Iván pudo resucitar una vieja carabina a chispa y propuso que toda nuestra familia aprendiese a disparar con ella. Había que saber resistir los frecuentes ataques pogromistas en la soledad de la estepa. Logró convencernos y nos puso en fila, inclusive a las mujeres y también al pequeño Lióvushka, que era el más entusiasta. La prueba consistía en apagar una vela encendida disparándole desde unos diez pasos. Nadie lo conseguía. David sostenía la escopeta con menos elegancia que sus hijos, que yo misma. Pero apagó la vela. Dijo Soy un judío irreconocible, ¡hasta me defenderé con armas de fuego! ¿Qué dirían en
el palio
?
Nuestro vecino, el molinero, gustaba darse una vuelta por el taller de Iván. Para no ser menos, narraba las atrocidades que había cometido cuando soldado en la última guerra. También se refirió a las fábricas, una novedad en nuestro país.
Lióvushka preguntó ¿qué son las fábricas?
Al molinero le gustaba dar lecciones y explicó: son talleres, pero cien veces más grandes que éste. Se juntan miles de hechiceros alrededor de los tornos, forjas, cadenas y cintas transportadoras. ¿Sabes qué son las cintas transportadoras? Bueno, ya te enterarás. Pero te aclaro que en las fábricas existen herramientas más fuertes que los caballos. El ruido de esos talleres es insoportable, comparado con los ruidos de aquí. Nadie puede escuchar a otro si no le grita a la oreja, ¿te das cuenta? Las fábricas producen mucho, mucho, por toneladas. ¿Sabes qué es una tonelada? No importa. Por toneladas se miden los grandes fardos con telas y máquinas más grandes que tu casa.
En premio a su trabajo tan inteligente mis padres decidieron que Iván compartiese nuestra mesa. Allí solía narrar historias que daban risa, porque lo mostraban como un eterno perdedor, lo cual era falso. Yo distribuía la comida. Primero le llenaba el plato a mi esposo, luego a cada uno de mis hijos en orden decreciente, después a Iván y por último a mí. Practicaba el respeto jerárquico que me habían enseñado en la casa paterna de Odesa.
Iván nos dejó fríos cuando reveló que también sabía arreglar pianos. Exclamé ¡pianos! ¿Dónde aprendiste?
Miró el techo y encogió los hombros: era uno de sus secretos. David comentó entonces que una mujer arruinada, que vivía a unos ocho kilómetros, vendía todo su mobiliario, que incluía un piano viejo. Yo me excité y dije David, tenemos que ir enseguida. David meneó su cabeza, arrepentido por haber volcado una información tan comprometedora. Pero no podía dar marcha atrás, menos ante el ímpetu avasallador de su familia en pleno. Con Iván subimos al carro que habíamos acondicionado para la Coronela y galopamos la distancia que mi impaciencia tornaba infinita. Con poco dinero David compró un sofá de cuero y tres sillas vienesas. Pero yo quería el piano, aunque era evidente que no le quedaba una cuerda sana. Iván me tranquilizó al decir Patroncita, puedo reponerlas. Trasladamos el instrumento al carruaje y lo depositamos en el taller.
Lióvushka contempló embelesado al hechicero que desarmaba el armatoste que me había generado tanta ilusión. Pero se encogía ante los lamentos de las agónicas maderas que se desencuadernaban como en un naufragio. Iván barría ratas muertas y un par de gatos se ocuparon de las que saltaban vivas.
Para resucitar el piano debió invertir casi todo el invierno. Reparó sus costillas, sus bases, sus costados. Después laqueó de un negro deslumbrante el exterior. Había arrancado las cuerdas herrumbradas y visitó los caseríos de la zona para comprar repuestos. Blanqueó las sucias teclas con ácido y por último usó un acordeón, que sólo tocaba los domingos a la mañana, para afinar los sonidos. El piano volvió a lucir su antigua gloria. Era increíble, un verdadero milagro bíblico. Yo había tomado unas lecciones en Odesa cuando pequeña e hice vibrar
Mi amado Agustín
una, dos, tres veces hasta que mis hijos y mi esposo se animaron a acompañarme con voces destempladas y palmas felices.
Narra Iván
Los dolores de Rusia
Una abeja se había posado sobre los pétalos de un girasol. Liova arrancó una hoja de salvia y la recogió. Pronto sintió una punzada horrible y corrió chillando a mi taller, donde le extraje el aguijón clavado en su muñeca. Después lo unté con un líquido que esfumó el dolor. Lo fabricaba con tarantelas.
—¿Con tarantelas?
Sí, le mostré cómo las tenía nadando en un frasco de aceite. El curioso niño preguntó cómo las cazaba. Es fácil: ato un pedacito de cera en el extremo de un hilo que introduzco por el agujero. Las patitas de los bichos se pegan a la cera. Entonces las retiro y guardo en este aceite. Liova se apasionó, juntó cera, varios hilos y se dedicó a la caza de tarantelas. Reunió casi un centenar.
—¡Ahora podré curar los dolores de toda Rusia! —exclamó feliz.
Además le encantaba trepar al granero y arrojarse desde arriba sobre los colchones de trigo. Se enterraba hasta la cintura. Decía disfrutar el fresco del galpón y respirar gozoso el polvillo que nublaba el aire.
No sólo visitaba a diario mi taller, sino que le gustaba acercarse al único molino de la zona, cuyo perfil se alzaba sobre un monte como si fuese un castillo. En su entraña funcionaba noche y día una máquina a vapor. Durante el verano llegaban los mujiks con las parvas para moler y se quedaban durmiendo bajo las estrellas. El dueño de ese molino era un gigante de brazos robustos que perdió un ojo peleando en la guerra. Dictaba el precio y destrozaba a golpes cualquier resistencia. El chico, escondido entre las bolsas, fue testigo de escenas brutales. Una de ellas lo dejó temblando horas, y sólo se tranquilizó cuando le hice terminar en mi taller la construcción de una silla.
Me dijo que un campesino se había quejado por la desaparición de una brida de su aparejo. Otro murmuró que había visto al hijo de otro labriego poniendo la misma brida en su caballo. A las pocas horas reapareció la brida, pero en el carro del padre del chico sospechoso. Este hombre, de mirada sombría, se santiguó vuelto hacia Oriente y reconoció en voz alta que el robo lo cometió el monstruo que parió su mujer. Juró arrancarle las tripas. Como no le creyeron, atrapó a su hijo por el pescuezo, lo derribó en tierra y se puso a azotarlo con la brida robada hasta dejarlo inconsciente sobre un charco de sangre.
En esos días mi patrón decidió no llevar más su cosecha al molino, porque un serbio le había explicado que podía venderla directamente a un mayorista en el puerto de Nikolaiev. Liova me preguntó asustado si el molinero, al enterarse del cambio, se vengaría de su padre. No, le contesté, porque tiene muchísimo trabajo. Por otra parte, a mi patrón le vino bien el consejo del serbio. Incluso me contó que tu madre le ayudó a escribir una carta a la Coronela ofreciendo comprarle más campos. ¿Qué contestó? Contestó que lo haría con gusto si no fuese por un nuevo
úcase
que prohibía la venta de tierra a los judíos. A cambio, proponía arrendarle otros lotes.
Liova llegó corriendo a mi taller para rogar mi ayuda. Corrimos a la casa y vi que mi patrón daba puñetazos a la mesa hasta conseguir partirla. Maldecía el
úcase
mientras seguía rompiendo sillas con sus falanges fracturadas. Ana y los otros niños imploraban que se calmase. Yo lo agarré por la espalda y sujeté sus brazos hasta que empezó a serenarse. Entonces se derrumbó extenuado.
Me ocupé de lavarle las heridas con agua jabonosa y luego aplicarles un tenso vendaje. Mi patrón dejaba hacer, pero de pronto rompió a llorar. Dolía en el alma contemplar a ese luchador fuerte y valiente convertido en una temblorosa masa de moretones. Liova me miraba asombrado, no comprendía la causa de tanta furia, pero creo que percibía la razón más honda: había sido objeto de una injusticia. La injusticia era intolerable para su papá. Y después fue el motor de su propia vida. Se arrastró hacia sus piernas extendidas sobre el sofá y le tironeó el extremo inferior de los pantalones para que lo mirase. Mi patrón levantó un poco la cabeza, sonrió a su hijito y le acercó la mano vendada a sus cabellos.
Narra Liova
El paraíso nevado
Iánovka en invierno era otra cosa. Se contraía como una fruta seca en la helada quietud. Sólo él molino reparado y el mágico taller trabajaban. Ciertos días la nieve era buena, con copos pequeños y consistentes. Pero había que sacarla de las puertas y ventanas antes de su endurecimiento. Teníamos que calzar botas altas, no salir sin gorro de piel y cubrirnos el cuello y las orejas con bufandas. En las estufas se quemaba paja que los criados traían en grandes brazadas desde rincones protegidos. Era divertido arrojar manojos al fuego y ver cómo sus agujas se convertían en llamaradas de luminosos colores. No existía chimenea, así se concentraba mejor el calor. Una plancha de hierro se ponía al rojo y reverberaba el ambicionado calor. Pero era un calor que también consumía el oxígeno. Un día Iván me rescató junto a Elizabeta y Olga del comedor lleno de humo.
La nieve se acumulaba en el alféizar de las ventanas. A lo lejos se veían los contornos oscuros de los abetos, circunvalados por una cegadora blancura. Cuando llegaba el ocaso, los breves esplendores del día se apagan tras una neblina rosa. La oscuridad invernal es larga y dormitábamos en la penumbra, apretados sobre almohadones rellenos con plumas de ganso y tapados con una espesa cobija. Nos contábamos a media voz las historias que habíamos escuchado a mamá.
El gigante irrumpía a veces, dejando entrar una ráfaga de hielo. Vivía a unos kilómetros de distancia. Usaba botas enormes, inflada pelliza y un gorro de piel que le tapaba las orejas. Su barba florecida de hebras de hielo gritaba a las sombras.
—¡Buenas tardes, muchachos!
Encendía una cerilla y nos descubría acurrucados en el sofá. Era Piotr, el Monstruo de las Nieves, que gustaba caer de sorpresa. Pero repetía otra sorpresa, que a fuerza de repetirse ya ni era sorpresa: detrás suyo entraban ovejas y gallinas cuyos cráneos Piotr había enterrado antes de que el Coronel construyese la granja, así quedaba protegida de los malos espíritus. Yo veía a los tranquilos animales resucitados que subían a la mesa, caminaban por el sofá, se colgaban de una viga y amenazaban con hacer caer los objetos allí prendidos. Antes de congelarnos, yo corría a cerrar la puerta que el Monstruo solía dejar abierta, aunque los animales quedasen adentro.
Otras veces aparecían los animales solos, sin Piotr. No sabía cómo echarlos. Entonces me arropaba con lo que hubiese a mano y salía para llamarlo. Gritaba su nombre y le rogaba que viniese a sacar las ovejas y gallinas. Eran, sin embargo, animales pacíficos. Emanaban un desagradable olor que, según mi hermano, provenía de nuestras flatulencias. Por fin llegaba mamá, quien encendía la lámpara y se producían grandes sombras entre los espacios iluminados. En pocos minutos el samovar echaba humo y en ese humo se disolvían los animales. Mamá era más poderosa que Piotr.
De los ocho hijos que tuvieron mis padres la mitad falleció de difteria o escarlatina. Para impedir contagios nos prohibieron visitar los cuartos de la servidumbre. Yo no me podía resistir a ninguna prohibición, así que me las arreglaba para frecuentar a la cocinera de pómulos salientes y una nariz quebrada por el puñetazo de su marido. Quería encontrarme con su hijita apenas dos años mayor, muy bella y de ojos siempre llorosos. Me gustaba quedarme solo con Maia, secarle las lágrimas mezcladas con mocos y contarle las historias de mamá hasta hacerla sonreír. Ambos juramos evitar que nuestros padres se enterasen de esos encuentros. Ahí empecé a convertirme en un revolucionario.
Le pregunté a Iván —mi maestro y confidente— cómo podía conseguir que el padre de Maia no siguiese pegando a su mujer. Iván suspiró. ¿No tienes respuesta?, reproché. Iván me miró fijo.
—A ella debe gustarle.
—¡Estás loco!
Años después recordaba las caricias de esa chiquilla y despertaba con la entrepierna húmeda. Sin entender mucho, tuve vergüenza. El derrame venía precedido por una sensación terriblemente placentera y potente, como la electricidad que conducía los telegramas. ¿Algo así debía gustarle a la mamá de Maia?
Por esa época, en pleno invierno, papá arrendó más tierras. Aunque no las pudiese comprar, las haría producir como si fuesen propias. Molesto con la Coronela, prefirió las de otra viuda a la que llamaban Teskaia, también brava de carácter. Esta mujer se había vuelto a casar, pero con un pope. Unía su riqueza a las glorias de la religión. El pope había sido viudo, aficionado al naipe, la música y el vodka. Un día llegó la pareja para inspeccionar la explotación de las tierras que había arrendado al judío David Bronstein. Después de una caminata mis padres los agasajaron con pollo asado y pasteles de cereza. Al terminar, el pope aprovechó la momentánea ausencia de su esposa, que se había ido a orinar, para acercarse a la cocinera y susurrarle a la oreja que sus labios habían sido hechos por Dios para besar y ser besados. La pobre mujer quedó paralizada y más roja que un ají. Antes de que se diera cuenta, el sacerdote le arrancó un zapato, lo llenó de vodka y sorbió haciendo gárgaras. Yo miraba atónito y mamá huyó hacia el dormitorio. La cocinera despertó de su anestesia, le quitó el zapato y se precipitó al exterior, tropezó en el umbral y terminó por destruirse por completo la nariz entre los duros montículos de nieve. Poco después ella, Maia y su marido se fueron para siempre.
El pope sonreía feliz por su extraña victoria. Sacó del bolsillo una cigarrera de plata y, mientras encendía el tabaco mediante firmes chupadas, cambió de tema como si tal cosa. Dijo que su mujer era una gran lectora, pero sólo se fijaba en los diálogos, porque la aburrían las descripciones largas. Extraña forma de leer, murmuró mamá.
Regresó la severa Teskaia y no le gustó lo que acababa de difundir su marido. Cuando el sacerdote también se fue a orinar, ella decidió vengarse y contó que solía viajar al pueblo sin sotana para atrapar mujeres.
Cuando partieron fui al taller de Iván. ¿Por qué hablan mal uno del otro?
—¡Porque les gusta!
Entonces era lo mismo que pasaba con los padres de Maia. Qué complicados son los adultos, pensé.
Más raro que el pope era Samuel, otro vecino. Decían que estaba loco. Solía visitarnos algún sábado por la tarde. Había sido educado como un noble, porque hablaba francés, conocía algo de literatura y tocaba el piano. No podía casi usar la mano izquierda por un accidente, pero decía que le sobraba con la derecha. Sus uñas largas castañeteaban sobre las teclas. Por lo general empezaba con una polonesa, seguía con una simplificada rapsodia de Liszt y terminaba sin coherencia alguna con tristes melodías de sinagoga. Vestía cuellos duros y jamás dejaba de lucir corbatas con un alfiler restallante. En la conversación hacía lo mismo que con el piano: saltaba de un tema a otro, y no le importaba qué opinaban los demás. Por ahí arrojaba uno de los almohadones al piso y se paraba sobre su funda bordada para mirarse en el espejo y arreglar su alfiler de corbata. Hablaba sin cesar. Chupaba el cigarrillo hasta que su brasa le quemaba los labios. Hacía más de diez años que no cambiaba una palabra con su mujer, una vieja obesa que, sin embargo, lo seguía como un perro.