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Authors: César Millán & Melissa Jo Peltier

Tags: #Adiestramiento, #Perros

Las normas de César Millán (3 page)

BOOK: Las normas de César Millán
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Entonces Lassie y Rin Tin Tin llegaron a mi vida desde la televisión, y empecé a preguntarme si no se me estaría escapando algo más sobre los perros. Al principio me dejé engañar por esos perros artistas. Como padre, solía observar a mi hijo Calvin cuando, siendo más joven, veía películas de kung-fu en televisión, y por su expresión podía ver que se creía que esos tipos realmente estaban pegándose. No se daba cuenta de que la pelea había sido coreografiada por un especialista. A mí me pasaba lo mismo con Lassie y Rin Tin Tin. Por muy primitiva que fuera entonces la televisión, consiguió convencer por completo a un ingenuo niño mexicano de que en Norteamérica existían perros alucinantes, capaces de comunicarse con los seres humanos, desfilar con el ejército y conseguir solucionar cualquier problema. Antes siquiera de saber que había un adiestrador tras la cámara, dando a Rin Tin Tin la señal para que saltara del tejado, se me metió en la cabeza la idea de que, como fuera y cuando fuera, tenía que ir a Norteamérica para conocer a esos alucinantes perros que podían hablar con la gente, saltar vallas y sacar a niños traviesos como yo de los líos en los que siempre se metían.

Supongo que creía que Lassie y Rin Tin Tin hacían todo eso por sí mismos, porque los perros de nuestras granjas parecían hacer todo cuanto queríamos sin necesidad de que se lo dijéramos ni que los obligáramos a ello. De forma natural seguían a mi abuelo al prado y lo ayudaban a acorralar a las vacas. Del mismo modo acompañaban a mi madre o a mi hermana por la carretera como guías y escoltas. No los recompensábamos con comida cada vez que nos seguían por el río o cuando ladraban para alertarnos de que había algún predador cerca. Claro que luego los premiábamos, pero siempre al final de la jornada laboral, con la carne o las tortillas que nos habían sobrado. Así que ya conocía perros que parecían capaces de comunicarse con las personas. En mi pensamiento Lassie y Rin Tin Tin estaban un peldaño por encima de aquello.

Cuando comprendí que Rin Tin Tín y Lassie eran perros especialmente adiestrados ya era unos años mayor y vivía con mi familia en la ciudad de Mazatlán, siempre deseando que llegara el fin de semana para volver a la granja de mi abuelo y estar de nuevo en la naturaleza con los animales. En lugar de desilusionarme al descubrir que eran los seres humanos quienes manipulaban la conducta de aquellos perros, me emocioné aún más. ¿De verdad hay quienes consiguen que sus perros hagan esas cosas? ¿Cómo? ¿Cuál es el secreto? Para mí estaba aún más claro que tenía que ir a Norteamérica lo antes posible para aprender de ellos a crear esas increíbles conductas en los perros.

Un fin de semana, al regresar a la granja de mi abuelo, decidí ver si podía enseñar a algunos de aquellos perros a comportarse de un modo determinado. Primero traté de enseñarlos a saltar cuando se lo ordenara. Comencé con la pierna. La estiraba y sujetaba un balón con el pie. Cuando saltaban sobre la pierna para agarrarla yo gritaba: «¡Hop!». Poco a poco iba levantando la pierna cada vez más hasta que daban un gran salto. Al cabo de uno o dos días conseguí que los perros saltaran por encima de mí cuando me inclinaba hacia delante y decía «¡Hop!». Aquellos perros ya estaban preparados para hacer lo que los seres humanos les pidieran: no mediante el entrenamiento, sino como parte de su trabajo. Y era un trabajo que les gustaba hacer, porque les planteaba un reto y satisfacía su necesidad de dar un propósito a su vida. Realizar su trabajo también era su forma de sobrevivir un día tras otro. En la granja no poníamos correa a los perros. No podía imaginarme un perro con correa. Al margen de las esporádicas ocasiones en que mi abuelo cogía una vieja soga del granero para sacar a un asno de una zanja, no supe lo que era una correa hasta que me fui a vivir a la ciudad y vi que los ricos paseaban a sus perros con correa.

Los perros de mi abuelo querían seguirme, igual que querían complacerme. Cuando los perros estaban juguetones, yo atrapaba la energía de ese momento y la utilizaba para crear algo nuevo. Y ellos no pedían nada a cambio salvo un «¿en qué vamos a emplear nuestro tiempo?». Aprendí que podía enseñarles a reptar por el suelo tan sólo animándolos de palabra y dejando que me imitaran. A los perros se les da muy bien imitar comportamientos, es una de las muchas maneras que tienen de aprender unos de otros cuando son cachorros. Y el cerebro de un perro ansía nuevas experiencias. Si a un perro le interesas tú y lo que estás haciendo, y lo considera un reto, por supuesto que querrá participar. Para un perro aprender y descubrir cosas nuevas es algo emocionante si además se divierte.

Todos los fines de semana trataba de enseñar a los perros una nueva conducta. Para ello no los premiaba con comida: mi caja de herramientas mental aún no contaba con esa estrategia. Pero los perros querían estar conmigo y hacer lo que yo quisiera. Cuando un perro está ansioso por hacer cosas para ti, no necesita que lo premies con comida. Y para que tenga ganas de hacer cosas para ti tienes que motivarlo con algo que le guste. Lo que yo ofrecía a aquellos perros era un reto, además de entretenimiento. Yo me divertía y ellos también: una experiencia positiva para todos.

Al cabo de unas cuantas semanas podía hacer que saltaran por encima de mí, reptaran y brincaran para chocar mi mano con su garra. A los perros les encantaba. Y sólo con el estímulo de mi voz y mi entusiasmo en general les hacía saber lo feliz que me hacían con ello. El resultado era una mayor unión entre nosotros.

Para mí ésa era la clave. A fin de cuentas lo que queremos es que los perros hagan cosas para nosotros porque los queremos. Y ellos nos quieren, respetan y confían en nosotros.

Buscando profesor

La rapidez y la facilidad con que entrenaba a los perros de la granja a hacer cosas simples me animó a aprender más sobre el adiestramiento, daba igual cómo. Estaba claro que podía pasar mucho tiempo antes de que lograra marcharme a Norteamérica para conocer a esos perros mágicos y a sus entrenadores.

Siendo un adolescente me enteré de que en Mazatlán vivía el único hombre, que yo supiera, que se hacía llamar «entrenador de perros» profesional. Era de la Ciudad de México y enseñaba cabriolas a los perros para espectáculos. Fue la primera vez que vi, entre bambalinas, cómo fingía un perro recibir un disparo. El tipo disparaba una pistola y el perro caía al suelo. Era fascinante ver cómo el perro obedecía a cualquier seña que el hombre le hiciera con la mano. Además, era la primera vez que veía a alguien dar órdenes verbales («sentado», «quieto», «ven»). En la granja nunca se me había ocurrido emplear palabras (en mi caso, en español) para que un perro hiciera algo. Era muy interesante ver cómo un perro respondía al lenguaje humano, como si fuera una persona que realmente entendiera su significado.

Me intrigaba saber cómo había logrado todo eso aquel hombre y me ofrecí a limpiar su perrera y a ayudarlo como una especie de aprendiz. Era mi primera oportunidad de aprender de alguien que me parecía un verdadero profesional. El hecho de conocer a aquel hombre y de verlo trabajar entre bambalinas hizo que sufriera mi primera desilusión con un entrenador de perros. A diferencia de los perros de la granja, los de ese hombre no parecían especialmente ilusionados de hacer cuanto les pedía su entrenador. Tenía mucho carácter. Me sentía muy incómodo al ver cómo abría el hocico a un perro y le pegaba con cinta el objeto que quería que llevase. Dejé todo aquello enseguida porque, a pesar de mi falta de preparación académica, mi corazón me decía que tenía que haber una forma mejor de hacerlo.

De mal en peor

Yo era un crío muy confiado, por supuesto honrado, y solía creer lo que me decía la gente. No entendía que alguien se dedicara al negocio de los animales sin amarlos. Algunos sólo lo hacen por el dinero. Mis siguientes dos experiencias tratando de aprender a entrenar perros me enseñaron esa lección a la fuerza.

El siguiente hombre que conocí, y que decía ser entrenador, aseguraba que había adiestrado animales —también perros— en Norteamérica, la tierra de los perros mágicos. Trabajaba en mi ciudad natal, Culiacán, así que allí fui, dispuesto a aprender de él. Pero a mi llegada descubrí que como realmente ganaba dinero era como traficante ilegal de animales exóticos. Me dejó perplejo, porque ese hombre me juraba que podía enseñarme a trabajar con los perros. Así que me quedé provisionalmente para ser su alumno. Mientras tanto me ofrecí a limpiar las perreras y cuidar y dar de comer a los perros. Algo que tal vez debería haberme alertado enseguida de que no me convenía juntarme a aquel hombre, ni tratar de aprender de él, es que tenía un montón de perros agresivos y descontrolados. Recuerdo que me preguntaba a mí mismo: «¿Cómo puede ser un buen entrenador si sus perros son así?». Yo solía sacar a pasear a sus perros, y parecía asombrado de que pudiera hacerlo. De repente aparecía un crío que sacaba a pasear sin problemas a esos mismos perros que eran agresivos con él y que le mordían. Para mí era sencillo. Era cuestión de sentido común. Si un perro me enseña los dientes y me gruñe, no me asusto ni me enfado ni lo culpo. Trato de entender por qué gruñe y me gano su confianza. Entonces paseo con él. Pasaba mucho tiempo con esos perros, casi siempre paseando durante horas con ellos. Una vez acabado el paseo, los perros y yo ya nos entendíamos. Había confianza y respeto, algo que no tenían con su amo. Nada de entrenamiento: aquello fue el comienzo de lo que posteriormente llamaría «psicología canina». Por supuesto aún no era consciente de ello.

No tardaría mucho tiempo en saber por qué los perros de ese hombre estaban descontrolados y se mostraban tan agresivos. Lo vi inyectarles algo que los volvía locos. No sé qué les daba, pero enseguida me di cuenta de que aquello no era entrenamiento de perros, y salí corriendo.

En aquella época esa experiencia me resultó traumática, pero hoy en día creo que fue muy importante que pudiera ver de cerca lo peor de lo peor para que siempre notara la diferencia.

Seguía decidido a encontrar a alguien en México que me enseñara a entrenar perros. Me hablaban de otros adiestradores, pero siempre estaban muy lejos: en Guadalajara, en la Ciudad de México. Y yo sólo era un adolescente. Con 15 años conocí a otro hombre que se ofreció a llevarme a la Ciudad de México para que conociera a dos hermanos que eran increíbles entrenando perros —los mejores entre los mejores— pero me costaría un millón de pesos. Hoy en día eso serían unos diez mil dólares. Como pueden imaginarse esa cantidad resultaba abrumadora para un crío mexicano de 15 años de clase obrera. Pero llevaba mucho tiempo ahorrando dinero de mi trabajo como limpiador de perreras de una clínica veterinaria y de otras chapuzas. Pensaba ir a la Ciudad de México durante mis vacaciones escolares para aprender de los mejores entre los mejores.

El hombre que cogió mi dinero me llevó en coche a la Ciudad de México —que estaba a unos 750 kilómetros de mi casa en Mazatlán— y me dejó en el lugar donde, según me dijo, los hermanos llevaban a cabo los entrenamientos. Fui a la dirección indicada, pero allí no había nadie. Me habían timado. No sólo eso, estaba en la calle y tenía que encontrar un sitio donde vivir mientras pensaba en cómo regresar a casa. Por suerte una mujer muy amable me acogió. Resultó tener un pastor alemán que estaba descontrolado. Así que le dije: «Señora, mientras esté aquí, ¿puedo hacer algo con su perro para compensarla por su hospitalidad?». Y eso hice. El perro tenía una evidente frustración provocada por un exceso de energía reprimida, ya que vivía en la ciudad y sus dueños nunca lo sacaban de paseo. Había aprendido en la granja que a los perros les encanta pasear. Así que empecé a sacarlo. Lo agotaba hasta que se quedaba tranquilo y relajado. Entonces probé a adiestrarlo un poco por mi cuenta.

La mujer vivía con su familia frente a un parque, así que iba allí con el perro y le pedía que esperara, que se quedara quieto, que viniera: cosas básicas. Aprovechaba su estado de ánimo. No tenía ni idea de que captar el estado de ánimo de un animal es uno de los principios fundamentales del entrenamiento de un animal basado en el condicionamiento operante. No tenía ni idea de qué era eso o qué significaban aquellas palabras. Me parecía de lo más natural animar al perro a que siguiera haciendo lo mismo que hacía antes. Así que al final acabé yendo a clases de entrenamiento animal, sólo que mi profesor fue ese pastor alemán.

Por fin conseguí volver a Mazatlán. Nunca conté a mis padres lo que me había sucedido: que me habían desplumado con un timo.

La tierra prometida

A pesar de todos mis reveses en México seguía obsesionado con marcharme a Norteamérica y convertirme en un verdadero entrenador de perros. De hecho mis sueños eran aún más grandes. Quería convertirme en el mejor entrenador de perros del mundo.

En mi primer libro,
El encantador de perros
, cuento la historia de cómo crucé la frontera con Norteamérica, conseguí trabajo como mozo en una peluquería canina en San Diego y por fin llegué a Los Ángeles. No salió tal como lo había imaginado: se suponía que llegaría a Hollywood, preguntaría «¿Dónde está Lassie?, ¿dónde está Rin Tin Tin?», y me colocaría como aprendiz con alguno de los grandes entrenadores del cine para trabajar con él en su siguiente película. Pero era un chico práctico: sabía que necesitaba un punto de partida. Así que entré a trabajar como mozo de las perreras en un enorme y próspero centro de entrenamiento con muchos clientes. Mi trabajo consistía básicamente en limpiar las perreras y en dar de comer, limpiar y sacar a pasear a los perros. Había mucho que hacer: nos traían perros a diario, por lo que siempre había entre treinta y cincuenta esperando a ser adiestrados. Lo normal es que mis jornadas de trabajo duraran entre catorce y dieciséis horas.

Nos traían sus perros al centro para que los entrenáramos en lo que se conocía como obediencia básica, es decir, «sentado, abajo, quieto, ven, atrás». La obediencia básica se dividía en tres cursos. El más habitual era el de la obediencia con correa; si el perro pasaba ese curso, el centro prometía que estaría listo en dos semanas. Estábamos a principios de la década de 1990 y el curso costaba dos mil dólares. Luego estaba la obediencia arrastrando la correa, que era lo mismo salvo que ahora el perro arrastraba la correa por el suelo. Se suponía que se tardaban entre tres y cuatro semanas en aprender a obedecer arrastrado la correa, y el curso costaba unos tres mil quinientos dólares. Por la considerable cantidad de cinco mil dólares se conseguía el último curso, el de la obediencia sin correa. Para ello el perro permanecía en el centro durante dos meses. Al volver a casa el perro ya podía obedecer órdenes sin llevar puesta la correa, o al menos obedecernos a nosotros, en el patio del centro, donde haríamos una exhibición de nuestros logros ante su propietario. Después, y por un coste adicional, el centro ofrecía clases particulares al dueño. Además los propietarios podían conseguir un perro preentrenado si se podían permitir pagar quince mil dólares.

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