La zona (14 page)

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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
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Fue entonces cuando se desató el infierno.

12

Una multitud aullante que había surgido como un tsunami de los invernaderos situados a la derecha de la carretera se abalanzó sobre el Discovery. Había decenas de personas, tal vez más de cien, blancos, negros y magrebíes mezclados en una abigarrada mezcolanza. Entre roncos gruñidos y aullidos lobunos, cargaron como alimañas rabiosas.

—¿Qué demonios es eso? —se oyó la voz del cabo primero por los intercomunicadores.

La primera oleada de atacantes chocó con tanta fuerza contra el costado del vehículo de apoyo que levantó las ruedas del lado izquierdo y estuvo a punto de volcarlo. Como una marabunta de hormigas carnívoras, los agresores trepaban por el techo del Discovery, pegaban los rostros contra los cristales y aporreaban el capó y las puertas sin dejar de gemir y aullar como animales desesperados.

Uno de los atacantes se acercó al borde de la carretera, cogió una piedra que debía de pesar más de diez kilos, cargó enarbolándola sobre su cabeza y la estrelló contra el parabrisas. El impacto fue tan brutal que, aunque el cristal estaba reforzado, lo astilló. Como si esto fuera una señal, el todoterreno arrancó. Primero dio un acelerón y luego, tres o cuatro metros después, un frenazo tan brusco que la mayoría de los infectados que habían trepado a su techo y se dedicaban a aporrearlo salieron despedidos. Sin embargo, tres de ellos se agarraron con fuerza a las barras metálicas de la parte superior y resistieron pegados como lapas.

El Discovery arrancó de nuevo, dio un giro de ciento ochenta grados y aceleró, aplastando con ello a varios de los atacantes que se interponían en su camino. Después se alejó por la carretera en dirección a la base, llevándose a tres infectados en el techo como polizones.

«Ahí va nuestro vehículo de apoyo», pensó Laura. Primero habían desaparecido los helicópteros, y luego el Discovery.

Frustrados por la huida de su presa, algunos de los enfermos se habían tirado al suelo, donde se retorcían espasmódicamente como si sufrieran un ataque epiléptico. Pero la mayoría se dirigió hacia el Lince blindado donde esperaba Ruiz. El primer energúmeno del grupo llegó corriendo hasta el todoterreno y estrelló el cráneo como un ariete contra una de las ventanillas traseras. Desde su posición, Laura pudo ver cómo empezaba a sangrar por la nariz y las orejas y se derrumbaba pataleando.

—¡Vamos a ayudar a Ruiz! —dijo Davinia.

Todo se precipitó a una velocidad de pesadilla. Mientras Davinia y Tatay corrían en auxilio de su compañero, la turba rodeó el Lince. Entre gritos y golpes metálicos, Laura oyó el crujido de los cristales al romperse.

—¡Apartaos, hijos de puta! —exclamó la voz de Ruiz en el intercomunicador—. ¡Tengo una pistola!

—¡Atrás! —gritó Davinia, apuntando con el arma sin dejar de correr—. ¡Apártense del vehículo o disparo!

Mientras la mayoría de los atacantes seguían golpeando y moviendo el coche, otros se volvieron hacia los dos militares y empezaron a avanzar en su dirección.

Davinia volvió a decir algo, pero Laura no pudo distinguir sus palabras entre el griterío de aquella horda. La sargento levantó el arma y disparó una ráfaga de aviso al aire.

Los tiros y las voces sólo consiguieron soliviantar más a la horda de infectados. El que iba primero, un joven de rasgos marroquíes con los labios llenos de espuma, se lanzó contra Tatay como un jugador de rugby y lo derribó. Davinia le asestó un culatazo en la nuca y al momento, sin detenerse a comprobar el efecto de su golpe, disparó una ráfaga hacia las piernas de los que se abalanzaban sobre ella.

—¡Dios mío! —exclamó Laura, cerrando los ojos.

Pese al horror que le producían los disparos, volvió a abrir los párpados un segundo después. Dos de los atacantes habían caído al suelo. Aunque tenían las espinillas destrozadas, continuaban avanzando a gatas y apoyando los nudillos en el suelo como gorilas mientras los demás continuaban su carga demencial.

Mientras tanto, los demás agresores habían conseguido romper el limpiaparabrisas del Lince y estaban sacando de su interior a Ruiz. Diez o doce manos crispadas como garras aferraban al cabo primero por los brazos, los hombros y el cuello tirando de él. En su paroxismo homicida, otros atacantes lo mordían, lo atacaban con los puños e incluso le propinaban cabezazos. Algunos de ellos no acertaban en el blanco y chocaban contra el vehículo, manchando de sangre la carrocería.

Con horror, Laura se dio cuenta de que no les importaba nada el daño que se hacían a sí mismos. Su único objetivo era destrozar cuanto antes a su presa.

Ruiz gritó con todas sus fuerzas, y sus chillidos taladraron los tímpanos de Laura. Davinia y Tatay, que ya se había levantado del suelo, volvieron a disparar y derribaron a algunos de los atacantes. Pero había demasiados: Laura tuvo una última visión del traje naranja del cabo primero que desaparecía absorbido por aquella espeluznante turba como un náufrago hundiéndose en el océano.

Segundos más tarde, la máscara de Ruiz voló sobre las cabezas de los infectados, con filtros y la mitad de la capucha incluidos. El ecuatoriano ya había dejado de gritar.

Por fin, Laura salió del trance que la mantenía paralizada y caminó hacia los dos militares. Éstos seguían disparando, tiro a tiro, pero se veían obligados a recular por los infectados que se apartaban del corro enloquecido que estaba despedazando a Ruiz.

—¡Davinia! —gritó Laura—. ¡Vámonos de aquí!

La sargento giró el cuello hacia ella. Tenía los ojos tan abiertos que alrededor de sus iris casi negros se dibujaba el blanco de las córneas.

—¡No! —gritó, y volviendo la mirada a los atacantes disparó de nuevo.

Los infectados aullaban como una jauría de lobos, babeando espuma y girando los ojos en las órbitas. Varios más cayeron alcanzados por las balas; pero los demás siguieron avanzando, e incluso los heridos se arrastraban por el suelo o se incorporaban a pesar de los impactos.

La voz de Tatay sonó en el intercomunicador.

—¡Mi sargento! ¡Ya no podemos hacer nada por Ruiz! ¡Tenemos que retirarnos!

Davinia asintió, mientras disparaba de nuevo. Laura no vio nada más, porque ella misma se dio la vuelta y arrancó a correr.

No tardó en llegar junto a Eric y Aguirre, que siguieron su ejemplo. Laura giraba la cabeza de vez en cuando para ver qué ocurría a su espalda. Los dos militares los seguían, tratando de cubrir su huida. De vez en cuando se volvían y disparaban. Un par de infectados debieron de recibir impactos en zonas vitales, porque ya no se levantaron.

—¡Caen! —gritó Tatay—. ¡Ya creía que no había forma de pararlos!

—¡No son invulnerables! —dijo Davinia mientras cambiaba el cargador sin dejar de correr—. ¡Son tan estúpidos que ni se dan cuenta de que están heridos!

«No son estúpidos —pensó Laura—. Sólo pobres enfermos con el cerebro tan dañado que no saben lo que hacen».

Pero incluso a ella le costaba sentir la menor empatía por aquella horda, tan frenética como un banco de pirañas al olor de la sangre.

Todos estaban cansados por la carrera anterior y, salvo la sargento, entorpecidos por aquellos trajes en cuyo interior se cocían como cangrejos en un caldero. Mientras huían jadeando por la avenida, Laura volvió a pensar que podía sufrir un golpe de calor.

Enseguida se dio cuenta de que no moriría de eso. El grupo de infectados que provenía del hangar donde Davinia había sufrido el ataque les cortaba el paso por la derecha. Se detuvieron en seco. Davinia y Tatay vaciaron sus cargadores sobre ellos, pero no consiguieron abatir más que a tres atacantes.

Laura se volvió hacia Eric, y sus miradas de desesperación se cruzaron. Al parecer, les esperaba el mismo final que a Ruiz.

En ese momento resonó una descarga de armas automáticas. Los infectados que habían llegado más cerca del grupo cayeron como espigas cortadas por una segadora, y los que venían detrás tropezaron con ellos.

Laura se volvió a la izquierda. Los que disparaban se encontraban en un balcón, sobre la puerta del restaurante.

—¡Eh! —les gritaron desde allí—. ¡Venid aquí, rápido!

Cruzaron la calle corriendo, perseguidos de cerca por los infectados que habían tratado de rodearlos, mientras que el grueso de la horda venía por la calle principal. Las puertas del edificio al que se dirigían estaban cerradas, y tenían además una verja de hierro plegable. La única forma de entrar era por un balcón del primer piso. A Laura le dio la impresión de que allí había dos o tres hombres de raza negra, pero un grueso toldo proyectaba su sombra sobre el balcón, y el contraste con la luz cegadora de la calle le impedía distinguir los detalles.

Dos manos aparecieron entre los barrotes de la barandilla para ayudarles. Efectivamente, su piel era negra como el ébano.

—¿Cómo vamos a trepar con los trajes? —preguntó Eric, jadeando.

Laura volvió a comprobar la fibra óptica. Seguía verde. Aunque hubiera emitido una luz más roja que las llamas del infierno, el dilema entre infectarse con un virus que flotaba en el aire o morir despedazada por aquellos dementes no ofrecía dudas.

—¡La única forma es que nos los quitemos!

Sin dejar de correr, Laura se arrancó la banda adhesiva que sellaba el casco de su traje de aislamiento y soltó las cinchas de la mochila que cargaba a la espalda. Después dio un tirón tan fuerte para despojarse de la capucha que se llevó con ella la máscara.

Eric, que corría junto a ella, siguió su ejemplo. Los guantes estaban tan pegados a las mangas por la cinta adhesiva que era imposible quitárselos, así que sacaron los brazos por dentro de los trajes. Luego se enrollaron chapuceramente el tejido en la cintura para que no les estorbase tanto.

Hacer todo eso sin dejar de correr era una misión imposible. A Laura se le escapó una manga, tropezó con ella y cayó de bruces en la acera. Eric, que se había adelantado, no se dio ni cuenta. El joven llegó junto a la pared, plantó los pies en la verja y saltó hacia el balcón con una agilidad pasmosa. Las manos que les tendían desde arriba lo agarraron primero por las muñecas y luego por las axilas y lo izaron casi a pulso.

«No puede ser —pensó Laura, tratando de levantarse. A su espalda, los aullidos de los infectados sonaban cada vez más cercanos—. ¿Cómo ha pasado de mí de esa manera?».

Alguien agarró a Laura y la hizo ponerse en pie. Al volverse, comprobó que era Aguirre, que se había despojado del traje por completo.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el neurólogo.

—Sí, gracias.

Llegaron junto a la puerta, sin atreverse a mirar atrás.

—¡Laura! —oyó la voz de Eric—. ¡Su…!

Algo le hizo callar. Pero Laura no pensó en ello por el momento. Le preocupaba más lo que tenía a la espalda. Por fin, se decidió a darse la vuelta.

La hueste de enfermos enloquecidos se encontraba a pocos metros de ellos. Por una absurda fracción de segundo, Laura recordó una imagen que había visto una y otra vez en los telediarios: las puertas de El Corte Inglés abriéndose el primer lunes de rebajas y una horda de clientes, sobre todo mujeres, entrando como las huestes de Atila.

Davinia y Tatay se giraron y abrieron fuego a la vez. Ahora que Laura no tenía puesta la máscara ni la capucha, era como si un otorrino le hubiera sacado un tapón de cera de cada oído. Los gruñidos animales de sus atacantes sonaban mucho más agudos y amenazantes. Pero lo que hizo saltar a Laura en el sitio fueron los atronadores estampidos de los fusiles.

En la primera fila cayeron dos de los infectados, uno con la cabeza reventada y otro, una mujer, con un balazo en el estómago. El primero no se levantó, pero la mujer clavó los nudillos en el suelo y se incorporó, como si ni siquiera fuese consciente de que estaba malherida.

—Suba usted primero.

Laura se volvió hacia Aguirre. Aunque el médico tenía el rostro perlado de sudor, no había perdido la calma en ningún momento.

—¿A qué espera? —preguntó Aguirre, juntando las manos para que ella se apoyara.

Laura levantó la pierna, plantó el pie en el improvisado estribo y, haciendo fuerza con las manos sobre los hombros de Aguirre, se izó hasta los barrotes del balcón.

Dos manos enormes y oscuras se cerraron sobre sus muñecas como tenazas de acero. La levantaron como un saco, con tanta fuerza que al llegar arriba la lanzaron por encima de la barandilla.

Laura apenas tuvo tiempo de ver que su salvador era un hombre muy grande. Después, se vio volando por los aires y, sin saber muy bien cómo, se dio un golpe en la frente y resbaló por un suelo frío y duro, hecha un lío de brazos y piernas. Durante unos instantes, todo fue oscuridad.

13

Después de la doctora Fuster, subió al balcón el médico prepotente del cráneo afeitado. Si por ella hubiera sido, Davinia lo habría dejado allí abajo para que les explicara a aquellos locos homicidas sus teorías elitistas. Pero como soldados tenían una prioridad: proteger a los civiles.

Se volvió y tragó saliva. Si una estrella
heavy
hubiese dado un concierto en el séptimo círculo del infierno a una horda de demonios colocados de crack hasta las trancas, habría visto algo parecido a aquello.

Aunque aún no había cumplido los treinta, Davinia ya poseía bastante experiencia. Había servido en el destino más duro posible, Afganistán, donde fue testigo del odio con que algunos de sus habitantes miraban a los occidentales.

Sin embargo, no tenía comparación con lo que se les venía encima. Las caras de aquella gente estaban contraídas, deformadas por un aborrecimiento que brotaba de sus vísceras, que se había convertido en su pura esencia, despojándolos de toda humanidad.

«Sólo son gente enferma», se dijo. Pero sabía que no debía pensar así o dudaría a la hora de disparar.

Antes de ir a Afganistán, Davinia había recibido un cursillo titulado «Matar en combate: resistencia y condicionamiento». Según el instructor, uno de los mecanismos que permitía a los soldados de los ejércitos modernos disparar a matar era la negación: convencerse de que los objetivos contra los que abrían fuego no eran personas reales sino blancos móviles con forma humana.

El enemigo que tenía delante ahora había perdido incluso esa forma. Los ojos, negros por los derrames internos, parecían más de licántropos que de seres humanos, y los gruñidos que emitían aquellas bocas espumeantes no guardaban la menor semejanza con ningún lenguaje articulado.

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