—¡No ahora! —me bajó el arma—. La fogata es suficiente. Les tiraremos antes de seguir viaje, para que no estorben nuestro camino.
En efecto, antes de partir unos pocos disparos ahuyentaron la jauría. Reacomodamos el trineo, se enganchó la troika y proseguimos el largo viaje.
A un día de la llegada a la primera estación del transiberiano coincidimos con la traductora en separarnos, para evitar sospechas. Los telegramas debían estar describiéndonos como “una pareja fugada”. En cada pueblo y en cada estación la policía debía estar aguardándonos. Empezamos a cruzar chozas aisladas que despedían columnas de humo. Yuri detuvo por señas a un vehículo. Le propuso que me llevase a la estación. El hombre olfateó peligro y se alejó sin contestar. También fracasó con el segundo y tercer carro. Por fin pudo negociar con el cuarto, cuyo conductor había pasado una temporada en Werjolensk. Pero quiso un cambio de pasajero: se ocuparía de la mujer por una jugosa retribución. Juró que la llevaría a un refugio y dos días más tarde la instalaría en otro tren. Tal vez necesitaba una hembra por una o dos noches. Ella aceptó. Antes de mudar de vehículo nos despedimos con un largo abrazo. Ojalá pudiésemos volver a encontrarnos —dijimos—, lo cual era difícil de saber en ese momento.
Yuri me acompañó al espacioso andén. Sin haberlo proyectado, habíamos caído en el lugar poco antes de que arribase el convoy. Mucha gente de variada traza circulaba en redondo, esperando la hora. Unas gigantescas mujeres cargaban gallinas, lechones asados, botellas de leche y montes de pan recién amasado. Era una disonante exposición de la abundancia en aquella tierra desolada. Policías de rostro grave controlaban los movimientos sospechosos. La mezcla de gente en harapos y gente bien vestida se purificaría al distribuirse entre los vagones destinados a los pobres y los destinados a los ricos.
Un joven se acercó vacilante a mi hombro y pronunció la palabra esperada.
—Oto.
Le miré su barba roja y sus órbitas profundas.
—Antid —contesté.
—Siberia es Siberia —agregó.
—Siberia será siempre Siberia.
—El viaje alegra —sonrió.
—El viaje cansa.
Ese intercambio de palabras fue suficiente. Me entregó una maleta.
—Hace rato que lo esperaba; buen viaje.
Antes de expresarle mi agradecimiento se esfumó entre la multitud. Hizo bien, porque las lupas del régimen no se distraen en ninguna estación de Rusia.
Tenía pocos minutos para cambiar mi atuendo y subir a un vagón destinado a los ricos. Busqué el toilet. Adentro, el olor que exhalaban las canaletas llenas de orina y los agujeros para defecar no me derribó por la fortaleza que había adquirido en las prisiones. Me oculté tras un tabique. Abrí la maleta y descubrí el tesoro que me mandaban los amigos de Irkutsk: dos camisas almidonadas, una corbata celeste, medias, botas y otros lujosos atributos de la civilización. También un volumen de Homero traducido a hexámetros rusos y un pasaporte extendido a nombre de Trotsky, el nombre que les había propuesto al azar, sin imaginarme que habría de quedar para siempre. Trotsky había sido el intrascendente ayudante de mi psicótico gendarme-teólogo. No supe cómo deshacerme de los harapos que me cubrían desde Werjolensk. No los debía dejar ahí. Entonces los enrollé y guardé en un ángulo de la maleta, podían servir más adelante.
Regresé el andén lleno de angustia. Podían identificarme y frustrar los sacrificios realizados hasta ese momento. Simulaba mirar con despreocupación las columnas, el techo, la gente. Los gendarmes que aparecían de golpe me producían un sobresalto. Por suerte arribó el tren. La estación fue sacudida por sus roncos gruñidos, las explosiones del vapor y el chirriar de los frenos. Era el providencial transiberiano que me retornaría a Occidente. Todo el mundo empezó a moverse. Yo estaba vestido de señor y usé mis mayores dotes teatrales para parecer más distinguido aún. Fui hacia los vagones de primera clase. Rocé distraído a un gendarme, pero al verme tan elegante y seguro casi me hizo una reverencia. Transpiraba pese al frío y subí al coche. Busqué un apartamento. Mientras avanzaba por el pasillo asocié su confort con el que había conocido en Odesa. El piso alfombrado, las paredes enchapadas y las lámparas limpias evocaban un palacete. Acomodé la maleta sobre la red del portaequipajes y me senté con el libro de Homero sobre mi regazo, tras secarme la frente con mi pañuelo, estirar los pantalones y mi chaqueta para que no se arrugasen. Un amplio ventanal permitía ver a los pasajeros que aún corrían en busca de su respectivo sitio. En el banco de enfrente se había acomodado una pareja entrada en años que traía una cesta llena de provisiones. Habrán advertido mi hambre, porque la mujer enseguida me ofreció panecillos untados con grasa. Le produjo felicidad advertir mi entusiasmo y en el curso de las horas me regaló más panecillos acompañados por lonjas de tocino, pepinillos en vinagre y una media docena de manzanas. Quise disimular mi nerviosismo retribuyéndoles el té que se obtenía de un samovar instalado al final del corredor. Me preguntaron sobre mi actividad, que describí como la de un docente, en base a mis recuerdos del Instituto. Para descansar leía el libro de Homero, apropiado para mi odisea en tiempo real.
Volábamos sobre los rieles cuando ingresó el guarda. Apoyé el volumen sobre mi rodilla, ligeramente oblicuo, para que viese su tapa: debía parecer un joven profesor.
Cruzamos los Urales, dormimos sentados, cada cuatro o cinco horas estiraba las piernas caminando por el corredor y charlando vaguedades con quienes se me aproximaban. Llegamos a la fértil planicie del río Volga. Estaba acercándome a mi destino. Al anunciarse la proximidad de Samara, recuperé mi maleta. Di la mano al generoso matrimonio y caminé hacia la salida. El tren lanzaba bramidos y eructaba vapor.
Samara era una ciudad importante donde residía el comando de la
Iskra
rusa. Esta
Iskra
no debía confundirse con la de los emigrados en Inglaterra, Francia, Suiza y Austria. En una hoja escrita en código, que guardaba en el fondo de mi bolsillo, tenía su dirección. En el andén abundaban los gendarmes, más vistosos y arrogantes de los que observé en las paradas anteriores. Saqué pecho y caminé despacio hacia la calle, donde me esperaba un día melancólico. Descubrí una fila de coches de alquiler. Disponía de dinero para pagarme el viaje, y era la forma más segura de llegar a destino sin levantar sospechas. Tuve que bordear el charco que quedaba de la última lluvia y un mozo me ayudó a trepar en el coche luego de acomodar mi equipaje. Un gendarme me miraba con excesiva atención.
El llamado
El corcel del coche que elegí estaba adornado con campanillas. La edificación de Samara me hizo recordar a Odesa, con sus bulevares, hermosos edificios y filas compactas de árboles. Atravesamos la zona gubernamental y al cabo de unos veinte minutos llegamos a un edificio de dos pisos, con puertas y ventanas de estilo francés. No era una casa de lujo, pero tampoco de gente pobre. Dije al cochero que en realidad me dirigía a la cuadra siguiente, donde descendí. El disimulo era imprescindible. Pagué la cifra que me pidió. Escondí mi cara bajándome el gorro y subiendo la bufanda. Haber llegado en el transiberiano y dirigirme a un domicilio en el que funcionaba una organización política debía generar sospechas, incluso al cochero. Aguardé hasta que desapareció en la esquina. Con paso tranquilo, por si me estuviesen espiando desde algún rincón, fui hacia la puerta e hice sonar la aldaba.
Apareció una mujer de pelo gris, cuyos ojos recorrieron todo mi cuerpo. Su examen fue rápido pero minucioso, y acabó en sonrisa.
—¿Antid?
—Oto —repuse.
—Lo esperábamos —agregó mientras me dejaba pasar.
Me guió por un pasillo hasta una escalera forrada con una gastada alfombra de color azul. En el primer piso había varias puertas. Se dirigió a la última. Apareció un hombre bajo y morrudo, de unos cincuenta años, con una pipa en la boca. Su calvicie le había perdonado algunos pocos cabellos, que se mantenían erectos como cables de electricidad.
—Bienvenido a Samara. Soy Claire.
Al rato me explicó que ése era su seudónimo político, pero en la ciudad lo conocían como El Ingeniero. Con su mujer habían cultivado la amistad de Lenin desde las vehementes reuniones de la socialdemocracia en San Petersburgo. En aquella época los partidarios de la
Iskra
eran unos intelectuales que luchaban por unificar la oposición.
—Algo así como un ensayo de sólida organización que, a fuerza de templarse, atacar y retroceder, algún día tendría que adueñarse del poder —sonrió con picardía, haciendo referencia a uno de mis artículos.
Claire ofreció incorporarme enseguida con un nuevo seudónimo: “Pluma”. Era un homenaje a mi trayectoria periodística en Siberia, que fue intensa, según había subrayado Alexandra en sus misivas. Convenía dejar atrás el “Antid Oto”. El seudónimo de “León Trotsky”, en cambio, debía ser cuidadosamente protegido por la calidad del pasaporte que me habían entregado. Perplejo ante tanta rapidez, dije que mi trayectoria era incipiente.
—¡No nos hacen falta los modestos! —exclamó.
—No es modestia, es la realidad.
—Para serte franco, tu estilo me gusta. Es fogoso y directo. Atrapa. Los textos que he leído tienen esos rasgos, de ahí que hayamos contribuido a tu fuga. Serás útil a nuestra misión.
—Quisiera no defraudarlos.
—¡Todo es posible! —rió—. ¿Estás muy cansado? ¿No? Entonces te llevaré a tu alojamiento provisional. Te bañarás, comerás, dormirás y después nos dedicaremos a diseñar un plan de trabajo.
Al día siguiente supe que el plan era distinto al que había supuesto. No permanecería en Samara, sino que haría viajes de propaganda. En base a mis escritos, los miembros de la
Iskra
opinaban que estaba capacitado para enamorar multitudes. Lo dijeron de esa forma y tuve que protestar de nuevo. El ingeniero volvió a descalificar mi modestia. Además, sugirió modificar mi rostro con barba y bigotes recortados de un modo diferente, usar otro tipo de anteojos y hacerme un corte irreconocible del pelo. La organización se ocuparía de mi ropa, dinero y pasajes, dijo. Quedó firme que la identidad de mi pasaporte seguiría siendo León Trotsky, pero en mis escritos usaría el seudónimo Pluma.
—Ojala fuera una pluma de ave y pudiese volar —ironicé.
—Sí, volar… cuando estén por atraparte. Te servirá para recordarlo de noche y de día —afirmó Claire con una seriedad preocupante.
Viajé a Poltava y Kiev. Ciudades populosas, llenas de obreros, profesionales y estudiantes. Fermentaban algunos revolucionarios. Tenía que persuadirlos de ingresar en el grupo de Samara. Había que evitar la dispersión de esfuerzos. Pero al llegar a cada sitio mi decepción se repetía: no me habían preparado reuniones multitudinarias, porque despertarían el celo de los gendarmes. Los encuentros fueron clandestinos, con unas pocas decenas de personas.
—Mucho esfuerzo y escasa cosecha —se burlaría papá, cuyas críticas se hicieron frecuentes en mis sueños.
Suscitaba desconfianza mi juventud. Hasta se susurraban burlas. Yo debía inflar mi tolerancia para no mandarlos a la mierda. Respondía a las objeciones, algunas irónicas, con argumentos que se me ocurrían en el instante, lo cual tuvo un beneficio: aumentar mi confianza en el arte de improvisar.
Al cabo de la gira Claire estuvo a punto de reconocer que yo había tenido razón: los estaba defraudando. Pero lo sorprendí al pedirle con una sonrisa irónica que no se deprimiese. Claire alzó los oscuros párpados. Agregué: es el comienzo, no el final; debemos perseverar; escasea la gente… por ahora.
—¿Seguirás viajando, entonces?
—Por supuesto.
Mientras tanto, Lenin sostenía una activa correspondencia con Samara, donde había pasado una temporada y conocía bien a sus habitantes. En dos mensajes me nombró. ¿Qué sabía de mí? ¿Quién lo asesoraba? Dijo que para reclutar voluntarios en las poblaciones vecinas a Samara había otros oradores; no era sensato limitarme a esa actividad. Quería que Pluma fuese a su lado, que viajase a Londres.
—¿Y dejar la hospitalaria Samara? —vacilé.
Claire subió sus anteojos a la frente.
—Mira —dijo—. Desde que conozco a Lenin, pocas veces le pude descubrir errores tácticos. Si él entiende que serás más útil en Londres que aquí, pues viajarás a Londres.
Me molestó ese sometimiento. Lenin era un hombre inteligente e informado, sin duda, pero no infalible.
Claire añadió:
—Ha escrito que te espera un trabajo importante en el exterior.
Me aflojé en la silla. Era demasiado. “¿Trabajo importante?” ¿Qué más podía hacer? Yo era un joven prófugo que estaba aprendiendo los palotes de la acción revolucionaria. Incluso recién percibía los beneficios de la disciplina en una organización de riesgo. Claire me explicó que esa disciplina incluía el deseo de Lenin. Le dije que no me gustaba tanto sometimiento. Encogió sus hombros y me entregó más rublos para cruzar la frontera e ingresar en Austria.
Antes de dirigirme a la estación redacté en código la más extensa de mis cartas. Iba dirigida a mis tres mujeres abandonadas en Siberia. Algunas lágrimas cayeron sobre el papel y las sequé de inmediato con la manga para no delatar mi quiebre.
A través de Europa
Debía llegar al andén en el último minuto, porque ni mi buena ropa me impediría ser reconocido. Por eso Claire había encargado a un estudiante que me reservase un asiento en el vagón de lujo y esperase adentro con una maleta llena de materiales que no debían caer en manos del régimen. Miré el gran reloj y escuché la señal de partida. La locomotora empezó a moverse con escandalosos resoplidos. El estudiante, desesperado por mi ausencia, saltó del vagón con la valija en la mano. Varios policías lo rodearon. Pero se dieron vuelta al escuchar mis tacones, que se abrían paso a la carrera. Me abalancé sobre el chico y quedaron paralizados. Tomé la maleta, perforé el anillo de gendarmes, salté al estribo del vagón en marcha y desaparecí en su interior mientras los policías trotaban junto al tren rojos de furia. Uno intentó subir, pero se cayó y se hubiera roto el cráneo de no haber sido sostenido por sus compañeros. La velocidad de la locomotora ya me brindaba suficiente protección.
Respiré aliviado, introduje la camisa dentro del pantalón, estiré mi chaqueta, devolví su forma a la corbata y busqué mi asiento. Acomodé la maleta en el portaequipajes. Por suerte mi escaramuza no fue advertida por el guarda. Los demás pasajeros de ese vagón no me hicieron preguntas porque yo simulaba querer dormirme. Luego, con el dinero que me había ofrecido Claire, pude comprar comida y disfrutar el trayecto. Evité bajar en las sucesivas paradas por si me estuviesen buscando. En el toilet me cambié la chaqueta y la corbata por otras de diferente color. Modifiqué mi peinado y afeité mis bigotes. Al llegar a la última estación de Rusia, en el límite con Austria, el tren finalizaba su itinerario. Debía bajar. Un agente de policía pidió mi pasaporte. Figuraba como León Trotsky, con una foto similar a la de mi nuevo aspecto. Pero grande fue mi asombro al advertir que ese burócrata no miraba mi documento: le bastaba verme bien vestido.