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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

Liova corre hacia el poder (14 page)

BOOK: Liova corre hacia el poder
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Narra Alexandra

7

Moscú

La inmersión de Liova en textos religiosos acabó por despertar su curiosidad sobre algo tan alejado a nuestra formación como la masonería. La masonería ya era maldita para varias religiones y muchos poderes terrenales; él dedujo que, por lo tanto, algo interesante debía tener. Se le ocurrió poner a prueba el método marxista para investigar sus secretos. Tendría que lidiar con los mitos, calumnias y deformaciones que persiguen a esa corriente desde hace siglos. Y ensayaría cuán acertadas eran las premisas de Marx y Engels. Mintió al gendarme-teólogo diciéndole que se proponía aplastar a la diabólica organización y le pidió algo excepcional: un cuaderno de mil páginas. “¿Mil páginas?” “Sí, mil, porque a esa horrible secta no le dejaré nada en pie.” A la semana, un ayudante del oficial llamado Trotsky le entregó el voluminoso cuaderno. Le pareció muy eufónico ese apellido, máxime cuando su portador era un sujeto irrelevante. En ese momento no percibió que la palabra se había grabado en lo más profundo de su espíritu.

Empezó a llenar renglones con la diminuta letra de los miopes, o de los obsesivos, o de los que tienen que ahorrar espacio. Extraía información de los libros y revistas que ahora le llegaban con más generosidad y añadía sus propias ideas. Una vez terminado cada capítulo, lo copiaba en otro cuadernillo que obtenía de contrabando, para mandarlo a las celdas amigas con el ruego de una devolución crítica. Poco a poco desarrolló una voluminosa obra.

Cuando lo sacaron de la cárcel de Odesa para mandarlo a Moscú, el gendarme-teólogo intercedió para que le dejasen conservar su cuaderno. En Moscú el gobierno concentraba centenares de revoltosos antes de mandarlos a pudrirse en Siberia. Era la estación previa al infierno. Y ese cuaderno no iba a cambiar nada.

Mientras, el movimiento estudiantil evolucionaba hacia una insolencia inédita. Y como respuesta, el látigo de los cosacos zaristas amorataba las espaldas de los rebeldes. Los liberales publicaban manifiestos de protesta y la socialdemocracia tendía hilos hacia los obreros y sus agrupaciones aún informes. Crecía el número de detenidos. En las prisiones el descontento se hacía ruidoso. La revolución dejaba de ser el sueño de los intelectuales pequeño-burgueses y ganaba la calle y los campos.

Liova, dentro de una columna de presos, fue empujado hacia un vagón del tren. En el interior los mantuvieron encadenados. No conformes, los vigilaban con sables y armas de fuego. Pese a la desfiguración que provocaba la vestimenta carcelaria y el abandono físico, Liova descubrió dos personas que le dieron un vuelco al corazón. En el otro extremo del coche estaba Víctor. Se levantó para estrecharlo en un abrazo, pero tres golpes de bastón en sus piernas lo devolvieron al asiento. Cayó rojo de cólera, pero descubrió otra presencia. Fui testigo de su turbación. Se le abrieron tanto los ojos que parecían atravesar los cristales de sus pesados lentes. Era una coincidencia inverosímil, más milagrosa que las de los folletines religiosos. Esa persona era yo.

Me comió con su mirada perpleja. Sentí un estremecimiento y empezamos a dibujar una sonrisa, casi un temblor de sonrisa. Liova ya había olvidado los golpes del bastón. Volvió a incorporarse para llegar a mi lado. También me incorporé. Varias manos nos sentaron con rudeza. Alcancé a ver que un par de gendarmes lo golpeaban a Liova en la frente con las culatas de sus revólveres. En desesperada respuesta le arrancó su sable al gendarme más cercano. Una lluvia de nuevos bastonazos lo hundió en el piso hasta hacerle perder la conciencia. Yo me puse a gritar: “¡Asesinos, asesinos!”

Los demás presos se sumaron. Entonces el escuadrón de vigilancia empezó a repartir más palos sobre cabezas, rodillas, brazos, vientres y hombros. La desbalanceada lucha duró unos minutos. Caímos aplastados, pateados, escupidos, ensangrentados. Algunos fuimos atados a los bancos. Un enfermero se ocupó de curar heridas con indiferencia al dolor y los quejidos.

Mi pelo se había soltado y me cubría la cara pegajosa de lágrimas. Vi que Liova se recuperaba de a poco frotándose la nuca; temí que le hubieran quebrado alguna vértebra. Su primer intento fue buscarme con la mirada. Pero no lo dejaron moverse. Me disparó tiernos mensajes con sus ojos hinchados de frustración. Noté que me acariciaba el rostro y sus pupilas hacían círculos en torno a mis labios. Yo le respondí como nunca lo había hecho antes. Nos sentíamos abrazados. Tan abrazados como en aquella lejana ocasión en la huerta de Franz. Los represores advirtieron nuestra impotente complicidad y soltaron carcajadas. Pero no olvidaron reforzar las ligaduras al asiento. Esa humillación adicional no impidió que de cuando en cuando pudiésemos vernos, parpadear, guiñar y balbucear nuestro amor. Un amor que ascendía mientras el tren cubría otra etapa en su descenso al espanto.

En Moscú nos esperaba un nutrido pelotón de relevo. Ya habían informado sobre nuestra peligrosidad y estaban armados como para combatir un ejército. Bajamos en fila. Nuestros pies se hundieron en la nieve antes de ser introducidos en carros herméticos. En el viaje no pudimos ver ni un trozo de ciudad ni la ciudad podía vernos a nosotros. Recién se abrieron las puertas en el patio de la cárcel. Nos tironearon como si fuésemos animales. Algunos compañeros rengueaban y otros llevaban vendajes como resultado de los golpes. Liova tenía un intenso dolor de nuca y le costaba girar la cabeza, pero estaba contento de haber salvado por casualidad sus anteojos.

Los pasillos de las cárceles son siempre tétricos. La celda, sin embargo, aportaba una novedad: era grande y podía albergar hombres y mujeres. La luz apenas iluminaba la pared del fondo. En ángulos opuestos colgaban unas cortinas para que hiciéramos las necesidades con cierto decoro.

Enseguida nos buscamos con Liova. Nos apretamos ambas manos, nos contemplamos con éxtasis. Y nos fundimos en un abrazo. Más fuerte que el protagonizado en la huerta de Franz. Tan fuerte como el imaginado en el tren. Nos hurgamos los cabellos y la piel, que ahora tenían el olor del estoicismo. Apretamos nuestros cuerpos enflaquecidos por la desnutrición. Sentimos que aumentaba la fuerza del deseo. Nuestras bocas acariciaron las nucas, las mejillas y terminaron adhiriéndose en un beso largo y hambriento. Caímos de rodillas sobre los lechos de paja sin separar los labios, sin importarnos las miradas ajenas. Después nos sentamos apretándonos los hombros, mi cabeza sobre el cuello de Liova. Fantaseamos con la garganta reseca que nada podría separarnos en el futuro. Nos masajeábamos las espaldas y los hombros para convencernos de que no era un sueño, sino que estábamos juntos, juntos de verdad. Nos escondimos bajo las mantas roñosas y, con el máximo disimulo, hicimos el amor.

Víctor confesó más tarde que nos estuvo espiando lleno de envidia.

Los materiales que llegaban a la cárcel no alcanzaban a proporcionar una información suficiente, desde luego. Pero Liova podía discutir y escribir. Redactaba sobre sus rodillas o sobre mi espalda. Pese a los desacuerdos, o gracias a ellos, mi compañía le generaba inspiración. Produjo panfletos y artículos que conseguíamos hacer circular en las diversas celdas, como si fuesen explosivos. Algunos papeles llegaron a la calle. Una noche, tras disfrutar como locos nuestros cuerpos, tuvo la idea de establecer una imprenta en la prisión, ante las narices de los gendarmes. Transmitió su ocurrencia, que no fue apoyada por nadie. Murmuraron que el ardiente joven terminaría en un hospital de alienados. Como respuesta a semejante rechazo, aumentó su cantidad de escritos. Era un fenómeno de la naturaleza. “No estoy perdiendo la razón, sino que me rodean demasiados idiotas”, masculló.

Un preso fue llevado al patio y sometido a la pena del azote. Varios de sus compañeros, hombres y mujeres, fuimos obligados a presenciar la escena para que nos doblegase el pánico y lo contagiásemos a los demás reclusos. Yo cerraba los ojos y retorcía mis dedos ante cada uno de los golpes. Mientras, otros presos eran condenados a un encierro solitario, cuyos efectos Liova ya había experimentado en Nikolaiev. Rojo de indignación, con frases exaltadas, nos incitó a efectuar una demostración de repudio. “¡Cómo!” Le salieron palabras venenosas, insultó nuestra pasividad, nuestra pequeñez. Dijo que merecíamos más látigo y más aislamiento por cobardes. Pidió que levantásemos la mano quienes lo acompañarían en su protesta. Yo lo hice enseguida, mientras el resto miraba el piso. “¡Dónde tienen los testículos!”, gritó.

Cuatro hombres y dos mujeres se adhirieron, al rato tres más, a continuación quince.

Cuando nos sacaron de la celda para realizar el paseo diario, Liova exigió al guardia que llamase al alcalde porque tenía algo urgente para decirle. El guardia lo miró asombrado, porque no se había quitado la gorra para hablarle. Los presos que habían levantado la mano formaron un círculo en torno al gendarme. “¡Quítese la gorra!”, ordenó.

“¡¡Llame al alcalde!!”, aulló Liova con un tono tan fuerte que debieron oírlo en el último ángulo del edificio.

“¡Quítese la gorra!”, repitió el gendarme haciendo sonar el seguro de su arma.

Liova caminó hacia sus ojos y, cuando llegó a dos pasos de distancia, sacó su reloj del raído bolsillo. Elevó su mentón. “Tiene dos minutos para llamarlo”, dijo mientras apretaba el botón con un majestuoso movimiento.

El guardia estuvo a punto de dispararle un tiro cuando ingresó corriendo el alcalde, seguido por un ruidoso cortejo de policías.

“¡Por qué no se quita la gorra!”, exclamó dirigiéndose a Liova, que estaba delante de su grupo con expresión desafiante.

Liova se acomodó los anteojos con estudiada parsimonia, repitió su tic de acariciarse la barbita y, acercándose al alto funcionario, murmuró con cinismo: “¿Por qué no se la quita usted?”

Cuatro gendarmes lo levantaron por los brazos y las piernas y lo condujeron hacia el interior navegando por el aire, mientras se retorcía e insultaba. No lo llevaron a la celda, sino que fue arrojado a las tinieblas de un pozo.

“¡Sólo pide algo de clemencia!”, me adelanté furiosa al alcalde.

“¡Brutos! ¡Huliganes! ¡Algún día la pagarán!”, apoyaron otras voces.

Ingresó al trote una columna de bayonetas que nos hincó los hombros, los muslos, la espalda y fuimos empujados hacia el interior. Los gendarmes se dieron el gusto de escupirnos en la cara y reírse de nuestra impotencia. Terminaron por aplastarnos en el fondo de la celda y cerraron la puerta con los sarcásticos ruidos de llaves, pasadores y candados. Caímos al suelo, unos sobre otros, vencidos y acongojados. Presentí que a Liova le esperaba algo peor que el aislamiento.

Dos días después se supo que iba a ser fusilado.

Me paralicé. Lloraba y pedía auxilio a mis impotentes compañeros. Aullaba a través de los barrotes, exigía que viniese un abogado. Fue inútil. Chirridos de cerrojos y golpes de aceros me arrancaban de una pesadilla para llevarme a otra peor. Órdenes cargadas de desprecio nos obligaron a ponernos en fila y recorrer el siniestro pasillo que desembocaba en el patio de las ejecuciones. Seríamos testigos de su asesinato. Nos abofeteó el aire de la madrugada. Era difícil ver las figuras entre los globos de niebla. Nos dispusieron alrededor de los muros, vigilados por uniformes armados. Yo temblaba. Me aturdían los disparos que dentro de unos minutos perforarían el cuerpo de Liova. Mi corazón disparaba alocado, y podía detenerse en seco. Me costaba respirar. Ruido de metales orientaron mis ojos hacia una arcada de piedra. De súbito vomitó una legión de soldados y, en medio de ellos, reconocí a Liova arrastrado por cuatro verdugos como una bolsa de basura. Lo llamé por su nombre, pero un planazo de espada casi me rompió los dientes. Mis compañeros me aferraron para contenerme. Liova se resistía a caminar, pero consiguieron llevarlo por el aire, pataleando, hasta el poste de la ejecución. Le pusieron la ropa de los ajusticiados y lo ataron con sogas. Se acercó un oficial para leerle la sentencia. Volví a gritar y un soldado me apuntó su bayoneta al centro de mis ojos. Liova me vio, hasta esbozó una sonrisa para darme ánimo. ¡Ánimo a mí!

Tras las torretas empezaba a resplandecer, con el primer rayo de luz, la bóveda dorada de la iglesia que lindaba con la prisión. Le ofrecieron vendarle los ojos, pero rechazó esa clemencia. Se formó el pelotón de ajusticiamiento. Su vida iba a ser desangrada por balas anónimas. Sus ideales, su cultura y su sensibilidad se desparramarían en un charco rojo sobre la nieve. Un erguido oficial era el director de orquesta que lucía su experiencia con macabra precisión. Cuando estuvo por pronunciar la palabra decisiva, la que activa los gatillos, hizo silencio. Un silencio prolongado y sorprendente. El mundo quedó detenido. Luego ordenó que retrocediese el pelotón. ¡Que retrocediese! Y comunicó que la sentencia había sido conmutada. ¿Conmutada? Estuve al borde del desmayo. Quienes lo habían adherido al poste mortal se ocuparon de desatarlo y llevarlo de nuevo por el aire hasta su celda. Los demás prisioneros, descompuestos por el simulacro cruel, fuimos llevados al corredor y empujados como ratas.

Diez días más tarde trajeron de nuevo a Liova. Pretendía disimular, pero aún le quedaban las huellas de esa madrugada de horror.

Narra David

8

Casamiento

Pasaban los meses, pasaban los años. Pasaron dos años y varios meses… El irresponsable de mi hijo sigue de prisión en prisión. Es lo que se había buscado. En varias ocasiones le aconsejé, rabioso, pero no me escuchaba. Desde que terminó sus estudios dejó de escucharme. ¡Pobre muchacho! ¿No recordaba que yo había escapado
del palio
? También él quería, como yo, escapar. Pero de otro
palio
. ¿Tal vez mi modelo de campesino bruto era su
palio
? Quiere cambiar el mundo. Es un soñador, un rebelde. ¡Un ingenuo! ¿Se puede cambiar el mundo? Muchos tratan de hacerlo. Se llaman revolucionarios, socialistas, anarquistas, sionistas. Hasta ahora no cambiaron nada.

Un telegrama me informó que en Moscú habían sellado su destino. Lo mandarían a Siberia, de donde no se vuelve, y si se vuelve, sólo llega un paquete de huesos. Ana le escribió desesperada. ¿Y qué contestó? Contestó para tranquilizarnos. Dijo que aprovechaba su tiempo de cárcel. ¿Cómo? Escribiendo. Dedica varias horas a llenar cuadernos. Uno de esos cuadernos acaba de ser publicado en Ginebra. No nos explicó de qué forma se las había arreglado para hacer llegar tan lejos sus papeles. Di un puñetazo sobre el almohadón del sofá: ¡Es inteligente, pero qué manera de perder el tiempo! Ana, curiosamente, se puso contenta. Su hijito ya era un autor de libros. Un escritor. Desde pequeño quiso ser escritor. Y ahora se cumplía ese sueño. ¡Pero bajo qué condiciones!, exploté. ¡Irá a Siberia! Muchos escritores sufren, contestó Ana mientras se secaba las lágrimas.

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