En pocos meses el nombre de Zimmerwald, hasta entonces ignorado, empezó a sonar en el mundo. Esto produjo gran felicidad en el propietario del hotel donde nos alojamos. Ese honorable suizo nos mandó cartas donde confesaba su esperanza de que aumentase de forma vertical el precio de su finca y que, en agradecimiento, estaba dispuesto a contribuir con una “sabrosa” donación. Porque allí, en efecto, en ese sitio que ni marcaba el mapa, había nacido la trascendente Tercera Internacional, sobre la que correría tanta tinta.
Nuestra conferencia impulsó el movimiento antiguerrero en varios países. En Alemania contribuyó a intensificar la acción de los espartaquistas. En Francia se creó el “Comité para el fomento de las relaciones internacionales”. Y la colonia rusa de París se avino a cargar sobre sus hombros parte de la indigestión financiera.
Las diferencias de opinión que otra vez volvieron a separarme de Lenin en Zimmerwald se borraron en el transcurso de unos pocos meses. Nos escribíamos con renovado afecto. Pero mientras, sobre nuestras cabezas confluían nubes cada vez más hostiles. Arreciaban los anónimos. Sabíamos que tanto las acusaciones como las amenazas procedían de las obstinadas embajadas zaristas. No podíamos descartar un atentado.
Regresé a Sèvres. El Gobierno francés, luego de vacilaciones, decidió prohibir el esforzado periódico ruso por su excesivo tono pacifista. No conforme, el ministro del Interior quiso darle más contundencia a su gesto y firmó mi expulsión del país. Mi expulsión, porque yo era un bocado fácil de masticar. Bramaba la guerra y el Zar era un gran aliado. La Policía me informó con hipócrita gentileza que podía irme al país que eligiese; pero se sentía obligada a prevenirme que tanto Inglaterra como Italia renunciaban al honor de darme asilo.
—¡Gracias! ¡Qué honor!
Esbocé una sonrisa torcida que reprodujo en espejo la sonrisa del acartonado oficial. Después de pensarlo un minuto le dije que retornaría a Suiza. Fui al consulado de ese país para que me visaran otra vez el pasaporte, puesto que las medidas burocráticas de seguridad crecían al ritmo de las balas. Con una gentileza copiada de los franceses, un oficial suizo me informó con pena teatral que por ahora no podía satisfacer mi pedido. Contuve mis ganas de largarle un salivazo a los ojos. Golpeé la puerta al salir y mandé un telegrama a mis amigos de Zurich y Berna. Me devolvieron una respuesta tranquilizadora: allí no me estaban persiguiendo, debía insistir. Regresé al consulado, pero ya ni quisieron atenderme. Peor aún: un oficial se cruzó en la puerta con las manos en la empuñadura de su arma. La embajada rusa también presionaba sobre Berna.
En medio de esa maldita guerra que fragmentaba Europa, no tenía modo de llegar a Escandinavia sin pasar antes por Inglaterra. Revisé por centésima vez el mapa, sus ensangrentadas trincheras y las líneas de fuego. No me quedaba otra opción que dirigirme a un país que jamás había pisado: España. Era la península marginal que pobló algunas de mis lecturas juveniles con historias de moros, judíos y toreros. ¡Bueno, que sea España!
Tampoco esa opción fue sencilla. Durante un mes y medio transpiré ante la policía de París para que me autorizaran cruzar los Pirineos y tomar ese nuevo destino. ¿Por qué semejante freno? No había respuestas para las muchas preguntas. Su amabilidad era una ensalada de titubeos, simpatía y desprecio. Hiel y azúcar. Espías rusos controlaban mis movimientos tras los árboles, en las esquinas o bajo los escritorios. También montaban guardia delante de mi modesta vivienda en Sèvres. Un psiquiatra me habría diagnosticado paranoia. Pero Natasha, para disminuir mi rabia, opinaba que debería sentirme orgulloso por ser tan importante.
Dos policías franceses vestidos de civil se presentaron de madrugada en mi domicilio. Mostraron sus credenciales y saludaron con solemnidad militar. Dijeron que había llegado el fin de mi permanencia en el país. Debía marchar a España antes de que cayese la noche. El Gobierno había decidido que cruzara los Pirineos. Pero yo solo.
—¿Yo solo? ¡De ninguna manera! ¡Tengo esposa y dos hijos!
—Solo.
—Dije que no acepto.
—Se irá solo. Por las buenas o por las malas, distinguido señor.
—¡No me diga distinguido! ¿Ha vuelto el terror a este país? ¿Gobierna Robespierre?
—Le sugerimos no perder tiempo. O viajará con la ropa que tiene puesta.
Se ofrecieron a llevarme hasta la estación de trenes en un auto oficial. Su amabilidad sólo me generaba puteadas en ruso, alemán y francés. Hasta me burlé de ellos pidiéndoles que se ocuparan de hacer mis maletas y preparasen una comida para el viaje. Como respuesta se acariciaron los mostachos y mordieron los dientes.
—Vuelvo a preguntarles: ¿y mi esposa e hijos?
—Se quedan aquí.
—Es absurdo. Me niego. ¡Váyanse!
Como desquite me empujaron hacia el coche que esperaba afuera. ¡Otra vez empujado! Me llevaron a la comisaría, donde fui encerrado en un calabozo más o menos limpio. Unas tres horas después me exigieron regresar al coche y viajamos hacia la estación de ferrocarril. En el andén los relevó otro par de policías, pero uniformados. Yo estaba descompuesto de ira. Me acomodaron en un vagón de segunda clase, con un agente al lado y otro frente a mí. Les reproché que no me hubiesen dejado despedirme de mi familia. Asintieron, para no discutir. Era peor que haberme insultado y casi me arrojo sobre el que estaba enfrente. Me obligaron a sentarme de nuevo. Una hora más tarde me acaricié el abdomen y confesé la necesidad de orinar.
—¿A cuál de los dos mojo?
El de al lado se levantó y me guió al toilet.
—No hace falta ser tan violento,
monsieur
.
Durante el largo viaje uno de los policías demostró ser un buen geógrafo. Para captar mi atención dijo que hablaba castellano y conocía muy bien España. Expuso una breve pintura de sus ciudades y regiones. El otro, más joven, se mantuvo callado; recién salió de su mutismo cuando tuvo la oportunidad de quejarse sobre la raza latina.
—¡Ahí tiene usted! —exclamó—. ¿Cuál es el estado de la literatura francesa, española, italiana? Las tres, latinas, son pura decadencia. Lo mismo pasa con la filosofía. Desde los tiempos de Descartes y Pascal, no se ha producido nada valioso. ¡Nuestra raza está condenada a ser la mierda del mundo!
Asombrado, le formulé preguntas que no contestó. En agrio silencio se dedicó a engullir fetas de tocino con pan. Pensé que le hubiera gustado ser profesor de literatura en vez de policía.
El más viejo, irritado por el alarde que acababa de vomitar su colega, cambió de asunto y empezó a explicarme la importancia del ferrocarril transiberiano. ¿También conocía el mapa de Rusia? Le conté que había recorrido algunos de sus segmentos, lo cual le causó tanta alegría que se le humedecieron los ojos.
El más joven retomó la palabra para volver a lo mismo.
—Los latinos carecemos de iniciativa. Todo el mundo quiere vivir del presupuesto. Es triste, pero es así. Tome por ejemplo la gran Revolución Francesa. ¡Formidable movimiento! Catorce años después, el pueblo vivía peor que nunca. Lea usted a Taine. El escepticismo es la única filosofía que nos conviene. Eso de la libertad es una mentira. Todo está predeterminado. Estaba predeterminado que usted sería expulsado de Francia, por ejemplo.
Comenzó a beber vino rojo del pico de su botella. Después de reinstalarle el corcho y secarse con la manga, volvió a insistir.
—Las pocas ideas nuevas que producimos sólo sirven para limpiarnos el culo.
El viejo, en lugar de contradecirlo, que es lo que buscaba su colega, se dedicó a contarme cómo es el pueblo vasco, el primero que conocería en España. Se refirió a sus orígenes misteriosos, la exclusividad de su idioma y la calidad de sus comidas.
En la estación de frontera me condujeron a un puesto policial para que me extendieran un salvoconducto. ¡Otro trámite! El viejo hizo una seña masónica que yo conocía, para que se aceleraran los pasos. Después me acompañaron a otro andén.
—
C’est fait avec discrétion… N’est-ce pas?
—dijo el más joven.
Los dos eran masones, evidentemente.
Los despedí con otro gesto masón, que les iluminó la cara.
Tierra de toros
Cuando llegué a San Sebastián sin escolta procuré darme aires de turista. ¿Sabía la policía de España por qué me habían expulsado? Recorrí la pintoresca ciudad, admiré su mar y me espantaron los precios. Pero no debía distraerme, sino restablecer contactos. Para eso nada mejor que llegar a la capital, Madrid. Mi ignorancia del idioma español era absoluta. Jamás me sentí más aislado. Con señas y muchas palabras en francés, alemán e inglés pude comprar el billete. Tenía dinero para aguantar unas semanas. Me insumió largas horas de tren llegar a Madrid. Busqué una pensión barata con gran esfuerzo y decidí acogerme a las bellezas del arte mientras esperaba la llegada de auxilio. Natasha me había enseñado mucho en museos y exposiciones de París y Viena, pero en los últimos años casi había olvidado que aún existía arte en el mundo.
Me lancé sobre los tesoros del Museo del Prado. Volví a sentir las ráfagas de la eternidad. Estaba vivo, conservaba mi sensibilidad artística. Los milagros de Rembrandt, Murillo, Goya y Velázquez me llenaron de energía pese a mi precaria situación. Las pinturas de Hieronymus Bosch, genial en su simplista goce de vivir, y los horribles castigos del infierno, me volvieron a poner en contacto con los alambiques del espíritu. Contemplé en esos cuadros, con unción, las figuras de los aldeanos, la tristeza de los asilos y la vida que muestran hasta los perros. Me sentía provisto de los ojos que permitieron a mi admirado Máximo Gorki penetrar en el fondo de la miseria y de las heroicidades que pueblan el planeta. En esas obras no se hablaba de la guerra que en esos momentos consumía a Europa, sino de las guerras que corroyeron desde siempre la historia de la humanidad. No dejaba de concurrir casi a diario a ese museo, donde me detenía frente a determinado cuadro para descubrir los detalles microscópicos que le había impuesto una mano genial.
En la pequeña pensión, oculta en el centro de una manzana olorosa, leía con un diccionario los periódicos españoles y aguardaba respuestas a mis cartas. Aún me alentaba la expectativa de regresar a Suiza y reunirme allí con Natasha y los chicos. Recibí una carta desde París con la dirección del socialista francés Gabier, a cargo de una compañía de seguros. Fui a verlo de inmediato. Tenía mediana edad, vestía elegante, estaba bien afeitado y lo ennoblecía una frondosa cabellera de cobre. Pese a su destacada posición, Gabier criticaba la inclinación guerrera de su partido. Los socialistas españoles habían sido envenenados por el chauvinismo francés, dijo. No había más oposición seria que la de los anarquistas. ¡Los anarquistas! Conversamos mucho y me prestó dinero.
Usé cada rato libre para seguir estudiando palabras españolas. Las escribía en un cuaderno y repetía todas las mañanas. Al principio debía repasar su traducción, después las tapaba con una mano y me esmeraba en recordarlas sin ayuda. Poco a poco aumentaba mi caudal de nuevos vocablos. También charlaba con Gabier en francés y trataba de mechar mis frases con voces castellanas, lo cual provocaba su risa y algo de sorpresa.
Un día la mucama de la pensión me hizo señas para que me escondiese. Habían ingresado unos policías. No tuvieron dificultad en descubrirme y ordenaron que los siguiese. ¿Adónde? Me subieron a un coche. Llegados a destino, fui sentado en el rincón de un despacho neutro.
—¿Estoy… detenido? —pregunté con la lengua trabada.
—Sí, por una horilla.
—Horilla…
—busqué en el diccionario.
Me hicieron esperar siete horas. ¿Una técnica para demoler defensas? Más tarde me llevaron escaleras arriba. Ingresé en una sala con mosaicos en damero y un techo rebosante de filigranas. No imaginé que iba a comparecer ante un numeroso tribunal. ¿Tanta gente sólo para mí? Demasiado honor… O demasiadas calumnias sobre mi peligrosidad.
—¿Por qué… me detienen? —volví a esforzarme con palabras recién aprendidas.
La pregunta causó perplejidad. Yo me asombré de su asombro. Los jueces no parecían navegar por los cielos, sino que hablaban de forma directa, como en los cafés. Comentaron aspectos de mi vida y de mis actos que nada tenían que ver con mi vida y mis actos. Les habían informado que era un tirabombas. Transpirando, no encontraba palabras para refutar una sola de sus mentiras.
—¡Si supiera usted el dinero que nos cuesta perseguir a nuestros propios anarquistas! ¡Como para dedicarnos también a los rusos!
Rogué ser escuchado. Pronuncié una palabra tras otra con el diccionario abierto y una admirable paciencia por parte de esos jueces. ¿Empezaba a querer a los españoles?
—No tengo nada que ver con los anarquistas.
—¿Qué ideas profesa, entonces?
—No soy anarquista.
Quise explicarme en francés, pero se miraron entre sí, inquietos. Les hablé de la paz, del socialismo humanista.
Cambiaron opiniones en voz baja y, al cabo de un rato, uno de ellos pronunció la sentencia: debía salir de España cuanto antes; era lo mejor que me podían brindar. Pero mientras tanto, confiados en mi palabra, someterían mi libertad a ciertas restricciones.
—Sus ideas son
trop avancées
para España, ¿comprende?
A la medianoche dos agentes me sacaron del adusto edificio y condujeron a una cárcel ubicada en las afueras de la ciudad. Antes de entrar me palparon de armas, lo cual era ridículo a esa altura de los acontecimientos, pero la burocracia es la burocracia. Después ordenaron que subiese unas escaleras de hierro y recorriese un pasillo iluminado por bombitas mortecinas. Regresaba al infierno de las prisiones. Todo eso me era familiar: los olores rancios, la angustia que emitían los muros, el aire infecto. Se abrió la puerta de un cubículo y fui empujado, otra vez empujado, pero con menos violencia que en Rusia. El ruido de la cerradura golpeó en la profundidad de mi cerebro. ¿Cuántas veces había sufrido la misma historia? Me paré en puntillas y conseguí abrir un ventanuco cruzado por barrotes. Sin desvestirme, me abandoné sobre la sucia paja del suelo. Estaba más allá de mi última resistencia ¡Encarcelado en Madrid! Tendido e impotente, de súbito me eché a reír como un loco, hasta que el sueño me venció.
Al otro día, en el paseo por el patio, un prisionero que hablaba francés me reveló que había celdas gratis y celdas pagadas. Una celda de primera categoría costaba peseta y media; la de segunda, la mitad. Pude comprender que mi celda era de primera clase, con restos de la mierda dejada por el preso anterior. ¡Cómo serían las demás! También me informó que los moradores de los cubículos caros podían pasear dos veces al día, como era mi caso.