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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (10 page)

BOOK: La zona
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—Rastreando sus contactos, nos llevaron hasta las redes de Al Qaeda en el Magreb. Los terroristas le ayudan a infiltrar su mercancía humana en España, y a cambio él los financia.

—Todo un angelito —dijo Eric.

—Yo más bien diría que es un auténtico bastardo —intervino Davinia en tono vehemente.

—Doctora —dijo el conductor—, estamos entrando en la Zona Tibia.

Laura volvió a girarse y miró al frente. Atravesado en la carretera había un vehículo blindado. A ambos lados de la calzada montaban guardia dos soldados ataviados con trajes protectores azules. Les hicieron señales para que se detuvieran, y uno de ellos se acercó a la ventanilla del conductor y se cuadró. Pese al sistema de amplificación de su traje, su voz les llegó apagada por las diversas capas de tejido y cristal que los separaban. Sin embargo, a Laura le dio la impresión de que su acento era extranjero, tal vez del este de Europa, detalle que le extrañó en un militar español.

—La Zona Caliente está a sólo quinientos metros —dijo—. A partir de aquí empieza la censura de las comunicaciones. Tienen que usar exclusivamente los sistemas de intercomunicación personal.

Laura sacó del bolsillo su iPhone y comprobó que, en efecto, no tenía cobertura. Por alguna razón, eso le hizo pensar que había salido del mundo normal, que incluso antes de cruzar la valla de acero que cortaba la carretera ya había entrado en la Zona.

Siguieron adelante, más despacio que antes. Dentro de los invernaderos los árboles se veían distorsionados por las paredes de plástico. A Laura se le antojaron patíbulos.

Decidió que era mejor seguir hablando para distraerse.

—Doctor Aguirre, ya que es usted nuestro experto en la zona, podría contarnos algo de este lugar.

—Los invernaderos se pueden ver desde la luna.

—Vaya —dijo Eric—. Nos ha ido a contar justo lo único que ya sabíamos.

—Es lo que se suele decir para impresionar a los forasteros —respondió Aguirre—. Si quieren, puedo ofrecerles datos más precisos.

Eric le hizo un gesto algo displicente, como si le diera la venia. En la estrechez del todoterreno, cada vez que se movían ahí atrás aquellos trajes voluminosos y rígidos como miriñaques se rozaban con un frufrú que sonaba mitad a tela y mitad a plástico.

—A nuestro alrededor se concentra la mayor producción de verduras, frutas y hortalizas de toda Europa. Con ella podríamos cubrir la autopista de Madrid a Barcelona.

—¿Y quién iba a querer cubrir de fruta una carretera? —preguntó el joven inglés.

—Eric… —le advirtió Laura.

¿Por qué se empeñaba en rivalizar con Aguirre? En general, Eric sacaba las espinas cada vez que sospechaba que alguien quería robarle la atención de Laura. A veces era halagador, pero en otras ocasiones resultaba bastante molesto. Como ahora.

—Son las típicas ocurrencias para ilustrar a la gente a la que los números no les dicen gran cosa —respondió Aguirre—. En esta sociedad anumérica hay que recurrir a esas comparaciones.

—Nosotros no somos anuméricos —dijo Eric—. Recuerde que somos de ciencias.

—Pues entonces digiera estas cifras: hay casi treinta mil hectáreas de invernaderos. La fruta y la verdura se producen aquí, literalmente, en cantidades industriales. La cosecha anual es de unos tres millones de toneladas. ¿Es usted inglés, Eric?

—Sí. ¿Tanto se me nota? Mi madre es española.

—Su acento me tenía un poco despistado. Así que Londres… ¿Recuerda el precio de una chirimoya cuando era niño?

—¿Una chirimoya?


Custard apple
—tradujo Aguirre con perfecta pronunciación.

—¡Ah, ya! No sé cuánto costaba, pero me acuerdo de que era casi un artículo de lujo.

—¿De lujo? —se extrañó Davinia—. En mi país siempre han sido bastante baratas.

—Pues antes, en Inglaterra, había gente que compraba fruta para hacer un regalo especial, como quien obsequia un ramo de rosas —dijo Eric.

—De eso se trata. En España siempre hemos tenido fruta abundante y variada —dijo Aguirre—. Pero ahora, gracias a los invernaderos, esta región se ha convertido en la huerta no ya de España, sino de toda Europa. ¿Les parece algo positivo?

—¿Cómo no? —preguntó Eric—. La fruta es muy buena para la salud. Vitaminas, fibra, movimiento intestinal sano… Todo eso.

Laura llevaba un rato sin decir nada, esperando para comprobar adónde quería ir a parar Aguirre.

—Sin duda es buena para la salud… de quienes la comen —dijo el médico—. Para producirla, aquí se generan al año un millón de toneladas de residuos orgánicos.

—Pero los residuos orgánicos son biodegradables —objetó Eric—. La tierra los acaba absorbiendo.

—El plástico de los invernaderos, no. Aquí se desechan treinta mil toneladas al año, y es un material no degradable. Por otra parte, tanto los restos orgánicos como los inorgánicos están plagados de pesticidas que se filtran por el suelo y producen lixiviados.

—¿Qué son los lixiviados, doctor Aguirre? —preguntó Davinia.

—Básicamente, agua que atraviesa materias permeables y al hacerlo arrastra consigo todo tipo de productos tóxicos. Esos productos acaban llegando a los acuíferos de los que sacamos el agua para beber y regar.

—Lo que quiere decir que nuestros desechos regresan a nosotros —se decidió a intervenir Laura.

—Así es, doctora. Circunstancia que se agrava porque el ganado de cuya carne nos alimentamos se apacienta en campos sembrados de restos de cosecha.

—La solución sería la agricultura ecológica —dijo el cabo Tatay.

—La agricultura ecológica nunca es tan ecológica ni tan sana como se afirma, pero desde luego resulta mucho más cara. ¿Creen ustedes que ahora que las naciones europeas tienen fruta y verdura fresca al alcance de todos los bolsillos estarían dispuestas a renunciar a ella a cambio de salvaguardar el medio ambiente?

Laura no acababa de entender el tono reivindicativo de Aguirre. Por su aspecto, no parecía ningún revolucionario. ¿Adónde quería ir a parar? Ella sólo le había pedido información sobre la zona.

El neurólogo se había animado y proseguía con su perorata.

—El problema es que nos hemos acostumbrado a un bienestar del que no todo el mundo puede participar. En la antigua Roma miles de personas tenían que trabajar para que un solo noble poseyera una mansión caldeada en invierno y en pleno verano disfrutara de ostras, anguilas o vinos enfriados con nieve traída de las montañas. Ahora, en cambio, pretendemos que cualquiera, albañil, fontanero, cajera, disfrute de los mismos manjares y comodidades que antes eran monopolio de los césares. Simplemente, el planeta no da para tanto.

—¿Es que usted les quitaría todo eso? —preguntó Eric—. Detecto cierto tono fascista en su discurso.

—«Fascista» es el epíteto que sueltan los ignorantes cuando no saben qué argumentar —respondió Aguirre—. No se trata de que yo pretenda quitarle a la clase trabajadora los lujos de los que disfruta hoy día. La cuestión es que ya no nos los podemos permitir. Fíjese en la crisis que estamos viviendo. El sueño se ha acabado, pero sólo ahora empezamos a darnos cuenta.

Por el retrovisor, Laura observó el gesto de desagrado de Davinia. Como militar disciplinada, la sargento no decía nada. Sin embargo, era evidente que debía de pertenecer a una de esas familias de clase humilde que, según Aguirre, vivían por encima de sus posibilidades.

—¿Qué propone usted? —preguntó Eric—. ¿Que volvamos todos a una vida más sencilla, de economía sostenible? Porque esa ropa que llevaba antes no me parece precisamente de un activista de Greenpeace.

—En absoluto. Si no queremos revertir todos al estado de animales, debe haber al menos una élite que mantenga viva la llama del refinamiento.

—Diría que eso también suena un poco fascista, pero no quiero parecerle ignorante —dijo Eric.

—Supongo que usted propondría que, puesto que no todo el mundo está mentalmente capacitado para disfrutar del arte y la cultura, acabemos con ellos.

—No sea demagogo, doctor.

Laura pensó que, de no ser porque estaban separados por varias capas aislantes y sentados de lado en lugar de frente a frente, habrían acabado agrediéndose. O más bien agrediendo Eric a Aguirre. Éste seguía hablando sin alterarse.

—Le haré una pregunta, señor Byrne.

—Hágala. Espero no ser demasiado ignorante para contestarla.

—¿Qué pretenden, qué pretendemos todos los seres humanos?

—Eso es fácil —dijo el cabo Tatay, con aquel peculiar acento en que la
s
de «eso» y la
c
de «fácil» se confundían en un sonido intermedio, y el verbo «es» tan sólo se intuía. Su intervención le valió un ceño fruncido de Davinia, pero la única que pudo verlo fue Laura, gracias al retrovisor—. Lo que queremos todos es vivir en paz y ser felices.

—Ética eudemonista, ciertamente —contestó Aguirre, sin molestarse en explicar aquella palabreja—. Es loable que todo ser humano quiera conseguir la felicidad. Pero ¿qué es la felicidad?

—Pues… sentirse a gusto con uno mismo, ¿no?

—Es una definición bastante aproximada, pero conviene precisar más. Según el diccionario, la felicidad es el estado de ánimo de quien recibe de la vida lo que espera o desea. ¿Están de acuerdo con eso? —Todos asintieron por debajo de máscaras y capuchas. Aguirre prosiguió—: El problema es que los medios de comunicación muestran modelos de vida que no están al alcance de todo el mundo, ni material ni física ni espiritualmente. Y cuando se nos enseña algo que jamás podremos conseguir, el resultado es frustración.

—¿Qué sugiere usted? —preguntó Eric—. ¿Que en la tele y en las películas sólo aparezcan barrios de chabolas y favelas para que la gente piense: «Eh, qué bien estoy, que vivo mejor que ésos»?

—Habría otra solución aún mejor: rebajar las expectativas de la gente. Dicen que no es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita.

—¿Rebajar las expectativas? ¿A qué gente se refiere? ¿A todo el mundo?

—No, pero sí a una mayoría. La crisis ha demostrado que el estado de bienestar es un cadáver. Es imposible que haya puestos de trabajo para siete mil millones de personas cualificadas. Todo el mundo quiere progresar, es humano, pero alguien tiene que encargarse de las tareas maquinales y serviles. Trabajos necesarios, pero que frustran y embotan la mente. Por primera vez en nuestra historia, el problema es que cada vez hay menos gente dispuesta a ello.

—¡Un nostálgico del esclavismo! —exclamó Eric—. ¡Creía que ya lo había visto todo!

Laura apretó los labios. Había algo en las palabras de Aguirre que le repugnaba, pero no podía evitar pensar que llevaba algo de razón. Tal vez esa repugnancia que sentía no apuntaba contra el neurólogo, sino contra la propia naturaleza, por ser tan cruel.

—En el fondo —continuó Aguirre—, el problema de la mayoría de los seres humanos es que son demasiado inteligentes.

—¿Se considera usted parte de ese problema? —preguntó Eric con patente sarcasmo.

Tras el visor transparente, Aguirre miró de reojo a Eric. Laura se preguntó si estaría preparando una respuesta devastadora. Pero en aquel momento las primeras casas de Matavientos asomaron tras una larga curva, y aquello dio fin a la discusión.

—Muy bien, señor Ruiz —dijo Laura—. Reduzca un poco la velocidad a partir de ahora.

9

Los dos vehículos se acercaron lentamente a la rotonda de acceso al pueblo. En el centro había una zona ajardinada, con tres pequeñas palmeras cubiertas de polvo y un césped tan agostado y amarillento que más parecía heno para las vacas. No se apreciaba señal alguna de vida. Más allá empezaba la avenida principal. Por lo que Laura había comprobado en el mapa, Matavientos no era más que eso: una calle ancha y gris a cuyos lados se alineaban edificios cuadrados con terrazas planas o techos de uralita.

—Qué lugar más feo y deprimente —comentó Davinia.

Era como si le hubiera leído la mente a Laura. Aquello tenía más aspecto de polígono industrial que de población habitada. Las callejuelas secundarias que salían de la vía central se dirigían a los invernaderos, que envolvían Matavientos como un sudario de plástico. Todo allí era hostil, frío; y, al mismo tiempo, bajo los rayos del sol los edificios, el cemento y el asfalto parecían emitir un calor abrasador. Laura había hablado de otro planeta, y en cierto modo se sentía así, como una astronauta recién llegada a otro mundo. Seguramente, pensó, aquella impresión se debía al aislamiento tras la máscara y a la sensación de amenaza que flotaba en el aire.

Aunque en el aire flotaba algo más que una vaga sensación. Una amenaza invisible, pero tan peligrosa como en un laboratorio de nivel 4. No debían olvidarlo.

—Ahí está la ambulancia —dijo Eric, señalando con un dedo enguantado por encima de su hombro.

Laura ya la había visto. Seguía atravesada en la calle, con las portezuelas abiertas. Estaba tan inmóvil y silenciosa como una sonda espacial olvidada en la superficie de Marte. A su alrededor había decenas de cadáveres esparcidos por el suelo.

—Por Dios, ¿qué ha pasado aquí? —musitó Davinia.

«Una cosa es que te adiestren para el horror —pensó Laura al ver la reacción de la joven sargento—. Otra bien distinta es que estés realmente preparada para él».

De pronto recordó la imagen de aquel terrorista vestido de negro y con el rostro tapado acercándose a Richard. Después, el calor, la humedad y el borboteo de la sangre.

«¡Aléjate de mí!», ordenó a aquel recuerdo. Notó un estremecimiento que le subía por el cuello, un escalofrío profundo del que sólo pudo librarse sacudiendo la cabeza a un lado. Confiaba en que, dentro de la capucha, nadie hubiese advertido aquella especie de convulsión.

Extendió el brazo y tocó al conductor en el hombro.

—Deténgase.

—¿Aquí?

—Sí, perfecto. Eric, Miguel, Davinia y yo vamos a acercarnos andando a la ambulancia. Señor Ruiz, no pare el motor.

—¿Y yo? ¿No quieren que les acompañe? —preguntó Aguirre.

—No. Es mejor que primero comprobemos el terreno. Le avisaremos.

—Me han traído como experto en el terreno. No parece muy lógico prescindir de mis servicios justo en este momento.

—No se preocupe, doctor. Enseguida recurriremos a ellos.

El neurólogo entrecerró los ojos. Seguía siendo muy difícil interpretar sus expresiones, pero a Laura le dio la impresión de que aquel parpadeo era lo más parecido a un gesto de rabia y frustración.

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