La estepa ucraniana de Jersón es la más fértil del mundo, repetían todos, como un rezo. Era cierto: brotaban caseríos y pequeños poblados que se dedicaban a la producción agrícola y ganadera. Su proximidad con el mar Negro también había generado leyendas sobre navíos fabulosos que volaban hacia Jerusalén. Sólo quienes adherían a la mística sionista se decidían a emprender tamaña aventura. Y no eran pocos.
La granja alquilada al Coronel se llamaba Iánovka, en homenaje a su propio apellido. La vivienda tenía cinco habitaciones pequeñas; la más amplia servía de comedor. Todas sus gruesas paredes fueron levantadas con adobe. Los techos habían sido impermeabilizados con pasto rubio metido con fuerza entre las cañas, pero durante las lluvias igual se filtraba el agua y gotas sonoras como monedas caían sobre los recipientes de latón que distribuíamos sobre el piso de tierra, pronto convertido en barro.
Cerca surgieron otras granjas de griegos, serbios y búlgaros, todos miserables, analfabetos y más o menos antisemitas. David se atusaba los bigotes antes de visitarlos con algún obsequio para desactivarles la hostilidad. Entre ellos también reinaba una subterránea discordia por conflictos inmemoriales, pero se unirían para atacar a un judío.
El cuerpo de David generaba respeto. Se había enamorado de mí cuando me vio por casualidad en la sinagoga de Odesa. Decía que nunca le dolió tanto el pecho. Corto de palabra y de cultura, pidió ayuda a un rabino que, mirando su traza, procuró hacerlo desistir: Ana per… per… pertenece a una familia pobre pero dis… distinguida, le explicó el hombre, que sufría de tartamudez. David no quiso abandonar la lucha. Entonces el rabino, emocionado, aceptó ir hacia una guerra perdida. Pero le exigió: antes de las presentaciones te… te… te… bañas con… con jabón y un cepillo du… duro, de caballo, vestirás ropa nueva y te… te… te… recortarás los… los pelos salvajes.
El primer encuentro con mis padres fue difícil por las dificultades expresivas del rabino y el prudente silencio de David. Bebían con parsimonia el té de un inagotable samovar de bronce mientras se estudiaban los rostros, las manos, los gestos. David apenas conseguía dominar los resortes de su mirada, que disparaban hambrientos hacia mi rostro con tanta insistencia que me ponía roja. Pero no me sentí incómoda; por primera vez estaba frente a un hombre de verdad, no a pretendientes cremosos.
Papá decidió punzar a David con interrogantes, como por ejemplo Qué piensa de su futuro. Pero David era primitivo, no idiota. Evitó referirse a su futuro nublado y contó anécdotas sobre su propio padre, que se llamaba León. León, mi padre, fue un verdadero león, carneaba ovejas con un cuchillo sin melladuras y transportaba bolsas de remolachas. Calló un minuto y agregó: León, mi padre, en un
pogrom
, rompió la nariz de cuatro asesinos antes de que un puñal le atravesase la espalda.
Me conmovió el relato y lo asocié con personajes de Pushkin. El rabino acudió a ejemplos bíblicos para facilitar un acuerdo matrimonial, pero el acuerdo no pudo concretarse debido a la fatiga que provocaba su epiléptica lengua. Cuando se fueron confesé a mis padres Papá, Mamá, ese joven me entusiasma. Ellos me contemplaron perplejos y dijeron Ana, ¿adónde fue a parar tu inteligencia? ¡Es un rústico! ¡Un ignorante!
Les dije sin rodeos quiero casarme con él, incluso acompañarlo a la alquería, y me contestaron que había perdido el juicio, que sobraban pretendientes mejores. Yo contesté sí, los estúpidos, los grasosos. Pero esos candidatos son mejores, replicó mamá. Mejores para ustedes, no para mí. Entonces mis padres trataron el asunto de forma confidencial con primos y tíos. Por unanimidad opinaron que yo estaba loca. Intentaron exiliarme en casa de unos parientes que vivían lejos, hasta que se me fuera el capricho. Pero yo me mantuve firme e insistía: quiero casarme con David Bronstein. Obtuve la boda. Al rabino la sorpresa le borró la tartamudez, ya que era el primer triunfo de su carrera. En el casamiento sobró la comida, pero se mezclaron como nunca el júbilo y la pesadumbre. Me indignaba que algunas viejas repitieran tan joven y bonita para casarse con alguien tan bruto.
Fuimos al campo, a la granja de Iánovka. Intenté buscar belleza en cada detalle, los bosques de abedules, el trigal dorado, los rosales, las frescas paredes de adobe. Soñaba ser la amorosa protagonista de una novela. David manifestó su ternura gastando los primeros ahorros en la suscripción a una biblioteca circulante que llegaba una vez por mes en un carro tirado por dos matungos. Yo le dije Gracias y él me dijo Te lo mereces. También aceptó descansar los sábados y guardar las principales fiestas judías, aunque ya le habían dejado de importar la religión y los rituales. Yo de nuevo le dije gracias.
Tuvimos ocho hijos, pero sólo sobrevivieron cuatro. Al quinto lo llamamos León, en homenaje al bravo abuelo que había muerto en un combate. Nació en 1879, exactamente el mismo mes y día en que, treinta y ocho años más adelante, protagonizaría la revolución que cambió al mundo. Fue un anuncio del cielo.
Desde pequeño Lióvushka ocupó el centro de mi vida. No me avergüenza confesarlo. Solía tenderse sobre la alfombra de lana del comedor para contemplarme y enamorarme. Le encantaba mirar cómo leía las novelas que me prestaba la biblioteca. Cada mes llegaba el ruidoso carro y su conductor, un viejo entendido, recomendaba alguno de sus volúmenes ordenados bajo la lona. Había libros religiosos y novelas clásicas o nuevas. Yo elegía tres o cuatro títulos. Cuando el bibliotecario decía ésta le va a encantar, yo contestaba me la quedo. Lióvushka se interesaba por las tapas forradas en tela o cuero, algunas con dibujos que parecían de oro. Enseguida su curiosidad se desplazó a las letras de las páginas interiores, que llamaba hormigas. Son hormigas, mamá. Le fascinaban esas hormigas alineadas que trasmitían secretos a mi dedo índice, con el cual me acostumbré a leer.
Liova preguntaba: ¿te gustan esos cuentos?, y yo le decía sí, mucho. ¿Qué cuentan? Historias largas. ¿Qué historias? Historias sobre diferentes personas. ¿Las conozco? No todavía. Las quiero conocer.
Los tres hermanos de Lióvushka se llamaban Alexander, Elizabeta y Olga. Los mandamos a la escuela de un pueblo cercano. Lióvushka no fue aceptado porque era muy chico aún, y lloraba por esa discriminación. Se despertaba temprano para ver partir a sus hermanos. Nos conmovió. Entonces convencí a David de compensarlo con una joven institutriz búlgara que vivía a pocos kilómetros. Era un lujo desusado en la región, sólo los ricos y los aristócratas contrataban institutrices. La chica tenía unos dieciséis años. Arribaba en una liviana calesa dos veces por semana. Le enseñó a dibujar las letras cirílicas y los números. En pocos meses Lióvushka sabía leer y me perseguía por la casa para demostrar sobre los libros que ya entendía el significado de cada hormiga. ¡No son hormigas, son letras!
En la época tibia estudiaban bajo la sombra de un manzano. Una tarde ella descubrió que se movía un misterioso brillo en la hierba y dijo: ¡mira, Lióvushka, es una tabaquera enterrada! ¿Será de oro? Escarbó con una ramita de abedul. La tabaquera se desenrolló mágicamente y se transformó en una serpiente que huyó silbando. La chiquilla empezó a gritar ¡ay, ay, ay! y corrió hacia mí para contar el percance. Lióvushka llegó después, más divertido que asustado. Pero esa noche acordamos despedirla, sin imaginarnos el pataleo de nuestro hijito.
Desde niña aprendí que la educación incluye el trabajo. Por eso a toda mi descendencia le inculqué esta norma: ustedes, chicos, deben saber barrer, cocinar, lavar, coser, cultivar el huerto y ayudar en las faenas de la granja, trabajar en el pesebre, el establo, el granero, los jardines y la recolección de frutas. También visitar los rosales blancos, los amarillos y los rojos para rociarlos, matar los insectos con agua hirviente y podarlos con amor. Liova se solidarizaba con los insectos y reprochaba mi espíritu asesino, gritándome ¡son letras esas hormigas! no las mates, y yo lo consolaba riendo: no te aflijas, sólo les sirvo un rico té, mira cómo se retuercen de gusto.
Un día tuve una fuerte discusión con mi marido por alguna estúpida razón. La consecuencia es que dejó de hablarme. Opté por la paciencia. David trabajaba de sol a sol junto a los peones y una tarde le entregaron un telegrama: había muerto el odioso propietario, el coronel Ianovsky, y vendría su viuda, que seguro pretenderá que evacuemos la granja. Se acercó a mi lado, bajó la cabeza, susurró una disculpa y pidió que volviésemos a hablar. Nos espera una catástrofe, murmuró, y tendremos que volver a empezar. No supe qué decir. Deberemos apretarnos en otra alquería minúscula, agregó, vaya a saber dónde, conseguir que alguien nos alquile tierra o, lo peor de todo, pasar una temporada en el
palio
.
Al rato me preguntó ¿cómo deberíamos recibir a la Coronela? Se tironeó los bigotes hasta hacerse doler, para que le brotase una idea, pero no apareció ninguna. Entonces dijo sólo tú, Ana, puedes ayudarme en esta emergencia, y yo abrí las manos. ¿Cómo? Creo que debemos agasajarla, agasajar a esa vieja puta.
Estuve de acuerdo, convenía demostrarle que también sabemos portarnos como en la gran ciudad. Lo tranquilicé un poco, reuní a las mujeres que sabían cocinar y acopié harina, frutas, quesos, hortalizas, té, vodka. Le sugerí: elige el mejor de tus vehículos y transfórmalo en una carroza de ensueño, como las que circulan por las avenidas de Odesa. Sí, Ana. Pero, además, tienes que ponerle asientos tapizados, una alfombra mullida, almohadones para los pies y la espalda, techo de lona pintada con colores vivos. Sí, Ana. Lo arrastrarán cuatro caballos jóvenes bien enjaezados. ¿Cuatro? Sí, cuatro, más otros dos de auxilio. Sí, Ana. Tienes que impresionarla desde que pise el andén de la estación.
David e Iván —nuestro técnico que todo lo sabe— recorrieron treinta kilómetros de estepa y llegaron a tiempo. Bajaron del tren varias personas, pero sólo una requirió el auxilio del guarda. Era una mujer corpulenta, vestida con cargados encajes negros y un gran sombrero de seda. David hizo una reverencia y dijo soy David Bronstein, bienvenida. La Coronela extendió su despectivo índice hacia los baúles que le estaban sacando del vagón. David e Iván los trasladaron al carruaje. Después instaló en el suelo un banquito de madera para que ella subiese con absoluta comodidad. Una vez sentada sobre almohadones y sus pies acomodados sobre la alfombra, abrió su sombrilla y ni siquiera dijo gracias.
Los animales iniciaron el trote. Al rato pasaron a un galope alegre para lucirse también. Iván sostenía las riendas y no necesitaba recurrir al látigo. Las ráfagas tiernas del campo cultivado traían fragancia de girasoles, cebada y maíz. Ella no habló, concentrada en aspirar esos aromas que escaseaban en la ciudad.
Apenas los vi aproximarse corrí a buscar el ramo de flores que tenía preparado. Le di la bienvenida más melosa posible y la conduje hacia la habitación de las niñas, que había reacondicionado con primor. ¡Tanto esmero para que nos expulse!, me dije con los labios sellados. Había trasladado hacia allí mi cama matrimonial, con sábanas que olían a lavanda. La ondulada pared ostentaba un gran espejo, donde la propietaria podría mirarse de reojo su cara invadida de arrugas, a las que disimulaba con un maquillaje pesado. Yo había tenido la precaución, además, de instalarle dos sillas recién tapizadas, una pequeña mesa con mantel bordado, alfombras desde la puerta hasta el fondo y cubrí las aberturas con visillos de color rosa. La solemne mujer se quitó el sombrero y aprobó la decoración con dos palabras: está bien. Acto seguido me comunicó sus gustos culinarios. Cuando se lo conté a David, dijo que esa puta vieja debía suponer que los alimentos judíos contienen veneno. Pero sólo se había referido a platos elementales: caldo de gallina,
borsht
y pescado a la parrilla. Le pregunté si además aceptaría pollos asados y el condimento de cebollas fritas.
Dos horas más tarde, luego de tomarse un baño y cambiar la vestimenta por otra más liviana, pero también prolífica en encajes, se puso a beber té de nuestro samovar. Tenía a su alcance azúcar de remolacha y bizcochos variados que masticaba con su dentadura postiza. Nos miraba tomándonos examen.
Continuamos el operativo de seducción pese a los nubarrones. La llevamos a recorrer los senderos que se abrían entre rosales y girasoles hasta el alto granero, rodeado por verdes setos de boj. Estaba dividido en varios compartimientos donde se amontonaba el trigo, la cebada de ásperas agujas, las resbalosas simientes de lino, las perlas llenas de aceite de la colza y una avena suave como las caricias de un plumero. La Coronela miraba con sospecha y David aumentaba su nerviosismo, porque entendía que pronto nos echaría sin contemplaciones.
De repente ella se desvió hacia un bosquecillo de acacias. Arañó con sus uñas la nevada savia de los troncos y la devoró como a una golosina. Nos miramos perplejos, eso sólo lo hacen los pobres muertos de hambre. ¡Qué manías tienen los ricos! Al regresar le ofrecí masitas recién espolvoreadas con semillas de amapola para que se quitase el gusto de la savia. Devoró las masitas.
Pasaron tres, cinco, siete jornadas y esa mujer no daba signos de querer marcharse ni de expulsarnos de la granja. Me siento bien aquí, ustedes son hospitalarios, concedió. David me trasmitió a la oreja: ¿nos prepara el chubasco? Mi pequeño Lióvushka no entendía por qué derramábamos sobre ella tantas atenciones, si esa vieja enfundada en ropas estrafalarias no charlaba con los niños y miraba con desdén a los labriegos. Tampoco ahorraba algunas críticas, como decir Ana, bajo el alero he descubierto nidos de gorriones y en las paredes se esconden muchas culebras. Le contesté señora, echo agua hirviendo a las culebras; además, muchas son arrancadas por las cigüeñas con sus largos picos.
Una tarde descubrí a tiempo dos culebritas que Lióvushka había deslizado bajo la almohada de la Coronela. ¡Se las merece!, protestó feliz y algo enojado porque le frustré el operativo.
Mi hijito se asustó mucho cuando un día trajeron del campo a una jornalera adolescente mordida por una víbora. La muchacha lloraba y decía ¡me voy a morir! Lióvushka me aguijoneaba con sus ojazos y preguntaba qué era morir. ¿Es peor que el dolor de una mordedura? Sí, contesté. Con un elástico até su pierna por encima de la rodilla para que no se difundiera el veneno, y Lióvushka seguía preguntado, ¿por qué la atas, si le duele? Después te explico. Tatiana proveyó un barreño con suero de leche, mientras David y unos peones acondicionaban el carruaje. La llevaron al hospital de Bobrinez. Tuve que explicarle a Lióvushka qué es el veneno y qué es morir, pero me resultó más fácil lo del veneno, porque sobre la muerte ni yo misma sabía cómo satisfacer su curiosidad. La tuvieron que dejar internada hasta que pareció superado el riesgo. Volvió y se puso a trabajar, pese a que le rogábamos que no hiciera demasiados esfuerzos. La pierna de la mordedura estaba protegida por un vendaje disimulado con una media. Su ganancia fue que a partir de entonces todos los demás jornaleros la trataron de señorita.