Una de las señales más importantes de un terremoto inminente, y muy extraña por cierto, parece ser un cambio general en el comportamiento de los animales. Por lo general, los caballos que eran dóciles se encabritan y corren, los perros aúllan, y los peces saltan. Animales, como las serpientes y las ratas, que normalmente permanecen ocultos en sus escondrijos, surgen de pronto al aire libre. Los chimpancés pasan menos tiempo en los árboles y más en el suelo. Esto no debe hacernos creer que los animales tienen la habilidad de predecir el futuro o que poseen ciertos sentidos extraños a los seres humanos. Los animales viven en contacto mucho más íntimo con el ambiente natural, y sus precarias vidas les obligan a prestar mucha más atención a los cambios imperceptibles que nosotros no percibimos. Los ligeros temblores que preceden al choque final, les altera, y lo mismo ocurre con los sonidos extraños producidos por el roce de los bordes de la falla.
En China, en donde los temblores son más corrientes y perjudiciales que en los Estados Unidos, se realizan grandes esfuerzos para predecirlos; se moviliza a la población para que sea sensible a los cambios. Se recogen informes sobre cualquier comportamiento extraño de los animales, o de una elevación en el nivel de agua de los pozos, o de sonidos extraños procedentes del suelo, o, incluso, de una inexplicable escamilla de pintura. De este modo, los chinos declaran que han podido prevenir terremotos peligrosos con una anticipación de uno o dos días y han podido salvar muchas vidas, notablemente, dicen, en el caso de un temblor en el nordeste de la China el día 4 de febrero de 1975. (Por otro lado, parecen haber sido sorprendidos por el temblor monstruo del 28 de julio de 1976.)
También en los Estados Unidos se están haciendo serios intentos para prevenir un terremoto. Nuestro punto fuerte es la alta tecnología, que podemos utilizar para descubrir cambios sutiles en los campos gravitacional, eléctrico y magnético, así como cambios diarios en el nivel y el contenido químico del agua de los pozos y en las propiedades del aire que nos rodea.
Sin embargo, será necesario enjuiciar el tiempo, el lugar y la magnitud de un terremoto con mucha minuciosidad, pues una falsa alarma sería muy costosa. Una evacuación rápida perjudicaría mucho más, desde el aspecto de coste económico e incomodidades personales, que un terremoto menor, y la reacción popular sería desfavorable si se demostraba que la evacuación era innecesaria. Cuando se produjera la advertencia siguiente, la gente se negaría a evacuar, y sería en aquella ocasión cuando el terremoto podría perjudicar.
Para aumentar las posibilidades de predecir un terremoto con razonable certeza, se requerirían una variedad de requisitos y comprobaciones minuciosas de la importancia relativa de sus valores cambiantes. Se pueden imaginar las lecturas temblorosas de una docena de agujas, cada una de ellas midiendo una característica diferente, lecturas que se pasarían al ordenador, que constantemente sopesaría todos los efectos y daría a conocer una cifra global que al sobrepasar cierto punto crítico daría la señal para la evacuación.
La evacuación reduciría los daños, pero, ¿nos bastaría con eso? ¿Podrían evitarse por completo los terremotos? No parece existir medio alguno practicable para que podamos modificar las rocas subterráneas, pero sí podemos hacerlo en cuanto a las aguas subterráneas. Si se perforasen pozos profundos a una distancia de varios kilómetros a lo largo de una falla, llenándolos de agua hasta hacerlos rebosar, se aliviarían las presiones subterráneas y se haría abortar el terremoto. En realidad, el agua podría hacer algo más que aliviar las presiones. Lubricaría las rocas y estimularía los deslizamientos a intervalos más frecuentes. Una serie de terremotos menores que no causen ningún daño, a pesar de su frecuencia, son preferibles a un terremoto mayor.
Aunque es más fácil predecir una erupción volcánica que un terremoto, sería mucho más arduo y más peligroso intentar aliviar las presiones volcánicas que las presiones del terremoto. Sin embargo, es razonable imaginar que se pudiera horadar los volcanes inactivos de modo que siempre permaneciera abierto un paso central a través del cual pudiera brotar la lava ardiente sin que se acumularan presiones crecientes hasta el punto de explosión, o en los que se podría abrir nuevos cauces más próximos a nivel del suelo proyectados en las direcciones en donde menos pudieran perjudicar a la gente.
Por tanto, resumiendo, parece razonable suponer que la Tierra continuará siendo suficientemente estable durante la permanencia del Sol en la secuencia principal y que la vida no se verá amenazada por ninguna convulsión de la propia Tierra o por movimientos inesperados de su corteza. Y en cuanto a los desastres locales, a causa de los volcanes y los terremotos, es posible que puedan reducirse los peligros.
Aun cuando podamos confiar totalmente en el Sol y en una Tierra firme, a nuestro alrededor se producen cambios periódicos que ponen a prueba nuestra capacidad y la de todas las cosas vivientes en general, para continuar vivos. Como el Sol calienta la Tierra de manera desigual, a causa de su forma esférica, su distancia del Sol ligeramente distinta cuando se traslada por su órbita elíptica, y al hecho de la inclinación de su eje, las temperaturas medias en cualquier lugar determinado de la Tierra se elevan y descienden en el curso de un año, diferencias que quedan enmarcadas dentro de las estaciones.
En las zonas templadas tenemos un verano claramente caluroso y un invierno evidentemente frío, con oleadas de calor en el primero y ventisqueros en el último; y entre ambas, las estaciones intermedias de primavera y otoño. Las diferencias de las estaciones se notan mucho menos si pasamos al Ecuador, por lo menos en cuanto a temperaturas se refiere. Pero incluso en las regiones tropicales, en donde las diferencias de temperatura en el curso del año no difieren mucho y el verano es eterno, también allí existen las estaciones lluviosas y las estaciones secas.
Las diferencias de las estaciones son mucho más notables a medida que viajamos hacia los polos. Los inviernos son mucho más duros con el sol bajo, y los veranos más cortos y más frescos hasta que, finalmente, en las propias regiones polares existen los legendarios días y noches de seis meses de duración, con el astro rey rozando el horizonte, por encima o por debajo, respectivamente.
Como bien sabemos, las estaciones del año no tienen variaciones suaves de temperatura. Existen extremos que a veces alcanzan intensidades desastrosas. Hay períodos, por ejemplo, en que las lluvias escasean más de lo normal durante largo tiempo y el resultado es una sequía y la pérdida de las cosechas. Y puesto que la población de las zonas agrícolas suele crecer hasta el límite soportable en los años de buena cosecha, a la sequía le sigue el hambre.
En los tiempos preindustriales, cuando el transporte a largas distancias resultaba difícil, el hambre en una provincia podía llegar a los peores extremos, aunque en las provincias vecinas hubiera comida sobrante. Incluso en los tiempos modernos, de vez en cuando mueren millones de personas a causa del hambre. En 1877 y en 1878, murieron nueve millones y medio de personas en China a causa del hambre, y después de la Primera Guerra Mundial por la misma causa murieron cinco millones en la Unión Soviética.
El problema del hambre debería ahora ser menor, ya que es posible, por ejemplo, embarcar rápidamente trigo americano hacia la India en caso de necesidad. Sin embargo, los problemas persisten. Entre 1968 y 1973, hubo una sequía en el Sahel, comarca africana situada al sur del desierto del Sahara, en la que pereció de hambre un cuarto de millón de habitantes, y algunos millones más llegaron al borde de la inanición.
Por el contrario, hay épocas en que las lluvias son mucho más copiosas de lo normal, y pueden provocar el desbordamiento de los ríos. Inundaciones que son especialmente destructivas en las tierras llanas y pobladas, a las orillas de los ríos de la China. El Huang-Ho, o río Amarillo (conocido también como «aflicción de la China»), en el pasado se ha desbordado y causado la muerte de centenares de miles de personas. Una inundación del Huang-Ho, en agosto de 1931, se supone que ahogó a tres millones setecientas mil personas.
Algunas veces no es tanto la inundación del río lo que causa el daño, como los fuertes vientos que suelen acompañar a una tempestad. Durante los huracanes, los ciclones, los tifones, etc. (en diferentes regiones se aplican distintos nombres para describir una gran zona de viento en giro rápido), la combinación de viento y agua puede ser mortal.
El 13 de noviembre de 1970, en las tierras bajas, muy pobladas, del río Ganges, en Bangladesh, se produjeron especialmente grandes daños cuando la potente fuerza de un ciclón arrastró las aguas del mar tierra adentro y causó la muerte de hasta un millón de personas posiblemente. En la década anterior ocurrieron por lo menos cuatro tempestades parecidas, cada una de las cuales causó la muerte a 10.000 personas, o más, en Bangladesh.
Cuando el viento se combina con la nieve, en las temperaturas más bajas del invierno, formando ventiscas, el peligro mortal es inferior, aunque sólo sea porque semejantes tempestades son más corrientes en las zonas polares y semipolares en donde la población es escasa. Sin embargo, entre los días 11 a 14 de marzo de 1888, una ventisca duró tres días en el nordeste de los Estados Unidos, mató a 4.000 personas, y una tempestad de granizo mató a 246 personas en Moradabad, India, el 30 de abril de aquel mismo año.
La tempestad que alcanza mayor dramatismo es el tornado, que consiste en unos vientos impetuosos que giran en torbellino, avanzando a velocidades de hasta 480 kilómetros (300 millas) por hora. Literalmente pueden destruir todo cuanto hallan a su paso, pero tienen la contrapartida de ser generalmente pequeños y de corta duración. A pesar de ello, en un solo año pueden presentarse en los Estados Unidos hasta un millar, en su mayor parte en las regiones centrales, y la cifra de muertos no es insignificante. En 1925, los tornados mataron a 689 personas en los Estados Unidos.
Sin embargo, estas y otras alternativas extremas del tiempo merecen tan sólo la calificación de desastres y no de catástrofes. Ninguno de ellos llegó ni siquiera a amenazar la vida, ni la civilización, como un todo. La vida se ha adaptado a estas estaciones. Existen organismos adaptados a los trópicos, a los desiertos, a la tundra, a los bosques lluviosos, y la vida puede sobrevivir a todas las inclemencias, aunque salga algo malparada en el proceso.
No obstante, ¿existirá la posibilidad de que las estaciones cambien su naturaleza y destruyan la mayor parte, o toda, la vida, por medio, supongamos, de un invierno prolongado o una dilatada estación de sequía? ¿Puede convertirse la Tierra en un Sahara planetario, o en una Groenlandia planetaria? Por nuestra experiencia de los tiempos históricos, la tentación invita a asegurar que no.
El equilibrio ha oscilado en algunas ocasiones. Por ejemplo, durante el mínimo Maunder, en el siglo XVII, la temperatura media fue más baja de lo normal, pero no lo suficientemente baja como para poner en peligro la vida. Podemos tener una sucesión de veranos secos, o inviernos suaves, o primaveras tempestuosas u otoños lluviosos, pero las cosas siempre vuelven a su cauce y nada se convierte en auténticamente insoportable.
En los últimos siglos, lo máximo que la Tierra se acercó a experimentar una auténtica aberración climática, fue en 1816, el año que siguió a la tremenda explosión volcánica en Tamboro. La cantidad de polvo arrojada hasta la estratosfera fue tan enorme, que el polvo reflejó de vuelta al espacio una cantidad anormal de radiación solar impidiéndola, por tanto, alcanzar la superficie terrestre. Este efecto equivalía a convertir el Sol en más débil y más frío, y, como resultado, el año 1816 fue conocido como «el año que no tuvo verano». En Nueva Inglaterra nevó por lo menos una vez todos los meses del año, incluyendo julio y agosto.
Es evidente que si esto sucediera sin descanso, un año tras otro, los resultados podrían llegar a ser catastróficos, pero el polvo se asentó y el clima volvió a su ciclo normal.
Sin embargo, volvamos la vista atrás, a los tiempos prehistóricos. ¿Existió alguna época en que el clima fuese notablemente más riguroso de lo que es en la actualidad? ¿Cuándo alcanzó un nivel de rigor suficiente para acercarse a la catástrofe? Como es natural, nunca llegó a ese punto suficientemente riguroso para poner fin a toda la vida, pues los seres vivientes siguen poblando la Tierra en profusión, pero ¿pudo ser lo bastante inclemente para causar problemas que, de empeorar un poco más, hubiesen amenazado seriamente la vida?
La primera sospecha de que había habido por lo menos una posibilidad de ello surgió a finales del siglo XVIII cuando nació la geología moderna. En diversos lugares se encontraron rocas de cimentación, cuyas características eran diferentes en general de las rocas que les rodeaban. En otros lugares, se trataba de depósitos de arena y cascajo que no encajaban. La explicación natural que se le dio en esa época fue que tales dislocaciones habrían sido producidas por el Diluvio.
Sin embargo, en muchos lugares las rocas expuestas presentaban unas rayas paralelas, antiguas huellas alisadas por el tiempo, que pudieron haber sido hechas por el roce de una roca contra otra. En ese caso, una gran fuerza tenía que haber mantenido unidas las dos rocas, poseyendo además una fuerza adicional para moverlas una contra otra. El agua sola no podía hacer eso, pero si no fue el agua, ¿qué sería?
En la década de 1820, dos geólogos suizos, Johann H. Charpentier (1786-1855) y J. Venetz, estudiaron la cuestión. Conocían perfectamente los Alpes suizos y sabían que, cuando los glaciares se derretían y se retiraban ligeramente, en el verano dejaban restos de arena y cascajo. Esa arena y ese cascajo, ¿podía ser que hubieran sido arrastrados por las laderas de la montaña y que el glaciar completara esa tarea al moverse como un río muy lento? ¿Podrían los glaciares arrastrar grandes peñascos igual que arena y cascajo? Y si los glaciares fueron en otras épocas mucho mayores que ahora, ¿podían haber arrastrado peñascos por encima de otras rocas produciendo esas rayas semejantes a arañazos? Y si los glaciares habían transportado arena, cascajo, guijarros y rocas mucho más allá de los lugares en donde ahora están, ¿podría ser que hubieran retrocedido dejando tras ellos esa materia en lugares que no les eran propios?