En la tercera jornada fui a una oficina donde me ordenaron poner las yemas de los dedos encima de una plancha sobre la que habían extendido tinta de imprimir, con el objeto de registrar mis huellas digitales. Era un nuevo procedimiento de control que se consideraba la más refinada expresión de la modernidad. Me negué a ser moderno. Entonces me sujetaron entre cuatro, pero sin perder la cortesía que diferenciaba a estos funcionarios de los que servían al régimen ruso. Me aflojé y decidí mirar por la ventana mientras un agente me ensuciaba cuidadosamente los dedos, uno tras otro, y sellaba con ellos varias hojas de papel, primero la mano derecha y luego la izquierda. Después me pidieron que me quitase las botas. Me negué de nuevo. Con los pies la cosa no les resultó tan sencilla. Sudados y molestos, no supieron qué hacer conmigo. Se resignaron a quedarse sólo con las huellas de las manos y me devolvieron a la cloaca de mi celda.
Horas más tarde fui al locutorio, donde aguardaban Gabier y un amigo suyo tapándose la nariz con un pañuelo embebido en colonia. Me dijeron que ya estaban cerca de conseguir mi libertad.
Pasaron otros horribles días que viví casi en estado de coma. Al final se acercó un agente con un papel que leyó solemne ante mis ojos extraviados. Dijo que aquella misma noche viajaría a Cádiz.
—¿Cádiz?
Preguntó si yo pagaría el billete. Mis pupilas adquirieron un brillo salvaje que lo obligó a retroceder. Regresó más tarde con la noticia de que me obsequiaban el pasaje. ¿Por qué Cádiz? volví a preguntar. Queda en el extremo sur de la Península y de allí me caería en el océano.
Me dejaron bañar en una tina llena de desinfectante y partí de madrugada acompañado por dos agentes. Me dijeron con algunas palabras en francés que era considerado un sujeto de extrema peligrosidad y por esa razón me trataban con respeto. En España se admira el coraje.
Ese viaje me llevó al despacho de la máxima autoridad policial de Cádiz, donde fui recibido enseguida. El oficial me saludó con un apretón de manos. En su espaciosa oficina ya habían instalado a un representante del consulado alemán, quien debía servirnos de intérprete. El jefe miró dentro de una carpeta y dijo con la mirada sombría que, según órdenes superiores, a las ocho de la mañana del día siguiente debía embarcarme hacia La Habana.
—¿Para dónde dice usted?
—La Habana.
—¿La Ha-ba-na? ¿Está loco?
Me miró pasmado.
—Lo siento. Pero mi deber es embarcarle a usted. Y no sólo embarcarle, sino encerrarle en las bodegas. Me desagrada. Lo siento mucho.
El tembloroso intérprete alemán me pidió que aceptase la realidad. No podía luchar contra un país.
—¡No! —respondí—. Es demasiado. No soy un criminal para ir a cualquier parte.
—La Habana no es cualquier parte.
Pedí mandar unos telegramas. El jefe accedió y me acompañaron a una oficina de correos. Caminé apurado, pero mi impaciencia me indujo a trotar y luego correr por las calles, seguido por una fila de uniformados. La gente se daba vuelta para mirar esa extraña competencia deportiva. Entré como una tromba y me acomodé ante una mesa para escribir varios textos a Gabier, al director de la policía política de España, a los periódicos liberales, a los diputados republicanos de las Cortes. Introduje argumentos en formato de telegrama. Después me puse a redactar cartas. Los policías, consternados, se sentaron a fumar. De la oficina de correos disparé de regreso a la oficina del bondadoso comisario. Apelé a mi rudimentario español, y la esperanza de que entendiese algo de francés, para solicitarle que, por razones humanitarias, él mismo telegrafiase a Madrid.
Un diputado, al enterarse del tratamiento que me estaban aplicando, presentó una interpelación ante las Cortes. Una semana después supe que en los periódicos se había comenzado a discutir mi extraño caso y alguien ya acusaba a la Policía. Surgió una polémica donde se confundió mi pacifismo con simpatías nacionales: algunos afirmaban que apoyaba a Francia y otros a Alemania. También se hacía referencia a mi “violento anarquismo”, sin saber que lo rechazaba desde siempre. En medio de ese barullo no había manera de entender nada. Sin embargo los cables, las cartas y la gestión del comisario lograron que me fuera permitido esperar en Cádiz la llegada de un barco con destino a Nueva York. ¡Nueva York era otra cosa! Y pude relajar mis nervios. Por primera vez en años regularicé mi correspondencia con Natasha y los niños.
Paseé en la plateada Cádiz varias semanas bajo vigilancia estricta. Pero cordial. No tenía que ocultarme de espías, ni huir en coches de alquiler, ni esconderme en un cine sombrío, ni saltar al último vagón del Metro y de ahí otra vez al andén. La vigilancia española era suave. No tenía las enruladas gentilezas de los franceses, tampoco la brutalidad de los rusos. Ni siquiera fui encerrado en una celda. El máximo responsable de mi vigilancia dijo que se presentaría a determinadas horas en el pequeño hotel donde fui alojado y yo debía estar allí esperándolo. Dejó entender que, fuera de esos momentos, podía ir adonde quisiera. Pero renuncié a moverme demasiado para evitar nuevos problemas. El policía, a cambio de mi buena conducta, propuso acompañarme para hacer compras de ropa, alimentos y libros; hasta me advertía sobre los pozos de la acera e ilustraba sobre algunos edificios históricos. Una tarde me invitó a saborear un café con breves columnas fritas rellenas de chocolate llamadas churros.
Solía completar mis caminatas con visitas a la Biblioteca, donde me familiarizaba con la densa historia de España en los pocos textos franceses y alemanes que allí pude descubrir. Al mismo tiempo me apliqué a mejorar mi inglés. ¡Me esperaba Nueva York, nada menos! De esa forma apacible transcurrieron los días. Las angustias provenían de la guerra, cada día más cruel y fanática. En la Biblioteca yo era casi siempre la única visita. Un empleado adormecido tras su escritorio me señalaba con el índice dónde encontrar ciertos volúmenes.
Leí una serie de cortas biografías sobre los políticos españoles de los últimos años. Me asombraron los inesperados giros de su suerte. Poco antes de triunfar eran aún tachados de insensatos, luego se convertían en jefes gloriosos y, por último, varios se desbarrancaban en la tragedia. Al fracasar, volvían a ser tan insensatos (y criminales) como antes de su peripecia. Me parecieron astutos caballeros que probaban en revueltas sucesivas e intrascendentes. Los llamaban “pancistas”, es decir, gente con el abdomen lleno e impúdico. Me pregunté si la misma inspiración había dado lugar al nacimiento de Sancho Panza.
Me llamó la atención que los periódicos de Cádiz no publicasen casi nada sobre la Guerra Mundial, como si no existiese. La guerra se desarrollaba al otro lado de los Pirineos. Y los Pirineos funcionaban como una muralla que los aislaba del mundo.
Me informaron que en una semana partiría un transatlántico español rumbo a los Estados Unidos, pero que no haría escala en Cádiz. Debía tomarlo en Barcelona. Barcelona quedaba en el otro extremo del país, cerca del límite con Francia. Salté de alegría al enterarme de que Natasha y los niños habían sido autorizados a reunirse conmigo en ese puerto. ¡No debíamos perder ese barco, entonces! Arreglé con el jefe de Policía para tomar el primer tren, aunque se desplazara más lento que una hormiga. El trayecto me consumiría dos días y sus respectivas noches. ¡Qué importaba frente al premio que me esperaba allí! Devoré tres libros. En Barcelona fui recibido por policías apostados en el andén, ¡cuándo no! Me reinstalaron en el clima de severidad que había olvidado en el afable sur. Surgieron nuevos problemas. Por suerte me había nutrido de suficiente serenidad para no replicar enojado. Volví a sufrir la vigilancia de espías idiotas. Mandé varias decenas de telegramas para que se supiera de mi situación y el maltrato ridículo que me aplicaban, pese a mi conducta de santo.
Por fin llegaron Natasha y los niños. Los esperé en la estación, rodeado por un insoportable enjambre de uniformados. Nos abrazamos como posesos. Gritamos en ruso con tanta fuerza que vinieron refuerzos para formar un anillo constrictor y hacernos callar. Sergio y Leoncito no me soltaban, mis ojos y los de Natasha no podían desprenderse. En el coche que iba al hotelucho donde fijaron nuestro fugaz domicilio empezaron a contarme sus penurias. Natasha había enfrentado más de cien agresiones. Tuvo que sortear trampas y ofertas malignas. Hasta que pudo conseguir los salvoconductos que abrieron su camino a Barcelona.
—¡Ya estamos juntos! —bramé feliz.
Había que celebrar. Perseguidos siempre, recorrimos la hermosa ciudad. A Natasha le produjeron un fuerte impacto las construcciones modernistas de un arquitecto catalán llamado Antonio Gaudí. Quedó prendada de su libertad creativa. Ya había escuchado sobre su escandalosa ruptura con los cánones tradicionales. Los chicos dijeron que eran viviendas para los gnomos y prefirieron contemplar el mar y el puerto. Al pie de su estatua les expliqué quién había sido Cristóbal Colón. Después recorrimos la rambla y apreciamos los pintorescos puestos con frutas grandes y sabrosas. Gastamos buena parte de nuestro dinero en darnos un banquete.
Transatlántico
Subimos a la enorme nave en una mañana fría de diciembre, la peor época para iniciar el cruce del Atlántico. Pronto, entre vómitos y mareos, muchos pasajeros adquirimos una dolorosa conciencia de la finitud de la vida. Bastaba registrar los deprimentes comentarios que circulaban como serpientes invisibles. Al menos navegar con el pabellón neutral de España reducía los peligros. La Compañía había aprovechado esta situación para cobrar una cantidad extra e instaló más pasajeros de lo habitual donde y como pudo. A bordo también venían desertores de Francia y Alemania.
Por mi manejo de idiomas me permitieron hacer breves excursiones a primera clase. Allí descubrí personajes curiosos. Un pintor que se decía célebre, pero cuyo nombre jamás escuché, afirmaba que estaba salvando sus cuadros inmortales del fuego que lanzaban las trincheras, y los tenía guardados en su camarote. Otro era un irlandés robusto que ejercía de boxeador, pero escribía poesías para competir con su presunto primo, Oscar Wilde. Un
gentleman
vestido con chaquetas entalladas decía ser campeón de billar —juego que yo desconocía— y se iba a morir antes de llegar a América. Una mujer evocaba las clases de alemán que le había impartido al rey de Inglaterra. También hablaban sin recato especuladores y delincuentes que competían en el ingenio y volumen de sus delitos. Mis aventuras y los centenares de libros que había devorado no alcanzaban para conocer toda la alienación que reina en el mundo, me dije. Siempre se descubre algo nuevo, a menudo peor.
Pese a que los movimientos del barco eran menos intensos en la parte más alta, también allí los vómitos salpicaban todos los rincones. Varios camareros sólo se dedicaban a recorrerlos con trapos y detergentes.
El pasaje de la hacinada tercera clase, en cambio, exhibía características que hubiesen inspirado a Máximo Gorki, Joseph Conrad y Emile Zola. La gente no hablaba, apenas se movía. Los alimentos eran mezquinos, pero los ojos de esos seres sombríos revelaban esperanza.
Para nuestros chicos el barco era un espacio inagotable de juego y observación.
—Oye, ¿sabes que el fogonero es muy buen hombre? Es un “repúblico” —dijo Sergio.
—Republicano —aclaré—. ¿Y cómo pudieron entenderse?
—Porque dijo muy claro “Alfonso”, y después hizo así con el puño: ¡pif! ¡paf!
—Entonces no hay duda de que es un republicano. Odia al rey Alfonso.
Celebramos en alta mar el comienzo del año 1917. Pronunciamos vivas y buenos deseos, pero sin que hubiese un incremento de la comida, ni de las bebidas, ni disminuyera el hacinamiento. Tampoco sospechábamos que, pese a estar alejándonos de Rusia, el tiempo nos acercaba a los acontecimientos que cambiarían violentamente la historia del mundo.
Las olas bailaron más de lo conveniente en esos días y nos hicieron vomitar hasta la mucosa de los intestinos.
Durante la mayor parte del trayecto siguió la marejada gruesa. El agua saltaba hasta los puentes y a menudo barría las cubiertas. Muchos sillones y reposeras terminaron en el mar. Uno de los marineros se convirtió en el comentario obligado al esparcirse la noticia de que había caído al agua. El fragor del viento y la lluvia no dejaron escuchar sus gritos. Desapareció en medio de la tempestad. No hubo comentarios oficiales, sino rumores, enojo, resignación. La gente prefirió desde entonces sufrir encerrada en los camarotes, con el aire tan infecto y salitroso que quitaba las ganas de respirar.
A mediados de enero se produjo el solemne ingreso en el puerto de Nueva York. Fuimos despertados a las tres de la mañana. Hacía más frío que nunca. Cuando empezó a clarear pudimos distinguir su grisáceo bosque de edificios. ¡El Nuevo Mundo! Una bandada de ideas me acicateaba el cerebro como si fueran los picos de las gaviotas. Estaba frente a la capital del automatismo capitalista, en cuyas calles predominaba la teoría estética del cubismo y en cuyos corazones se entronizaba la filosofía moral del dólar. Nueva York era la expresión radical del espíritu contemporáneo. En pocas décadas había logrado impregnarse de leyendas y fantasías para todos los gustos.
Después de sortear los trámites de inmigración, arrastrando nuestros bártulos, nos dedicamos a buscar alojamiento en los barrios obreros. Conseguimos uno que costaba poco y tenía comodidades infrecuentes para un europeo: luz eléctrica, cocina a gas, cuarto de baño, teléfono, montacargas automático para los víveres y otro para bajar el cubo de la basura. Ese confort ganó de inmediato la simpatía de nuestros niños. Durante un tiempo el teléfono fue el centro de su actividad. Ni en Viena ni en París habíamos tenido ese artefacto en casa.
El portero era un negro de hombros anchos que siempre sonreía. Fue gentil y nos ayudó a instalarnos mientras se burlaba del mal inglés con el que pretendíamos expresarnos. También bromeaba con los chicos, quienes le tomaron afecto de inmediato, como si fuese el personaje salido de un cuento maravilloso. Dadas sus cualidades, Natasha le pagó por adelantado tres meses. El portero dijo que al día siguiente entregaría su recibo. Pero no cumplió la promesa, sino que se fugó con los importes de varios inquilinos. Nuestra estadía se inauguraba con un chasco. Para colmo, la ofensa provenía de un ser oprimido que había suscitado nuestra inmediata solidaridad. Natasha, además, le había confiado varios paquetes que no quería desembalar enseguida. Pero los paquetes aparecieron después de unas horas. Uno de ellos parecía haber sido abierto. Nos golpeó la sorpresa de encontrar en su interior, envuelto en una hoja de diario, el monto exacto del dinero que le había entregado Natasha. El portero sólo se había llevado los dólares de quienes ya tenían su recibo. No quiso dañar a los que habían confiado en él y no podrían reclamar una devolución. Este accidente extraño me proveyó de una clave provisoria sobre la cuestión racial, que era muy difícil, porque mezclaba resentimientos con nobleza.