Ella se dio cuenta de mi ineptitud y con palabras que acariciaban el oído indicó la forma de levantar con elegancia la mano de la mujer, tomarla con fuerza de la cintura, mantener erguida la columna vertebral, no balancear los hombros y avanzar con audacia entre las piernas de ella para girar. En pocos minutos dominaba algo de la técnica y me solté con más brío. Tuve un placer embriagador. Catalina sonreía mientras rodábamos en las esferas del vals y no intenté disimular el bulto que se me había formado en la bragueta. Estaba más suelto de lo imaginable. En eso un joven fornido me la arrancó de los brazos. Confundido y solitario deambulé por las mesas donde relucían fuentes con pasas, nueces, bizcochos, quesos, pasteles, caviar, confitura de guindas y bombones.
Al rato volvió Catalina y propuso dirigirnos hacia un rincón abrigado con tapices. Hasta los sonidos de la música sonaban lejos. Me sugirió bailar sobre una sola baldosa. Era un gran desafío, porque debíamos girar apretados en la tentadora penumbra. Comenzamos a besarnos. Me acarició la nuca, el esternón y deslizó suave su mano hasta el vientre. Hice lo mismo, pero me detuve sobre el imán de sus pechos. Introduje la mano en su escote mientras frotaba mi miembro contra su pelvis. Entonces Catalina introdujo su lengua entre mis labios y supuse que me iba a desmayar. La acaricié con furia, le pellizqué los pezones y la aplasté contra la pared para meter mi pierna entre las de ella. Nos masajeamos furiosos, sin saber cómo seguir. De repente nos golpeó un estornudo. Vimos a un sirviente espiándonos. Huimos a la carrera mientras ella se arreglaba la ropa y los cabellos.
En el salón nos separamos para evitar sospechas.
En los corrillos se hablaba del amor y sus diversas manifestaciones. Algunos simulaban estatura intelectual refiriéndose a sus segmentos puramente espirituales. Otros sonreían burlones, sin animarse a decir lo que de verdad pensaban.
—Si alguna vez te enamoras —me susurró con tonito de iniciada una chica de labios prominentes y un magnífico busto—, no dejes de decírmelo enseguida.
—¿Para qué querrías saberlo?
Ella me aguijoneó con su mirada pícara.
—Para darte unos consejos útiles. ¿Me invitas a bailar?
Dos semanas más tarde las chicas organizaron un teatro casero. La representación era de aficionados tan elementales como los que actuaron en Iánovka, sólo que provistos de mejores disfraces. Delante de un gran paño negro salpicado de estrellas recortadas en papel de estaño, la hermanita menor de Kostia apuntaba hacia ellas, para simbolizar la noche.
La desenvuelta muchacha de boca carnosa que me había asediado en el baile se acercó de nuevo para hablarme al oído.
—Y bien, ¿tienes algo para contarme? Estoy ansiosa por ser tu amiga íntima.
—¿Sí?
—¡Ahá!… ¿Quién es ella?
—No te lo voy a decir.
Porfiada, la chica siguió insistiendo. Hacía mohines con sus labios, casi invitándome a besarla.
—¿Por qué no me lo vas a contar? —agregó mimosa—. ¿No te quiere? Sólo dime la primera letra de su nombre.
—Te podría decir el nombre completo, pero no te daré el gusto; me divierte seguir jugando.
—¿Y te privarás de mis consejos? Sé cómo podrías volverla loca de amor.
—Bueno, dame tus consejos.
—¿Ah, sí? Jovencito: te falta mucho todavía… —me palmeó el hombro y se alejó triunfal.
No pude dormir.
A la tarde siguiente fui al palacete para hacer las tareas con Kostia. Reinaba un silencio monacal. Atravesé el jardín bien cuidado, bullente de flores, pero un alfiler me pinchaba el entrecejo. Era la mirada de su hermanita menor, la que había representado a la noche delante del telón negro cuajado con estrellas recortadas en papel de estaño. No entendí el desdén de esa mirada. Sospeché que el nombre de Catalina había sido develado, así como sus ardientes caricias. ¿Habría sido obra de la despechada joven de labios carnosos y magnífico pecho o habría confesado el sirviente que nos espiaba tras un tapiz?
No pude acercarme a la escalinata que llevaba a la puerta principal, porque se acababa de abrir y la llenó el cuerpo delgado y elegante, pero de súbito enorme, de la madre. Sus ojos dulces se habían convertido en llamas y sus manos en puños.
—¡Váyase de aquí! ¡Váyase y no vuelva nunca más!
Kostia no se dejó ver. Tampoco apareció Catalina. Ni un solo empleado. Me atravesó el cuchillo de la culpa. Traté de descifrar, en medio de un torbellino, cómo se habían enterado de mi abuso. Hasta sospeché de la misma Catalina, frustrada por un manoseo sin culminación. Balbuceé sílabas que ni yo podría entender y salí cabizbajo. En casa evité a mis primos. Me encerré en el cuarto, contraído de dolor.
Narra Ana
La mejor poeta de Rusia
Para el feriado de Pascua regresó a Iánovka por una semana, enfermo de la escarlatina que se había pescado en Odesa. Se revolcaba de fiebre, le estorbaban los brazos, las piernas y la cabeza. Yo le examinaba el interior de la boca ayudándome con una vela; lo mismo hacía David, que le aplicaba ahogantes tópicos con nitrato de plata. Habíamos perdido cuatro hijos y no nos resignábamos a otra pérdida más. Decidimos llevarlo a Bobrinez.
No quise iniciar el viaje en día sábado. Aún cuidaba las tradiciones y el sábado era una de las más importantes. Pero dije a mi marido: llévalo con Iván, no podemos esperar, yo iré después. Salieron envueltos en pieles. Se hospedaron en casa de Tatiana, la cocinera que había trabajado para nosotros y nos había enseñado a pintar los huevos de Pascua. Se había casado con un hombre de ese pueblo. No la asustaba el contagio. Llamaron a un médico, que examinó a Lióvushka. Miró su garganta, tomó la temperatura y lo palpó del cráneo a los pies. Dijo: me reservo el diagnóstico. David se molestó: ¿se reserva el diagnóstico y encima me cobra honorarios? Volveré para estudiar la evolución de su enfermedad. No necesito sus estudios, sino el diagnóstico, ¿es o no es difteria? No se lo puedo decir todavía. Y yo no le pagaré hasta que me lo diga. Usted es un bruto. Más bruto es usted, doctor, ¡fuera de aquí! No obstante, mi marido le pagó. Más adelante dijo: quien merecía esos honorarios era Tatiana, porque hizo el milagro de curarlo. Tú no crees en milagros, David, le recordé. No creo, es verdad, pero Tatiana hizo uno.
En efecto, para distraer a Lióvushka, la cocinera le regaló una botella vacía, en cuyo interior había construido una iglesia con pedacitos de madera blanca. Te curará pronto, ¡seguro que te curará pronto! A las pocas horas se le fue el dolor de los miembros, de la cabeza, de todas partes. Tatiana lo atribuyó al poder de esa minúscula iglesia y se arrodilló para rezar. David, asombrado, le dio la razón: ¡es un milagro!
Antes de que se borrase por completo la erupción de la escarlatina, fue a visitarlo Sofía, una muchacha muy inteligente que ya había tenido esa enfermedad. Propuso leerle cuentos, porque a Lióvushka se le cansaban los ojos. La escuchaba feliz, yo me di cuenta. También me di cuenta de que sus ojos irritados gozaban al mirar los hermosos labios de Sofía. Cada mañana la esperaba con impaciencia. Me confesó: Mamá, tiene poderes sobrenaturales, como la botella con la iglesia; estoy seguro de que no lee, sino que cuenta lo que ve en reinos lejanos. No, hijito, lee. No, mamá, ve maravillas y cuenta lo que ve.
Cuando se sintió mejor, Lióvushka la ayudó a preparar su examen de matemáticas. Sofía, en agradecimiento, propuso otra cosa: escribamos juntos un poema que se llame “Viaje a la luna”. ¡Qué buena idea!
Lióvushka empezó a urdir la aventura. Y sucedió algo curioso, porque apenas él le narraba sus ocurrencias, ella las repetía en verso, con ritmo y rima. Tenía mucha destreza. Esa virtud lo enamoró, estoy segura de que lo enamoró, y no era para menos. Pasadas las seis semanas de la cuarentena que debe respetarse en una escarlatina, David lo llevó de regreso a Odesa. Lióvushka estaba triste por haberse tenido que separar de la talentosa Sofía. Repetía en sueños que era la mejor poeta de Rusia.
El pueblo
De Nikolaiev a Moscú
(1896-1899)
Narra Liova
Camino de Damasco
Nikolaiev era una pequeña ciudad a cuyo puerto papá llevaba sus cosechas. Allí debía terminar mi último año de estudios. Primero fui a vivir con una familia que tenía hijos fanatizados con las nuevas corrientes políticas. El alquiler lo pagaba a regañadientes papá, quien enviaba el dinero con alguien de confianza. Durante las primeras semanas asombré a mis anfitriones con refutaciones a sus utopías socialistas, lo cual agradó a la dueña de casa. Fui sarcástico con el marxismo, al que consideraba una grandiosa falsificación. Gorjeaba un tonito de superioridad en base a lecturas memorizadas en Odesa. Y cuando me faltaba el respaldo teórico, inventaba argumentos. Me gustaba polemizar, como si fuese un deporte. No obstante, siempre decía que mi preferencia se centraba en las matemáticas, una ciencia de verdad, libre de artimañas filosóficas. La señora me escuchaba feliz porque yo, un estudiante de diecinueve años, la ayudaba a disminuir el fervor de sus hijos.
Evgeny, uno de los muchachos, me invitó a la huerta de un jardinero checo llamado Franz.
—Te gustará mucho.
Nos internamos en una callejuela protegida de ambos lados por espesos arbustos, detrás de los cuales se erguían muchos abedules. Torció hacia un sendero más angosto, entre duras plantas de boj. Tuve la impresión de que ingresaba en una cueva. Evgeny apartó ramas cargadas de grosellas y apareció un huerto despejado, al fondo del cual se veía un pabellón color amarillo. Llegamos a su ancha puerta de dos hojas. Estaba entreabierta y pude escuchar voces. Adentro, iluminado por cuatro ventanas, se reunía un círculo de estudios políticos. Franz recibió con afecto a Evgeny, que me presentó como un “eximio estudiante” de Odesa, ahora alojado en su casa. Fuimos invitados a tomar asiento pegando los hombros con los demás concurrentes. El viejo tenía la piel gris y arrugada, pero los ojos se destacaban por su vivacidad. La cabellera y barba desprolijas tenían un color terroso. Era evidente que lo respetaban como a un sabio. Evgeny me había dicho que conocía varios idiomas y recibía textos de distintos países. Gastaba el dinero en esos materiales, que compartía con quienes lo visitaban. En el círculo predominaban los jóvenes populistas, así llamados porque idolatraban a esa entelequia llamada
pueblo
. Mientras se desarrollaba la conversación bebíamos té y comíamos manzanas.
Algunos eran también estudiantes, pero la mayor parte de la gente era de diversa condición social. Me sobresaltó reencontrarme con Víctor, el imbécil que habían traído a Iánovka para que aprendiese artesanías con Iván. Al instante evoqué a su padre, Timoteo, un aristócrata arruinado, y a su pintarrajeada mujer que salpicaba con gotitas de saliva mientras contaba sus perdidos años de esplendor. También recordé el momento en que ambos hurtaron terrones de azúcar y manojos de tabaco con lastimosa indignidad. Los prominentes dientes superiores continuaban confiriendo a Víctor su cara de idiota, pero su cuerpo había adquirido una musculatura insolente. Nos dimos la mano con ligereza. O recelo. Franz empujó nuestras espaldas para que termináramos en un abrazo. Más tarde, y ya distendidos, en una pausa de la conversación “seria”, recordamos al corajudo tallerista Iván, que paralizó con aserrín a los peones sublevados contra mi padre. Evocamos la macabra legión de ciegos que invadió la granja y la comida que mi madre se apuró en llevar a todos para conseguir la paz.
Víctor me contó que se había instalado en Nikolaiev porque murieron sus padres y no tenía dónde vivir. Además, los acreedores le quitaron hasta la ropa. Pudo ser incorporado a un taller metalúrgico gracias a los conocimientos que había adquirido junto a Iván. Ahora quería la revolución socialista con impaciencia, para vengar a su familia. Pero el apacible Franz se acercó para decirle al oído que la palabra “revolución” debía ser pronunciada en voz baja, porque hasta en su modesta huerta habían ingresado los espías. No era un miedo infundado. En cualquier momento darían el golpe. Y pronto ocurrió, en efecto.
El checo tuvo la generosidad de confeccionar para nosotros una lista de los autores recién prohibidos por el gobierno: John Stuart Mill, David Hume, John Locke, Herbert Spencer, Tchernichovsky. Esa veda orientó mis preferencias. Cada uno de los nombres vedados sonaba como un nuevo profeta. Franz también nos proveía noticias que los periódicos escamoteaban. Me conmovió saber que unos estudiantes de San Petersburgo se resistieron a jurar lealtad a Nicolás II. ¡Fabulosa valentía! Fueron expulsados de la universidad y condenados a sufrir años de cárcel. Antes, durante su coronación espléndida, millares de espectadores habían sido atropellados, heridos y muertos porque gritaban contra los abusos de la autocracia.
La palabra socialismo, pese al rechazo de muchos, me sonaba hermosa. Sólo la arruinaba —creía entonces— el árido influjo marxista. Le debilitaba su lado heroico, aunque me agradaban algunas definiciones. Yo seguía siendo un humanista romántico.
En la huerta atrapó mi atención una chica llamada Alexandra, bonita y elocuente. Tenía algunos años más que yo. Su seguridad embriagaba. Movía sus largos y expresivos dedos al hablar. Miraba de frente, sin atisbo de timidez, y le gustaba arrinconar a sus contrincantes con preguntas filosas. Era la persona más atractiva del círculo. Sin rodeos, se proclamaba discípula de Marx. Yo quería llamar su atención y me pasé a la vereda opuesta.
—¿Consideras que ese alemán radicado en Londres fue infalible? ¿Y si los documentos que desempolvó en el Museo Británico eran falsos?
—No digas tonterías. Los escritos de Marx tienen tantos documentos que los falsos, si los hubiese, pierden relevancia. Además, su cultura fue tan amplia y tan sólida que no había ardid capaz de engañarlo.
—¡Pero pretende basar todo en la economía! Es un reduccionista, quiere meter el mundo entero en un pequeño frasco, como si fuese la lámpara de Aladino.
—No confundas la fantasía de un cuento con las pruebas de una ciencia.
—Ciencia son las matemáticas, la física, la química, la biología, no los delirios.
—Marx no delira: estudia evidencias y saca conclusiones.
—De evidencias ciertas se pueden sacar conclusiones estúpidas.
—¿Has leído a Marx?
—Un poco.
—Un poco… —sonrió irónica—. Cuando termines de estudiarlo bien, no pensarás igual.