Liova corre hacia el poder (20 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Liova corre hacia el poder
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A la frontera la cruzaría con la experta ayuda de otro estudiante llamado Ilia. Me debía esperar en el andén vestido con un capote gris, gorra negra y botas altas. Nos aproximamos sigilosos. Las lámparas mortecinas permitían distinguirnos entre los pasajeros que se movían apurados en esa avanzada hora de la noche.

—¿Oto? —murmuró.

—Antid.

Su mirada expresaba fastidio y no lo pude entender hasta más adelante.

—Sígame —dijo.

Caminamos hacia el interior de la vieja ciudad. Parecía desierta. Algunos faroles iluminaban las casas que zigzagueaban de forma paralela a la viboreante calle. Antes de llegar me informó que debería pasar esa noche en la habitación vacía de un viajante de comercio que no regresaba hasta la semana siguiente. Cuando estuvo cierto de que nadie podía escucharnos, en voz baja confesó que cumplía esta misión por orden de su jefe. Pero que me odiaba: odiaba mis artículos y mis ataques a los métodos terroristas.

—¿Cómo diablos podremos derribar al régimen? Dígame, ¿cómo?

—Si has leído mis artículos, en ellos explico que el terrorismo sólo consigue demorar la caída del régimen.

—No estoy de acuerdo.

Cuando llegamos hurgó en sus ropas. Volvió a resoplar con enojo y puteó por haber perdido las llaves.

—Seguro que las he dejado en algún sitio para no ayudar a un saboteador como usted —ironizó.

Dimos vuelta a la manzana mientras resolvía la forma de entrar. Nos detuvimos de nuevo frente a la casa. El farol de la calle estaba bastante lejos para que se descubriesen sus maniobras. Ilia trepó al marco de la ventana. Usó un puñal para separar el costado. Por fin logró abrirla. Entonces me hizo señas para que lo siguiera. No tuve dificultades en llegar al interior. Mi guía aconsejó que cerrase con cuidado y prometió volver antes de las ocho. Me dio unas rencorosas buenas noches.

Evité prender la luz, por si los vecinos sabían que esa vivienda estaba desocupada. Palpando muebles y paredes ubiqué la cama y el baño. Me desvestí, higienicé y acosté, abrigándome con espesas mantas. Hacía mucho que no gozaba la posición horizontal.

Habría dormido unas horas cuando una luz se clavó en mis ojos. Me enderecé asustado. La lámpara se corrió para dejarme distinguir a un hombre inclinado sobre mi cabeza. El resplandor lo teñía de amarillo. Era bajo, con un sombrero de copa en la cabeza y un bastón en su puño.

—¿Quién es usted? —exclamé enojado.

—¡Vaya, no está mal! —respondió—. ¡Lo encuentro en mi cama y pregunta quién soy!

Me froté la cabellera. Increíble. Sin salir de la cama procuré convencerlo de que me habían asegurado que el dueño no regresaba hasta la semana siguiente y que podía alquilar su habitación por una noche.

—¡Yo sé mejor que nadie cuándo tengo que volver! ¡Esta es mi casa! ¡Y no la alquilo por una noche!

La situación se había tornado bufa y dramática.

—¡Ya comprendo! —exclamó por fin el propietario—. Es otra broma del Ilia ése. La acaba de repetir por tercera vez. ¡Ya nos entenderemos mañana! ¡Le quebraré la nuca!

Sentí alivio de que la culpa recayese sobre el estudiante que me había ayudado. El viajante susurró que no tenía corazón para echarme a la calle fría y propuso acostarse a mi lado. Yo le agradecí, no era frecuente toparse con tanta bondad. Él empezó a roncar, pero mi cansancio era más intenso que mi fobia a los ruidos. A la mañana se despertó antes que yo y hasta me preparó un té.

Ilia llegó a las ocho, tal como había prometido, pero debió soportar la ira del dueño, que agitaba su bastón con ganas de quebrárselo en la nuca, tal como había prometido. El estudiante zanjó la disputa entregándole un mazo de rublos. El viajante hesitó, movió la cabeza, deslizó los rublos en su bolsillo y le advirtió que no lo volviese a hacer, porque lo mandaría a la cárcel. En contraste, por considerarme también víctima de ese joven bribón, estrechó mi mano como gesto de despedida.

Mientras caminábamos por la calle, Ilia informó que no me llevaría al otro lado de la frontera. Había discutido de nuevo con su jefe. No arriesgaría el pellejo por un escritorzuelo reaccionario como yo. Ante mi protesta añadió que me transferiría a otra persona. No me gustó el cambio, porque podía terminar en un calabozo. Aseguró que su sucesor era confiable. Llegamos a una choza en las afueras y apareció un gigante fornido, rústico, con la barba enredada, sucia, y unos harapos llenos de mugre. Ilia ya lo había instruido sobre su misión antes de venirme a buscar. Delante de mí le entregó unos billetes. Dijo adiós y se alejó con rapidez.

Mi nuevo conductor era un contrabandista. Se rascó los pelos, carraspeó flema impregnada de vodka y me llevó a un granero donde escondía su destartalada volanta. Pero no íbamos a partir enseguida, dijo.

—Este viaje sólo se hace durante las noches cerradas.

Por lo tanto, debía pasar todo el día escondido bajo parvas de heno. Me alimentaría con unas sandías amontonadas en un rincón. Lo miré asombrado, pero no cabía réplica alguna; estaba en sus manos, únicamente en sus manos. Y ojalá que pudiese llevarme fuera de Rusia. Me saqué la ropa elegante, la doblé y acomodé con arte en mi maleta. Debía estar en buenas condiciones para mi trayecto por Austria. En cambio, para el tramo inminente, me puse andrajos parecidos a los de mi nuevo guía.

Por la noche empezó a llover. Creí que suspendía el viaje. El contrabandista dijo que no. La lluvia era su amiga, porque espantaba a los guardias. Subimos a su vehículo y nos tapamos con lonas. Marchamos por un sendero enlodado y las ruedas caían en hondonadas. El caballo conocía el terreno y zigzagueaba para evitar más pozos. Parecía que no íbamos a llegar nunca. El camino era estrecho y recorría una floresta salvaje. El contrabandista mantenía muy abiertos sus ojos, mientras por momentos yo me adormilaba. Las gotas golpeaban sobre la lona. Pasaron varias horas y la lluvia cesó. El caballo aceleró la velocidad, estaba entrenado para estos viajes y seguro lo entusiasmaba llegar a destino. Mi guía anunció que, en efecto, ya estábamos cerca. Detuvo la volanta y ató las riendas a un árbol. Yo no entendí.

—Baja y sube a mis espaldas —ordenó—, debemos pasar un arroyo.

—¿Cómo? No soy un niño.

—Sube. Tengo fuerzas para llevarte.

—Puedo cruzar con mis propias piernas.

—Es que no te conviene aparecer del otro lado con una mojadura.

El arroyo era la frontera con Austria.

No tuve más alternativa que viajar sobre la enorme espalda de ese cíclope, con la maleta colgada de mi mano. Pese a su esmero, me entró agua en los zapatos. No importa, dijo. Me bajó y caminamos por entre los árboles hasta dar con un sendero angosto, casi un túnel en medio de la floresta. Amanecía.

—Por aquí —indicó poniéndose adelante.

Llegamos a la cabaña de una familia que ya había empezado a desayunar junto al hogar crepitante. Mi guía fue reconocido y nos hicieron lugar para compartir pan con manteca, quesos, huevos duros y té. La fragancia del bosque mojado y el fuego encendido esparcían bienestar. Nos entendimos mezclando palabras en alemán y ruso. Antes de marcharse, el contrabandista me alejó de nuestros anfitriones para advertirme que tuviese cuidado con “esos judíos”, porque me pedirían el triple de lo que valían las cosas; pero igual me llevarían sin riesgo a la estación de trenes. Luego me dijo que debía abonarle unos rublos adicionales por el cruce del arroyo. Sorprendido, pagué a regañadientes y agradecí su información. Regresé a la mesa para terminar mi desayuno. El dueño de casa informó que un obrero me conduciría a la estación de trenes, pero debíamos esperar de nuevo la noche porque el trayecto corría junto a la frontera. También me preguntaron dónde mi guía ruso había dejado su volanta y les conté que al otro lado del arroyo. Se rieron y explicaron que lo hizo para sacarme más billetes.

Mis recursos se estaban agotando. Mi nuevo guía (¿cuántos iban ya?) trajo un carruaje destartalado con el que empezamos a recorrer los dieciocho kilómetros que nos separaban de la estación. Los más difíciles eran los primeros tramos, hasta la carretera. En mitad del trayecto salió de la ruta y fue hacia un cobertizo junto a una choza solitaria. Sin explicar sus razones metió el carruaje y el caballo en el cobertizo.

—Aquí podrá dormir, si desea.

—Yo quiero llegar a la estación cuanto antes, no dormir.

Dijo que debíamos esperar otra vez la noche, porque unos guardias merodeaban la zona. Se tocó la nariz para darme a entender que los olía antes de verlos. Maldijo su suerte.

—Un día acabarán quitándome lo que tengo por meterme en esto. ¿Quién me manda llevar gente perseguida? Los soldados gritan ¡alto! Si no contestas, disparan.

—Ganas buen dinero por esto. Y los perseguidos no siempre son mala gente —dije.

—No siempre… —miró hacia el cielo encapotado—. Por suerte tendremos una buena noche. La llovizna mantendrá alejada a la policía.

Partimos cuando la oscuridad fue suficiente, envueltos en capotes. Yo llevaba mi eterna valija con trajes, camisas y papeles explosivos.

Las gotas rebotaban sobre los capotes. Las herraduras del caballo se hundían en el lodo. Las ruedas del desvencijado cochecito crujían al resbalar en los abismos de los baches. A cada rato parecía que íbamos a volcar y yo me agarraba de todo lo que tuviese a mano. El presagio se transformó en hecho y volcamos con un giro irrefrenable. Caí de vientre sobre el barro. Puteé al clima, al camino, al caballo, al guía. Sentía dolores en los hombros y caderas. Me apoyé con ambas manos, sucias hasta los codos y me incorporé de a poco. Advertí que había perdido los lentes. Tanteé desesperado a mi alrededor. De pronto el aire fue atravesado por un grito penetrante. Pegué un respingo. No tenía los lentes, no veía a distancia, la penumbra apenas me dejaba distinguir el carruaje. Ese grito vino de cerca. Y se repitió con más fuerza aún. Se me pusieron los pelos de punta. ¿Clamaba auxilio? En el centro de ese agujero lluvioso no tenía manera de saber de dónde provenía el grito horrible.

—¡Ya verá usted cómo nos trae la desgracia, ya verá! —protestó el viejo—. ¡Ya verá cómo nos pierde!… Llamará a los guardias.

—Pero, ¿qué es?

—Es un maldito gallo que mi mujer me encargó para el carnicero kosher. Debo hacerlo degollar antes del sábado.

Los chillidos se sucedían por intervalos regulares.

—¡Este maldito gallo nos va a perder!… —seguía gimiendo—. Estamos a doscientos pasos de un puesto de vigilancia. Aparecerá un soldado.

—¡Retuérzale el pescuezo, entonces! —ordené furioso.

—¿A quién?

—¡Hombre, al gallo!

—¿Y cómo quiere que dé con él, si debe estar bajo no sé cuántas cosas?

Nos pusimos a buscar a gatas, en medio de la noche, palpando los objetos mojados en todos los rincones del vehículo. Acompañamos la tarea insultando al gallo y la mala suerte. Por fin, el viejo liberó a la desdichada víctima, que estaba enredada en una manta. El animal, agradecido, dejó de chillar. Luego nos empeñamos en sacar el coche del pozo y enderezarlo. Durante esas maniobras mi pie tocó un objeto en el barro: eran mis gafas. Sucias como si las hubiera empañado una diarrea. Respiré feliz.

Cuando por fin llegamos a la pequeña estación corrí a higienizarme y cambiar la ropa. Luego, siempre con mi maleta en la mano, fui a cambiar el dinero ruso por moneda austríaca y compré un billete a Viena.

4

Encuentro con Víctor Adler

En Viena decidí entrevistar al legendario Víctor Adler, jefe de la socialdemocracia austríaca. Mis conocimientos de alemán, adquiridos en el Instituto San Pablo, me permitieron actuar con bastante soltura. Bien vestido, ingresé en el primer café cercano a la estación de trenes y fui al mostrador para preguntar su domicilio. Los parroquianos bajaron los periódicos que leían en sus confortables butacas y dijeron casi al unísono que había muchos doctores Adler.

Me refiero a Víctor Adler, líder de la socialdemocracia.

—Ah, el
sozi

—Sí, el socialista.

Entonces dos dijeron que lo conocían, pero ignoraban dónde vivía. Su amabilidad los llevó a discutir entre ellos posibles direcciones. Mientras esto ocurría, sonreí para mis adentros, porque era la primera vez en años que hablaba en voz alta y sin temor. En Austria no era un prófugo y tenía en mi bolsillo un pasaporte que parecía legal. Un viejito de barba puntiaguda y bastón de mango dorado se ofreció para acompañarme hasta la sede del periódico que dirigía el
sozi
Adler. Anduvimos por espacio de una hora hasta dar con el sitio. Me asombraron los edificios bellos y los emblemas que colgaban de muchas paredes. Numerosos bares ofrecían sus periódicos a quienes deseaban relajarse en su interior. Predominaba un clima de bienestar, la famosa
gemütlichkeit vienesa
. Cuando llegamos, se nos informó que la redacción se había mudado hacía tiempo. Mi gentil cicerone se frotó las sienes y recordó la nueva sede del periódico. ¡Cómo lo despistaba la edad! Marchamos otra media hora. Llamó a la suntuosa puerta de acceso. Se asomó un portero asombrado, porque —dijo— no era día de visita. Sentí que la frustración me iba a desmayar. No podía recompensar a mi acompañante con dinero y estaba muerto de hambre.

—Cómo que no es día de visita —protesté.

Antes de retirarnos bajó por la ancha escalera un caballero delgado que nos lanzó una mirada hostil. Su estrabismo divergente sobre una nariz cortante y labios muy finos le conferían un aire de amenaza. Pregunté por Víctor Adler.

—¿No sabe usted qué día es hoy? —replicó, seguramente furioso por mi acento ruso.

—No, no lo sé —entre tantas aventuras había perdido la cuenta de los días.

—¡Hoy es domingo! —exclamó y se dispuso a seguir su marcha.

—Lo mismo da. ¡Necesito verlo!

—¡Cómo lo mismo da! ¡En los domingos el doctor Adler no recibe!

—Pero es que traigo un asunto urgente.

—¡Espere hasta mañana!

—¿Es usted un colaborador del doctor Adler? —lo increpé—. ¿Cómo se llama?

—Mire joven, no dispongo de mucha paciencia y…

—Es fácil darse cuenta que no dispone de paciencia.

—Y no tengo tiempo. Sí, soy colaborador del doctor. Y mi nombre es Fritz Austerlitz. Déjese de molestar. Adiós.

—¡Ah, el famoso Fritz Austerlitz, el terror de las redacciones socialdemócratas, cuyos artículos hieren como puñales! —le disparé a la espalda.

El hombre quedó inmóvil. Luego giró para clavarme sus ojos de serpiente. No supo si mis palabras lo halagaban o ponían en ridículo. Pero era evidente que yo lo conocía, que no era un maldito cualquiera.

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