Caroline se aparta de prisa y se mete en el frío cuartito que le han asignado. Cierra la puerta y enciende la luz. Se ve a sí misma reflejada en la ventana negra, sabe que desde fuera se la ve perfectamente, así que se acerca y baja la persiana con un rápido movimiento. Por primera vez en mucho tiempo tiene miedo a la oscuridad.
Con una sensación de desagrado en el cuerpo piensa en los ojos claros de Tuula mientras la niña hablaba de distintos asesinos en serie. La pequeña Tuula estaba alterada y quería asustar a las demás diciendo que Vicky las había seguido hasta el pueblo de pescadores.
Caroline decide saltarse el cepillado de dientes. Nada conseguirá hacerla salir otra vez al largo y oscuro pasillo.
Arrastra la silla hasta la puerta y trata de bloquear la manija con el respaldo. No llega. Coge unas cuantas revistas
Allers
y, con manos temblorosas, las pone debajo de las patas para que el respaldo llegue hasta la manija.
Le parece sentir a alguien caminando de puntillas justo al otro lado de la puerta, mira rápidamente el ojo de la cerradura y siente un escalofrío subiéndole por la espalda.
De repente oye un estruendo a sus espaldas. La persiana se ha subido de golpe y está girando sobre el eje.
—Dios —suspira y la vuelve a bajar.
Se queda quieta escuchando con atención. Después apaga la luz del techo y corre a meterse en la cama, se acurruca debajo de la manta acolchada y espera a que la sábana se caliente.
Permanece inmóvil con los ojos clavados en la manija de la puerta y pensando otra vez en Vicky Bennet. Parecía tan tímida y prudente. Caroline no cree que ella sea la culpable de aquella barbaridad, le parece imposible. Antes de forzarse a pensar en otras cosas le vuelve la imagen de la cabeza destrozada de Miranda y la sangre goteando del techo.
De pronto oye unos pasos cautelosos por el pasillo. Se detienen un segundo, luego continúan y se paran justo al otro lado de su puerta. En la oscuridad Caroline puede ver que alguien está bajando la manija. Topa con el respaldo de la silla. Caroline cierra los ojos, se tapa los oídos y le reza a Dios que ama a todos los niños.
El silencio de la madrugada se rompe con los golpes incesantes de una sillita infantil contra la represa de la central hidroeléctrica Bergeforsen.
Con el respaldo de plástico gris hacia arriba, apenas visible en la superficie, la sillita ha sido arrastrada por las aguas del río Indalsälven.
La nieve derretida de las montañas de Jämtlandsfjällen ha hecho crecer el caudal considerablemente. Las centrales que quedan por debajo del lago Storsjön han estado calibrando todo el tiempo el nivel para que las presas no se desbordaran.
Tras las abundantes lluvias de la última semana, la central Bergeforsen comenzó a abrir gradualmente las compuertas de regulación, hasta que han llegado al flujo libre de agua. Más de dos millones de litros de agua son escupidos cada segundo por las oberturas.
El Indalsälven estuvo meses pareciéndose más a un lago que a un río, meciéndose de forma apaciguada, pero ahora la corriente baja con una fuerza más que evidente.
La sillita choca contra la represa, retrocede un poco y luego vuelve a topar con el canto de la estructura.
Joona corre por el pasadizo del borde de la represa. A su derecha el río se extiende como un suelo reluciente, pero a su izquierda tiene un abismo de hormigón de unos treinta metros de caída. La altura es vertiginosa. Abajo del todo, los chorros de agua salen disparados con una potencia exagerada por las compuertas y bañan de espuma blanca las rocas negras del río.
Un poco más adelante, en el pasadizo del borde de la represa, hay dos agentes uniformados y un vigilante de la central hidroeléctrica. Se asoman por la barandilla y miran la superficie del agua. Uno de los policías señala con una mano mientras con la otra sujeta un bichero.
Alrededor de la sillita se ha acumulado la porquería que ha ido arrastrando la corriente. Una botella de plástico vacía que gira incansable contra el borde, matas de hierba, ramas y restos de cartón medio disueltos.
Joona mira el agua negra. La corriente tira de la sillita. Lo único que se ve es el respaldo de plástico rígido.
Resulta imposible decir si debajo hay todavía un niño atado a ella.
—Dale la vuelta —dice Joona.
El otro policía asiente con la cabeza y luego se asoma todo lo que puede por encima de la barandilla. Rompe la superficie del agua con el bichero y aparta una gran rama de abeto. Vuelve a sumergir el bichero, esta vez por debajo de la silla, y lo levanta con cuidado para que el garfio se enganche. Tira hacia arriba y por fin la sillita da una vuelta con un chapoteo, dejando ver la almohadilla de cuadros del otro lado.
Está vacía. Las sujeciones se mecen tranquilas en el agua.
Joona observa la sillita y los cinturones negros y piensa que el cuerpo del niño podía escabullirse de las sujeciones y haberse hundido hasta el fondo de la represa.
—Como te he dicho por teléfono, parece la sillita correcta…, no muestra grandes daños, pero desde se hace difícil ver los detalles —dice el agente.
—Comprobad que los técnicos utilicen una bolsa impermeable cuando la saquen.
El policía suelta el bichero y la sillita rueda despacio hasta recuperar la posición inicial.
—Nos vemos en la cabecera del puente de Indal —dice Joona y echa a andar de vuelta al coche—. Hay un sitio para meterse en el agua, ¿verdad?
—¿Qué vamos a hacer?
—Bañarnos —responde Joona sin el menor atisbo de sonrisa y sigue caminando.
Joona se detiene junto al puente, baja del coche sin cerrar la puerta, se acerca a la cabecera y mira colina abajo. Desde la playa de arena sale un pequeño muelle flotante que se mete directo en la corriente de agua.
El viento le abre la americana, y deja entrever los músculos por debajo de la camisa gris marengo.
Sigue avanzando por la cuneta y siente los vapores de la vegetación caliente, el aroma a hierba verde y el dulce olor de las adelfillas. Se detiene, se agacha para recoger un pedacito de cristal entre la hierba, lo estudia en la palma de la mano y luego vuelve a mirar el agua.
—Aquí se salieron de la carretera —dice señalando la dirección.
Uno de los agentes baja a la playa, sigue su dedo y niega con la cabeza.
—¡No hay huellas! —grita desde la arena.
—Creo que estoy en lo cierto —dice Joona.
—Nunca lo sabremos, ha llovido demasiado —dice el otro policía.
—Pero no ha llovido debajo del agua —dice Joona.
Abandona la cuneta y con grandes zancadas baja hasta la playa. Pasa al lado del agente y continúa hasta la orilla. Camina unos metros corriente arriba y descubre las huellas de neumático dentro del agua. Las líneas paralelas trazadas en la arena desaparecen en la oscuridad del agua.
—¿Ves algo? —pregunta el policía.
—Sí —responde Joona y se mete en el río.
El agua fría corretea entre sus piernas y lo empuja suavemente de lado. Joona sigue avanzando a grandes pasos. Le resulta difícil ver nada a través de la superficie reflectante y deslizante del agua. También hay grandes algas que empeoran la vista. La corriente lleva consigo burbujas y polvo marino.
El agente lo sigue desde la orilla y jura entre dientes.
Joona cree distinguir una masa oscura unos diez metros más adelante.
—Voy a llamar a un buzo —dice el policía.
Joona se quita rápidamente la americana, se la pasa al compañero y continúa metiéndose en el río.
—¿Qué haces?
—Tengo que saber si están muertos —responde mientras le entrega el arma.
El agua está fría y la corriente tira con fuerza de sus pantalones, cada vez más pesados. Un escalofrío se propaga rápidamente por sus piernas y su espalda.
—¡Hay troncos en el agua! —grita el otro agente—. Aquí no puedes meterte.
Joona sigue vadeando. El lecho del río baja en pendiente y cuando el agua le llega por el estómago se zambulle con suavidad. Le zumban los oídos cuando los conductos auditivos se le llenan de agua. Siente el frío en la boca. Los rayos del sol tiemblan en el agua. Los remolinos levantan el lodo del fondo y lo arrastran consigo.
Joona empuja con las piernas para sumergirse más hasta que de repente descubre el coche. Lo tiene unos metros más adelante y un poco separado de las líneas dejadas por los neumáticos. La corriente ha movido el coche hacia el centro del cauce.
La chapa roja del techo brilla débilmente. El parabrisas y las dos lunas del lado derecho faltan por completo y el agua se mueve tranquilamente por el habitáculo.
Joona se acerca con unas cuantas brazadas e intenta no pensar en lo que pueden estar a punto de ver sus ojos. Sólo tiene que prestar atención y registrar toda la información que pueda en los pocos segundos que se podrá quedar, pero igualmente su cerebro le insta a imaginarse a la chica en el asiento del conductor atrapada por el cinturón. Brazos estirados, boca abierta y pelo revuelto, meciéndose inerte en el agua.
El corazón le empieza a latir más fuerte. Ahí abajo está oscuro. Reinan la penumbra y un silencio retumbante.
Se acerca a la puerta de atrás sin ventana y se agarra al marco. La fuerza del río empuja su cuerpo a un lado. Se oye un crujido metálico, la corriente se lleva el coche unos metros y Joona pierde el agarre. Se levanta más lodo marino, empeorando aún más la vista. Joona da unas brazadas. La nube de lodo se diluye y el agua se vuelve transparente de nuevo.
A unos tres metros por encima de su cabeza está el otro mundo, bañado en sol.
Un tronco lleno de agua flota justo debajo de la superficie como un pesado proyectil.
Sus pulmones empiezan a quejarse y a retorcerse por los calambres. Ahí abajo el agua se mueve con bastante fuerza.
Joona vuelve a alcanzar el marco de la puerta y ve que le sale sangre de la mano. Tensa los músculos del brazo para bajar a la altura del coche y trata de ver lo que hay dentro: una mezcla de polvo, algas y plantas acuáticas.
El coche está vacío. No hay nadie, ni la chica ni el niño.
No queda ni rastro del parabrisas y los limpias están sueltos. Los cuerpos podrían haber sido arrastrados a trompicones por el lecho del río.
Le da tiempo a registrar con la mirada la zona inmediata alrededor del coche. No hay ningún elemento en el que puedan haber quedado atrapados. Las rocas son redondas y las algas demasiado finas.
Ahora los pulmones de Joona claman a gritos un poco de oxígeno, pero el comisario sabe que en realidad siempre hay más tiempo.
El cuerpo tiene que aprender a esperar.
En el ejército tuvo que hacer varias veces doce kilómetros a nado con la bandera señalizadora, ha ascendido desde un submarino sin más equipo que un globo de rescate y ha nadado bajo el hielo del golfo de Finlandia.
Puede aguantar sin oxígeno unos segundos más.
Con fuertes brazadas rodea el coche y observa el fondo allanado del río. El agua avanza como un poderoso viento. En el lecho surcan las sombras de los troncos que flotan más arriba.
Vicky se salió de la carretera, bajó hasta la playa en plena lluvia y se metió en el río. Los cristales ya se habían roto antes, en el choque contra el semáforo, así que el coche se debió de llenar al instante de agua, siguió rodando unos metros y se detuvo bajo la superficie.
Pero ¿dónde están los cuerpos?
Tiene que hacer todo lo posible por encontrarlos.
Cinco metros más allá descubre algo brillante en el fondo, un par de gafas que se están alejando del vehículo hacia aguas más profundas y corrientes más pronunciadas. Joona debería volver a la superficie, pero piensa que a lo mejor puede aguantar un poco más. Cuando empieza a nadar otra vez ve destellos en la mirada, alarga la mano y atrapa las gafas justo cuando un remolino las estaba levantando. Da media vuelta, se da impulso con las piernas y empieza a ascender. La vista le chispea cada vez más. No tiene tiempo de mirar por dónde va, tiene que tomar aire para no quedar inconsciente. Rompe la superficie, toma una gran bocanada y apenas tiene tiempo de ver el tronco antes de que le impacte en el hombro. El dolor es tan agudo que Joona no puede reprimir un grito. Con el golpe, la cabeza del húmero se disloca del hombro. Joona vuelve a estar bajo el agua. Le pitan los oídos. Por encima de su cabeza el sol centellea de forma intermitente.
Los compañeros de la policía de Västernorrland tuvieron tiempo de solicitar un barco y fueron a buscarlo cuando lo vieron emerger del agua y ser embestido por el tronco. Entre los dos pudieron cogerlo y levantarlo por encima de la borda para tumbarlo en cubierta.
—Perdonadme —jadeó Joona—. Tenía que asegurarme…
—¿Dónde te ha dado el tronco?
—Los cuerpos no estaban en el coche —continuó Joona gimiendo de dolor.
—Mírale el brazo —dijo el compañero.
—Mierda —respondió el otro.
La camisa mojada de Joona estaba manchada de sangre y tenía el brazo retorcido en una extraña postura. Parecía que lo tuviera colgando, aguantado solamente por los tejidos musculares.
Con cuidado le quitaron las gafas de la mano y las metieron en una bolsa de plástico.
Uno de los agentes lo llevó al hospital de Sundsvall. Joona estuvo quieto todo el trayecto, con los ojos cerrados y apretándose el brazo lastimado contra el cuerpo. A pesar del dolor intentó explicar que el coche había sido arrastrado por la corriente y que el agua corría libre por las ventanas rotas.
—Los cuerpos no estaban allí —dijo casi susurrando.
—Un río puede llevarse un cuerpo hasta donde quiera —respondió el policía—. No vale la pena bajar con buzos a buscar los cadáveres, porque o se quedan enganchados a algo y entonces nunca se encuentran… o terminan abajo, en la represa, igual que la sillita del niño.
Dos enfermeras que conversaban alegremente se ocuparon de Joona en el hospital. Eran rubias y parecían madre e hija. Con movimientos resueltos y seguros le quitaron la ropa mojada, pero cuando empezaron a secarlo y le vieron el brazo se quedaron calladas. Le limpiaron la herida, se la vendaron y lo enviaron a radiología.
Veinte minutos más tarde apareció un médico en la consulta y le dijo a Joona que había estado mirando las radiografías. En pocas palabras le explicó que no se había roto nada, que se trataba de una luxación. La mala noticia era que se le había dislocado el hombro, pero la buena era que el cartílago anterior parecía intacto. Joona tuvo que tumbarse boca abajo en la camilla con el brazo colgando. El médico le inyectó 20 miligramos de lidocaína directamente en el nervio para poder recolocárselo. El hombre se sentó en el suelo y empezó a tirar del brazo hacia abajo mientras una de las enfermeras empujaba el omoplato hacia la columna vertebral y la otra apretaba la cabeza del húmero hasta ponerlo en posición. Se oyó un chasquido, Joona apretó los dientes y soltó aire poco a poco.