—Nuestra gran misión no se limita a perforar el pecho de ministros y hasta el de un determinado Zar, sino cambiar el sistema.
El genuino movimiento revolucionario salía poco a poco de las catacumbas y se derramaba sobre las calles. Hasta en Siberia se formaban a lo largo de la línea ferroviaria o el cauce de los ríos pequeñas organizaciones socialdemócratas que recibían proclamas y manifiestos mientras mis hijas jugaban con Alexandra.
Los desterrados que ya no soportábamos seguir enterrados en el exilio empezamos a explorar rutas de huida. Cada cual armaba su proyecto y aguardaba el turno. Supimos que por una paga en efectivo o algunas botellas de vodka, ciertos aldeanos se convertían en cómplices. Habían adquirido la habilidad de trasladar presos en barcazas, trineos y carros por sendas que desconocían los gendarmes. Nombres y direcciones pasaban de uno a otro con voz susurrante. Ante el fenómeno, que recién empezaba, la policía se doblegaba impotente: prefería ocultar el número de fugados para que no se castigase su incapacidad. Es claro que las fabulosas distancias constituían un inconveniente y proporcionaban un beneficio. Esa contradicción era fácil de entender. El inconveniente consistía en morir bajo la hostilidad del clima o devorado por los lobos. El beneficio era llegar a una posta, pasar a la siguiente, y la siguiente, hasta brincar hacia la libertad.
Con Alexandra analizamos una y otra vez los capilares de huida. Pero el trayecto no sería soportado por nuestras hijitas, ni siquiera con tubos que hicieran de chimenea entre las pieles. Estudiamos diez opciones posibles, analizamos dos mapas, inventamos quince trayectorias. Al final los papeles borroneados terminaban en las llamas de la estufa. Debíamos esperar aún, quizás a la primavera impregnada de lodo e invadida por las crecientes del deshielo, quizás al verano ensombrecido por los enjambres de insectos. La realidad informaba que entre los deseos y las posibilidades existía un abismo.
En esos días escribí que se debía crear un partido centralizado. Mi texto circuló por las aldeas. Era notable cómo se había energizado la siniestra
Katorga
por acción de numerosos prisioneros y cómo nuestros escritos alcanzaban bastante difusión.
En el verano de 1902 recibí unos volúmenes apolíticos que me sorprendieron por la calidad de sus tapas. Bajo la cuerina, en papel finísimo, llegaban escondidas las últimas publicaciones de los emigrados rusos en Europa. Por esas hojas supe que se había fundado en el extranjero un periódico marxista llamado
Iskra
(Chispa), cuya misión era servir de órgano central a los revolucionarios profesionales. Sonreí ante la concreción de mi sueño. El envío incluía la obra de un tal Lenin que acababa de publicar en Ginebra bajo un título oportuno:
¿Qué hacer?
Alexandra lo devoró. No tardó en confesar que, por su estilo, Lenin era diferente a los demás: conciso y con la mirada puesta en el futuro.
—¡Es un genio! —agregó.
Me dio envidia y dolió un poco. Con ese libro en la mano me miró fijo.
—Tienes que huir.
—Sí, claro.
Tenemos
que huir. Pero, ¿cuándo? ¿Cómo?
—Debes reunirte con Lenin.
Callé, perplejo. Enseguida tartamudeé preguntas.
—¿Yo solo?… ¿Dejarte? ¿Dejar a las niñas?
—Sí —me abrazó—. Aquí pierdes el tiempo. Tu trabajo no rinde.
Se separó para seguir mirándome y su alma penetraba en mi alma. Pero sus palabras carecían de sentido.
—¿Estás borracha?
—Liova, tu talento da para más. Vegetamos en un pozo, tu acción no llega adonde debe llegar.
—Sin ti no me muevo.
—Tenemos una causa, querido. Siberia no ayuda.
—Tu talento no es menor al mío. O fugamos juntos o nos quedamos juntos.
—Ahora soy madre y no puedo irme. Sabes que no puedo. Tú lo harás. Los deberes revolucionarios son más importantes que nuestras necesidades personales, bastante mezquinas.
—No son mezquinas…
La menor de las dos niñas estaba por cumplir cuatro meses. Argumenté que, sin mi compañía, aumentarían sus dificultades. Ella respondía que las iba a poder soportar mejor sabiendo que ambos, cada uno desde su lugar, contribuía de un modo más eficiente a la revolución. Seguía siendo tan revolucionaria como buena madre, yo me había equivocado al suponer que una pasión superaba a la otra. Insistí en refutarla.
—La cuota del sacrificio no será pareja.
Ella respondía que en esos asuntos no cabe un balance perfecto.
—¿Quién puede medir las cuotas del sacrificio?
Polemizamos durante varios días, con intervalos tensos. Y volvíamos a polemizar. Finalmente ella se impuso. En las jornadas siguientes me iba a caminar solo, y lloraba. Volví a sentirme el niño asustado que solía refugiarse en el sofá de Iánovka para derramar su desconsuelo.
Narra Alexandra
Abandono del hogar
Se acercaba el otoño, mala época para emprender la huida. O tan mala como las demás épocas, claro. En otoño los caminos se hacían intransitables por el barro mezclado con nieve. Le dije a Liova, sin embargo, que partiese cuanto antes. Si esperaba que mejorasen los caminos, empeoraría la persecución de los gendarmes.
Mientras él escribía y las niñas dormían, me dediqué a sobornar policías con la más hábil de mis artes: contar cuentos. Y hasta aceptar sus abusos. Me duele recordarlos. Nunca se enterará Liova sobre los niveles de asco a los que me sometí para facilitar su fuga. Lógica y urgente. Nunca sabrá que ofrecí mi mejilla, mis labios, mis pechos y mi cuerpo para conseguir los favores que necesitaba. Mi cuerpo, sí. Me aplasta la vergüenza. Pero no había un recurso mejor.
Desde San Petersburgo llegaban advertencias sobre los castigos que se aplicarían a los agentes que parecieran distraídos ante esas fugas. Era obvio que los agentes despreciaban a los exiliados, pero la soledad y las privaciones los habían corrompido. Los prisioneros solían proporcionar algo de dinero, algo de vodka, algo de sexo. Desde las centrales querían aumentar los controles y la intolerancia. Todas las cartas eran abiertas sin excepción y muchas terminaban en el fuego sin que sus destinatarios se enterasen. Fue justamente para que los imprescindibles mensajes de Liova llegaran a destino que me humillé. Esas cartas anunciaban su arribo e imploraban un fuerte respaldo logístico.
Escribía epístolas cifradas, por supuesto, que debían atravesar el más compacto de los muros: las autoridades de Werjolensk. A esas autoridades y su círculo de genuflexos me puse a seducir. Los mensajes tenían que llegar a Irtkusk, era el primer paso; y de allí saltar sucesivas postas. Exigía que lo esperasen con buena ropa, con dinero y con documentos falsos. Contaba sobre sus luchas y exageraba sus méritos. Sobre varias de esas misivas Liova ni tuvo noticias.
Mi marido escuchó sobre un aldeano que había sacado de la aldea a otro recluso. Tras varios golpes de vodka en calidad de prólogo, pudo convencerlo de repetir la hazaña. El hombre, en su media lengua siberiana, confesó temer que acabaría fusilado. Se llamaba Yuri. Liova le dijo: “Yuri, estoy dispuesto a partir esta misma noche, o mañana a la noche, pero no esperemos una semana”. El hombre se metió el índice en la nariz para extraerse un moco endurecido, lo miró, sopló, y dijo que estaba bien. Estaba bien significaba conformidad con el pago que le había propuesto Liova con lo ahorrado durante sus trabajos para aquel feroz y pícaro dueño de “tungusitos”. Le alcanzaba para este soborno, para otros futuros y para dejarme un buen resto. Pretendía ser conducido hasta la primera estación de ferrocarril.
El aldeano propuso llevarlo con una viuda que le daba otro tanto. Si eran descubiertos —cosa bastante probable—, podría decir que sus pasajeros no fugaban, sino que se habían regalado una noche de sexo fuera de los controles indiscretos. Ella era una mujer condenada a la
Katorga
desde hacía cinco años por traducir a Marx.
Nuestra despedida fue horrible. No cesábamos de llorar. Liova besaba a las niñas dormidas y me besaba a mí como si nunca más fuera a vernos, como si le esperase la muerte antes de alcanzar la libertad. En un momento tuve que armarme de todas mis fuerzas para exigirle que no siguiéramos con ese libreto. Le pedí que repasáramos el itinerario y los trucos que desplegaría en caso de ser reconocido. O en el caso de que fallasen los auxilios en las postas. Bebimos té sin cesar, como si fuese una droga. Mirábamos el lento girar de las agujas en el reloj a péndulo que colgaba como adorno central en la cocina. Cuando se acercó el momento, casi nos quebramos. Un giro violento del plan nos empezaba a enloquecer. Hasta especulamos que valdría la pena aguardar unos meses, cuando despuntase la primavera. No se trataba de un año, sino de unos meses. Pero cuando las agujas del reloj alcanzaron la espesa medianoche, Liova se levantó, besó de nuevo a nuestras hijas, me abrazó fuerte y salió con su equipaje. Una ráfaga helada nos trasmitió la enemistad del clima.
Sabía que no me iba a dormir. Luego de un rato caminé hasta la cama e instalé en el lado de Liova un maniquí armado con pieles, para que no se notase su ausencia. En algún momento estallaría la alarma.
Los espías no vinieron esa noche, la más triste de mi vida. Vinieron dos jornadas más tarde. Les dije “Mi esposo está enfermo; ya le ha bajado la fiebre, pero sigue muy débil; por eso lo dejo dormir”. Rogué que no lo despertasen. Miraron la cama desde lejos, vaya a saber qué peste había contraído semejante criminal revolucionario. En el tercer día descubrieron mi ardid. Se abalanzaron sobre el lecho, quitaron la colcha y dieron patadas al muñeco formado con pieles. Después, a los gritos, exigieron detalles sobre la huida. Me largué a llorar y no hizo falta simular dolor. Las lágrimas brotaban con sólo pensar en el destino de nuestro matrimonio. A los gendarmes les dije que no volcasen sal sobre mi herida: “Me basta sufrir el cobarde abandono de mi marido, dejándome sola y con dos criaturas”.
Fuga hacia Lenin
Transiberiano
Yuri esperaba con su aprovisionado trineo en una hondonada más negra que una cueva de hurones. A la mujer la había visto en varias ocasiones. Esa noche la reconocí por su voz, sólo podíamos ver sombras. Nos acercamos y palpamos. Yuri nos tendió sobre un colchón de paja seca y tapó con una montaña de heno. Arriba desplegó un toldo de lienzo duro que ató como si fuésemos mercaderías. A paso lento, la troika de caballos dejó el poblado. Noté que los patines del vehículo pasaban del barro espeso a las piedras irregulares, saltaban sobre troncos podridos, luego de nuevo rodaban entre piedras y se deslizaban hacia el lodo. Al cabo de una media hora de marcha lenta y en apariencia despreocupada, azuzó los animales.
Los caballos empezaron a correr al estilo siberiano, unos veinte kilómetros por hora. La ruta elegida no era pareja y todos mis huesos crujían. Me adormecí por tramos y por tramos me entretenía —si a eso se puede llamar entretenimiento— con los insultos que Yuri lanzaba a sus animales. El olor del heno me hacía recordar las largas estancias en diversas prisiones, donde aprecié su diversidad de consistencia, abrigo y las emanaciones vomitivas. Por momentos chocaba de lado con el bulto que formaba mi compañera, también arropada con pieles bajo el acolchado espeso. Durante horas el trineo avanzó en línea recta. Los zigzagueos sólo se debían a las irregularidades del piso.
En el amanecer grité a Yuri.
—¡Déjame sacar la cabeza ya! ¡Que me ahogo!
Rió con su boca desdentada y frenó. Esperó que nos reacomodáramos.
—Deben seguir cubiertos.
—Nadie podría vernos aquí —protesté.
—¿No? Los bosques están llenos de ojos.
—¿Lobos?
—Lobos y también gendarmes.
Conseguimos incorporarnos un poco y respirar el aire congelado. Nos entregó el desayuno, que consistía en carne de reno desecada y trozos de pan. Para él era prematuro detenerse y encender una fogata.
Continuamos viaje hasta un caserío que sólo un personaje de esas latitudes podía descubrir. Era un punto donde vivía un grupo de aldeanos con sus animales y altos montículos de leña recogidos durante el verano. Yuri se ocupó de cambiar el tiro mientras la traductora y yo dábamos un acelerado paseo. Nos urgía recomponer los músculos y la circulación de la sangre. Le pregunté sobre las obras de Marx que aún no se conocían en Rusia y me habló de ellas con entusiasmo. La aliviaba conversar de nuevo tras horas de silencio. Dijo que Marx también había evolucionado de un escrito a otro. Fue un genio, pero sensible a su propia autocrítica.
—Fue un hombre como cualquier otro hombre, sólo que muy agudo y creativo —la apoyé, aunque aún no me había enamorado de él con la intensidad de Alexandra.
Continuamos la travesía. Tuvimos más cambios de tiro y el consuelo de las postas, donde podíamos mover las extremidades. Seguro que en Werjolensk ya se habría develado nuestra desaparición. Y correría por telégrafo la orden de captura. Desde el trineo giraba la cabeza para cerciorarme de que en el horizonte no se alzaban aún los jinetes de la muerte.
Las noches se alargaban. Al cerrarse la oscuridad empezaban a escucharse los aullidos de los lobos. Primero uno, como marcando el inicio de la demostración, más tarde otro y de inmediato varios. Provenían de un extremo y eran respondidos, como haciendo eco, del opuesto. Parecían convocarse, como legiones de un vasto ejército circular. Éramos el objetivo. Y se acercaban en medio de la negrura, atraídos por el olor de carne fresca. Yuri traía dos rifles y una buena cantidad de municiones. El círculo se cerraba. A mi compañera le saltaban los ojos de miedo. Entonces nuestro conductor frenó y pidió que lo ayudásemos a encender una gran fogata. Era la misma técnica que había usado Sasha cuando nos devolvió a Usti-Kut.
—El fuego los mantendrá lejos.
Pero no fue así. Algunos hociquearon tanto que pude distinguirlos cuando aumentaba el anaranjado resplandor de las llamas. Eran bultos más pequeños que los de los perros, tenían una pelambre hirsuta, ojos fosforescentes y dientes que resplandecían como dagas. Abrían sus fauces para emitir horribles aullidos de guerra. Yuri coincidió conmigo.
—Les vino el hambre al comenzar el invierno. Están flacos. Se desesperan por comer.
Uno se acercó tanto que pude ver cómo su piel se estiraba sobre el costillar. Me produjo tanta angustia que levanté el rifle para dispararle.