Cientos de personas me seguían por la calle y a menudo me encerraban, agitadas, afectuosas. Algunas hacían preguntas, otras me gritaban en la oreja sus opiniones. En una ocasión fui arrastrado varias cuadras por unos amigos hasta llegar a unas puertas que se abrieron de súbito. Procuraban rescatarme de la multitud. El edificio era otro viejo palacio. Lo había mandado construir un Zar para su bailarina favorita. Ahora cobijaba a un pequeño grupo bolchevique.
—¡Tienen buen gusto! —exclamé.
Contra los tapizados de seda se recortaban los grises uniformes y las botas gastadas de nuestros soldados. De algunos cuadros colgaban banderas rojas. Aún flotábamos en la confusión: pasado y presente, lujo y miseria, cuadros famosos y banderas rojas, calzados rotos y botas militares.
¡Al asalto!
En el otoño la lluvia se tornó continua, alternando garúas con chaparrones. La electricidad sólo se proveía a las viviendas desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche. Durante varios días faltó pan. Por toda una semana desapareció el azúcar. La leche sólo alcanzaba para la mitad de la población. Había que hacer fila durante horas ante cualquier mostrador de alimentos. Algunas de esas filas estaban formadas por gente que se apostaba desde antes que despuntase el alba; varias mujeres llevaban sus hijos en brazos, envueltos con pieles. En otros sitios algunas personas buscaban proveerse de armas para defenderse o atacar. Los precios del calzado subían hasta niveles absurdos y muchos optaron por envolver sus pies con trapos, como hacían los labriegos en el campo o los condenados en Siberia.
No obstante, las funciones artísticas proseguían, incluso los domingos. La cultura, milagrosamente, no aceptaba rendirse. Era una paradoja indescifrable. El famoso bajo Shaliapin cantaba en la ópera. Había programas de ballet. En el teatro Alejandro se representaba
La muerte de Iván el Terrible
con la puesta en escena de Meyerhold. Pero las colecciones más valiosas del Hermitage y de otros museos habían sido evacuadas a Moscú —ante el pánico desatado por el avance de Kornilov—, y allí seguían inaugurándose exposiciones. En San Petersburgo aún concurría gente a conferencias sobre literatura y filosofía. Para fugar de la realidad los poetas componían versos sobre el último estío, los pintores coloreaban óleos sobre paisajes del pasado y los compositores llenaban pentagramas con ritmos alegres.
En el hall de algunos hoteles se paseaban guardias con altos gorros de piel, libreas bordadas y sables del Cáucaso, como si aún gobernase la aristocracia. Las esposas de los funcionarios —en estado de delirio— se reunían a tomar el té en los salones y cada una llevaba en su bolsillo una pequeña caja de oro, en la que guardaban terrones de azúcar. Muchas suspiraban, en secreto o no, por la triunfal llegada de los alemanes: ¡éstos sabrían cómo restablecer la disciplina del servicio doméstico!
En pocos años la Rusia feudal había girado hacia un capitalismo acelerado. Pese a nostalgias diversas, se eliminaron los monogramas e insignias zaristas y las criadas dejaron de ser tratadas como bestias. Ya se había otorgado derecho de voto a todos los hombres y mujeres. Abundaban más diarios que nunca y muchos obreros habían aprendido a leer. Hasta los cocheros tenían su sindicato. Los camareros de los hoteles y restaurantes también se habían organizado; para elevar su dignidad, resolvieron negarse a recibir propinas; hasta ponían carteles con una explicación ejemplar: “Porque un hombre esté obligado a ganarse la vida sirviendo a otros, no es necesario insultarlo ofreciéndole una propina”.
Rusia entera polemizaba sin descanso. En cada población, aunque chica, se imprimían uno o varios periódicos y revoloteaban por las cabezas proclamas llenas de energía. Del Instituto Smolny salían a diario toneladas de papel escrito que se distribuía en la capital y se despachaba por tren al resto del país. En cada esquina, en las estaciones, en las paradas de los tranvías, en el hall de los teatros, se reunían grupos para discutir. Todos querían saber y se superponían congresos, conferencias, cónclaves.
Alternaban las noticias políticas con asuntos económicos, sociales y filosóficos. En los teatros, circos, clubs, escuelas, salas de reunión, restaurantes, cooperativas, locales de los sindicatos, fábricas y cuarteles no cesaban los encuentros. Se organizaban mitines hasta en las ensangrentadas trincheras porque los soldados, con la piel cianótica de frío, también reclamaban enterarse.
En el sindicato de obreros de la madera, donde trabajaba Natasha, se había conseguido formar una mayoría bolchevique. Su presidente compartía “el punto de vista de Lenin y Trotsky”, dijo con orgullo y esa frase empezó a ser repetida por todas partes. Era inminente un gran alzamiento y yo temía que se me reventase el corazón.
—Hoy en el tranvía —contó Leoncito— unos cosacos iban leyendo la proclama de papá titulada
¡Hermanos cosacos!
—¿Y qué?
—Pues la leían, los cosacos, se la pasaban unos a otros, era muy hermoso verlos…
—¿Les gustaba?
—¡Sí, mucho!
Un ingeniero que tenía una familia numerosa e hijos de diferentes edades se ofreció a llevarse a los muchachos por una temporada. Hasta que cesara la tormenta, dijo.
—La tormenta recién empieza —corregí.
Lo conversamos con Natasha. Analizamos los argumentos a favor y en contra. Llegamos a la conclusión de que no había más remedio que aceptar esa oferta, porque nuestros chicos casi fueron quebrados a patadas en la escuela por los compañeros cuyos padres nos calificaban de criminales. Los despedimos simulando alegría, pero temimos que no volveríamos a verlos. Yo me fui al Smolny y Natasha regresó a su sindicato.
Llegó el sísmico 24 de octubre de 1917 para el calendario occidental y 6 de noviembre para el ruso. Vísperas del suceso que produciría un giro copernicano en la historia del mundo.
Un intenso frío quemaba los ojos. En esa exacta fecha yo cumplía 38 años, ¡vaya coincidencia! Pero no estaba para frívolas celebraciones personales. Tampoco me seducían las coordenadas astrales ni otros inventos de ese tipo. Sin dormir, taconeaba sobre las baldosas de cada piso. Se venía la explosión. Olía pólvora en el aire.
Los claustros de ese antiguo Instituto para señoritas aristocráticas convertido en el cuartel del movimiento revolucionario estaban aún envueltos por la niebla de una compacta incertidumbre. Iluminados por antorchas oscilantes rodaban las ametralladoras en los corredores y por las puertas asomaban, asustados, los pocos mencheviques que habían elegido permanecer ahí, por las dudas fracasáramos en la intentona.
Una pareja de mediana edad me detuvo. Acababan de entrar y la agitación no los dejaba respirar bien. Venían envueltos en pieles gruesas y unos hilos de hielo colgaban de sus gorros.
—Estuvimos en la imprenta…
—Sí, qué pasa.
—Llegaron policías y militares… La clausuraron —tartamudeó ella.
—Dicen que el Gobierno ha prohibido el diario de los Soviets —agregó él.
—¡No acepto ninguna prohibición! —repliqué.
Me miraron asombrados. Quizá con susto.
—¿Podemos arrancar el sello? —vaciló ella—. ¿Abrir la puerta de la imprenta?
—¡Claro que sí! Los haré acompañar por una escolta.
De inmediato convoqué al Comité y produje un indignado decreto que hice firmar a todos, incluso a los que aún no podían despegar los párpados. Debían protegerse todas las imprentas y los redactores seguir su trabajo. ¡Nada de prohibiciones! Ordené distribuir ese decreto con la velocidad de la luz.
Al rato me llegó la información de que empezaba un problema en la Central de Teléfonos. ¡Qué incordio! Miembros de la Escuela Militar habían tomado el edificio y cancelaron las comunicaciones del Smolny.
—¡Cómo! ¡Es un sabotaje!
El fuego me subía desde el estómago y enrojecía mi cabeza. Indiqué a un grupo de marineros que instalasen dos cañones apuntando a la Central de Teléfonos, sin importar la magnitud de la respuesta.
—¡Haré añicos cualquier sabotaje!
No se produjo respuesta alguna frente a nuestros cañones y en pocos minutos se restablecieron las comunicaciones.
Aproveché el entusiasmo de esa pequeña victoria para exigir a mis camaradas que saliesen a las heladas calles y tomaran por asalto los organismos administrativos del Gobierno. Había llegado el momento de la acción y necesitábamos actuar rápido. Así como antes había pedido moderación, ahora exigía velocidad. Debían enterarse nuestros enemigos que ya éramos los señores de la iniciativa.
En el tercer piso, donde el Comité sesionaba con leves intermitencias, por lo menos cinco miembros opinaron que yo me había desequilibrado. Uno dijo que me faltaba sueño y otro que era un irresponsable. No perdí tiempo en llevarles el apunte y distribuí los informes calientes que llegaban a mi mesa, más importantes que sus divagues. Me llegaron noticias sobre extraños movimientos de tropas con agitación en los cuarteles, y que las Centurias Negras iban a lanzar otro
pogrom
. Sin demora y sin permiso de nadie difundí una hoja en la que prometía hacer pasar por las armas a los asesinos de las Centurias Negras. Por milagro, fue suficiente para que ni se asomaran a la calle.
El Smolny se había convertido en un fabuloso embudo que chupaba a todos los informantes que habíamos infiltrado en el Palacio de Invierno. Kerensky seguía deliberando sin advertir que estaba a un paso de la caída.
Por nuestros despachos cruzaban soldados, obreros, políticos, porteros y hasta empleadas domésticas. Algunos balbuceaban hechos estúpidos para ganar protagonismo, otros ofrecían datos que me hacían levantar el teléfono e impartir instrucciones.
La congelada humedad traspasaba los muros. En las calles se extendía un edredón de lodo espeso. Por momentos azotaban ráfagas polares. Las horas se escurrían con agitación creciente. El alzamiento empezaba a rugir como un volcán. Quienes velaban armas se impacientaban, contaban las municiones, probaban sus fusiles y aceitaban las ametralladoras. San Petersburgo temblaría por el impacto de las bombas y el granizo de la metralla. Los integrantes del Comité apretábamos los maxilares cuando nos asignamos los distritos que debíamos conquistar. Había que hacerlo de forma sorpresiva y rápida. Años de debates, congresos, pujas políticas y proclamas llegaban a su punto final. Habíamos alcanzado el centro de la goetheana noche de Valpurgis.
Propuse unirme a quienes se apostarían ante el Palacio de Invierno. Mis camaradas se opusieron y ordenaron que permaneciera en el Smolny, como director de orquesta. Acepté a regañadientes, porque me iba a perder lo mejor del espectáculo. Sin habérmelo imaginado nunca, ahora todas mis energías pacifistas se habían transformado en furor guerrero. Quienes me conocían no hubiesen aceptado que era el mismo. Varios de mis colaboradores se sirvieron jarras con té humeante, se despidieron y salieron a meterse en las nubes bajas de la calle congelada.
Hacia el triunfo
Las ráfagas azotaban sin clemencia. El barro y la nieve obligaban a hundirse hasta la media pierna. Desde el Smolny yo distribuía efectivos, aseguraba las comunicaciones y enviaba armas. Me dolía la cabeza, convertida en un samovar hirviente. No podía darme el lujo de parar. Me informaban que las calles estaban cortadas por estalactitas de hielo. La población no salía de sus lechos por susto o por frío. Sólo avanzaban mis hombres, listos para iniciar el ataque. Cuando llegaban a sus destinos se acurrucaban en torno a improvisadas fogatas, atentos a la orden de ataque.
En las salas de los antiguos palacios imperiales deambulaban los espectros de un Gobierno a punto de hundirse. Algunos partes les anunciaban que la noche fue invadida por cucarachas armadas. Necesitaban creer que tropas del Ejército y la policía no dejarían que fuesen expulsados del poder, porque sería el fin de Rusia. Los telegramas de los aliados de la Entente ratificaban su apoyo contra los impredecibles bolcheviques.
Mientras, nuestros grupos de emisarios golpeaban puertas, ventanas, se introducían en los patios, trepaban escaleras y arrancaban a los perezosos de la cama para mandarlos al combate. Les ponían en la mano un fusil y ceñían a sus cuerpos bandoleras con municiones. Temblaban de susto al principio. Luego se restregaban los ojos, apretaban las manos, daban abrazos y se iban a cumplir las órdenes. Algunos tras caminar varias cuadras de hielo encendían otra fogata para descongelarse y luego, reanimados, seguían la marcha. Estaba aún oscuro, pero la capital ya era un mar en ebullición.
El Gobierno recurrió a los cadetes de la Escuela Militar para proteger su Palacio de Invierno. Esas tropas llegaron en trineos y carros. Amanecía en esa media mañana y se pudo ver que los oficiales vestían uniformes brillantes. Kerensky ordenó al sospechoso crucero
Aurora
que se alejara de la costa. Pero la tripulación, con mayoría bolchevique, decidió permanecer en el mismo lugar. Esa desobediencia preanunciaba el desastre. Varios generales rechinaron los dientes y contemplaron sus trajes chillones, que ni a ellos mismos ya les impresionaban. Imploraron a Kerensky una estrategia novedosa que confundiera al enemigo. Pero Kerensky estaba paralizado.
Me puse al teléfono para repetir con las venas hinchadas que nuestros agitadores cerrasen el paso de las tropas que marchaban en auxilio del Gobierno. Debían acercarse a los soldados y oficiales para convencerlos de frenar, porque iban hacia una masacre. Los habitantes del Palacio de Invierno estaban muertos y no era sensato defender cadáveres.
El Gobierno captaba mis conversaciones telefónicas, pero no tenía forma de silenciarme. Nuestro despliegue había sido exitoso. Los hombres de la revolución dominábamos la calle y mi gente tuvo la valentía de acercarse a los soldados. Les hablaron con megáfonos desde atrás de muros y columnas. Se presentaban como heraldos de la paz. Sorprendidos, los militares empuñaron las armas para disparar, pero se contuvieron al escuchar propuestas. Sólo les pedían que no avanzaran hacia el Palacio. Los oficiales empezaron a contradecirse, porque algunos ordenaban seguir y otros detenerse. Las formaciones amenazaban romperse. Por último, el jefe ordenó detenerse. Cuando me llegó el informe de ese triunfo pegué un salto que casi vuelvo a producirme otro esguince. Más tarde me avisaron de que aún permanecían algunos aliados en torno a Kerensky: una parte de los soviets campesinos, monstruosos batallones de la Muerte, fanáticos batallones de Mujeres y decenas de cosacos inquebrantables. La toma definitiva tenía que esperar.