Después, cuando lo visitamos en Moscú antes de que partiese, contó al oído cómo mandó su libro a Ginebra. Había obtenido la complicidad de un gendarme enojado con el régimen, que llevó sus papeles fuera de la cárcel y los pasó a una cadena de amigos que llegaba hasta la frontera. Su librito no era una novela como las que leía Ana, sino una historia del movimiento obrero en Nikolaiev. ¿A quién podía interesar ese movimiento obrero?, pregunté decepcionado.
Había más. Estaba enamorado de una mujer seis años mayor. Se llama Alexandra. Lindo nombre y dicen que es muy hermosa, además. La conoció en la huerta del viejo y degenerado checo, donde le metieron las ideas del diablo. Según Liova, Alexandra es la mujer más inteligente de Rusia. Debe serlo, porque lo convenció de seguir su camino negro. El camino de la revolución que terminará con su vida. Se reencontraron en el viaje de Odesa a Moscú. En Moscú los pusieron dentro de una celda colectiva. Ahí les entró otra locura: casarse. ¿Por qué? ¿Para qué?
—Para irnos juntos a Siberia.
—¡Y morir en Siberia!
—Por lo menos no morir solos.
A Liova le alcanzaban las fuerzas para burlarse. Se burló de mí al agregar que le trajese al rabino tartamudo para que efectuase la ceremonia. El mismo rabino que había convencido a los padres de Ana para dejarla casarse conmigo y ahora debía convencerme a mí de que su matrimonio era una maravilla. Le conté que ese rabino se había curado de la tartamudez porque… había muerto, y la muerte cura todos los males. También le dije que no aceptaría su casamiento con una mujer mayor, es algo que va contra las costumbres.
—¡Me casaré igual!
—No puedes —me burlé ahora yo de él— porque eres todavía menor de edad.
¿Y qué me dijo Liova? Que buscase otro rabino tartamudo, en Moscú debía haber varios.
—Son los que convencen más rápido —agregó.
—Por cansancio —dije.
—Por cansancio —aceptó.
Discutimos rejas de por medio. No te dejaré. Sí me dejarás. Eres un chiquilín. Eres un testarudo. Ana tampoco acepta. Mamá acepta, el que no acepta eres tú, porque pasaste lo mismo que yo ahora. No es lo mismo, a mí me despreciaban los padres de ella.
—A Alexandra la desprecia mi propio padre.
Ganó Liova. Y eso que soy duro. Al fin solté mi consentimiento. No hacía falta más. En la cárcel se efectuó la boda. Casi como había sido la mía, es decir triste y llena de malos presagios. Un rabino que no era tartamudo dirigió los ritos. Varios gendarmes vigilaron a los novios y al resto de la familia. Los padres de Alexandra ni siquiera se hicieron presentes. Seguro que estaban más escandalizados que yo por semejante casamiento. Pese al antisemitismo de los gendarmes, permitieron que se instalase el toldito de la
jupá
. El rabino habló y escribió el contrato matrimonial. Liova rompió el vaso de vidrio con un potente taconazo, como indica el ritual. Y con ese gesto furioso terminó la ceremonia.
Ana y mis dos hijas lloraron. Mi hijo mayor guardó silencio. Yo también guardé silencio. Liova besó a Alexandra. Todos nos abrazamos. Abracé a Alexandra porque ya era mi hija política. Miré a Ana diciéndole: es
nuestra
nuera. Liova me abrazó con intensidad durante varios minutos. No sólo me agradecía. Expresaba más. Expresaba, estoy seguro, su amor hacia mí, un amor que ni yo ni él podíamos volcar en palabras. Además, era la única ocasión en que me podía abrazar porque no estábamos separados por las rejas.
Poco después fueron llevados a la estación de tren rumbo a Siberia. Rumbo a la muerte. La
Katorga
, como le dicen.
El yermo
Siberia
(1899-1903)
Narra Alexandra
Hacia el desierto blanco
Fue angustiante pasar de lo malo a lo peor. La cárcel de Moscú ya era familiar y hasta confortable, pero debimos cambiarla por otra enorme, una suerte de vacío cósmico: Siberia. Liova urdió una protesta que modificase semejante destino, porque aprovecharía el tumulto para darse a la fuga. No funcionó. Fuimos empujados con azotes, palos, cadenas y bayonetas a vehículos siniestros. Sin que pudiésemos ver siquiera la calle, nos trasladaron a la estación de trenes. Nos pusieron en fila, vigilados siempre, convertidos en una larga serpiente de hombres y mujeres zaparrastrosos que los vagones iban a engullir. Habían sacado los asientos, de modo que permanecimos de pie o acuclillados en el suelo. Se cerraron las puertas con golpes que perforaban el cráneo; tuvimos la impresión de ser animales conducidos al matadero. El silbato de los guardas fue seguido por el bramar de la locomotora. Varias sacudidas hacia adelante y hacia atrás nos hicieron golpear unos a otros como sandías. Poco a poco la velocidad en aumento redujo las asperezas del traqueteo.
Viajamos horas y horas, noches y días. Dejamos atrás la porción europea de Rusia, cruzamos los boscosos Urales y seguimos hacia la remota Irkutsk. El ritmo de las ruedas por momentos anestesiaba y por momentos nos hacía tirar de los pelos. La comida y el agua eran escasas. Dormíamos con la cabeza sobre el hombro del vecino. No podíamos leer por falta de luz y suplíamos esa carencia repasando el contenido de libros que otro conocía. Nos preguntábamos: “¿Leíste tal obra?” “No.” “Trata de esto.” Y la desarrollábamos con el máximo detalle que permitía la memoria.
El viaje en el convulso tren ya quebraba las costillas. No terminaba nunca. La locomotora sólo se detenía para cargar montes de leña e insípidos alimentos.
Cuando nos acercamos al punto en que la impaciencia amenazaba con hacernos perder el juicio, el convoy llegó a la estación final. Los quejidos de las ruedas cambiaron de ritmo y se detuvieron con sacudidas chirriantes.
Nos hicieron bajar a un andén donde numerosos policías nos aguardaban con las bayonetas en posición de ataque. La locomotora aún lanzaba sus explosiones. Éramos criminales y éramos peligrosos, pese a estar en Siberia. Pero no habíamos alcanzado aún su “profundidad”. El tren emprendería el retorno con otros pasajeros y animales de la región. Enseguida nos empujaron —siempre nos empujaban— a unos carros alineados en la calle. Con Liova nos apretábamos la mano, por si los planes del régimen incluían dividir nuestro destino. Viajamos por tierra hacia el río Lena, uno de los ríos más largos del mundo. Nos llevaron hacia un muelle estrecho y, antes de que pudiéramos ver dónde estábamos, los golpes de bastón y el silbido de los látigos nos metieron en una barcaza. Éramos tratados como bultos envenenados que debían desaparecer.
Nos ataron a los barrotes que contorneaban la nave. No teníamos más confort que el piso húmedo, en el que nos sentamos. Enseguida me llamó la atención el aspecto de los compañeros de viaje: gente vestida con túnicas blancas. Muy extraños. También los vigilaban, aunque su aspecto no revelaba asomo de agresividad.
Era otoño y la temperatura era aceptable durante el día. Los bordes del ancho río estaban flanqueados por árboles cuyas hojas se teñían de fucsia y amarillo. Entre sus ramas aún volaban los pájaros. Al atardecer refrescaba y por la noche soplaba el frío que preludiaba la rudeza del invierno siberiano. En el centro de la noche bajaba una temperatura de hielo y por las mañanas nuestros abrigos refulgían escarcha. Solíamos despertar en plena noche para hacer el amor bajo las mantas.
El aire de la mañana se impregnaba de un sol amable y brindaba una sensación que hacía evocar otros tiempos. Yo comprimía con mis dos manos la derecha de Liova: energizaba compartir la felicidad de seguir juntos. Él me miraba contento, porque empezaba a disfrutar la naturaleza; antes no la había valorado, pese a haber vivido en Iánovka. Las oscuras, infectas y malolientes prisiones le hicieron descubrir cuántas maravillas atesoran el cielo, el agua y la vegetación.
Navegamos semanas. La barcaza se deslizaba con bastante velocidad hacia el nordeste. Aumentaban las ráfagas con gotitas heladas. Contándonos libros pudimos olvidar durante horas la presencia de los gendarmes más aburridos que nosotros, pero siempre con las armas listas.
La gente vestida de blanco, que ocupaba un sector de la cubierta, pertenecía a una secta rara. Liova los reconoció enseguida. Había estudiado sectas y herejías en una de sus prisiones hasta convertirse en un experto sobre las locuras que organiza el hombre. Dijo: “Esta secta es muy desagradable”.
Exhibían un rostro angelical. Pero habían escogido el más cruel y absurdo de los senderos: castrarse. Castrarse, sí, eran eunucos por propia voluntad. Se llamaban
skoptsy
(autocastrados, precisamente). Se consideraban los seres más queridos por Dios, ya que su sacrificio extremo merecía el más extremo de los amores. Cantaban y danzaban ritmos melodiosos, tranquilos, que alternaban con ritmos frenéticos. Giraban como los derviches, con los brazos abiertos, la palma izquierda mirando hacia abajo, hacia la mundanidad, y la derecha hacia arriba, hacia Dios. Giraban y giraban como trompos en busca del éxtasis, sin fatiga, sin mareos, o transformaban la fatiga y el mareo en un abrazo angelical. Era una suerte de danza-meditación, ceremoniosa y alienante. Imitaban a los planetas que giran en torno al centro divino. Sus amplias túnicas se convertían en globos. Por momentos parecían desprenderse y tremolar como velas que intentan llegar al cielo y abofetearnos con el asombro. Las túnicas multiplicaban el efecto de su poder y aumentaban la preocupación de los gendarmes. Antes de desplomarse exhaustos cambiaban la coreografía y zapateaban en cuclillas, como los cosacos. Sus talones hacían vibrar la barcaza entera. Estaban seguros de que el espectáculo era imprescindible al jolgorio de Dios.
Los
skoptsy
se basaban en un capítulo del Evangelio según Mateo, cuyo número Liova había memorizado. Decía Mateo que ciertos eunucos son así concebidos en el vientre de su madre y otros son convertidos en castrados por el cuchillo de los opresores; pero hay quienes se transforman a sí mismos en eunucos para ganar el reino de Dios. Ese párrafo estaba inspirado en otro del profeta Isaías. Según Liova, ambos estaban sacados de contexto. “La locura pisotea cualquier lógica.” Pero la manipulación de textos y versículos alcanza para justificar las manifestaciones más ridículas. Me explicó que estos
skoptsy
llegaron a ser tan populares que hasta el Santo Sínodo debió condenarlos para evitar su crecimiento numérico. Por eso el régimen los persigue.
El fundador (que no se castró a sí mismo) fue un trastornado del siglo XVIII que pasó por la cárcel, el manicomio y también lo agasajaron en palacios donde se reunían muchos nobles para manifestarle su veneración. Casi convirtió al zar Alejandro I, lo cual hubiera inscripto una extravagancia excepcional en la historia de Rusia. El fundador vivió mucho, casi un siglo, y alternaba períodos de austeridad con orgías frenéticas. Hasta llegó a proclamarse “reencarnación de Cristo”.
El gobierno no se conformaba ya con mandarlos a Siberia, sino que procuraba exterminarlos mediante la dispersión. Por eso la barcaza se detenía en los precarios muelles o ángulos del río, para hacerlos bajar de a uno. Esperaban que muriesen de hambre, de soledad o masticados por los lobos.
El resto de los presos fuimos llevados más allá y tardamos otras dos semanas en arribar a la pequeña aldea de Usti-Kut. Estábamos en medio del desierto blanco. Terminaba el otoño y las garras del frío ya mostraban su filo mortal.
Narra Liova
La Katorga
¡Pasamos nada menos que cuatro años de destierro en la provincia de Irkutsk! Mejor dicho, cuatro años los padecí yo solo, Alexandra debió quedarse mucho más. Fue horrible, porque la tuve que abandonar a ella y a nuestras dos hijitas. Ya hablaré sobre ese tormento.
La aldea de Usti-Kut, donde primero nos confinaron, estaba formada por unas cien chozas de madera, refugios apenas elementales. Nos asignaron la última, sobre el borde de la nada. Había un poco de bosque congelado y más abajo fluía el torrentoso Lena. En las inhospitalarias distancias del norte se explotaban minas de oro, donde los capataces deslomaban a la gente condenada a trabajos forzados. Es decir, podíamos haber terminado en algo peor aún. Sobre el río poderoso de vez en cuando ondulaban los reflejos de ese oro maldito. Era un reflejo marrón amarillento, con lágrimas de esclavos. Algunas versiones, no obstante, decían que las minas se habían agotado hacía tiempo y los reclusos murieron sin dejar rastros. Eran los brillos que los difuntos se esmeraban en mantener como denuncia.
Usti-Kut había conocido días de orgías salvajes, con saqueos y asesinatos, cuando por ella pasaban en trineo o lanchones los buscadores de oro. Pero ya estaba todo más tranquilo. Sólo quedaban activas las borracheras que tornaban más peligrosos a los policías y los escasos habitantes. De vez en cuando explotaba la desesperación por inyectar algo de alegría a tanto aislamiento. El vodka llegaba de forma clandestina, pero en esa latitud ya no importaba la legalidad.
Los patrones de nuestra cabaña estaban siempre ebrios, casi en estado de coma. La vida los había degradado a una compacta estupidez. Entraban cucarachas en busca de calor, y nuestros pies las hacían crujir al aplastarlas sin siquiera notarlo, porque tejían una alfombra. Era imposible exterminarlas a todas debido a su fantástica reproducción.
Al anochecer empezaba el festín de las polillas. Caían sobre la mesa, la cama, el rostro. Picaban con inquina. No hubieran bastado las muchas manos de la diosa Shiva para espantarlas. Ante esa plaga era imprescindible abandonar por unas horas la casa y mantener abiertas las puertas y ventanas, pese a los treinta grados bajo cero. Después nos encerrábamos tiritando, pegados a la estufa.
En verano sufríamos una agresión distinta: las moscas. También virulentas. Moscas así no había visto en Ucrania. Formaban nubes que se lanzaban sobre uno empujadas por un fuelle. Había que defenderse con cualquier instrumento, trapos y golpes, antes de ser asesinado. Su hostilidad llegó al extremo de acosar y matar una vaca extraviada en el bosque, como se repetía de punta a punta en toda la aldea. Por eso debíamos llevar encima de la cara una red hecha con pelos de caballo embebidos en alquitrán. Y cubrirnos desde las manos y el cuello hasta los pies. Eso en el hermoso verano.
En cuanto al otoño y la primavera, no eran mejores. La lluvia implacable nos hacía desaparecer bajo capas de lodo. Así como en nuestro viaje por el Lena empecé a descubrir las maravillas de la naturaleza, los padecimientos de las cuatro estaciones en Usti-Kut me generaron un inextinguible rencor. Alexandra, firme en sus opiniones, seguía elogiando las cualidades de la naturaleza, pese a las polillas, las moscas, el barro, la nieve y el frío. Yo me acordaba de Iánovka, donde disfruté cosas que no equivalían a la naturaleza: el taller de Iván, las lecturas de mi madre, el juego de los huevos pintados, la aventura con el palomar, cabalgatas, viajes cortos. No le encontraba sentido, como hacía Alexandra, al consejo de poetas y novelistas de entregarme a la contemplación del cielo, los verdes y la lluvia. ¡Contemplar qué! ¡Admirar qué! Me enloquecían las picaduras y no podía dejar en paz mis manos en lucha perpetua contra la acometida de los insectos.