados y puestos en fila al lado del vehículo. En un banco alargado hay un montón de objetos metidos en bolsas marcadas. Joona mira las pruebas que han sido examinadas. Hay huellas tanto de Vicky como de Dante. Bolsas con cristales rotos, un botellín de agua vacío, las gafas del niño y una zapatilla de deporte que sin duda pertenece a Vicky.
Se abre la puerta de un despacho contiguo y Holger Jalmert entra en el garaje con una carpeta en la mano.
—Querías enseñarme algo —dice Joona.
—Sí, será lo mejor —suspira Holger y señala el coche—. Faltaba todo el parabrisas, imagino que ya lo viste cuando el chapuzón. Se hizo añicos cuando chocaron con el semáforo… pero, por desgracia, he encontrado pelos del niño en el marco del parabrisas.
—Malas noticias —dice Joona y siente una ola de soledad inundándole el cuerpo.
—Sí, pero es lo que todo el mundo se esperaba.
Joona mira una fotografía al detalle de los pelos encontrados en el lado derecho del marco y una ampliación en la que se ven tres pelos con la raíz arrancada.
Seguramente iban a gran velocidad y el frenazo al topar con el agua resultó demasiado fuerte. Todo apunta a que Vicky Bennet y Dante Abrahamsson salieron despedidos por lo que quedaba del parabrisas.
Joona lee que han encontrado cristales con restos de sangre del chico.
El capó se deformó y se sumergió en el agua.
A Joona se le hace difícil imaginar otra explicación de los pelos arrancados de la cabeza de Dante que no sea saliendo despedido al río desde el asiento de atrás, por encima del salpicadero y a través del parabrisas.
La corriente de agua era muy fuerte porque las compuertas de la central de Bergeforsen estaban abiertas.
Joona piensa que la ira de Vicky Bennet debía de haber desaparecido, ya que no había matado al niño sino que lo llevaba con ella en el coche.
—¿Crees que el niño estaba vivo cuando entraron en el agua? —pregunta Joona en voz baja.
—Sí, lo más probable es que quedara inconsciente al golpearse la cabeza en el marco y que luego se ahogara… pero tendremos que esperar a que los cuerpos queden atrapados en la represa.
Holger levanta una bolsa de plástico que contiene una pistola de agua de color rojo.
—Yo también tengo un chaval…
Holger se queda callado y se sienta en una silla.
—Sí —responde Joona y le pone la mano libre sobre el hombro.
—Tenemos que decirle a la madre que vamos a dejar de buscar y que sólo nos queda esperar —dice Holger afectado, con la boca tensa.
En la pequeña comisaría reina un silencio poco habitual. Unos pocos agentes uniformados charlan junto a la máquina de café y una mujer teclea sin prisa en su ordenador. El día gris del exterior, lúgubre y pesado, está envuelto en una luz que recuerda a los desesperados días de escuela.
Cuando la puerta se abre y aparece Pia Abrahamsson cesa hasta el último murmullo. Pia lleva vaqueros y una cazadora tejana cerrada que le queda ceñida en el pecho. El pelo castaño que asoma por debajo de la boina está sucio y desgreñado.
Va sin maquillar y tiene los ojos cansados y asustados.
Mirja Zlatnek se levanta en seguida y le acerca una silla.
—No quiero sentarme —dice Pia en voz baja.
Mirja se abre un botón del cuello de la camisa.
—Te hemos pedido que vengas porque… lo que ocurre es que tememos…
Pia pone una mano en el respaldo de la silla.
—Lo que intento decir —continúa Mirja— es que…
—¿Sí?
—Nadie cree que sigan con vida.
Pia reacciona sin energía. No se derrumba, sólo asiente con la cabeza y se pasa la lengua por los labios.
—¿Por qué creéis que ya no están vivos? —pregunta con un tono sorprendentemente tranquilo.
—Hemos encontrado tu coche —dice Mirja—. Se salió de la carretera y se metió en el río. El coche estaba a cuatro metros de profundidad, tenía daños importantes y…
Su voz se extingue.
—Quiero ver a mi hijo —dice Pia con la misma calma desagradable—. ¿Dónde está su cuerpo?
—Es… Todavía no hemos encontrado los cuerpos… El tema es delicado, pero todo indica que se va a interrumpir la búsqueda.
—Pero…
Pia Abrahamsson hace ademán de llevarse la mano al cuello, a la cruz de plata que tiene bajo la ropa, pero se detiene a la altura del corazón.
—Dante sólo tiene cuatro años —dice en tono extrañado—. No sabe nadar.
—No —dice Mirja entristecida.
—Pero le… le gusta jugar en el agua —susurra Pia.
Su barbilla empieza a tiritar. Se queda allí de pie en su ropa tejana. El alzacuello blanco asoma por debajo de la cazadora. Con movimientos lentos, como los de una persona vieja y abatida, termina por sentarse en la silla.
Elin Frank se está dando una ducha después de la sauna. A continuación, camina por las baldosas hasta el gran espejo que hay delante del lavabo doble, donde se seca con una toalla. Su piel todavía está caliente y húmeda cuando se pone el quimono negro que Jack le regaló el mismo año que se separaron.
Sale del cuarto de baño, cruza las estancias iluminadas con parquet blanco y se mete en el dormitorio.
En la cama de matrimonio tiene preparado un vestido de cobre reluciente de Karen Millen y unas braguitas doradas de Dolce & Gabbana.
Se quita el quimono y se pone unas gotas de La Perla, espera unos minutos y luego se viste.
Cuando llega al gran salón ve que su asesor, Robert, esconde el teléfono con un rápido movimiento. Una repentina ola de intranquilidad le vuelve a crecer por dentro, un bulto sombrío en la boca del estómago.
—¿Qué ocurre? —pregunta.
La juvenil camiseta de rayas se le ha salido de dentro de los vaqueros y por debajo asoma un trozo redondo de barriga.
—El fotógrafo de Vogue llegará diez minutos tarde —dice Robert sin cruzar la mirada con la de Elin.
—No he tenido tiempo de mirar las noticias —dice ella en un intento de parecer tranquila—. ¿Sabes si la policía ya ha encontrado a Vicky?
Los últimos días no ha tenido coraje ni para ver las noticias ni para leer la prensa. Ha tenido que tomarse una pastilla a las diez y otra a las tres para poder dormir.
—¿Sabes algo? —repite en voz baja.
Robert se rasca la cabeza.
—Elin, de verdad que no quiero que te preocupes.
—No lo hago, pero es…
—Nadie te involucrará en este asunto.
—No tiene nada de malo saber qué está pasando —dice ella con desdén.
—Tú no tienes nada que ver con esto —insiste él.
Elin ha recuperado la serenidad en el rostro y sonríe fría e impasible.
—¿Tengo que enfadarme contigo?
Robert niega en silencio y se baja la camiseta para taparse la barriga.
—Viniendo para aquí he oído el final de las noticias de la radio, pero no sé si están en lo cierto —responde—. Por lo visto han encontrado el coche robado en el agua, en un río… y creo que iban a empezar a buscar los cuerpos con buzos.
Elin aparta rápidamente la cara otra vez. Sus labios tiemblan y el corazón le palpita como si estuviera a punto de romperse.
—No parecen buenas noticias —susurra.
—Sin duda, sería de lo más triste si se confirma que han muerto ahogados.
—No seas arrogante —dice Elin.
Tiene que tragar con fuerza. Le duele la garganta, carraspea suavemente y se mira las manos.
Elin puede revivir en cualquier momento el día que Vicky llegó a ella. La niña estaba de pie junto a la puerta con cara inexpresiva y cardenales ocre en los brazos. En el instante en que Elin la vio supo que Vicky era la hija que siempre había añorado. Ni siquiera era consciente de haberse imaginado teniendo una hija, pero cuando vio a Vicky comprendió lo mucho que había deseado ser madre.
Vicky tenía un carácter particular, como debe ser.
Al principio, la niña corría hasta la cama de Elin todas las noches. Paraba de golpe, la miraba y daba media vuelta. A lo mejor creía que iba a encontrarse a su auténtica madre y que se podría acurrucar junto a ella, o quizá se arrepintiera al llegar a la cama, como si no soportara mostrar su propio miedo o no quisiera arriesgarse a ser rechazada.
Elin recuerda perfectamente el traqueteo de sus pasitos alejándose por el suelo de madera.
A veces Vicky quería sentarse en el regazo de Jack y mirar los programas infantiles, pero nunca en el de ella.
Vicky no confiaba en Elin, no se atrevía, pero a menudo la espiaba a escondidas, ella lo sabía.
La pequeña Vicky, la niña callada que sólo jugaba si estaba segura de que nadie la veía. La que no se atrevía a abrir sus regalos de Navidad porque no se fiaba de que los hermosos paquetes fueran de verdad para ella. Vicky, la que rehusaba cualquier abrazo.
Elin le compró un hámster blanco en una jaula grande y divertida con túneles de plástico rojo. Vicky lo estuvo cuidando durante las vacaciones de Navidad, pero antes de que empezara el colegio desapareció sin dejar rastro. Por lo visto Vicky lo había soltado en un parque cerca de la escuela. Cuando Jack le explicó que a lo mejor no podría sobrevivir al frío, subió corriendo a su cuarto y cerró la puerta de golpe diez veces seguidas. Por la noche se tomó una botella de borgoña y vomitó por toda la sauna. La misma semana robó dos anillos de diamantes que Elin había heredado de su abuela. La niña se negó a explicar qué había hecho con ellos y Elin nunca los recuperó.
Elin sabía que Jack estaba llegando al límite de su paciencia. Había empezado a decir que la vida que llevaban era demasiado complicada para darle seguridad a una niña que necesitaba recursos mayores. Se alejó, comenzó a guardar las distancias y dejó de interesarse por la molesta pequeña.
Elin se dio cuenta de que lo estaba perdiendo.
Cuando los servicios sociales hicieron un nuevo intento de recolocar a Vicky con su madre biológica Elin sintió que ella y Jack realmente necesitaban dar un parón para volver a unirse. Vicky ni siquiera quiso llevarse el teléfono que Elin le había comprado para que pudieran mantener el contacto.
Después de una cena en el Bodegón de la Ópera, de haber hecho el amor y de haber dormido toda la noche seguida sin interrupciones por primera vez en muchos meses, por la mañana Jack le dijo a Elin que ya no quería seguir con ella si no renunciaba por completo a Vicky.
Elin lo dejó llamar al tutor de la niña para decirle que ya no se ofrecían como familia de acogida, que ya no tenían fuerzas para ello.
Vicky y su madre rechazaron el régimen abierto en Västerås y se escondieron en una caseta infantil de un parque. La madre empezó a dejar a Vicky sola por las noches y, cuando llevaba dos días desaparecida, la pequeña hizo sola todo el camino hasta Estocolmo.
Jack no estaba en casa la tarde que Vicky se presentó en el rellano.
Elin no supo qué hacer. Recuerda cómo se quedó pegada de espaldas a la pared del pasillo mientras la niña llamaba al timbre una y otra vez repitiendo débilmente su nombre.
Al final Vicky se echó a llorar y abrió la ranura del buzón de la puerta.
—Por favor, quiero volver. Quiero estar contigo. Por favor, Elin, abre la puerta…, seré buena. Por favor, por favor…
Cuando Jack y Elin renunciaron a su compromiso la asistenta social les advirtió:
—No le contéis a Vicky por qué ya no podéis seguir con ella.
—¿Por qué? —preguntó Elin.
—Porque entonces la niña asumirá la culpa —les explicó la asistenta—. Sentirá que es culpa suya que ya no puedas seguir cuidándola.
Así que Elin se quedó en silencio y tras esperar lo que le pareció una eternidad finalmente los pasos de Vicky fueron perdiendo intensidad por la escalera.
Elin está delante del enorme espejo del baño mirándose a los ojos. La luz indirecta crea reflejos en sus iris. Se ha tomado dos Valiums y se ha servido una copa de vino Riesling de Alsacia.
En este momento el joven fotógrafo Nassim Dubois, de la revista francesa
Vogue
, está en el gran salón preparando el equipo de iluminación. La entrevista se la hicieron a Elin la semana pasada en Provenza para una subasta de beneficencia. Vendió toda su colección de arte francés y su casa de Jean Nouvel en Niza para crear un fondo de garantía para microcréditos destinados a mujeres del norte de África.
Se aparta del espejo, coge el teléfono y marca el número de Jack para contarle que han encontrado el coche de Vicky en el Indalsälven. Deja que suenen los tonos aun a sabiendas de que el abogado de Jack le ha advertido que todo contacto que se refiera a Vicky debe hacerlo a través del bufete.
No le importa si Jack está cansado. Ya no está enamorada de él, pero a veces necesita oír su voz.
A lo mejor sólo le va a contar que ha vendido su Basquiat en la subasta. Pero antes de que Jack conteste, Elin se arrepiente y corta la llamada.
Sale del cuarto de baño, desliza la mano por la pared para tener un punto de apoyo, cruza el salón y va hasta la puerta doble de cristal.
Cuando sale a la gran terraza, con una lentitud que podría interpretarse como sensual, Nassim silba satisfecho.
—Estás preciosa —dice con una sonrisa.