—Usted viene de Rusia, ¿no? Bueno, ni aunque nos traiga la noticia del asesinato del Zar, o que ha estallado la revolución, no tiene derecho a perturbar el descanso del doctor Adler en un día domingo.
Su posición me resultaba absurda. Un revolucionario no podía actuar de esa forma. ¿Cómo era posible que durante el descanso semanal dejase de ser importante la revolución? No iba a ceder. El hombre se puso rojo y crispaba los puños. Iba a darme un golpe cuando, de súbito, quizás impresionado por la imagen que se iba a llevar el anciano que lo contemplaba con el dorado bastón en alto, accedió a darme las señas de Víctor Adler. Las repetí para memorizarlas. Austerlitz huyó con pasos de siete leguas.
Miré a mi acompañante, quien se ofreció a seguir orientándome por las pintorescas calles de Viena. No estaba lejos. Al llegar, activé la campanilla de la puerta. Al minuto abrió una empleada doméstica. Le di mi mensaje, pidió que aguardásemos y regresó para comunicarme que el doctor me iba a recibir. Liberé a mi generoso cicerone, le agradecí con todas las palabras tiernas que acumulaba mi alemán y estreché con fuerza su mano artrítica.
En un salón lleno de cuadros me recibió un hombre encorvado, que respiraba con dificultad. Las arrugas de su rostro bien afeitado eran las huellas de las luchas que sostenía desde hacía años. Tenía la nariz larga y los párpados hinchados, con una inquietante expresión de fatiga. Dijo que en Viena se estaban celebrando las elecciones para el Congreso. En la noche anterior había hablado en varios mitines y luego se quedó hasta tarde escribiendo proclamas. En sus labios se notaba bondad y en sus ojos una llamativa dulzura.
—Perdone, doctor, que venga a interrumpir su descanso en un domingo.
—¡No importa! ¡Cuénteme!
—Soy ruso… —dije mientras le miraba con lástima las arrugas.
—No necesitaba decírmelo —sonrió.
Le narré la belicosa conversación que había tenido en el portal del periódico con Austerlitz.
—¿Ah, sí? ¡Este Fritz! ¿Gritó mucho? ¡Siempre grita! No le dé importancia, es un volcán en erupción. Sabe que si me traen noticias importantes, pueden llamar a mi puerta cualquier día y a cualquier hora… ¡Katia! ¡Katia!
Enseguida acudió su nuera, que era rusa.
—Con ella se entenderá mejor, aunque su alemán es bastante bueno —dijo Adler, saliendo del cuarto por unos minutos.
Consideré que el viejo ya había decidido la continuación de mi viaje.
El comienzo de un paseo trascendental
Provisto con la ayuda monetaria adicional que me proporcionó Adler, fui hacia mi nueva meta. Estaba cada vez más ansioso. Hice escalas en Zurich y París. Por fin llegué a Londres en el otoño de 1902. Nuestra organización, aunque incipiente, ya demostraba eficacia en algunos asuntos. Uno de ellos era lograr que un joven convocado por un líder pudiese atravesar todo el continente, pese a enrevesados obstáculos, y llegar a destino en un tiempo razonable.
El análisis objetivo diría que yo era un joven revolucionario con más reputación de la merecida. Mis obras habían tenido cierto éxito, pero no era conocido. Por momentos me quebraba la nostalgia por mi esposa y mis hijitas abandonadas en el hielo, a las que quizá volvería a ver recién dentro de muchos años. O nunca. En ese momento me desplazaba hacia el extremo occidental del continente, alejándome cada vez más de ellas.
En el trayecto había mirado con avidez las populosas ciudades, ahítas de tesoros artísticos. Se sucedían pequeñas y grandes concentraciones urbanas que la estepa y los helados espacios de Siberia no tenían. Desde Pedro el Grande, en Rusia se anhelaba incorporar esta Europa, con su admirada cultura, sus hábitos modernos y su creativa visión del mundo.
Llegué a Londres de madrugada. Aún estaba oscuro. Alquilé un
cab
con más gestos que palabras. El inglés aún no había franqueado mi cerebro. Como el chofer no entendía ruso ni francés ni alemán, escribí la dirección en un papelito. El hombre asintió y azotó apenas su caballo. Yo estaba nervioso y desvelado. No había podido cerrar los ojos durante el cruce del Canal de la Mancha, ni en el trayecto por tierra desde Dover. Iba al encuentro de un hombre diez años más grande y que era motivo de idealización en varios países.
Al descender del carruaje estudié la zigzagueante calle empedrada en la que se alineaban casitas parecidas, todas de ladrillos, puertas negras y herrajes dorados. La luz del amanecer pujaba por imponerse a la niebla y pintar de rosa los tejados.
En el borroso extremo de la calle apareció el contorno indeciso de alguien que detuvo su marcha al verme. Durante un minuto me estuvo contemplando desde lejos. ¿Me habría reconocido? Lo enfundaba un gabán que llegaba hasta sus tobillos. Estaba cubierto por un gorro de piel siberiano. No podía distinguirle el rostro. Agucé la mirada y el hombre, en lugar de acercarse, cruzó a la acera opuesta. Aguardé otro minuto. Ante mi sorpresa, se introdujo en una pared de ladrillos. ¿O había cruzado una puerta? Me restregué los párpados. Estaba cansado y quizá sufrí una alucinación.
En Zurich me habían dado instrucciones acerca de cómo llamar a su puerta: cuatro golpes con una pausa entre el primero y el segundo. Me latía el pecho. Volví a examinar la calle desierta, sin asomo de otra alucinación esta vez. Giraron la llave y corrieron el pasador. Apareció Nadeida Krupskaia, arrancada de su sueño. Mantuvo entornada la puerta. La envolvía una bata gris y sus cabellos estaban sujetos por una gorra de dormir. Sus pupilas somnolientas miraban desconfiadas. Me estudió de la cabeza a los pies. La saludé en ruso, me excusé por haber llegado tan temprano y le di mi nombre. Ella asintió, abrió más la puerta y me invitó a entrar.
La sala era un living y comedor de dimensiones modestas. La mesa rectangular estaba cubierta por un mantel floreado y la rodeaban ocho sillas. En un ángulo había un sofá de cuero lustroso con almohadones de color. Apretados anaqueles llenos de libros tapizaban todas las paredes, desde el piso al cielo raso. Una gran alfombra azulina cubría casi toda la sala.
—Está todavía durmiendo —lo excusó Nadeida.
—Disculpe, llegué muy temprano —insistí—. Me quema la ansiedad de los fugitivos y vine directamente de la estación de trenes.
Sonrió y su cara severa adquirió ternura.
—¿Aceptaría un té?
—Con gusto, gracias.
En París me habían informado sobre ella. Era una educadora convertida en propagandista del marxismo. Conoció a su hombre en 1894. No pudieron estrechar su relación entonces, porque enseguida fue arrestada y enviada al exilio. Se reencontraron en Siberia. Después lo acompañó a Munich y ahora lo ayudaba en Londres como la más eficiente y confiable de las secretarias. Era bien parecida, de cutis nacarado y mirada saltona. La asocié con mi distante Alexandra y me invadió una ola de emoción.
Escuché ruidos en el dormitorio. El gran hombre estaba por aparecer. Bebí otros sorbos de té para relajar mi garganta.
Lenin ingresó con marcha reposada.
De un golpe registré su pantalón oscuro con tiradores y la camisa blanca. Tenía mediana o casi baja estatura. Su frente olímpica, abultada y llamativa como una cúpula, resplandecía bajo la luz de la lámpara y estaba levemente arada por algunas arrugas. A ambos lados del rostro emergían los bloques de piedra de sus pómulos. Por debajo las mejillas parecían chupadas, sin sangre, y descendían hasta el matorral de su barba prolijamente recortada. Bajo su bigote asomaban los labios firmes, de un dibujo perfecto, que se continuaban con el mentón vigoroso. Su cara unía las diversas etnias de su origen y de nuestro país: europeo y asiático, ario y mogol, judío y báltico. Su mirada hendía como si le salieran lanzas, o como si mordiese al interlocutor. Las cejas negras le otorgaban un encuadre que armonizaba con el oscuro pelo de sus sienes. Era la cabeza que encendía polémicas —me habían dicho—, que se inclinaba durante horas de abstracción en el estudio severo de datos objetivos, que hablaba con registro seductor o perentorio, que generaba respeto, hostilidad y dudas al mismo tiempo.
Me paré, conmovido por su majestuosa presencia. Más que una persona, era una personalidad. Recibí el apretón de su mano firme.
Tuve la sensación de un enamoramiento a primera vista. Bromeamos por mi arribo de madrugada. En torno a la mesa empezamos a desovillar los temas políticos, salpicados con anécdotas personales. Nunca olvidaría esa primera conversación con el hombre que encabezaría un cambio mundial. Las palabras que se desprendían de sus labios eran moldeadas por ademanes elocuentes.
Mientras nos entusiasmábamos con la charla, Nadeida preparó el desayuno. Instaló una bandeja con panes, manteca y dulces junto a renovadas tazas de té. Luego me ofreció su baño y dormitorio para cambiarme y acomodar mi ropa provisoriamente. Acepté feliz. El agua y el jabón me renovaron. Cuando volví al comedor, Lenin sonrió por mi nuevo aspecto.
—No creo que puedas dormir ahora, así que te invito a dar un largo paseo.
El camino a Octubre
Cosmopolita
Europa
(1903-1905)
Tras las pesadas huellas de Marx
Salimos a recorrer Londres. Caminar al lado de Lenin me despabiló. Explicaba sereno la conformación de la ciudad. A cada sitio lo salpicaba con referencias históricas, políticas y artísticas. En poco tiempo me puso al día sobre las grandes cabezas que habían vivido y trabajado en Londres. Se refirió a la democracia inglesa y al desarrollo de sus fuerzas productivas a partir de la Revolución Gloriosa de 1688. Pasamos ante el Museo Británico, donde Karl Marx había consumido años de estudio e investigación.
—¿Quieres visitarlo?
—Sí, por supuesto.
—Bien, vamos.
Llegamos al
reading room
, en el corazón del edificio. Vastos anaqueles de madera exhibían los lomos de incontables libros encuadernados. Los estantes emitían aroma a cuero, papel y tabaco. La enorme sala de lectura acogía como la nave central de un gran templo. Los sillones eran mullidos y había mesas donde se podían abrir cuadernos, planos y hasta amontonar volúmenes sin molestar al vecino. Cerca de la entrada, a la derecha, se conservaba el pupitre donde había trabajado Marx. Nos detuvimos por unos minutos, como ante el altar de un santo. Imaginé verlo, con su espesa barba gris, inclinado sobre los documentos que inspiraban sus obras. Nadie ocupaba ese pupitre, sin embargo. Y supuse que lo mantenían libre por respeto o por si ese viejo volvía a presentarse. Miré hacia arriba y observé la cúpula impresionante de la que bajaba una tierna luz azulina.
—Es la cúpula más grande el mundo —explicó Lenin—, después de la del Panteón, en Roma.
Los carritos que repartían las solicitudes de los lectores producían un rumor amortiguado y sedante. Caminamos por las limpias baldosas hasta que mis pulmones se sintieron llenos del aire mágico que allí reinaba. Lenin me dirigió hacia la salida.
Desde un puente señaló la Abadía de Westminster, con sus agujas doradas y el famoso reloj. Con ganas de bromear me introdujo en un club exclusivo, tras explicar al conserje que yo era un estudiante que escribía una tesis sobre la historia de Londres. El conserje nos hizo acompañar por uno de sus ayudantes para que no espiásemos en los rincones íntimos, reservados para los socios. Pisé sobre espesas alfombras, admiré las paredes forradas con maderas oscuras, de las que colgaban grandes cuadros con escenas de la antigüedad clásica y batallas navales. Las poltronas de cuero verde, negro y marrón invitaban al ocio que ninguno de nosotros sabía disfrutar.
Las palabras de Vladimir Illich no eran vanas. Como una fuente apacible derramaba su cultura, el aprecio por las nuevas conquistas de la ciencia, su admiración por el arte, el tesoro de algunos libros que había leído recién y su conocimiento sobre los grandes periódicos europeos. Yo lo escuchaba fascinado, porque era mucho más que un líder político. También me sorprendió su información sobre la artillería alemana y la aviación francesa. ¿Era un nuevo Diderot? Para alguien que acababa de salir de Siberia, ese hombre causaba vértigo.
De vez en cuando, como en las pausas en una lectura, interrumpía su exposición para formularme preguntas. Es claro, necesitaba conocerme. Hasta él habían llegado informes sobre mis cualidades, que exageraban los méritos. Ese largo paseo fue un examen. Cuando me tocó hablar puse énfasis en las carencias de la organización partidaria rusa. Le narré mis choques con los anarquistas de Irkutsk. También le hablé sobre los dolores de cabeza que me producían los argumentos del revisionista Bernstein. Confesé hacer estudiado su libro
El desarrollo del capitalismo en Rusia
y que me había asombrado la masa de documentos que contenía.
En esa primera conversación esquivó revelar la causa por la que pidió a Claire mandarme a Londres. Tampoco supe si había aprobado el examen. Sólo me aconsejó seguir con mis estudios.
—¿Nada más? ¿No es perder el tiempo? ¿No convendría regresar a Rusia y entrar de nuevo en la acción revolucionaria?
Lenin esbozó una sonrisa de aprecio, pero no contestó. Fatigados, regresamos a su casa.
Londres revolucionario
Nadeida me buscó un alojamiento permanente. Lo consiguió calles más abajo, en una casa donde vivían Vera Sasulich y Yuli Mártov, entre otros revolucionarios, a quienes fui presentado con mucha amabilidad. Las habitaciones, siguiendo la costumbre inglesa, no estaban en el mismo piso. Quedaba en lo alto una especie de buhardilla, que me fue asignada. El edificio poseía una suerte de sala común en planta baja, donde se tomaba café o té, se fumaba y charlaba. La vez que fue allí el famoso Georgi Plejánov dijo que el desorden de ese sitio era más repugnante que el de una cueva. Y los residentes, a las carcajadas, repetían esa afirmación como un mérito. En mi buhardilla había un lecho confortable, una pequeña mesa para escribir, una butaca giratoria y un perfecto espejito redondo encima de la cómoda. Casi la residencia de un príncipe.
Así comenzó mi etapa londinense.
Durante las primeras noches no pude dormir bien. A lo lejos ladraban perros. Los cascos de un caballo golpeaban a menudo el empedrado y me imaginaba que arrastraban un coche con las ruedas enllantadas. Me concentraba en su ritmo, que se apagaba de a poco. En ocasiones lo sucedían voces borrachas que intercambiaban risotadas. El insomnio aguza los sentidos y uno es capaz de captar sutilezas que en la vigilia se pierden. Daba vueltas en el lecho y golpeaba la almohada para hacerle desaparecer el hueco que le había dejado mi cabeza. Recordaba tramos de mi largo viaje por ciudades de Europa. Recordaba el rostro de Alexandra y el de nuestras hijas. Recordaba el irreal clima siberiano. El loco ataque de Félix Dzerdzinsky. Los ojos cansados de Víctor Adler. Mi paseo por Londres con Lenin. El pupitre de Marx. En mi desesperación por dormir empecé a sufrir latidos en las sienes. Con el pulgar apretaba la arteria bajo la raíz de la patilla y con los otros dedos comprimía mis órbitas. Me dije: son los celos del pasado, indignados por mis presurosas zancadas al futuro. A veces surgían imágenes de la lejana Iánovka, mi madre leyendo, papá dando instrucciones a los peones, Iván en su taller. ¿Cómo era posible que hubiese dormido en las condiciones inhumanas de las prisiones y no lo pudiera hacer en este confort casi nobiliario?