—La próxima vez saldrá mejor.
Seguimos experimentando besos. Al día siguiente Dacha llevó mi mano a su pecho, y la metió bajo la ropa hasta que sentí la erección de su pezón. Volví a derramarme. Ella sonrió. Dijo que no valía la pena cambiarme, sino seguir acariciándonos. Al rato, por primera vez y sobre las baldosas de la cocina, penetré a una mujer. Desde entonces quise repetir a diario esa sensación deleitosa. Pero a veces ella no lo consideraba prudente. Mi deseo se había vuelto frenético. Para disimular, no la miraba delante de otros, porque bastaba verla para que se me abultase la bragueta.
Dacha no sabía leer ni escribir y pedía que le redactara cartas a su marido, quien había emigrado a la Argentina. Necesitaba dinero para viajar y unírsele. Yo hacía más contundentes y dramáticos sus mensajes. Monia escuchó tras la puerta el dictado y, cuando estuvimos solos, aclaró que ese emigrante no era su marido.
—¡Qué importa! —repliqué—. Necesita ayuda.
Dacha desapareció sin dar explicaciones. No se despidió de nadie, ni siquiera de mí. Supuse que huyó para tener un hijo secreto. Una noche me despertó una pesadilla. Estaba transpirado y sentía culpa porque yo la había embarazado. Caminé a los tumbos por mi habitación. El miedo me impedía pensar. Ni siquiera se me cruzó la idea de que Dacha hubiese tenido sexo con otro. Sólo me martillaba la convicción de que los niños engendrados en la clandestinidad terminan muertos. Siempre.
Antes de esos acontecimientos había sufrido una fea iniciación en el Instituto San Pablo. No olvidaré el primer día. Salí de la casa de mis primos con el flamante uniforme, una gorra adornada con cintas amarillas y la luciente escarapela de metal que ostentaba, entre dos hojas de trébol, las iniciales del colegio. En mi espalda cargaba un bolso con los textos forrados, una cajita para el lápiz, la goma de borrar y lápices de colores. Me sentía armado como un caballero. Suponía que la gente se daba vuelta para mirar mi estampa. De repente un muchacho alto y sucio se plantó delante de mí con una barra de hierro. Echó la desgreñada cabeza hacia atrás, con desdén, tosió haciendo ruido y me estampó un salivazo en la hombrera. Después siguió su camino sin decir palabra. Quedé transformado en una estatua. No lo pude entender hasta años más tarde. Ese joven prepotente había sido maltratado por la vida, tenía los pantalones rotos y andaba con zapatos agujereados; seguro que debía trotar las calles para servir a crueles señores. Se sintió agraviado por el adolescente soberbio que era yo en ese momento. Cuando salí del estupor recogí unas hojas de castaño para limpiarme la hombrera. Después continué la marcha, acongojado.
Nos reunieron en la iglesia. Me senté en un banco y pegué un brinco cuando explotaron los sonidos del órgano. Nunca había escuchado un estruendo semejante. Los potentes acordes se volcaban en catarata, con graves y agudos que anunciaban el fin del universo. Junto al altar apareció un pope con vestimentas relucientes y una pesada estola bordada con hilos de oro y plata. Aunque era un colegio luterano, la religión oficial en el país era la ortodoxa rusa y se otorgaba a uno de sus representantes el privilegio de inaugurar las clases. El pope guardó un terrorífico silencio para imponer más solemnidad. Luego tendió sus manos hacia delante, con expresión acusadora y un minuto más tarde empezó su discurso. Tenía fruncido el leñoso entrecejo y sus dientes se asomaban como en el hocico de los lobos. Le entendía apenas su alemán gracias a mis elementales conocimientos de ídish.
—¿Qué dice? —preguntó en ruso mi vecino.
—Nada nuevo… Ser buen estudiante, vivir en armonía con los compañeros.
El segundo día fue mejor.
Pronto me destaqué en las cuentas y copié a satisfacción un texto breve. El profesor de matemáticas lo elogió delante de la clase y me puso la máxima nota. También me elogiaron en la hora de alemán. Conté a mis primos estos primeros éxitos, pero jamás dije una palabra sobre el salivazo que hirió mi hombrera.
En el Instituto se impartía la enseñanza religiosa, obviamente, pero cada alumno cultivaba su credo; era una de las pocas libertares que existían en el duro régimen zarista. A los ortodoxos rusos les daba clase un pope, a los protestantes un pastor, a los católicos un cura y a los judíos un encorvado rabino.
El pope sobresalía por razones extracurriculares: era sobrino del obispo y, según corría la voz, favorito de las damas. Tenía los rasgos de un Cristo rubio, con cabellera abundante, barbita recortada y untuosidad en los gestos. Pero jamás sonreía. Al llegar la hora de religión ingresaba en el aula con la majestad de un rey y los alumnos nos separábamos. Los de otra confesión debíamos salir, un poco avergonzados. Al pasar junto al pope no quedaba más remedio que rozar su dorada túnica y soportar su mirada llena de desdén.
Narra Monia
Literatura
No me gustó la simpatía que empezó a unirlo con Sergei Sitievsky. Sergei era periodista y ganó algo de prestigio como escritor de novelas cortas. Su defecto era una extrema adicción a la bebida, que le generaba culpa. Y ahogaba su culpa con más bebida. Le teníamos lástima y no sabíamos cómo ayudarlo. A Liova le tomó cariño cuando hablaron de literatura. El muchacho era una esponja que ya había absorbido una vasta lista de autores. Después de preguntarle qué había estudiado, Sergei propuso hacerle un test con dos textos breves. Liova dudó, porque no los había leído. Además, Sergei asustaba por su condición de escritor. Y ser escritor, para Liova, equivalía a la inmortalidad del Olimpo. Advertido de su engorro, Sergei le dijo:
—Aguarda, te voy a leer los textos.
Lo hizo en voz alta. Su tono era estupendo. Luego puso en manos del adolescente unas hojas de papel.
—Escribe algo.
—¡Pero si no puedo! —replicó—. ¿Qué voy a escribir?
—No te pongas nervioso —le acarició la cabeza—. Escribe sin preocuparte de lo que baja a tu pluma.
Liova tardó en dibujar la primera palabra. Siguió otra, después otra. Tras unos segundos de duda tachó las líneas anteriores y empezó de nuevo. Ya le empezaban a llegar ideas. Las volcó sin prudencia, tal como aparecían en su mente. Una hora después regresó Sergei y el muchacho pudo entregarle un pliego cubierto de frases. Nunca había tenido tanto miedo. Por sus venas no corría sangre, sino arenilla. No estaba frente a un profesor, sino ante un genio. El hombre acarició los bordes del papel. Sus ojos empezaron a brillar.
—¡Bueno, bueno! Escucha lo que has escrito aquí, ¡es magnífico!… —y se puso a leer en voz alta—: “El poeta vivía abrazado a la naturaleza que tanto amaba, y cada uno de sus sonidos, los alegres como los tristes, encontraban eco en su alma”.
Sergei levantó un dedo.
—Está perfecto: “Cada uno de sus sonidos, los alegres como los tristes, encontraban eco en su alma” —repitió.
Cuando cenaba en casa, Sergei animaba la sobremesa recitando de memoria, con grandilocuentes gestos actorales, sátiras y comedias. Su inevitable borrachera —bondadosa, vacilante— no disminuía su autoridad literaria, sino que añadía comicidad a los versos.
De cuando en cuando invitaba a Liova para cortos paseos. Yo temía qué pudiese decirle en esas ocasiones. Según el muchacho, eran los instantes en que más brillaba su inteligencia y buen humor. Pero también le gustaba divagar sobre lo divino y lo humano. En una de esas caminatas le contó el argumento de
Fausto
. Liova sorbió cada palabra. Por el tono de voz se dio cuenta de que Sergei escondía un angustiante secreto. En lugar de finalizar de modo tranquilo, dijo de súbito: “Pues bien, Margarita dio a luz una criatura antes de casarse…” Respiró hondo y dejó de hablar. Algo parecido le ha pasado a Sergei, nos confesó Liova, apenado. Parecido a qué… —pregunté. Liova no contestó, se dio vuelta y fue a su dormitorio. No volvió a tocar el tema, ni yo a preguntarle.
Por entonces nos entusiasmaba un drama de León Tolstoi llamado
El poder de las tinieblas
. Lo consideraban una obra insuperable. Ya era un autor celebrado y sospechoso a la vez. Desde el Gobierno prohibieron su representación. Por medio de un amigo conseguí una copia y, cuando el muchacho se iba a dormir, la leíamos con Fanny.
—¿Puedo leerla también?
—No, amiguito, es un poco temprano todavía para ti.
Escondíamos el pequeño volumen sobre una cornisa. Una tarde en que Liova se suponía solo en la casa, aprovechó para empezar su lectura. Me hice el distraído, no pensé que le haría daño.
—¿Qué te pareció? —lo sorprendí.
Meneó la cabeza. Y me dio una lección:
—¡Qué complicados son los adultos! Pude leerlo hasta la última página. No me impresionó como una obra insuperable. Los pasajes crueles, como el estrangulamiento de un niño, y otro en el que se habla de cómo crujen los huesos, no me asustaron.
¿Su futuro es la crítica literaria? Después me contó sobre otra obra que sí lo había conmovido. Durante las vacaciones había descubierto en casa de sus padres, en la parte superior de un viejo armario, un librito prohibido. Desde los primeros párrafos tuvo el presentimiento de enfrentarse con algo inusual. Era un proceso por violación y asesinato de una joven. Las páginas estaban llenas de pormenores médicos y jurídicos que le helaron la sangre. Allí, me dijo, se sintió de verdad perdido en un bosque lúgubre y lleno de amenazas. No había salida.
Antes de entrar en el tercer curso pasó una temporada de verano en casa de otro pariente, en las afueras de Odesa. Allí concurrió a una función de teatro vocacional en la que un compañero del Instituto desempeñaba el papel de criado. Era un chico débil, con el pecho hundido y la cara llena de granos. Liova conquistó enseguida su amistad y le rogó que lo dejase actuar en otra pieza. Eligieron
El caballero avaro
de Pushkin. A Liova le correspondió el papel de hijo y a su amigo el de padre. Exaltado de pasión, dedicaba horas enteras a memorizar los versos. ¡Lo embargaba una emoción indecible! Pero pronto se vino todo a tierra, porque los padres de su amigo le prohibieron tomar parte en las funciones que, según ellos, eran dañinas. No se equivocaron: al reanudarse las clases el chico no pudo asistir más al Instituto. Liova lo esperaba todos los días, pero su compañero desapareció para siempre. Ni tuvieron la gentileza de informar a los estudiantes qué había sucedido. Prefirió imaginarlo en un hospital importante, donde grandes doctores le devolvían la salud. Pero había muerto de tuberculosis.
La fascinación por el teatro lo siguió poseyendo durante años. Avanzó hacia la grandilocuencia de la ópera italiana, que se puso de moda en Odesa y dejaba en un nivel inferior a la alemana. Durante meses estuvo enamorado de una soprano que tenía un nombre misterioso: Giuseppina Uget, y que le parecía un ángel sobre las tablas. Gastaba sus ahorros para conseguir lugar en algún rincón del teatro y amarla desde lejos. No cesaba de canturrear sus arias. Liova es muy sensible con el arte y será escritor, me dije. En eso no me equivoqué.
Narra David
El forastero
Liova regresó a Iánovka durante las vacaciones. Estaba cambiado. Lo deformaban sus gafas. Gafas grandes, horribles, recetadas antes de tiempo. Para Ana eran un progreso y se puso contenta. Le besó la mejilla, lo abrazó, dijo que anunciaban su éxito universitario. Ya parecía un doctor. Pero nuestro hijo recién avanzaba en el Instituto. Yo no pensaba igual. Sus gafas eran un arnés. Ridículo, además. Propio de las ciudades. Una degeneración. ¡Cómo ponerse en medio de la cara ese artefacto! En la estepa nadie anda con máscaras. Liova decía que no podía leer a cierta distancia, ni reconocía el contorno de los árboles ni de los animales. Por supuesto que no le creí, porque no era un viejo para ver tan mal.
Tuvo que esconder sus gafas. De noche las guardaba bajo el colchón, en un duro estuche. Tenía miedo que yo las rompiese. Pero no se las rompería. Estaba acostumbrado a tolerar cosas peores.
Fuera de ese detalle, me di cuenta que Iánovka le encantaba. Cambió sus ropas elegantes por las rotosas del campesino. Así debía ser. Se sintió libre de las presiones que aguantaba en Odesa. Y pasó horas en su ámbito más querido, el taller de Iván. Algunas mañanas galopaba hasta Bobrinez. Allí, en la diminuta villa, se paseaba tranquilo con sus espantosas gafas dándose aires de intelectual. Una tarde cayó del caballo porque una piedra le dio en medio de la espalda. Se la había tirado un chico rodeado de cómplices. Lo miraban muertos risa. En el campo no gustan los “doctores” vanidosos.
Pero Liova no era vanidoso. No. Le encantaba provocar, eso sí. Había provocado con sus gafas y después tuvo la ocurrencia de volver a provocar por otros medios. Un día quiso hacerse notar poniéndose ropa elegante para ir al trabajo. Más ridícula que sus gafas. Sacó de su baúl prendas demasiado finas. No sé para qué las había traído. No sé por qué Monia le permitió transportarlas a Iánovka, donde nadie las usa. Y bien, se las puso. Hacía calor, no era el clima agradable de Odesa. Era el calor de la estepa en verano. Un fuego. A su rebeldía la empujaba el disparate. Vistió un caliente traje de lana. ¡De lana! Con un talle ceñido, al revés de nuestras camisas grandes y ventiladas. Se puso un cinturón de cuero con hebilla de bronce. Cubrió su pelo con una gorra blanca adornada con un escudo y cintas amarillas. Un payaso. Lo miré con rabia. Quise ordenarle que se cambiase. Pero me callé. Me callé para que él mismo reconociera su conducta de idiota.
Salimos al campo. Marchó a mi lado con desubicada prestancia, porque dirigíamos la columna de segadores y gavilladores. Nos detuvimos en medio de las mieses y empezamos a cortar con guadañas. Liova no lo había hecho nunca. Antes de irse a Odesa trabajó en el taller de Iván, jugó en el granero, armó un palomar, cazó hurones, coleccionó tarantelas e hizo tareas de la casa y los jardines. Pero no había empuñado una guadaña. El aire parecía provenir de un horno de pan. Los labriegos más afortunados se prendían las blusas con botones de hueso, otros se cubrían con sayas agujereadas y algunos sólo tenían puesta una larga camisa sucia. Sólo Liova estaba vestido como un noble. Gotas de sudor le caían desde la gorra hasta los pies. Eran gruesas y largas como trenzas. Su traje ceñido se mojaba como en una tina. Pero no se aflojó el cinturón, ni desabrochó el cuello, ni abrió la chaqueta. Caprichoso como una mula.
Las guadañas silbaban con notas más hermosas que las de los violines. Liova empezó a golpear con su guadaña. Mal, muy mal.