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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (6 page)

BOOK: La zona
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El aire acondicionado mantenía fresco el lugar. Se oía el zumbido débil pero constante de varios discos duros accediendo a datos. El olor a ozono y desinfectante hizo que a Laura le picara la nariz.

Dos técnicos trabajaban en sendas terminales frente a un gran monitor de plasma. En ese momento, la pantalla mostraba sólo archivos de imagen y sonido cerrados y alineados alrededor de un logotipo de Protección Civil.

—Ante todo —dijo Laura, dispuesta a tomar la iniciativa—, me gustaría examinar los resultados de las pruebas a las que han sometido a los enfermos. El dosier que nos han mandado era tan escueto que ni siquiera figuraban esos análisis.

—A mí también me gustaría examinar esas pruebas, doctora —respondió Aguirre—. Pero no va a ser posible. Por desgracia, no las tenemos.

—¿Cómo? ¿Qué han hecho entonces con los enfermos? —intervino Eric—. ¿Los han mandado a su casa con una aspirina sin ponerles tan siquiera un termómetro?

—Eric —advirtió Laura.

—Evidentemente, de haber estado en mi mano los habría sometido a todo tipo de exámenes y análisis —contestó Aguirre, sin alterar el tono de su voz—. Pero nos ha sido imposible el acceso a los enfermos.

—¿Qué se lo ha impedido?

Blanco carraspeó, como si quisiera tomar la palabra. Pero el doctor Aguirre se le volvió a adelantar. Se acercó a la pantalla grande, señaló con el dedo un archivo de sonido y le dijo a uno de los técnicos:

—Ábralo.

El operario seleccionó el archivo con un puntero láser y lo abrió. Mientras, Aguirre explicó de qué se trataba.

—Al sospechar que podía producirse una epidemia de meningitis, envié una ambulancia especial a Matavientos para recoger a los enfermos y trasladarlos inmediatamente a la sección de infecciosos del hospital provincial. Estuvimos en contacto con ella en todo momento. Ésta es la grabación de los últimos minutos:

«Estamos entrando en el pueblo».

—Es la voz del conductor —aclaró Aguirre.

«Esto es muy raro, Jose».

«¡Mira ahí, mira ahí! ¿Qué coño está pasando?».

—Y ése es el enfermero.

«Tranquilo, Jose», se oyó al conductor. Laura pensó que, pese a su propio consejo, su voz no sonaba nada tranquila. «Voy a parar».

«¡No! ¡Ni siquiera pares! ¡Date la vuelta ahora mismo!».

«¡No me toques el volante, tío, que no voy a seguir! ¡Me estás poniendo más nervioso todavía!».

«Tienen que mandar a alguien más —dijo el enfermero—. ¡Tienen que mandar a alguien más! Hay gente tirada por todas partes».

«Tirada, no. Esa gente está muerta, me cago en mi…».

«¿Me oyes, central? Tenéis que mandar a alguien con equipos. Nosotros no…».

«¡Mira eso, Jose!».

«¿Eh? ¿Qué es eso? ¡Joder! ¿Qué es eso, coño? ¿Qué…?».

Laura dejó de distinguir las palabras del enfermero y el conductor, ahogadas por un repiqueteo que, supuso, eran golpes aporreando las puertas y las ventanillas de la ambulancia. Pero lo que la estremeció fueron los gritos, unos alaridos tan agudos y encolerizados que no parecían provenir de gargantas humanas.

El sonido del altavoz se interrumpió de repente. Durante unos segundos sólo se oyó un largo zumbido.

—Pone los pelos de punta —comentó Eric, cruzando una mirada con Laura.

«Ciertamente», pensó ella, frotándose los antebrazos. El aire acondicionado estaba muy fuerte, pero sabía que su estremecimiento no había sido de frío.

Aguirre le pasó el puntero láser a Blanco, como cediéndole el testigo. El político, al que se veía algo molesto porque Aguirre le hubiera robado antes la palabra, le dio las gracias en tono seco, encendió el puntero y abrió otro archivo. Se trataba de un vídeo que se agrandó hasta ocupar toda la pantalla de plasma.

—Al no recibir más comunicación de la ambulancia, y al no conseguir establecer contacto con la policía local de Matavientos,
decidí
—dijo, recalcando la primera persona del singular— que antes de arriesgar a más personal era conveniente enviar un helicóptero de la Comandancia de Tráfico para que examinara la situación desde el aire.

Las imágenes de una cámara a unos trescientos metros de altura mostraron Matavientos. Visto desde el aire, se asemejaba más a un polígono industrial que a un pueblo. Era como una isla alargada rodeada de kilómetros y kilómetros de plásticos que apenas dejaban ver las plantas que crecían debajo.

Pero en esa isla bautizada como Matavientos había poco de paradisiaco o atractivo. La carretera que discurría de El Ejido a la costa era su única calle. Había una rotonda con algo de vegetación agostada y rala en la entrada, y otra a la salida de la población. Los edificios mostraban formas cúbicas, como hangares, y estaban rodeados por terreno polvoriento y sin asfaltar. A ambos lados de la carretera se veían naves industriales de color gris. Una clínica, un centro comercial y un sector de viviendas unifamiliares rodeadas de arbolitos eran lo único que ponía algo de color en aquel conjunto ceniciento y hostil.

—Observen aquí —dijo Blanco, señalando con el puntero a la izquierda de la rotonda que se abría a la entrada del pueblo.

Allí se encontraba la ambulancia, atravesada poco después de la salida de la glorieta, de tal manera que cualquier vehículo que pretendiera entrar en Matavientos tendría que dar un volantazo para no chocar con ella. Pero no se movía ningún coche. A Laura le pareció que en la carretera que salía de la rotonda y cruzaba el pueblo había más automóviles parados y obstaculizando el tráfico, pero la cámara hizo zum y se centró tan sólo en la glorieta y en la ambulancia.

En el techo podía verse el número de Urgencias: 112.

Lo que reclamó la atención de Laura fueron los cuerpos tendidos alrededor de la ambulancia. Había muchos, más de quince, tal vez veinte, tirados en el asfalto en posiciones grotescas, como si se hubieran derrumbado mientras caminaban.

—Eso ya no parece meningitis —musitó Eric.

Laura tragó saliva. Su ayudante tenía razón.

No se apreciaba ningún movimiento, ni fuera ni dentro de la ambulancia. Ni rastro del conductor ni del enfermero.

Había algo más en la imagen. Laura se acercó a la pantalla para verlo mejor.

—¿Lo que hay en el suelo es sangre?

—Eso parece, doctora —contestó el coronel.

Al retroceder de nuevo, Laura estuvo a punto de chocar con el doctor Aguirre.

—Disculpe.

Él ni se movió, de modo que Laura tuvo que desplazarse a un lado. ¿Aquel hombre no sabía nada de espacios personales?

Devolvió su atención a la pantalla. Había charcos oscuros en el suelo, junto a los cadáveres, y también regueros, como si alguien hubiera arrastrado cuerpos heridos por el asfalto.

Sangre. Sangre por todas partes.

Se volvió hacia los demás. Todos, incluso los que ya habían visto el vídeo, contemplaban la pantalla conteniendo el aliento.

—Su organización se ocupa de las armas biológicas y el bioterrorismo. ¿Ahora comprende por qué les avisamos en primer lugar? —dijo Blanco, mirando de reojo a Aguirre. Algo hizo sospechar a Laura que el neurólogo no aprobaba en absoluto aquella decisión.

Además, barruntaba que aquellos hombres fingían saber menos de lo que en realidad sabían. El coronel parecía sincero, pero entre Blanco y Aguirre había un juego de miradas que no le gustaba nada.

—Creo que me hago una idea —dijo Laura.

—¿De verdad piensa que lo que está pasando aquí puede ser premeditado? —preguntó el coronel.

Laura asintió con la barbilla.

—Es una posibilidad que debemos tener en cuenta —dijo—. Hace dos años hice un estudio sobre las redes de Al Qaeda en el norte de África y su relación con el bioterrorismo. La conclusión era muy inquietante.

—¿Puede compartirla con nosotros o se trata de material clasificado? —preguntó Aguirre. De nuevo, Laura no conseguía saber si hablaba en serio o en broma. Decidió que había un problema con el lenguaje corporal de aquel tipo, o con su empatía, o con ambos.

—En efecto, es material clasificado. Pero estoy autorizada para revelar parte del contenido del informe. Por los datos recopilados, sabemos que es muy probable que Al Qaeda posea armas biológicas y químicas en el Magreb. Lo que llamamos «bombas atómicas de los pobres».

—¿Cree que pueden haber utilizado una de esas armas para atacarnos? —preguntó el coronel—. ¿Es factible lanzar un ataque biológico contra nuestro país?

—Por desgracia, sí. Los terroristas pueden introducir agentes patógenos en un contenedor tan pequeño que puede pasar por un termo de café… o recurriendo a portadores humanos.

—¿Portadores humanos?

—Fanáticos que se infectarían de forma voluntaria para introducir así una enfermedad letal en nuestro país.

—Si la gente supiera lo sencillo que es extender una epidemia, nadie dormiría tranquilo —dijo Eric, complaciéndose en la truculencia de sus palabras.

—Es escalofriante —dijo Blanco.

Laura respiró hondo para serenar las pulsaciones. En teoría, ella estaba ahora al mando en aquella crisis. Pero los uniformes, las tanquetas, las armas, todo le recordaba demasiado a la terrible ordalía de Iraq, y tenía que hacer un esfuerzo consciente para no salir corriendo de allí.

Sólo que…

Algo fallaba en esa primera impresión.

Lo de la sangre no le encajaba. ¿Qué había pasado realmente allí? ¿Alguien se había dedicado a ametrallar a paisanos y luego había soltado un agente biológico? No tenía sentido. Para que un ataque biológico fuese más efectivo debía ser sutil, insidioso.

A los terroristas no les interesaba llamar la atención desde el primer momento. Lo que les convenía era engañar durante un tiempo a las autoridades sanitarias, el suficiente para que el agente infeccioso prendiera y se difundiese más allá de su control. Por eso, tanta cantidad de sangre la desconcertaba. Era como un reclamo luminoso.

A no ser que…

—Podría tratarse de… —Laura se estremeció sólo de pensarlo. Deseó con todas sus fuerzas estar equivocada.

—Por favor, ¿qué iba a decir? —le preguntó Blanco.

—Ébola —murmuró. La palabra cayó como una losa en el estrecho interior del vehículo. Incluso el técnico que manejaba el ordenador, hasta ese momento tan inexpresivo como un periférico más, se volvió hacia ella.

—¿Está segura? —preguntó el coronel.

—No, no lo estoy. Y ojalá me equivoque. Pero toda esa sangre…

—¿Cree que esa enfermedad podría explicarla?

—La fiebre hemorrágica producida por el ébola es una de las enfermedades más agresivas que conocemos. La cepa del Zaire, que es la peor, mata al noventa por ciento de los infectados.

—Un noventa por ciento —repitió Blanco, silbando entre dientes. Pese al aire acondicionado, su frente seguía perlada de gotitas de sudor.

Laura señaló las manchas de sangre de la pantalla.

—Todas esas hemorragias podrían estar causadas por una infección de ébola. Básicamente, lo que hace el ébola es convertir al afectado en una bomba de sangre que estalla y esparce los virus a su alrededor. Los primeros síntomas pueden confundirse con los de la meningitis: también hay fiebre alta, cefalea, vómitos y manchas en la piel.

—El periodo de incubación del ébola es de por lo menos siete días —objetó Aguirre—. Sin embargo, este desastre sucedió en unas pocas horas.

—Lleva usted razón —contestó Laura—. Pero la meningitis tampoco vale.

—¿Por qué? —preguntó el coronel.

—Su periodo de incubación es, como mínimo, de dos días. Lo que ha sucedido en ese pueblo sigue siendo demasiado rápido. No recuerdo nada conocido que se ajuste a eso.

Blanco carraspeó para llamar su atención e hizo avanzar la película.

—Será mejor que vean esto —dijo—, a ver si les da alguna idea.

Aparentemente nada había cambiado. La cámara del helicóptero siguió recorriendo la calle principal de Matavientos, sembrada de cuerpos tendidos. Pero a unos cien metros del lugar donde se hallaba la ambulancia contemplaron por primera vez señales de vida.

—¡Menos mal! —exclamó Eric—. No todo el mundo está muerto.

—Espere —respondió Blanco, con un tono que llenó de aprensión a Laura.

Había unas cuantas personas caminando tranquilamente entre los cadáveres ensangrentados. Un hombre salió de un hangar y vació con calma un cubo en un contenedor de basura rodeado de cuerpos. Laura se estremeció. ¿Cómo podía mostrarse indiferente ante tal cantidad de muertos?

Una mujer negra cruzaba la calle con un carrito de supermercado. Cuando llegó al centro, las ruedas del carrito se toparon con un cuerpo tendido sobre la línea continua pintada en blanco. La mujer insistió en empujar una y otra vez. A Laura le recordó a esos robots de limpieza que se chocan contra las patas de los muebles. Del mismo modo que un robot, la mujer desistió por fin y rodeó el obstáculo.

La cámara del helicóptero hizo zum y el rostro de la mujer se agrandó hasta ocupar toda la pantalla. Tenía los ojos abiertos, pero Laura habría jurado que se encontraba profundamente dormida. Ninguna emoción asomaba en el rostro de aquella mujer, pese a estar rodeada por decenas de cuerpos humanos tirados sobre el asfalto.

—No se da cuenta de nada —dijo Eric—. Parece que se encuentra en estado psicótico.

—¿No era usted técnico ayudante, joven? —preguntó Aguirre.

—Estoy estudiando medicina —respondió el joven inglés, algo picado—. El tejido cerebral es uno de los primeros que resultan destruidos por el ébola. Eso puede provocar psicosis en los enfermos.

A Laura cada vez le gustaba menos el cariz que estaba tomando todo.

Cuando terminó el vídeo, Blanco se volvió hacia ellos.

—¿Qué opina ahora, doctora?

—Aún no tengo formada una opinión clara. No sé lo que está pasando ahí, pero es muy grave —admitió Laura, intentando mantener la mente fría.

La grabación sonora la había alarmado, pero las imágenes del helicóptero superaban sus peores pesadillas. ¿De qué había muerto toda esa gente? Una meningitis no podía explicar las montoneras de cadáveres ni las manchas de sangre en el suelo. El ébola sí, pero su largo periodo de incubación no coincidía con los datos.

Por otro lado, la aparición tan precipitada de los síntomas desde el momento en que la enfermedad se contagiaba hacía más fácil identificar a los individuos enfermos y limitaba su capacidad de trasladarse para transmitir la enfermedad. Si el virus se manifestaba tan rápido y mataba con tal celeridad, tal vez fuese sencillo de controlar.

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