Pude haberme dedicado enseguida al periodismo profesional. Había diarios que me conocían y me hubiesen contratado. Pero, después de tantas desventuras, quería concentrarme en las tareas de un verdadero revolucionario. No debía perder más tiempo. Lo había perdido en Francia, en España y en el barco. Me puse a escribir artículos vehementes y hablé en mitines obreros. Discurría en ruso, francés y alemán. Me las arreglaba para trabajar a toda hora, era lo único que calmaba mi ansiedad. Algunas veces me encerraba en la Biblioteca para estudiar la vida económica de los Estados Unidos. Me asombraron las cifras de su exportación desde que empezó la guerra. Anunciaban el papel decisivo que le estaba reservado a esta nación cuando terminase el conflicto. Además, el país se preparaba para intervenir en la guerra, lo cual provocaría un cambio drástico en el equilibrio de fuerzas. Y, en efecto, el 3 de febrero Estados Unidos declaró su ruptura de relaciones con Alemania. De inmediato los estribillos patrioteros llenaron el aire. No era un espectáculo que me gustase: ya lo había sufrido en los Balcanes, en Austria, en Francia. Las llamas del patriotismo no hacían más que multiplicar la alienación.
Los hechos se precipitaron también en Rusia. ¡Y de qué forma! La hambruna hizo estallar revueltas en la Capital. Luego empezaron huelgas en las principales fábricas, seguidas por represiones violentas que dejaban muertos en las calles. Algunos soldados preferían desertar antes que asesinar trabajadores y muchos de esos desertores terminaban en los paredones de fusilamiento. El caos se expandía como un incendio. De súbito Nicolás II, débil y desorientado, prefirió abdicar en favor de su hermano Miguel. Los cambios daban vértigo. Pronto el poder ejecutivo quedó a cargo de un Gobierno provisional que duraría hasta el establecimiento de una Asamblea Constituyente. Resucitó el Soviet de San Petersburgo, que se había considerado un cadáver después de 1905. Hasta se mencionaba mi nombre y recordaba mi presidencia. La opinión pública clamaba por el inmediato fin de la guerra, pero el Gobierno provisional no se atrevía a despegarse de la Entente. Comprendí que se acercaba el momento soñado. Venía la Gran Revolución, porque se repetían las condiciones de 1905, ¡agravadas!
En una asamblea llena de venerables socialdemócratas rusos en el sur de Nueva York demostré que no hacía chistes, que el partido de los trabajadores caminaba hacia la toma del poder. Vivíamos la primera etapa y había que concentrarse en la siguiente, donde obtendríamos el protagonismo central. Lo dije con tanto énfasis que produje el efecto de una piedra sobre un estanque lleno de ranas. Un individuo que parecía importante procuró refutarme y gritó que yo desconocía las cuatro reglas fundamentales de la aritmética y no merecía que se refutasen siquiera mis alucinaciones. No me amilané. Seguí hablando en otros barrios y pronto comenzaron a seguirme multitudes numerosas y excitadas. La noticia de que en el Palacio de Invierno ondeaba una bandera roja en lugar del símbolo imperial produjo oleadas de estupor y de júbilo por toda Nueva York.
Mi trabajo se volvió huracanado: corría de mitin en mitin y entre ellos escribía un nuevo artículo. No me quedaba tiempo para estar con mi familia. A veces ni siquiera regresaba a dormir. Natasha me apoyaba de corazón e insistía que continuase con mi actividad, ella se encargaba de Leoncito y de Sergio. Me aseguraba que se las arreglaba bien y hasta les conseguía nuevas amistades. Incluso se había relacionado con la esposa de un médico, que los sacaba a pasear en su automóvil. Para los niños el chofer no era un simple mortal, sino un mago que con los dedos podía mover esa pesada máquina. En Viena habían aprendido un perfecto alemán sin olvidarse del ruso; en París incorporaron el francés; a bordo del barco absorbieron mucho de español; después de dos meses en una escuela de Nueva York empezaban a expresarse en inglés. En sus cabecitas se superponían, como en un palimpsesto, las capas de nuestro peregrinaje.
Con Natasha decidimos regresar a Rusia. Me levanté temprano, bebí una taza de café y fui hacia los consulados para actualizar visas y demás papeles. Era obvio que nuestros documentos padecían máculas de varias transgresiones. También averigüé qué barcos partían hacia Europa. Natasha se puso a llenar nuestras maletas. Yo alternaba los trámites con últimas y enérgicas participaciones en los mitines. En uno de ellos se congregaron más de mil personas. Algunos agitadores parecían “americanizados”, porque mascaban chicles.
En el consulado de Rusia seguía imperando el aire a confinamiento de las antiguas comisarías zaristas, aunque ya se había descolgado el retrato de Nicolás II. Un funcionario que provenía de la autocracia no se privó de sembrarme obstáculos, hasta que exigí dando puñetazos sobre la mesa que apareciese el cónsul en persona. Expuesto mi caso, ordenó que me extendiesen los documentos necesarios para volver a Rusia. En el consulado inglés fue parecido, porque tuve que llenar una hoja llena de preguntas capciosas pero, dada la buena disposición rusa, prometieron que no tendría dificultades para hacer una escala en su territorio.
A fin de marzo nos embarcamos en el transatlántico noruego
Christianiafjord
. Unos amigos nos acompañaron hasta el muelle y despidieron con discursos, flores y lágrimas. Partíamos hacia el país de la Gran Revolución en marcha. Éramos unos privilegiados que pronto gozaríamos la atmósfera del tiempo nuevo. Palpé mi bolsillo: por primera vez llevaba los pasaportes en regla.
Inesperada sorpresa
Nos dirigimos hacia el nordeste, porque había que embarcar pasajeros en Halifax, la ciudad canadiense más grande de la provincia de Nueva Escocia. El barco disminuyó su velocidad al aproximarse a su costa llena de grandes piedras, entre cuyas anfractuosidades se insinuaban algunas playas. A lo lejos saludaban colinas que se esforzaban por sacar a la luz un dormido verdor por entre las sábanas de nieve.
Apenas ancló la nave ingresaron autoridades de la marina inglesa. Tuve un mal presentimiento, quizá porque hasta ese momento casi nada me salía fácil. Los oficiales leyeron de forma superficial los papeles de los viajeros norteamericanos, noruegos y daneses. En cambio los rusos fuimos sometidos a un interrogatorio agobiante sobre las ideas e intenciones políticas que nos animaban. Me pareció un atropello. Le espeté al oficial de más rango que no aceptaba su discriminación. Agité ante sus ojos fríos mis documentos.
El oficial apartó los papeles y dijo que continuaría su interrogatorio. Natasha y los demás rusos que viajaban conmigo contemplaban mi protesta con aprobación; confiaban que daría resultado. El uniformado me dio la espalda y se dirigió a otro grupo de pasajeros para preguntarles si sabían algo de mí.
—¡Esto es ridículo! —grité.
Un idiota quiso destacarse e insinuó que había escuchado algo, pero no se animaba a decirlo. Fue suficiente para que varios agentes lo rodeasen. Agregó que éramos “unos terribles socialistas”. Se expandió un rumor indignado. Una pasajera americana denunció al delator como un “anarquista” que no merecía ser escuchado. El delator fue llevado aparte para ser interrogado fuera de nuestra vista. Hablé con los suecos y daneses para pedirles ayuda. Les expliqué que nos estaban enredando con un método perverso. Nadie podía aceptar esta ofensa gratuita si queríamos seguir en paz nuestro viaje. Un joven propuso que redactásemos una denuncia dirigida al Gobierno inglés. Otro agregó que enviásemos una copia a los gobiernos de los Estados Unidos y de Francia. Añadí que debíamos enfatizar un dato importante: Rusia era aliada de Francia e Inglaterra.
Tras unas horas apareció otro oficial con una orden emitida por el almirante de la base. Exigía que yo, junto a otros cinco rusos, descendiéramos del barco. Prometía que en la ciudad de Halifax sería resuelto el problema.
—Es una orden ilegal. ¡No vamos a obedecerla! ¡No bajaré del barco y no voy a separarme de mi familia!
Varios soldados se lanzaron contra nosotros mientras gran parte de los pasajeros exclamaba
¡Shame! ¡Shame!
Mi hijo mayor tenía once años y le dio un puñetazo en la mandíbula a un oficial. Le ataron las manos mientras informaban que Natasha y ambos chicos permanecerían en la nave. Sergio también quiso pegarle a otro soldado, pero fue reducido antes de que lograra su propósito. En medio de gritos y forcejeos, otra vez nos separaron. ¿Cuándo terminaría este tipo de condena?
Los seis sospechosos fuimos llevados a una gasolinera de guerra, engrillados como delincuentes. No paré de insultarlos. Cuando algún marinero se ponía cerca, le tiraba una patada. A uno pude darle en la entrepierna y me devolvió un puñetazo que hizo sangrar mis encías. La gasolinera, ruidosa y maloliente, nos condujo al interior de Halifax. Pero no ingresamos en la ciudad, sino que nos desembarcaron en una estación de trenes. Fuimos recibidos por hombres con las armas desenfundadas, como si fuésemos pistoleros. Acto seguido nos empujaron hacia un vagón y ordenaron que nos sentásemos en bancos de madera sin quitarnos las esposas. Nos siguieron vigilando de adelante y de atrás. Viajamos hacia Amherst —lo pude leer en un cartel—, donde había un campamento lleno de prisioneros alemanes. ¿Nos consideraban súbditos del Kaiser? ¿Qué locura les alteraba el cerebro a estos militares de mierda? Mis preguntas y las de mis compañeros no recibieron contestación. Antes de meternos en el vasto hangar donde se apiñaban los prisioneros, fuimos sometidos a una inspección corporal minuciosa. Creo que ni para enterrarme en la siniestra fortaleza de San Pedro y San Pablo fui objeto de tanta vejación, sólo faltaba un tacto rectal. Un grupo de impávidos funcionarios ingleses cumplía esa operación mientras otro grupo menos impávido y más concupiscente se dedicaba a mirar. Yo perforaba con mis ojos al uniformado que dirigía el operativo; su cara llena de cicatrices correspondía a la de un verdugo. En francés, alemán y algo de inglés les repetía que de una buena vez debían enterarse de que no éramos delincuentes, sino rusos que regresaban a su país liberado de la opresión zarista. No hubo caso. Nos mantuvieron encerrados en una sala vacía, de pie, hasta que se presentó el coronel Morris, jefe del campamento. Lo recibimos superponiendo nuestras voces indignadas. Extendió sus manos para pedir silencio.
—Ustedes son peligrosos para el Gobierno ruso actual —dijo con voz grave, despectiva, y cara de asesino.
—¡Ridículo! —repliqué furioso—. En Nueva York los agentes del gobierno ruso nos extendieron pasaportes y visados. Además, Inglaterra no tiene por qué meterse en los asuntos de un gobierno extranjero.
El coronel pensó un instante, contempló un punto del cielo raso y movió la fuerte quijada.
—Ustedes son un peligro,
indeed
.
Para este simio la Revolución de Febrero no existía. Le conté haciendo muecas, por si no se había enterado, que el gobierno del Zar fue el que nos había convertido en emigrantes políticos. Y que ese Gobierno fue destruido. No me escuchó: sus tímpanos se habrían arruinado en la guerra contra los bóers o el asesinato de nativos en otros lugares de África. Se restregó los párpados, rascó la papada insolente y se levantó.
—Tendrán que esperar.
—¡Esperar qué! ¡Si alguna vez te pillo en las costas de África, te acordarás de mí, gordo imbécil!
Me miró con desprecio, casi a punto de escupir. Y salió, seguido por dos guardaespaldas. Otros agentes permanecieron cerca de nosotros, apuntándonos con sus ojos y sus armas.
Luego supe que los gendarmes, en el transatlántico, habían querido separar a los chicos de Natasha. Argumentaban que los atenderían muy bien en un asilo. Natasha los aferró de la mano y aseguró que no aceptaría distanciarse de sus hijos a menos que le amputasen los brazos. Su protesta fue tan ruidosa que los tres acabaron juntos en la casa de un amable agente de policía. Pero les aclararon que no podían salir solos a la calle. Luego de unos días en esa estrecha vivienda los autorizaron a instalarse en un pequeño hotel, con la obligación de presentarse a diario y puntualmente, en la comisaría. Para algo había servido su terquedad.
El campamento de prisioneros de Amherst, donde me habían recluido, ocupaba los locales de una antigua fundición de hierro expropiada a un alemán. Instalaron junto a los descascarados muros y por todo el espacio central, camas estrechas y superpuestas, con pasillos entre las filas. Allí consiguieron amontonar a ochocientos hombres. Al anochecer, cuando todos quedábamos encerrados, el aire se tornaba irrespirable.
Pronto advertí que entre los prisioneros había artesanos que pasaban las horas fabricando cestas, como una forma de matar el tiempo. A pesar de los esfuerzos que hacían para mantener su integridad física y moral, algunos caían en el pozo de la depresión. De los ochocientos prisioneros, cerca de quinientos eran marineros de barcos de guerra alemanes hundidos por los ingleses y unos doscientos eran obreros, también alemanes, a quienes la guerra había sorprendido en Canadá. Cien hombres tenían el rango de oficiales.
Esa enojada población se tornó amistosa hacia nosotros cuando se enteraron de que nos habían arrestado por ser socialistas. Algunos me preguntaron si conocía a Rosa Luxemburgo. Pero muchos oficiales (no la totalidad) manifestaron de diversa forma que no simpatizaban con nosotros, precisamente por ser socialistas y rusos, además.
Tuve que permanecer un mes, allí. ¡Todo un mes! Pero no me rendí al ocio. En tres días organicé un primer mitin. Tuve un pequeño éxito, que me estimuló a perseverar. Entonces organicé mitines diarios y pronto hacía uno a la mañana y otro a la tarde. Las diez personas que me acompañaron el primer día se convirtieron en veinte, cincuenta, cien. En cada nueva edición aumentaba el número de asistentes. La monótona cárcel se iba transformando en un arsenal cargado de energía. Les hablé de la Revolución rusa de Febrero, de Liebknecht, de Rosa Luxemburgo, de Lenin y de las razones por las cuales acababa de sumarse Estados Unidos en la guerra.
Muchos prisioneros empezaron a soltar la lengua. Uno dijo:
—No, no puedo tolerar más esto; hay que ponerle fin de una vez y para siempre.
—Sueño con las barricadas —agregó otro—. Quiero recuperar mi libertad.
Un minero silesiano, alto y de ojos azules, confesó:
—Tomaré mi mujer y mis chicos y me iré a vivir con ellos en medio de un bosque. Pondré alrededor cepos para los lobos y no saldré nunca de casa sin un fusil. ¡Nadie se atreverá a acercarse!