La zona (13 page)

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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

BOOK: La zona
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El gordo no le hizo el menor caso y siguió con lo suyo. Davinia golpeó el marco de la puerta con la culata de su fusil. El sonido resonó como un disparo en la pequeña oficina. El tipo, sin dejar de aplastar a su víctima bajo su fofo corpachón, levantó por fin la cabeza hacia Laura y Davinia.

También tenía los ojos ensangrentados y sus narices destilaban fluido oscuro. Separó los labios, mostrando unos dientes ennegrecidos, y emitió un ronco gruñido que parecía la amenaza de un perro rabioso.

Laura se acercó a Davinia y tiró de su brazo.

—Vamos afuera. ¡Ahora!

—No puedo dejar así a esa mujer.

Laura miró hacia la fábrica. Todos los presentes, incluso los que se hallaban más lejos, habían girado el cuello hacia ellas.

Habían dejado de estar de incógnito.

—Volveremos con ayuda, pero ahora es mejor que nos vayamos.

—¿Qué está pasando? —preguntaron por el intercomunicador varias voces a la vez. Laura sólo distinguió la de Eric.

El gordo se había puesto en pie. Por debajo de la enorme panza, tenía una erección que asomaba entre la grasa de su pubis. El glande se veía púrpura, casi negro, como si estuviera a punto de estallar por la presión de la sangre. De repente, el tipo soltó un aullido y empezó a correr hacia ellas. Su cuerpo era como un montón de bolsas de grasa saltando y temblando al mismo tiempo, y sus ojos manchados de sangre se habían clavado en Davinia.

Antes de que Laura pudiera hacer nada, aquella mole de carne chocó contra ellas y las derribó con el impacto. Luego reptó sobre el cuerpo de Davinia. Estaba fuera de sí, como una bestia enloquecida. Tenía los dientes apretados y una espuma sanguinolenta escapaba por las comisuras de su boca a la vez que gruñía como un cerdo en pleno apareamiento. Sus manos gordezuelas y sucias se aferraron con fuerza al tejido naranja del traje de Davinia e intentaron desgarrarlo. De su nariz chorreaba aquel repugnante fluido negro, que caía sobre la placa facial de la sargento.

La joven sargento intentó utilizar su G36, pero el gordo le aplastó los brazos con su peso y le impidió todo movimiento, incluso alcanzar su pistola. Aquel tipo sacudía su pelvis contra ella como un perro en celo, como si el muy estúpido intentase violarla a través del grueso traje protector.

Laura presenció aquello durante unos segundos, atónita e impotente, incapaz de moverse.

«Tienes que hacer algo», le decía una vocecilla interior. Pero esa voz se había desconectado de su cuerpo.

«Lo sabía —le reprochó aquel Pepito Grillo—. Sabía que Annia se equivocaba, que a la primera de cambio ibas a volver a romperte».

—¡Ayúdeme! ¡No me lo puedo quitar de encima!

Los gritos de Davinia se mezclaron en los auriculares de Laura con las voces de sus compañeros, alarmados por lo que estaban escuchando. Aturdida, se llevó las manos enguantadas a los oídos. En vano: la capucha se interponía.

El hombre seguía sacudiéndose sobre el cuerpo de la sargento, temblando todo él como un montón de jalea desparramado. Sus manos se cerraron como garras sobre los hombros de la joven y clavó los dientes en la capucha junto al visor de cristal.

Para horror de Laura, mordió con tanta rabia que abrió una raja en el tejido, y después tiró de él con una fuerza sobrehumana, ampliando la abertura.

Sólo entonces Laura reaccionó por fin. Había una escoba apoyada en la pared. La empuñó con ambas manos y golpeó con ella el cráneo del gordo.

El primer golpe fue demasiado débil y no surtió ningún efecto. Laura volvió a intentarlo. No sabía si era por el traje o porque el pánico había agarrotado sus músculos, pero era incapaz de imprimir más fuerza a sus ataques. Se sentía como un buzo moviéndose dentro de una piscina, o como si peleara en sueños.

Al quinto o sexto golpe, no obstante, consiguió soltar los brazos lo bastante para romper el palo de la escoba. El hombre cayó a un lado. Mientras rodaba sobre el cuerpo de Davinia, seguía sujetando el peto de la joven y abrió aún más el desgarrón de la tela protectora.

Laura se acercó a la sargento y le tendió la mano para ayudarla a levantarse del suelo. La joven respiraba con tanta fuerza que sus jadeos resonaban en los auriculares de Laura, haciendo armónicos con los suyos dentro del claustrofóbico espacio de la máscara. «¡Vamos allá, Laura!», distinguió la voz de Eric.

Con un gruñido, el gordo empezó a incorporarse.

—Venga, Davinia —dijo Laura, tratando de calmar su propio resuello—. Hay que salir de aquí.

Pero el hombre ya había conseguido ponerse de nuevo en pie. Tenía una brecha encima de la frente por la que manaba sangre negra, que también le chorreaba por las orejas y la nariz. Sus ojos giraban enloquecidos en sus órbitas y sus dientes castañeteaban con violencia, como si se estuviera muriendo de frío. Mugió como un toro y volvió a cargar contra Davinia, como una locomotora de carne blanda.

—¡Alto, cabrón!

Al tiempo que gritaba, la sargento le apuntó con el fusil y le disparó. El balazo alcanzó al gordo en el hombro y lo hizo girar sobre sí mismo. Por un instante, Laura recordó la absurda imagen de un hipopótamo ejecutando un paso de baile en
Fantasía
. El tipo se derrumbó de espaldas y al chocar contra el suelo sus carnes temblaron en oleadas gelatinosas. Después empezó a sufrir convulsiones y a chillar como un cerdo en una matanza.

De pronto, todo había adquirido la cualidad irreal y aterradora de una pesadilla. La mujer de la oficina, la misma a la que el gordo parecía estar violando un momento antes, se había puesto de rodillas, los miraba y gruñía como un perro rabioso. Pero no era la única. Al escuchar el disparo, todos los presentes habían interrumpido sus tareas de autómatas, se habían vuelto hacia ellas y las miraban emitiendo aquellos ruidos guturales y escalofriantes.

Davinia movió el fusil de un lado a otro, como si intentara abarcar todo el pabellón. Los gruñidos de los infectados resonaban en las paredes y el techo de la nave como oleadas de una siniestra marea humana.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró Laura.

Con una calma impensable en alguien que acababa de sufrir una agresión tan violenta, la joven sargento dijo:

—No haga ningún movimiento brusco. Vamos a salir de aquí las dos juntas, muy, muy despacio.

Laura tragó saliva.

—Tiene razón. Quizá no hagan nada si no llamamos más su atención.

11

Atravesaron aquella factoría fantasmal acompañadas por los gruñidos de los infectados, pero nadie más las atacó. Cuando salieron al exterior, Laura entornó los ojos, deslumbrada por el resplandor del sol, que estaba sobre sus cabezas y arrancaba reflejos del visor. Hacía cada vez más calor, y la tensión y el esfuerzo le habían hecho sudar tanto que tenía la camiseta y el pantalón interior pegados al cuerpo y clavados en cada pliegue de su piel.

No dejaban de mirar hacia atrás, pero de momento no las había seguido nadie. Cuando cruzaron la verja de la fábrica y dejaron de ver aquella congregación fantasmagórica, Laura recuperó un poco el control de sí misma y agarró a Davinia del brazo para que se detuviera. Se hallaban en el camino sin asfaltar que habían atravesado antes cuando siguieron al hombre de la fiebre.

—Quítese el traje, Davinia —dijo.

La cabeza de la joven sargento se movió de un lado a otro debajo de la capucha.

—No. Si lo hago me contagiaré.

Laura volvió a comprobar que los anticuerpos del tubo de fibra óptica sujeto a su muñeca seguían sin emitir luz.

—El aire está limpio. Además, su traje se ha roto y ya no la protege. Quiero asegurarme de que no ha sufrido ninguna herida.

—Ese cerdo no ha llegado a tocarme. Sólo ha desgarrado el tejido.

—Confíe en mí y haga lo que le digo.

A regañadientes, la sargento obedeció. Con la ayuda de Laura se despojó del traje naranja, que formó un abultado montón a sus pies.

Laura revisó concienzudamente el torso de la joven. La camiseta de camuflaje estaba tan empapada como la suya, pero aparte del sudor no encontró desgarrones ni rastros de sangre.

—Parece que está todo bien —dijo Laura, mirando de reojo hacia la fábrica—. Pero tenemos que regresar a la base inmediatamente. No se toque la cara con las manos, ¿de acuerdo?

—¿Nos retiramos?

—Sí. Esto es demasiado para un equipo tan pequeño. Necesitamos regresar con más personal para controlar esta emergencia.

La sargento se mordió el labio inferior, como si tratara de asimilar lo que le decía Laura.

—De acuerdo. Es lo mejor que… —Se interrumpió y miró a los lados—. ¿Qué es eso? ¿Lo oye?

Laura podía oírlo sin duda, porque lo que había comenzado como un murmullo estaba aumentando rápidamente de decibelios. Gritos, aullidos, gemidos que provenían de la fábrica. En cualquier otra circunstancia, Laura habría jurado que aquellos sonidos no provenían de gargantas humanas, sino de fieras encerradas en un zoo.

Por desgracia, sabía que no era así.

Aquella algarabía se acercaba con rapidez. Echaron a correr de regreso al vehículo.

En la esquina del callejón donde habían encontrado al primer afectado apareció una sombra.

—¿Quién está ahí? —preguntó Laura.

—¡Soy yo, doctora! —respondió la voz de Tatay en los auriculares.

Con alivio, vieron aparecer en la esquina la espigada figura del cabo. Ambas corrieron a su encuentro, alejándose de la puerta de la fábrica.

—¿Qué ha ocurrido, doctora? ¿Están bien? —Tatay se volvió hacia Davinia y añadió—: Mi sargento, ¿por qué se ha quitado el traje?

—Luego se lo explicaremos —le cortó Laura—. Ahora tenemos que salir de aquí lo más rápido posible.

Doblaron la esquina y entraron en el callejón. Al hacerlo, casi se dieron de bruces con Eric, que había venido corriendo detrás de Miguel con el maletín de muestras en la mano.

—¡Laura! —exclamó el muchacho, y para su sorpresa le dio un abrazo.

Ella se desembarazó rápidamente de él y dijo:

—¡Hay que irse de aquí!

—¿Tenéis idea de dónde proviene ese ruido?

—De la fábrica —respondió Davinia—. Algo muy malo está pasando aquí. La gente del pueblo se ha vuelto loca.

—¿Qué ha pasado con tu traje?

—Eso no importa ahora, Eric —dijo Laura—. Las explicaciones después.

Tras dejar atrás el contenedor, los cuatro llegaron a la calle principal. Una figura envuelta en tejido naranja venía trotando hacia ellos.

Era Aguirre.

—Los helicópteros han desaparecido.

Lo soltó con el mismo tono con que podría haberles dicho: «Se ha terminado el café». Por eso, Laura tardó unos segundos en comprender las implicaciones de lo que decía.

—¿Cómo? ¡Eso no puede ser! —exclamó.

Davinia miraba hacia arriba haciendo visera con la mano para no deslumbrarse con el sol.

—Es verdad. ¿Adónde han ido?

—Cuando oí vuestros gritos, estaba intentando hablar con la base —dijo Eric—. No recibí respuesta en ninguno de los canales.

—Eso no tiene sentido —dijo Laura, moviendo la cabeza para reprimir un nuevo estremecimiento.

El griterío iba en aumento, y no provenía sólo de la fábrica. Mientras seguían trotando por la avenida principal, Laura torció la vista hacia las interminables filas de invernaderos que rodeaban el pueblo. A través de las capas de plástico creyó ver turbias siluetas que se retorcían. Si sus ojos no la engañaban, eran personas que corrían sorteando el laberinto de invernaderos.

—Pero ¿qué está pasando aquí? —exclamó Tatay—. ¿Qué le pasa a toda esa gente?

—Es evidente que se encuentran en un estado psicótico —respondió Aguirre, y añadió con cierto tonillo—: Como afirmó nuestro brillante técnico forense.

Laura se volvió hacia Eric:

—¿Conseguiste terminar el test ELISA?

—Faltaban unos minutos para tener el resultado —dijo el muchacho—. Pero entonces os oímos gritar y hemos venido.

«¡Maldita sea!», pensó Laura.

—Entonces seguimos sin saber nada.

—Sea cual sea el agente que los ha infectado —dijo el neurólogo—, por lo que hemos podido ver devora las neuronas como si fueran algodón de azúcar. Los daños cerebrales deben de ser muy graves: psicosis, quizá alucinaciones, lo cual podría explicar el comportamiento de esa gente.

—Está bien —se resignó Laura—. Dejaremos la solución del misterio para un equipo más numeroso que nosotros.

Por la callejuela que llevaba a la fábrica vieron asomar la horda que los estaba siguiendo. Apretaron aún más el paso, lo que intensificó el coro de jadeos que resonaban en los auriculares.

A unos treinta metros de ellos se hallaba la rotonda. A su salida seguía la ambulancia y, a poca distancia, el Discovery negro. El cabo primero Ruiz, que había bajado la ventanilla, parecía hablar por la radio. Al verlos venir, el ecuatoriano hizo un gesto de alivio y agitó la mano fuera del vehículo.

—¡Menos mal que han llegado! —Laura oyó su voz por el intercomunicador—. Oía sus voces, pero no tenía ni idea de qué podía estar pasando. He perdido la comunicación con la base.

Ahora que ya tenían el vehículo a la vista, Laura refrenó un poco el paso.

—Esperad —les dijo a sus compañeros.

Estaba aún más sudorosa y jadeante por la carrera. Calculó que tenía más de ciento cincuenta pulsaciones. A juzgar por los resoplidos que sonaban en sus auriculares, Eric, Tatay y Aguirre no debían de estar mucho mejor. Aquellos trajes no eran la indumentaria más apropiada para una huida a toda prisa, y si continuaban sometiendo a sus cuerpos a ese esfuerzo podían sufrir un golpe de calor. La única que iba desembarazada era Davinia, que se detenía cada pocos metros para esperarlos.

Volvió la vista atrás. La gente de la fábrica de embalaje había aparecido por la calle del centro comercial, pero avanzaba muy despacio, como una siniestra procesión de Semana Santa. De momento no parecía haber peligro. Se podían permitir un instante para recuperar el aliento.

Dobló la espalda y se apoyó en las rodillas. Sus compañeros, incluso Davinia, la imitaron. Miró hacia la salida del pueblo. Más allá de la rotonda seguía el segundo vehículo, inmóvil y silencioso tras sus lunas tintadas.

Por fin, cuando dejó de notar aquel agudo pinchazo bajo las costillas y calculó que su pulso había bajado de cien, Laura se enderezó y dijo:

—Nos vamos de aquí, Carlos. Ponga en marcha el motor.

—Lo tenía encendido, doctora, como usted me ordenó.

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