Liova corre hacia el poder (39 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Liova corre hacia el poder
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Al terminar me senté, doblegado por el esguince que aún seguía mordiendo mi tobillo. El dolor me resucitó los rostros admirativos de mamá y la inteligente sonrisa de Alexandra. Ambas miraban al travieso niño de Iánovka y a un caprichoso joven en la huerta de Franz. Estaban contentas de que ese niño y ese joven dieran tanto ánimo a una legión de luchadores.

2

La creciente

Cambiamos el hotelucho por un cuarto alquilado a la viuda de un periodista. Era más barato y más amplio. Nos recibió con simpatía. Pero en el nuevo domicilio —con excepción de la dueña— los demás habitantes me esquivaban como a una bestia peligrosa. Nuestra cocinera, cuando iba a buscar el pan, era objeto de ataques por parte de otras mujeres. A Sergio le hacían burla en la escuela llamándolo “presidente”. Natasha, cuando regresaba después de pasarse el día trabajando en el sindicato de la madera, tenía que soportar la despectiva mirada del sucio portero. Trepar las escaleras del edificio era una tortura, porque desde las paredes brotaban insultos. La viuda nos contó que le preguntaban si aún no habíamos destrozado los muebles, “porque los bolcheviques son unos salvajes”.

De súbito acabó esa guerra. En San Petersburgo había estallado una nueva peste llamada locura. El giro de nuestra situación sólo podía ser entendida de esa forma. El portero empezó a saludar a Natasha con una reverencia que sólo dispensaba a los inquilinos influyentes. En la panadería le entregaban a nuestra cocinera su ración sin demora. Nadie cerraba la puerta en las narices de Natasha o de mis hijos, como había sucedido hasta entonces con frecuencia. Algunos se sacaban el sombrero al verme. ¿Qué pasaba? ¿Quién era el mago?

El mago se llamaba Nikolai Markin.

Markin era un artillero de la flota en el Báltico y un bolchevique de la primera hora. Tardó en revelar su preferencia política, porque no le gustaba exhibirse. Tampoco era buen orador; al contrario, hasta en privado enhebraba con dificultad sus palabras. Pero tenía el cuerpo de un titán. Sin que yo lo supiese, tomó la iniciativa de brindarnos su ayuda. Por casualidad trabó amistad con Leoncito y Sergio, porque no tenía hijos y amaba a los niños. Les obsequiaba panecillos untados con manteca y miel. Los buscaba a la salida del colegio y se enteró del maltrato que aplicaban a nuestra familia. Hasta se tomó el trabajo de espiar la discriminación que aplicaban a nuestra cocinera cuando salía de compras. Entonces urdió un plan y se presentó ante el portero y el consorcio del edificio, acompañado por los marineros más corpulentos que pudo reunir. Como no sabía hablar, sus frases sonaron igual que hachazos. Ni siquiera hizo falta repetir una palabra. Tuvieron que pasar varias semanas hasta que Natasha y yo nos enteramos de las razones del cambio. Y convertimos a Markin en un miembro más de la familia.

Tan pronto el Soviet se proclamó bolchevique, el Gobierno y nuestros rivales se ocuparon de impedir que dominásemos el diario
Pravda
. No había más remedio que lanzar otro. Comenté la situación a Markin, quien me escuchó atento, se dio una palmada en la rodilla y prometió ocuparse. Durante varias jornadas este hombre desaparecía y volvía, siempre callado. Pero pronto tuvimos en la calle
El Obrero y el Soldado
. Markin pasaba mucho tiempo en la redacción que había armado. No era periodista, sino un ser prodigioso que generaba maravillas. Era un equivalente de Iván, que en Iánovka pudo arreglar pianos, expulsar cientos de enemigos con un látigo de seis metros, construir todo lo imaginable y leer los secretos de su poder en el humo de la pipa.

Columnas de delincuentes aprovechaban la anarquía para asaltar bodegas, palacios y comercios en busca de alcohol. Eran empujados por quienes deseaban abortar nuestra revolución en marcha. Markin se lanzó a la lucha. Organizó grupos que defendiesen las bodegas y, cuando no era posible salvarlas, procedía a su demolición, metido hasta las rodillas en lagos de vino. Con la ayuda de marineros leales orientaba el noble líquido hacia las aguas del río Neva. Algunos borrachos se arrojaban sobre las alcantarillas para lamerlas. Markin peleó revólver en mano por librar al pueblo de la embriaguez que lo enajenaría más. Una noche llegó a nuestro departamento empapado en vino. Sergio y Leoncito rieron del olor que despedía su ropa. Se bañó, cambió y dijo que aún le quedaba mucho trabajo. Mis chicos lo acompañaron hasta la puerta, con el amor que sólo se brinda a los abuelos.

En el verano asomaron los colmillos del general Kornilov. Este hombre era peligroso de verdad. Pretendía convertirse en el dictador de Rusia. Lo manifestaba sin pudor. Ante su imparable avance, el Gobierno suplicó ayuda de los marineros de Kronstadt. El crucero
Aurora
enseguida fondeó en las aguas del Neva para brindar su ayuda. Pude observar ese movimiento a través de los barrotes de la celda donde me volvieron a encerrar. ¿Cuántos arrestos ya llevaba? Los marineros del
Aurora
mandaron una delegación a la cárcel para hablar conmigo. Deseaban saber si ante el inminente ingreso de Kornilov debían proteger el Palacio de Invierno o dejarlo caer. Era la residencia de Kerensky. Les dije sin titubear que Kornilov era peor y había que frenarlo.

Natasha vino a visitarme con los chicos, que absorbían rápidas experiencias políticas. Habían pasado dos semanas en el campo con la familia de un Comandante retirado. A esa casa acudían oficiales que, entre trago y trago, despotricaban contra los bolcheviques. Algunos de ellos estaban por partir hacia el sur, donde se concentraban grupos que más adelante integrarían las legiones reaccionarias de los blancos. Un hombre joven se permitió recordar que Lenin y Trotsky eran espías de los alemanes. Leoncito saltó sobre él con una silla en alto, y Sergio blandió un cuchillo de la mesa. Los tuvieron que desarmar entre varios. En el dormitorio, donde los encerraron con llave, rompieron a llorar. Planearon huir a pie hasta la capital. Por fortuna llegó Natasha, los tranquilizó y los llevó consigo. Más elocuente que aquella aventura les resultó observar cómo su madre me deslizaba una navaja envuelta en un pañuelo por entre las rejas del locutorio cuando el gendarme miraba hacia otro lado.

Desde la cárcel escuchamos los cañonazos del general Kornilov. Ya merodeaba en la periferia de San Petersburgo. Si lograba penetrar, su primera acción sería fusilar a todos los bolcheviques detenidos. El Gobierno provisional pensó de la misma forma y dudó si valía la pena defender la prisión. Pero al fin mandó una escasa tropa, sin advertir que en su mayoría eran bolcheviques decididos a devolvernos la libertad. Apenas salí a la calle avisé a mi familia que estaba bien y me integraba al Comité de Defensa de la Revolución, que acababa de constituirse. Su composición era plural, porque diversos sectores sentían de la misma forma la tragedia que significaría un Kornilov en el gobierno. Me senté junto a los mismos caballeros que me habían enviado a la cárcel por considerarme “un maldito agente prusiano” o “un salvaje bolchevique”. Ahora nos unía el enemigo común. Los miré con sorna y al que tenía junto a mis hombros le palmeé la espalda.

—Las vueltas de la vida, ¿no? —dije.

Los bolcheviques apoyamos defender la ciudad y marchamos hacia los puestos de lucha. Curiosamente, Kornilov frenó su avance. Nadie podía entenderlo, porque ya estaba a pasos de conseguir un triunfo aplastante. Pero, como buen militar, habría averiguado sobre el tamaño de la resistencia. Una resistencia demasiado fuerte no le dejaría tomar el poder con la gloria que ambicionaba.

Tras ese giro, los bolcheviques despreciados y calumniados empezamos a engrosar con nuevos seguidores. Nuestra firme presencia comenzaba a ser apreciada como una garantía. Kerensky, en cambio, bajaba de modo constante la popularidad de sus remotas primeras semanas. Pero aún los bolcheviques no queríamos despojarlo de la presidencia. Mi insistencia en esperar el momento maduro logró convencerlos.

El Soviet era plural, con mil componentes; la votación se hacía con la voz de cada uno y muchos debían hacerlo desde el pasillo, porque no quedaba lugar en la sala. En los recreos yo me paseaba haciéndome lugar a los codazos. Éramos una multitud. De pronto advertí que ya teníamos más de cien votos sobre el total de la coalición formada por todos nuestros adversarios. Es decir, ¡los bolcheviques estábamos adelante! ¿Habíamos vencido dentro del Soviet? ¡Sí, habíamos vencido!

Subí a los trancos hasta lo alto de la tribuna y ocupé el sitio del presidente. Estalló entonces una vocinglería infernal. Mis emociones también se habían alterado y vibraban en el corazón ecos de la Revolución Francesa, cuando los jacobinos se impusieron sobre los girondinos. Me latían las sienes. Pero entre las imágenes felices apareció de súbito, como una advertencia del diablo, la guillotina.

Un menchevique pidió la palabra para reconocer la legitimidad de nuestra victoria. Fue digno y en el discurso formuló votos para que las nuevas autoridades se sostuviesen por lo menos la mitad del tiempo que ellos habían estado al frente de la revolución. Le agradecí y dije que debíamos privilegiar la unidad del campo revolucionario, que nos aproximábamos a la culminación de una gesta.

Luego me dirigí al Instituto Smolny, casi una fortaleza, donde los bolcheviques habíamos instalado el centro de operaciones. Durante esa semana no salí de ese lugar porque desde allí se decidiría el destino de Rusia y del siglo. Me vinieron a visitar Natasha y los muchachos, locos de alegría por mi liberación y por ser el presidente del Soviet otra vez, luego de doce años.

Dormía vestido, de modo intermitente, sobre un sofá de cuero. Mi descanso era interrumpido por la llegada de informantes y de telegramas. El teléfono no detenía sus timbrazos.

El Instituto Smolny, de unos doscientos metros de largo y tres pisos de altura, había sido transformado por completo. Estaba alejado del centro, sobre la orilla del Neva. Tenía cúpulas azules con dibujos en oro. Hasta él se arrimaba un fatigado tranvía. Había sido un pensionado de lujo para señoritas nobles. Por eso a su alto pórtico lo coronaba un blasón imperial esculpido en piedra. Contenía un centenar de habitaciones amplias, pintadas de blanco. Aún quedaban rótulos en esmalte sobre su pasada actividad: “sala de profesores”, “cuarta clase”, “rectorado”. Sobre ellas se habían adherido las nuevas funciones: “Soviet”, “Asuntos Extranjeros”, “Comité de fábricas”, “Comité del ejército”, “Unión de soldados socialistas”. Se abrían largos corredores por donde se desplazaba una multitud cargada con paquetes de boletines y proclamas. Las rústicas botas resonaban como cascos de caballos. Junto a las escaleras anchas se habían instalado mesas que ofrecían folletos. Parecía la insaciable fábrica del dios Vulcano.

En la planta baja funcionaba un sencillo restaurante al que cualquiera podía acudir. Se conseguía comida por dos rublos, pero había que hacer una larga fila hasta llegar a los mostradores donde veinte hombres y mujeres servían sopa de col, que a veces tenía pequeños trozos de carne. También ofrecían una porción de casha espesa y pan negro. El único cubierto era una cuchara de madera que se sacaba de un cesto. Cada uno, desde el más encumbrado al más irrelevante, debía buscar su sitio en los largos bancos de madera.

El antiguo y elegante salón de baile había sido convertido en un estadio de sesiones. Centenares de globos eléctricos enroscados a candelabros desparramaban una fuerte iluminación. En un extremo permanecía un dosel de terciopelo flanqueado por lámparas de varios brazos. Allí se habían realizado grandes fiestas con aristócratas enfundados en trajes relucientes, mujeres embellecidas por vestidos originales y alhajas carísimas, militares cargados de condecoraciones y popes envueltos por pesadas túnicas con costuras de oro y plata.

Dentro y fuera del Instituto Smolny arreciaban los debates. Entre los oradores, algunos hacían estremecer los muros y otros se llevaban la mano a la garganta por su afonía. La revolución de 1905 me había enseñado a dosificar el esfuerzo de las cuerdas vocales. Todos los días se desarrollaban fogosas concentraciones en fábricas, escuelas, teatros, circos, calles y plazas, y sobre ellas me mandaban pilas de informes. El pueblo burbujeaba hervor, se venía algo grande. Yo regresaba a mi sillón de cuero exhausto —cuando regresaba— después de la medianoche, para dormir un rato. Pero la excitación no me dejaba cerrar los párpados. Cavilaba nuevos argumentos contra mis adversarios, reprochaba a los débiles, urdía consignas. A las siete de la mañana, cuando el exterior aún estaba oscuro y helado, sonaban en la puerta los golpecitos odiosos que me venían a sacar de la improvisada cama, sin importarles si ya me habían llamado por algún cable o una pregunta. Bebía un vaso de té, comía un pedazo de pan y me iba a discursear. No acababa de hablar en un sitio cuando ya me venían a buscar de otras fábricas o teatros o escuelas donde se habían reunido centenares de personas.

Una repercusión superlativa adquirieron las concentraciones en el Circo Moderno. Allí competíamos por trepar a la tribuna y enardecer a su enorme audiencia. Los bolcheviques fuimos ganando espacio y pronto lo consideramos una trinchera propia. Si en el Soviet alguien atacaba a un menchevique o un simpatizante del Gobierno, le gritaban “¡Eh, que aquí no es el Circo Moderno!” Comencé a frecuentar esa tribuna casi todas las tardes y, a veces, también las noches. El público estaba compuesto por obreros, soldados, madres que se ganaban la vida con su trabajo, muchachos de la calle, gente miserable. No quedaba un sitio libre, los cuerpos se apretujaban y los niños se encaramaban sobre la espalda de sus padres. Los bebés seguían chupando pechos mientras sus madres lanzaban gritos de aprobación o rechazo. Nadie fumaba, así yo lo había pedido y tomaron mis palabras como una orden. Existía el peligro de que las atestadas galerías se hundiesen bajo el peso de tanta gente. Para acercarme a la tribuna debía viborear entre los cuerpos y pisar sobre los hombros de algunos camaradas. Hombres y mujeres querían saber, comprender, encontrar el camino.

En una ocasión se me cortó la frase. Tragué saliva y quedé hipnotizado ante un par de caras. Miles de ojos se fijaron en los míos. En medio de la muchedumbre estaban mis dos hijas, a las que no veía desde hacía años. Les mandé un beso con la mano e hice señas de vernos al final. La impaciencia acortó mi discurso. La salida del Circo era más difícil que la entrada. La gente no podía despegarse. Me sacaron por encima de los cuerpos. En la calle cubierta de nieve, azotados por la ventisca, nos abrazamos con desesperación. La mayor tenía quince años y la otra trece y medio. Ambas eran siberianas, productos del destierro, el amor y el sacrificio. Me contaron que vivían en San Petersburgo, con Alexandra, cerca del Circo. Habían participado en las marchas de Julio, donde una perdió los anteojos y ambas los sombreros y los zapatos durante las corridas. Les propuse visitarme en el Smolny, cosa que hicieron varias veces.

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