Las amenazas de nuestro mundo (32 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia, Ensayo

BOOK: Las amenazas de nuestro mundo
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Charpentier y Venetz aseguraban que esto es lo que precisamente había sucedido. Sugirieron que los glaciares alpinos habían sido mucho mayores y más prolongados en la Antigüedad y que las rocas aisladas al norte de Suiza habían sido transportadas allí por los enormes glaciares que se habían extendido desde las montañas del sur en el pasado, y quedaron allí cuando los glaciares se retiraron y mermaron.

Al principio, la teoría de Charpentier-Venetz no fue tomada en serio, pues los científicos en general dudaban de que los glaciares pudieran fluir como los ríos. Uno de los escépticos era un joven amigo de Charpentier, un naturalista suizo, Jean L. R. Agassiz (1807-1873). Agassiz decidió experimentar con los glaciares para comprobar si efectivamente corrían. En 1839, clavó estacas de 6 metros (20 pies) en el hielo, y en el verano de 1841, descubrió que se habían desplazado a una distancia sustancial. Y lo que es más todavía, las estacas del centro del glaciar habían sido transportadas mucho más lejos que las que estaban clavadas en las orillas en donde el hielo quedaba preso por la fricción con la montaña. Lo que antaño había sido una línea recta de estacas se convirtió en una curvada U con la abertura apuntando montaña arriba. Esto demostró que el hielo no se movía en una sola pieza, existía una especie de fluidez plástica cuando el peso del hielo superior forzaba al hielo inferior a deslizarse lentamente como la pasta de dientes de un tubo.

Probablemente, Agassiz viajó por toda Europa y Norteamérica buscando señales de rayas de glaciar en las rocas. Encontró peñascos v detritos en lugares inesperados que marcaban el empuje y la retirada de los glaciares. Encontró depresiones, o
kettle-holes
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que parecían presentar las características que uno esperaría tuvieran si hubiesen sido vaciados por glaciares. Algunos de ellos estaban llenos de agua; los Grandes Lagos de América del Norte son ejemplos especialmente característicos de estos agujeros llenos de agua.

Agassiz extrajo la conclusión de que, en la época de los grandes glaciares de los Alpes, existían también, en muchos lugares, vastas extensiones cubiertas por un manto de hielo. Existió una «Edad del Hielo», durante la cual capas de hielo semejantes a las que ahora cubren Groenlandia, cubrían grandes zonas de América del Norte y también de Eurasia.

Los minuciosos estudios geológicos realizados desde entonces han demostrado que el tiempo, según lo conocemos hoy, es muy diferente al tiempo típico de las épocas del pasado. Los glaciares se han extendido varias veces desde las regiones polares hacia el sur durante el pasado millón de años, y han retrocedido sólo para avanzar de nuevo. Entre los períodos de glaciación hubo «edades interglaciales», en una de las cuales estamos nosotros viviendo en la actualidad, pero no por completo. El enorme casquete de hielo de Groenlandia es un recuerdo vivo del período más reciente de glaciación.

Dando paso a los glaciares

Evidentemente, las épocas glaciales del pasado millón de años no han puesto término a la vida en la Tierra. Ni tan siquiera pusieron fin a la vida humana. El
Homo sapiens
y sus antepasados homínidos vivieron durante las edades de hielo del último millón de años sin ninguna interrupción notable en su rápida evolución y desarrollo.

Sin embargo, es razonable preguntarse si habrá otro período de glaciación en el futuro o si todo ello forma parte únicamente del pasado. Aunque otra edad glacial no significa un final para la vida, o para la Humanidad, y en ese aspecto no es catastrófico, imaginar casi todo el Canadá y la región septentrional de los Estados Unidos bajo un glaciar de más de un kilómetro de profundidad (sin mencionar porciones de Europa y Asia igualmente bajo el hielo), podría ser bastante duro.

Para valorar las posibilidades del retorno de los glaciares, sería útil conocer, en primer lugar, las causas de esos períodos de glaciación. Antes de intentarlo, hemos de comprender que no se precisa mucho para que los glaciares se pongan en movimiento; no se requieran cambios importantes o imposibles.

En nuestra época, cada invierno caen nevadas sobre gran parte de la zona septentrional de Norteamérica y Eurasia, quedando esas regiones cubiertas de agua helada, casi como si hubiera vuelto la Edad de Hielo. Sin embargo, esa cubierta de nieve sólo alcanza de unos pocos centímetros a los dos metros de espesor, y se funde por completo durante el verano. En general, existe un equilibrio, y como norma, se derrite tanta nieve en el verano como ha caído en el invierno. No hay cambio.

No obstante, supongamos que sucediera algo que refrescara un poco los veranos, aunque sólo fuese en dos o tres grados. No sería lo suficiente para que se notase, y, naturalmente, no sería un cambio destacado. Continuaríamos disfrutando de veranos calurosos y veranos más frescos en una distribución casual, pero los veranos calurosos serían más escasos y los veranos frescos más frecuentes, de modo que, por lo general, la nieve caída durante el invierno no se derretiría por completo durante el verano. De año en año habría un aumento en la capa de nieve. Sería un aumento muy lento y se notaría en el Polo Norte y en las regiones subpolares y en las zonas de las altas montañas. La nieve acumulada se convertiría en hielo, y los glaciares existentes en las regiones polares y en las regiones más altas, incluso en las latitudes meridionales, aumentarían su extensión durante el invierno y disminuirían menos en el verano. Por tanto, cada año serían mayores.

El cambio se alimentaría en sí mismo. El hielo refleja la luz más fuertemente que la roca desnuda o el suelo. De hecho, el hielo refleja un 90 % de la luz recibida, mientras que el suelo desnudo refleja menos del 10 %. Esto significa que, a medida que la capa de hielo se extiende, se absorbe mucho menos la luz del Sol y, en cambio, se refleja mucho más. La temperatura media de la Tierra descendería un poco más, los veranos serían algo más frescos todavía y la capa de hielo se extendería aún con mayor rapidez. Así pues, como resultado de un estímulo de enfriamiento muy pequeño, los glaciares aumentarían y las capas de hielo avanzarían lentamente, año tras año, hasta cubrir, por último, vastas extensiones del suelo.

Sin embargo, cuando la edad de hielo se hubiera establecido firmemente y los glaciares hubiesen avanzado bastante hacia el sur, un estímulo a la inversa, pequeño también, podría iniciar un retroceso general. Si la temperatura media del verano se elevara dos o tres grados durante un largo período de tiempo, durante el verano se derretiría más nieve de la que había caído durante el invierno, y, de año en año, el hielo retrocedería. Al retroceder, la Tierra, en su conjunto, reflejaría menos la luz del Sol y la absorbería más. Esto añadiría calor a los veranos y el retroceso glaciar se aceleraría.

Por tanto, lo que nos conviene es identificar el estímulo que pone en marcha el avance glacial, y hacerlo retroceder. Esto no es difícil. El problema reside, de hecho, en que existen demasiadas posibilidades de estímulo y lo difícil es elegir entre ellas. Por ejemplo, el estímulo pude estar en el propio Sol. He mencionado antes que el Maunder mínimo se presentó en una época en que la temperatura de la Tierra era más bien fría. Esa época es conocida en la actualidad, algunas veces, como «la Pequeña Era Glacial».

Si existe una conexión causal, si el Maunder mínimo enfría la Tierra, podría ocurrir que el Sol, quizá cada cien mil años aproximadamente, pase por un prolongado Maunder mínimo, de una duración de, no unas cuantas décadas, sino de unos cuantos milenios. Por entonces, el enfriamiento de la Tierra puede haber sido lo suficientemente prolongado para iniciar una edad glacial y mantenerla. Cuando, finalmente, el Sol renueve su actividad, y experimente un Maunder mínimo de corta duración tan sólo, la Tierra se calentaría ligeramente y comenzaría el retroceso del hielo.

Todo esto puede ser cierto, pero no tenemos pruebas. Es posible que los estudios más modernos de los neutrinos solares y de la razón de su escasez en número, nos proporcionen los conocimientos necesarios para saber lo que ocurre dentro del Sol y para comprender las complejidades del ciclo de las manchas solares. Entonces quizá podríamos comparar las variaciones de las manchas solares con los períodos de glaciación y poder predecir cuándo se presentaría otro período igual.

O, es posible que no fuese el propio Sol el que brillara con tan bella firmeza, sino la naturaleza del espacio entre la Tierra y el Sol.

Ya he explicado con anterioridad que sólo había una posibilidad increíblemente pequeña de un encuentro cercano con una estrella o cualquier otro pequeño objeto del espacio interestelar, ya fuese por parte del Sol o de la Tierra. Sin embargo, hay nubes ocasionales de polvo y gas entre las estrellas de los extremos de nuestra galaxia (y de otras galaxias semejantes), y el Sol, siguiendo su órbita alrededor del centro galáctico, podría pasar fácilmente entre alguna de esas nubes.

Las nubes no son densas según las normas corrientes. No podrían envenenar nuestra atmósfera, ni a nosotros. En sí mismas, no serían particularmente notables para el observador medio, y mucho menos catastróficas. El científico de la NASA, Dixon M. Butler, sugirió, en 1978, que nuestro Sistema Solar había pasado a través de por lo menos una docena de extensas nubes en el transcurso de su tiempo de vida, dato que puede ser subestimado.

Casi todos los elementos de semejantes nubes son hidrógeno y helio, lo que no nos afectaría en absoluto, en ningún sentido. Sin embargo, un 1 % aproximadamente de la masa de esas nubes consiste en polvo, granos de hielo o roca. Cada uno de estos granos reflejaría, o absorbería e irradiaría, la luz del Sol, de modo que una luz solar inferior a la normal se abriría paso por entre los granos para llegar hasta la superficie de la Tierra.

Los granos no impedirían mucho el paso de la luz hasta la Tierra. El Sol parecería igualmente brillante y hasta quizá las estrellas no presentarían diferencia alguna. Sin embargo, una nube especialmente densa podría obstaculizar la luz suficiente para que los veranos se enfriaran hasta el punto preciso para estimular una era glacial. Apartar la nube podría significar la puesta en marcha del retroceso glacial.

Es posible que durante el último millón de años el Sistema Solar haya estado cruzando una región nebulosa de la galaxia y que cada vez que pasamos por entre una nube especialmente densa que nos prive de la luz suficiente, se inicie una era glacial, y cuando la dejamos atrás, los glaciares retroceden. Con anterioridad al último período de un millón de años, hubo un período de doscientos cincuenta millones durante el cual no existieron eras glaciales, y es posible que durante todo ese tiempo el Sistema Solar estuviera cruzando regiones claras. Con anterioridad a éste, hubo la Era Glacial que he mencionado y que dio lugar al concepto de
Pangea.

Puede ser que cada de doscientos a doscientos cincuenta millones de años ocurran una serie de eras glaciales. Ya que esto no difiere mucho del tiempo de revolución del Sistema Solar alrededor del centro galáctico, quizás ahora estamos cruzando la misma zona nubosa en cada vuelta. Si ya hemos cruzado esa zona por completo, es posible que no se repitan los períodos de glaciación durante unos dos mil quinientos millones de años. Si no es así, mucho antes ocurrirá otro, o una serie de ellos.

Por ejemplo, en 1978, un grupo de astrónomos franceses presentó evidencias sobre la posibilidad de otra nube interestelar frente a nosotros. Puede ser que el Sistema Solar se esté acercando a ella a una velocidad de 20 kilómetros (12,5 millas) por segundo, y a ese promedio puede alcanzar los extremos de la nube dentro de unos cincuenta mil años.

Pero es posible también que no sea ni el Sol directamente ni las nubes de polvo del espacio interestelar, los que pongan en marcha la era glacial. Puede ser la propia Tierra, o, más bien, su atmósfera, la que proporcione el mecanismo necesario. La radiación solar ha de cruzar la atmósfera y eso podría afectarla.

Consideremos que la radiación solar que llega a la Tierra lo hace principalmente en forma de luz visible. El punto máximo de radiación solar
está
en las ondas cortas de la luz visible que cruza fácilmente la atmósfera. Otras formas de radiación, como los rayos X y los ultravioleta, que el Sol produce en menor cantidad, quedan bloqueados por la atmósfera.

En ausencia del Sol, de noche, por ejemplo, la superficie de la Tierra irradia calor hacia el espacio exterior. Lo hace principalmente en forma de ondas largas infrarrojas. Éstas pasan también a través de la atmósfera. En condiciones normales, estos dos efectos se equilibran, y la superficie de la Tierra, envuelta en la noche, pierde tanto calor como lo gana bañada en luz diurna, y su temperatura media se mantiene siempre igual.

El nitrógeno y el oxígeno, componentes virtuales de la atmósfera, son fácilmente transparentes, tanto para la luz visible como para la radiación infrarroja. Sin embargo, el dióxido de carbono y el vapor de agua aunque transparentes para la luz visible, no lo son para el infrarrojo. El físico irlandés John Tyndall (1820-1893) fue el primero que lo descubrió. El dióxido de carbono sólo forma parte en un 0,03 % de la atmósfera terrestre y el contenido en vapor de agua es variable, pero bajo. Por tanto, no bloquean por completo la radiación infrarroja.

Pero sí lo hacen de alguna manera. Si la atmósfera de la Tierra careciera por entero de dióxido de carbono y de vapor de agua, de noche escaparía más radiación infrarroja de la que actualmente ocurre. Las noches serían más frías de lo que ahora son, y los días, partiendo de una temperatura más fría, serían más frescos. La temperatura media de la Tierra descendería con respecto a la actual.

El dióxido de carbono y el vapor de agua en nuestra atmósfera, aunque presentes en cantidades pequeñas, bloquean suficiente radiación infrarroja para actuar como notables conservadores del calor. Con su presencia producen en la Tierra una temperatura media claramente más elevada de lo que sería normal. Esto es conocido como el «efecto de invernadero», porque el cristal de un invernadero actúa de modo semejante, dejando filtrar la luz visible del Sol y conservando la irradiación infrarroja del interior.

Supongamos que, por alguna razón, el contenido de dióxido de carbono de la atmósfera aumenta ligeramente. Consideremos que se duplica hasta el 0,06 %. Esto no afectaría la respirabilidad de la atmósfera y no nos daríamos cuenta del cambio en sí mismo, tan sólo en sus efectos. Una atmósfera con ese ligero aumento de dióxido de carbono sería todavía más opaca para la radiación infrarroja. Al no permitirse la salida de la radiación infrarroja, la temperatura de la Tierra se elevaría ligeramente. Esa temperatura ligeramente más elevada incrementaría el vapor de los océanos, elevaría el nivel de vapor de agua en el aire, y, esto también, contribuiría a incrementar el efecto de invernadero.

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