La vidente (22 page)

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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

BOOK: La vidente
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Una mujer de expresión ajada, vestida con vaqueros azules, botas de lluvia y abrigo desabrochado llega caminando con un pastor alemán desde el aparcamiento de la central hidroeléctrica.

—Ahí viene un puto sabueso —dice Gunnarsson dando un respingo.

La adiestradora Sara Bengtsson pasa junto al cabrestante y dice algo en voz baja. El perro se detiene inmediatamente y se sienta. Ella no le dedica ni una mirada y sigue caminando, dando por hecho que el perro la ha obedecido.

—Qué bien que hayas podido venir —dice Joona estrechándole la mano.

La mirada de Sara Bengtsson se encuentra fugazmente con la suya, retira la mano y luego busca algo en el bolsillo.

—Aquí soy yo el que manda —dice Gunnarsson—. Y los perros no me gustan demasiado, que lo sepas.

—Pues ahora ya estamos aquí —dice Sara mirando al animal.

—¿Cómo se llama? —pregunta Joona.


Jackie
—sonríe la mujer.

—Vamos a bajar con un buzo —le explica Joona—. Pero sería de gran ayuda si
Jackie
pudiera rastrear el agua… ¿Crees que podrá?

—Sí —responde Sara Bengtsson y le da una patada a una piedra suelta.

—Hay mucha agua y la corriente es muy fuerte —advierte Gunnarsson.

—La primavera pasada encontró un cuerpo a sesenta y cinco metros de profundidad —responde Sara y se le enrojecen las mejillas.

—¿A qué coño estamos esperando? —pregunta Gunnarsson y se enciende un cigarrillo.

Sara Bengtsson hace como si no lo hubiera oído. Pasea la mirada por los destellos de la superficie negra del agua. Se mete las manos en los bolsillos y se queda quieta un momento antes de romper el silencio en voz baja:


Jackie
.

La perra abandona su lugar y se le acerca. Se sienta a su lado, Sara la acaricia en el cuello y detrás de las orejas. Le habla en tono jovial, le explica lo que están buscando y luego empiezan a caminar juntas por el borde de la represa.

La perra está especializada en rastrear la sangre y el olor de los pulmones de personas muertas. En realidad la idea es que los perros policía vinculen el olor a cadáver con algo positivo, pero Sara sabe que cuando
Jackie
encuentra alguno, las horas siguientes está nerviosa y necesita que la consuelen.

Pasan por el lugar donde encontraron la sillita de Dante. Sara Bengtsson dirige con cuidado el hocico de
Jackie
sobre el caudal de agua.

—No me creo estas cosas —sonríe Gunnarsson mientras enciende el cigarrillo y se rasca la barriga.

Sara se detiene y hace un gesto cuando
Jackie
percibe un olor.

—¿Qué notas? —le pregunta.

La perra husmea, se desplaza de lado, pero luego suelta el rastro y sigue caminando por el borde.

—Abracadabra —murmura el buzo y se corrige el chaleco.

Joona observa a la adiestradora y al pastor alemán, cuyo pelaje es de un tono singularmente rojizo. Caminan despacio por el borde de la represa y ya se están acercando al centro del río, justo encima de las compuertas abiertas. Algunos mechones de la mujer se han soltado de la coleta y le azotan la cara con el viento. De repente la perra se detiene y empieza a gimotear, se asoma por el borde, se lame intranquila el hocico y da una vuelta angustiada sobre sí misma.

—¿Hay algo ahí abajo? —pregunta casi sin voz mirando al fondo de la represa.

La perra no se quiere parar, sigue caminando, olfatea un armario eléctrico, pero vuelve al sitio gimoteando.

—¿Qué ocurre? —pregunta Joona mientras se acerca.

—La verdad es que no lo sé, no ha marcado nada, pero se comporta como si…

La perra ladra y la mujer se sienta de cuclillas a su lado.

—¿Qué pasa,
Jackie
? —pregunta con delicadeza—. ¿Qué es lo que te parece tan raro?

La perra menea la cola, Sara la abraza y le dice que es una buena chica.
Jackie
gimotea y se tumba, se rasca detrás de la oreja y se lame el hocico de nuevo.

—Pero ¿qué te pasa? —pregunta Sara con una sonrisa vacilante.

67

La estructura de la represa vibra por la presión. Sobre la cubeta de plástico con boyas señalizadoras, que servirán para marcar las posiciones de los posibles cadáveres, hay un par de bolsas impermeables de las que se usan para transportar los cuerpos.

—Empezaré desde la central y trazaré un recorrido siguiendo una cuadrícula —dice Hasse.

—No, bajaremos donde ha reaccionado la perra —dice Joona.

—¿Ahora mandan las damas? —pregunta Hasse compungido.

Muchos metros por debajo de la superficie lisa están las oberturas de las compuertas, protegidas con unas sólidas rejas que acumulan todo lo que arrastra el río consigo.

El buzo comprueba el correcto suministro de las botellas con nitrox 36 que lleva a la espalda. Conecta el cable de la cámara al ordenador y luego se pone la máscara de buceo. Joona se ve a sí mismo en la pantalla.

—Saluda a la cámara —dice Hasse y se echa suavemente al agua.

—Si la corriente es demasiado fuerte abortamos la inmersión —dice Joona

—¡Vete con cuidado! —le grita Gunnarsson.

—Estoy acostumbrado a meterme en aguas bravas —dice Hasse—. Pero si no vuelvo a salir le podéis decir a mi chaval que tendría que haberlo acompañado a Dinamarca en lugar de venir aquí.

—Cuando terminemos iremos a tomarnos una cerveza en el hotel Laxen —dice Gunnarsson y lo despide haciendo un gesto con la mano.

Hasse Boman se sumerge en el agua, la superficie burbujea y al cabo de unos segundos se vuelve lisa otra vez. Gunnarsson sonríe y lanza la colilla del cigarro represa abajo. Los movimientos del buzo se vislumbran como sombras meciéndose en la oscuridad. Las burbujas de las exhalaciones rompen la superficie lisa del torrente de agua. Lo único que se ve en la pantalla del ordenador es la rugosa pared de hormigón que queda iluminada por el haz de luz de la cámara. La respiración pesada del submarinista hace restallar los altavoces.

—¿A qué profundidad estás ahora? —pregunta Joona.

—Sólo nueve metros —responde Hasse Boman.

—¿Hay mucha corriente?

—Es como si alguien estuviese tirándome de las piernas.

Joona sigue el descenso a través del ordenador. La pared de hormigón se desliza hacia arriba. La respiración suena más pesada. A veces se ven las manos de Hasse apoyándose en la pared. Los guantes azules brillan con la luz de la linterna.

—Aquí no hay nada —dice Gunnarsson impaciente, y da unos pasos estresados de un lado a otro.

—La perra ha notado que…

—No ha marcado nada —lo interrumpe Gunnarsson alzando la voz.

—No, pero ha notado algo —responde Joona tercamente.

Piensa que los cadáveres pueden haber sido trasladados con el agua, rodando por el fondo hacia el centro del río.

—Diecisiete metros… ahora hay una corriente de narices —dice el buzo con el eco de una lata.

Gunnarsson suelta más cabo de seguridad, que corre rápidamente sobre la barandilla de metal y desaparece en el agua.

—Vas demasiado de prisa —dice Joona—. Infla el chaleco.

Hasse empieza a inflar el chaleco con grandes cantidades de aire de las botellas. En realidad suele hacerlo para descender o para ascender, pero entiende que Joona tiene razón, debe reducir la velocidad teniendo en cuenta toda la porquería que hay en el agua.

—Todo en orden —informa al cabo de un rato.

—Si es posible, me gustaría que bajaras y les echaras un vistazo a las rejas —le explica Joona.

Hasse se mueve más despacio durante un rato hasta que la velocidad vuelve a aumentar. Tiene la sensación de que la central está abriendo aún más las compuertas. Basura, ramas y hojas le pasan por delante de la cara y desaparecen engullidas por el abismo.

Gunnarsson aparta el cable y el cabo cuando ve que un tronco se está acercando a toda velocidad hasta impactar contra la pared de hormigón.

68

Hasse Boman siente la fuerte corriente tirándole hacia abajo. Está yendo demasiado rápido otra vez. El agua le retumba en los oídos. Podría romperse las dos piernas en una colisión. Su corazón late de prisa y trata de inflar un poco más el chaleco, pero la válvula de escape le da problemas.

Intenta reducir la velocidad frenando con las manos y ve cómo las algas de la pared de hormigón se desprenden y son succionadas por la corriente vertical.

Decide no compartir con los policías de arriba que le está entrando miedo.

La fuerza de succión es infinitamente más fuerte de lo que se había imaginado. Cada vez desciende más de prisa. Las burbujas y el polvo marino bajan por delante del foco y desaparecen. Todo lo que queda fuera del haz de luz está completamente a oscuras.

—¿A qué profundidad estás? —pregunta el comisario de Estocolmo.

Hasse no responde, no tiene tiempo de mirar el medidor, tiene que reducir la velocidad de descenso. Con una mano intenta sujetarse el regulador y con la otra mantener el equilibro.

Una bolsa de plástico le pasa por delante.

Está cayendo en picado, intenta alcanzar la válvula de la espalda pero no consigue girar la manivela y golpea el codo en la pared de hormigón. Se tambalea, nota la adrenalina en la sangre y piensa con pánico que tiene que recuperar el control sobre el descenso.

—Veintiséis metros —jadea.

—Entonces te queda poco para llegar a las rejas —responde el comisario.

El agua que corre por la pared en dirección a las rejas le agita las piernas y hace que le tiemblen de forma descontrolada.

Hasse desciende a toda prisa y toma conciencia de que corre el riesgo de ser empalado por algún tronco astillado o ramas puntiagudas. Tendrá que soltar plomos para poder frenar la caída, pero sabe que necesitará guardarse algunos si quiere volver a la superficie.

Las burbujas de las exhalaciones que salen de la máscara desaparecen hacia abajo en una ristra de perlas. La succión parece aumentar aún más y la corriente acelera. Una gran fuerza lo azota por la espalda. De pronto el agua se vuelve aún más fría. Le da la sensación de que la inmensidad del río lo está empujando contra la pared.

Ve un gran arbusto acercándosele desde arriba por el agua negra. Se desliza junto a la pared de hormigón con las hojas tiritando. Hasse intenta esquivarlo, pero la mata se enreda en el cabo de seguridad y le da un latigazo, le pasa por delante y luego desaparece rápidamente en la oscuridad.

—¿Qué pasa? —pregunta el comisario.

—Hay mucha porquería en el agua.

Con manos temblorosas el buzo suelta varios plomos del chaleco y consigue al fin ponerle freno a la vertiginosa caída. Se queda pegado a la pared, tiritando. La poca vista que le ofrece la linterna de la máscara no hace más que empeorar. El agua está llena de arena y tierra.

De pronto se detiene, sus pies han topado con algo. Hasse mira hacia abajo y ve que ha alcanzado el canto superior de la reja, una repisa de cemento. Un montón de ramas, troncos enteros, hojas y demás restos se han acumulado delante de los barrotes. La succión es tan fuerte que cada movimiento parece imposible.

—He llegado —dice en seguida—. Pero es muy difícil ver nada, esto está lleno de mierda acumulada…

Con sumo cuidado comienza a trepar por las grandes ramas procurando que el cabo de seguridad no se enrede. Avanza sobre un tronco inestable. Por detrás de una rama de abeto hay una sombra extraña. Hasse jadea por el esfuerzo a medida que se acerca.

—¿Qué pasa?

—Aquí hay algo…

69

El agua es gris y las burbujas corren por delante de la máscara de Hasse Boman. Se está aguantando con una mano mientras alarga la otra y trata de apartar la rama de abeto.

De repente lo tiene justo delante de la cara. Un ojo abierto y una hilera de dientes descubiertos. A Hasse le da un vuelco el corazón y está a punto de resbalarse de la repisa, sobrecogido por la proximidad de la visión. Pero sabe que se debe al fenómeno óptico de que bajo el agua todo parece estar más cerca. Te acabas acostumbrando, pero cuando algo te coge desprevenido es difícil defenderse. El imponente cuerpo del alce está pegado a la reja y tiene el cuello atravesado por una rama gruesa y un remo partido. La cabeza da tumbos con la corriente.

—He encontrado un alce —dice retirándose para alejarse del animal muerto.

—Por eso ha reaccionado así el perro —dice Gunnarsson.

—¿Subo?

—Busca un poco más —responde Joona.

—¿Hacia abajo o hacia un lado?

—¿Qué es eso? Justo delante de ti —pregunta Joona.

—Parece tela —dice Hasse.

—¿Llegas?

Hasse nota el ácido láctico en los brazos y las piernas. Pasea la mirada por todos los escombros que han quedado atrapados contra los barrotes y trata de ver por detrás de los arbustos negros y entre las ramas. Todo tiembla. Piensa que con el dinero de la inmersión comprará una Playstation nueva. Se la dará a su hijo como regalo sorpresa cuando vuelva de los campamentos.

—Cartón, sólo es cartón…

Intenta apartar el papel empapado. El cartón se deshace suavemente. Un pedazo grande es arrastrado por la corriente y queda pegado a la reja.

—Se me están acabando las fuerzas, voy a subir —dice.

—¿Qué es eso blanco que se ve? —pregunta Joona.

—¿Dónde?

—Donde estás mirando ahora, había algo —dice Joona—. Me ha parecido ver algo entre las hojas, en la reja, un poco más abajo.

—A lo mejor una bolsa de plástico —propone el buzo.

—No —dice Joona.

—¡Sube ya! —grita Gunnarsson—. Hemos encontrado un alce, eso es lo que ha encontrado el perro.

—Un perro adiestrado puede alterarse con un cadáver, pero no así —dice Joona—. Creo que ha reaccionado por otra cosa.

Hasse Boman baja trepando un poco más y aparta hojas y ramitas. Sus músculos están temblando por el esfuerzo. La corriente lo empuja por detrás. Tiene que aguantarse con un brazo para que no lo chafe contra la reja. El cabo de seguridad tiembla sin parar.

—No encuentro nada —jadea.

—¡Aborta! —grita Gunnarsson.

—¿Aborto la misión? —pregunta Hasse.

—Si no puedes más, sí —responde Joona.

—No todo el mundo es como tú —le gruñe Gunnarsson.

—¿Qué hago? —pregunta el buzo—. Tengo que saber qué queréis que…

—Desplázate de lado —dice Joona.

Hasse Boman nota el golpe de una rama en la nuca, pero continúa buscando. Aparta un montón de cañas viejas y basura que tapan la esquina inferior de la reja. Constantemente se acumulan más escombros. Empieza a apartarla más de prisa y de repente descubre algo inesperado: un bolso de tela blanca y reluciente.

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