Narra David
El olor de los puertos
Llegó el año 1888. Para los supersticiosos muchos números iguales prometen grandes acontecimientos. Me dan risa los supersticiosos. Pero esos tres ochos seguidos producían cosquillas. ¿Podía ser que en ese año ocurrieran cosas? Una cosa importante fue que, junto con mi Ana, aceptamos que Liova fuese a Odesa. A esa decisión la impulsó un tercero, el primo Monia, un joven bondadoso. Muy culto, además. Había venido por una temporada para mejorar su tuberculosis. El aire de la estepa era saludable. Se dedicaba al periodismo y la estadística. No sé qué es la estadística.
—Ven acá, jovencito —dijo Monia—, ¿te gustaría estudiar en Odesa?
Le enseñó cosas que Liova ignoraba. Por ejemplo, cómo se toman los vasos por fuera sin meter los dedos. Cómo debía lavarse los dientes. Cómo usar los cubiertos (y me di cuenta de lo mal que yo mismo comía). Cómo pronunciar ciertas palabras de forma correcta. Le mejoró las matemáticas. Era fundamental para ser aceptado en un buen colegio, decía. Monia se expresaba con suavidad. Vestía elegante, incluso en el campo. Sabía todo.
No obstante, por momentos se ensombrecía. En alguna de sus miradas descubrí la razón. Una razón ingenua: él veía el abuso y la miseria en el campo. Pero así funciona el mundo. Yo no era ni soy especialmente severo, le dije. Trato a los peones con cierta distancia, es verdad. Pero la distancia me permite actuar como patrón. Un día el capataz azotó a un pastorcito con su fusta por haber dejado los caballos en el abrevadero hasta la noche. Estuvo mal el pastorcito y se le fue la mano al capataz. Monia murmuró entre dientes:
—¡Qué brutos!
En Odesa no saben cómo se vive y se trabaja en el campo. No saben que debemos ejercer presión. Muchos vagos son capaces de comerse a los patrones. En la ciudad no saben que debemos estar alertas. Que debemos recordarles todo el tiempo quién es quién.
Antes del viaje llevé a Liova hasta la colonia alemana para que un sastre le confeccionase ropa nueva. Y un zapatero le fabricase tres pares de calzado. Después llenamos el carruaje con obsequios para los parientes. Tarros de manteca, vasos llenos de confituras, frutas secas, bolsas con azúcar, cajas repletas de galletitas espolvoreadas con semillas de girasol. Y tantas otras cosas.
La despedida de Liova fue triste. Aunque tenía que haber sido alegre. Lloraba Ana, que fue quien más quería verlo estudiando en Odesa. Lloraban sus hermanas, tal vez para no ser menos. Hasta lloraba un poco Alexander, su hermano mayor. Liova estaba conmovido. O asombrado. Asombrado porque se daba cuenta de que le teníamos mucho cariño a pesar de sus travesuras. Iván no lloró, pero le entregó un regalo impresionante. Era un faetón de juguete con las rueditas aceitadas y muchos adornos que brillaban como estrellas.
Supe qué pasó en las horas y días siguientes. Lo supe por las cartas de Monia.
Monia y Liova fueron hasta la ciudad de Nikolaiev. En su puerto embarcaron hacia Odesa. Mi hijo no salía del asombro que le producían los sucesivos descubrimientos. Nikolaiev era enorme en comparación con Elizavetgrad. Luego el muelle, con sus mercaderías, sus pasajeros, sus olores y la cantidad de naves. Le pareció irreal el agua ondulante y gris, más plana que la estepa. Lo mareó subir a un vapor grande y pesado que podía flotar. Se asustó con la ronca bocina que anunciaba el comienzo del viaje. El río Bug cambiaba del color gris al chocolate. En las márgenes del río había mucha vegetación.
Se aproximaron al mar. Cambiaron los olores, los vientos. Monia contó que Liova empezó a correr de proa a popa, sosteniéndose de las barandas. Contemplaba la expansión del oleaje. Gotitas saladas le golpeaban las mejillas y las lamía encantado. Hasta se inclinó sobre el borde para alcanzar el agua con sus dedos y sentir cómo corría entre ellos haciéndole cosquillas.
El puerto de Odesa era un sueño (es un sueño, lo sé). Estaba soleado y vibraba mucha actividad. Junto a los coches de distinto porte se amontonaban grúas, fardos, sogas, cadenas, carros y estibadores. A mí también me habían impresionado cuando vi todo eso por primera vez. Liova preguntaba. Monia debió repetir, señalando con su índice: grúas, fardos, sogas, cadenas, carros, estibadores.
Eligieron un coche de alquiler entre los muchos que esperaban junto al muelle. Recorrieron avenidas y bulevares. Mi hijo bebió un paisaje desconocido: palacetes, alamedas, monumentos, hombres y mujeres vestidos con elegancia, que a mí también me habían impresionado cuando visité Odesa por primera vez. Se detuvieron frente a un edificio alto. Daba albergue a una escuela de niñas. Su directora iba a casarse con Monia. Era la novia de Monia. Y los estaba esperando. Las maestras presentes se agitaron y besaron a mi niño como a un muñeco. Nunca había recibido tantos besos ni caricias en la nuca, las mejillas, el pelo. Tampoco había recibido tantas palabras de elogio: a su mirada, a su sonrisa, a su susto. ¡Qué feliz estaba!, escribió Monia.
Fanny se llamaba su prometida. Vivía en el mismo edificio donde trabajaba. Le había preparado a Liova una camita en el rincón de su propio cuarto, aislándolo con una cortina. Agregó una silla, un arcón para que guardara la ropa y colgó un espejo redondo. No precisaba más.
Debía levantarse temprano, higienizarse y ponerse a estudiar todo el día. Nada de travesuras. Su examen de ingreso demandaba trabajo. A las nueve de la noche se acostaba. Monia nos escribió que Fanny le enseñó muchas cosas. Saludar por la mañana. Lavarse a menudo las manos. Tener las uñas limpias. Dar las gracias cuando le servían algo. No llevar comida a la boca con el cuchillo. Ser puntual. No interrumpir una conversación. Se enteró, y yo también, que muchas palabras que para nosotros eran rusas en realidad eran ucranianas y muy defectuosas.
En pocos meses empezó a familiarizarse con la mejor literatura. Esto enorgulleció a Ana, que repetía de memoria los títulos de las obras recomendadas, algunas de las cuales ella había leído.
Unos meses después hubo casamiento. Para el casamiento de Monia y Fanny se efectuaron los ritos de siempre y recibieron abundantes regalos de la parentela. Nosotros también les hicimos un regalo, más hermoso y costoso de lo que se acostumbra porque brindaban una generosa hospitalidad a nuestro hijo. Ambos nos agradecieron con una larga y hermosa carta. Nos dijeron que, como celebración especial, fueron al teatro y llevaron a Liova. Estaban felices de percibir la felicidad del chico, que les había contado sobre la única función de teatro que había visto en su vida,
El emperador Maximiliano
. Le explicaron que eso había sido vocacional, imperfecto, apenas una aproximación.
—¿Te das cuenta? —dije a Ana para reivindicarme—. Yo lo sabía, por eso me enojé cuando fue a que Pedro le dictase su estúpida parte.
En su detallada carta Monia y Fanny dijeron más. Nuestro hijo tiritaba de emoción en el teatro verdadero. Y ellos no dejaban de emocionarse. Contemplaban su apetito por absorber cada frase, cada escena. También la hermosura de la dorada sala. Las luces. El telón bordado. El escenario que trasladaba a otro mundo. Liova pellizcaba los brazos de la butaca al mirar a los personajes vestidos con trajes raros. Pero cuando los actores hablaban, lo hacían con tanta naturalidad que ponían la piel de gallina. En los momentos que uno formulaba una pregunta a otro, Liova se tentaba por contestar desde su butaca. Era tan intensa su identificación con los personajes que se sentía dentro del escenario. En el entreacto no quiso moverse. Dijo que le iban a quitar su sitio. ¡No te lo van a quitar! explicó Fanny riendo. Pero Liova se aferró de los apoyabrazos y les hizo saber que de ahí no se movería hasta el final.
Un mes después fue mudado a la casa del flamante matrimonio. Mi mujer les escribía cartas y más cartas, llenas de gratitud.
Liova mismo nos escribía mucho. En sus relatos decía que gozaba de más confort que un noble. Sin embargo, a menudo se refería a Iánovka. La recordaba con nostalgia. Tenía presentes el comedor familiar, el taller de Iván, los rosales, el granero. Los ojos de Ana lagrimearon y a mí se me anudaba el gaznate. Incluso compuso unas poesías que nos mandó sin mostrarlas a sus primos por miedo a las críticas. Me parecieron muy buenas. Ana asintió, pero cuando estuvo más tranquila dijo que a Liova le faltaba madurar. ¿Madurar? Sí, madurar su forma de expresarse, porque usa demasiados adjetivos. ¡Qué importan los adjetivos!, comenté sin preguntarle qué mierda son los adjetivos.
Monia agregó otro dato conmovedor. Que nos puso mal. Lo hubiera callado. Dijo que había descubierto en el cristal de la ventana humedecida por el frío las palabras Papá y Mamá dibujadas con el dedo. A veces Liova lloraba por la noche. Me dio ganas de viajar a traerlo de regreso. Pero mi mujer se opuso: ¡debe seguir en Odesa! ¡Qué error! Pasaban otras cosas. Muchas otras cosas. De haberlas sabido, no hubiera dudado en traerlo de vuelta.
La ciudad
Odesa
(1888-1896)
Narra Monia
Vientos liberales
Mis ideas y las de mi mujer eran liberales. Con Fanny reconocíamos los beneficios que trajo a Inglaterra y al mundo la Revolución Gloriosa de 1688. De allí proviene no sólo el avance de Europa, sino la Revolución Americana, con su Constitución admirable. Más de un siglo después de esa Revolución Gloriosa y trece años después de la Americana, recién estalló la Revolución Francesa. En otras palabras, la Revolución Francesa no fue la inspiración, sino la consecuencia de otras revoluciones. Pero en el marxismo se acentúan los méritos de la Revolución Francesa en lugar de la inglesa, que fue anterior y esquivó la violencia.
En Inglaterra nació el liberalismo. John Locke y David Hume fueron colosos. Los leí y releí. También le gustaban a Fanny. Pero al principio no me animaba a conversar sobre esos temas con Liova, porque los jóvenes se entusiasman, son impulsivos y pueden llevar esas ideas a lugares donde espía el gobierno. En su presencia evitábamos la política. Durante las conversaciones que manteníamos con algunos amigos sobre sucesos inquietantes, los temas flotaban de forma elíptica, como por ejemplo “fue el año en que asesinaron al zar Alejandro II”. Parecían referencias neutras, como si dijésemos “en tal época se descubrió América”. Tanta prudencia empezó a enfadar al muchacho.
Bajo la gestión de Alejandro III aumentó la severidad. Este Zar pretendía vengar el asesinato de su padre, que había sido tolerante y progresista. Quiso reimponer la dureza tradicional. Aumentó la explotación campesina y el desprecio hacia la servidumbre. Las cosas han empeorado ahora bajo el actual Nicolás II. Rusia marcha a contramano de la historia.
Un compañero de Liova en el Instituto San Pablo era Vladimir. Al principio simpatizaron. Era rojo, fornido e hijo de un coronel. Al cabo de unos meses este muchacho pasó a ser el segundo de la clase, precedido por Liova. Pidió autorización a sus padres para invitarlo un domingo a su casa. Yo no puse reparos, aunque sospechaba que la cosa terminaría mal. En efecto, me contó que fue recibido con desdén. El militar le hizo preguntas hostiles. En las tres horas que pasó allí tuvo una sensación de desasosiego por la reiteración de temas vinculados a la religión y la autoridad. Los padres de Vladimir, en base a ese interrogatorio, decidieron que su hijo no debía proseguir con esa amistad. Después supe que un pariente del coronel había ganado prestigio en Odesa por sus trabajos en las
Centurias negras
, ferozmente antisemitas, y que inventaron un libelo de larga y sanguinaria vigencia llamado
Protocolos de los sabios de Sión
.
El choque con otro compañero fue todavía más grave. Sergei había ingresado en medio del curso y se comportaba como un elemento extraño. Sobresalía por su altura y tosquedad, aunque se aplicaba al estudio. Aprendía de memoria y sus dificultades en el razonamiento le generaban cómicos enredos. Si el profesor de geografía mostraba un mapa, Sergei empezaba a recitar: “Los mandamientos de la ley de Dios que Nuestro Señor Jesucristo dio al mundo…” Después de la clase de geografía venía la de religión, y entonces recitaba teoremas de geometría. A Liova se le ocurrió hacer durante el recreo una observación crítica sobre el director del Instituto y Sergei lo encaró rabioso.
—¿Cómo puedes hablar así del señor director?
—¿Por qué no? —se asombró Liova.
—Porque es un superior. Y si un superior te manda caminar de cabeza, hay que hacerlo de cabeza.
Liova quedó estupefacto. Me comentó el episodio y yo le expliqué, haciendo una elemental psicología, que su estúpido compañero no hacía más que repetir lo que en su familia ordenaban a los siervos: caminar de cabeza.
Narra Liova
El novato
Reconozco que mi estancia en lo de mis primos Monia y Fanny me proporcionó frustraciones y deslumbramientos.
El primer golpe fue mi fracaso en el examen de admisión al famoso Instituto San Pablo. Pero Fanny dijo que el revés no se debió a mi desempeño, sino a la pobreza del soborno que había llegado de Iánovka. Desde 1887 imperaba el
numerus clausus
, que limitaba el ingreso de judíos en colegios y universidades. Cuatro meses después, tras otro examen y un incremento de la coima, pude entrar. Mi madre brincó de alegría, más que yo. Mi futuro estaba asegurado… creía ella.
Mientras, Monia deambulaba por diversas ocupaciones. Ganaba algo con la traducción de tragedias griegas, le pagaban un adicional por añadir notas eruditas y también redactar cuentos para niños. Además, hacía lúcidas críticas a las obras de historiadores, lo más calificado de su producción. Con el tiempo mejoró su tuberculosis, o quizá no existió esa enfermedad, sino un diagnóstico apresurado. Abrió una pequeña editorial. Gracias a su talento pudo sortear escollos y convertirla en una casa de prestigio.
Tuve el privilegio de seguir sus peripecias. Visitaba a menudo la imprenta como si fuese un taller mágico, tan mágico como el de Iván. Me familiaricé con numerosos manuscritos, algunos redactados con letra prolija, otros con letra indescifrable. Monia aseguraba que la caligrafía develaba el carácter del autor. También me gustaba encuadernar. Pronto me ofreció corregir pruebas. En la imprenta embriagaba el ruido de las impresoras y el olor de la tinta.
En todas las familias más o menos acomodadas los criados gravitaban. Dacha se llamaba la criada de mis anfitriones. Era graciosa y empezó a deslizarme secretos eróticos. Después del almuerzo, cuando en la casa se entregaban al descanso, yo me escurría a la cocina donde ella, sin dejar su trabajo, me contaba sus aventuras prohibidas. Hablábamos en voz baja, casi al oído. Yo sentía el calor de su piel y el contacto de sus pechos. Entonces no pude frenarme y la besé en la mejilla. Ella simuló enojarse, pero ante mi susto adolescente sonrió enseguida y me devolvió el beso. Después me enseñó a besar en la boca con los labios abiertos. Entonces sufrí la vergüenza de sentir electricidad en el bajo vientre y unas descargas que me mojaron los pantalones. Quise escapar, pero Dacha me retuvo. Fue a traerme otros pantalones y dijo que me cambiase.