Tenía un hijo alto que se cubría la órbita derecha con una venda, porque se había volado el ojo en un intento de suicidio luego de insultar a un oficial en el ejército. Con mucho dinero Samuel evitó que lo fusilaran. Desde entonces el joven debía llevar un salvoconducto de idiota en el bolsillo, que su padre le hacía mostrar una y otra vez para que se supiera el mucho dinero que debió gastar para salvarle la vida.
Le dije que me gustaría conocer su residencia, a la que Samuel calificaba de palacio. Tras mucho insistir, en el comienzo de la primavera, el hacendado loco me llevó en su ágil faetón tirado por caballos con arneses de plata. Por primera vez conocí un jardín de estilo francés, con sus geométricos canteros, flores ordenadas y el coqueteo de pavos reales en plena exhibición de su plumaje.
Volví años después, en una de mis vacaciones, y se me pegó a la cara el horror de la decadencia.
La elegante tapia del jardín se había caído, los canteros morían exhaustos y no quedaba una sola flor. Samuel tuvo que vender hasta el faetón y los caballos con sus arneses para saldar deudas. El hijo tuerto apareció en el taller para rogarle a Iván que le prestase una carabina: quería matar a sus padres y después volarse el ojo que le quedaba. Yo traté de calmarlo, pero sólo obtuve como respuesta el certificado de idiota que el tembloroso muchacho me frotó en la nariz y estaba condenado a portar todos los días de su existencia.
Narra Ana
Un mar de palomas
Los domingos solía presentarse Iván armado de peine y tijeras, y cortaba el pelo de toda la familia. Después nos sentábamos a comer. Durante las sobremesas el tallerista fumaba su pipa y lanzaba al aire anillos de humo. A veces uno de mis hijos recitaba un poema recomendado en la escuela. Otras veces nos divertíamos jugando a las cartas o al ajedrez, y ahí mis chicos competían en hacerle trampas a David, que jugaba sin poner atención y reía cuando lo derrotaban.
Al término de unas horas yo prefería sentarme en mi sillón para disfrutar de la lectura. Me concentraba en uno de los libros de la biblioteca circulante y me ayudaba con el índice que viajaba de izquierda a derecha, renglón por renglón, mecanismo que fascinaba a Lióvushka. Afuera se paseaban amistosas cigüeñas que comían las culebras arrancadas del techo o de las paredes de adobe. Por las ventanas ingresaba el aroma de los rosales bien regados.
Durante la Pascua los niños pintaban huevos. Encantaban esas diversiones inocentes. La nueva cocinera, Tatiana, conocía mejor que nadie ese arte, y se aplicaba a enseñarlo con mucha paciencia. Regalaba un par de huevos pintados a cada niño y cada niño a su vez procuraba pintar otro con colores más excéntricos. Detrás de la bodega aprovechábamos una suave pendiente para echarlos a rodar. Ganaban los huevos que, pese a los choques, no se rompían. Era un juego en el que nadie podía triunfar siempre, aunque pusiera su máximo empeño. Pero excitaba observar cómo algunos evitaban ser golpeados y rodaban unos milímetros su ancha cintura mientras otros los atacaban. Contemplando esa escena Lióvushka dijo: Así se comporta la gente.
Pocos obreros permanecían en la granja todo el año. La mayoría venía para la cosecha. En el verano acudían de a cientos. Cuando la recolección prometía ser buena, corría la noticia con rapidez y la provincia de Jersón se llenaba de gente. Muchos arribaban a pie, luego de caminar un mes entero. La pobreza era compacta y nadie quería perderse la oportunidad que brindaba un estío reventado de mieses. Los segadores cobraban su salario más la comida, compuesta por melones,
borsht
, leche cuajada y pescado seco; a veces sandías. Las mujeres, por igual trabajo, recibían algo menos. Algunos segadores eran esqueletos con tendones y un poco de músculo; su piel gris estaba cortada por la sequedad. No obstante, solían cumplir jornadas de diez horas. Los viejos cobraban un ligero excedente debido a su experiencia, no por respeto; hasta se los premiaba de vez en cuando con una ración de vodka. Todo el sistema desbordaba injusticias.
Una mañana Lióvushka entró corriendo en el comedor después de lavarse de prisa, porque todos se lavaban de prisa. Bebió té con leche y comió pan blanco con manteca. Me descubrió sentada frente a un caballero muy flaco, vestido con un traje remendado pero limpio. Le dije dale los buenos días, Lióvushka, este señor va a ser tu maestro.
El caballero lo saludó con ternura, como siempre hacen los maestros en presencia de los padres. Mientras mi hijo se sentaba en un rincón, me puse a discutir el lado financiero, porque deseaba pagarle un poco en rublos y otro poco en sacos de harina. El maestro, llamado Isaac, le enseñaría en su escuela de la vecina colonia alemana. Aprendería ruso, aritmética y Biblia en hebreo.
A los pocos días mi marido lo llevó en su calesa. Se alojaría en casa de mi sabihondo primo Abraham. La minúscula aldea se extendía a los lados de una zanja por donde corría un arroyo sucio: de un lado habitaban familias judías y del otro las alemanas. En el sector alemán las casas parecían más limpias, unas techadas con tejas y otras con cañas pintadas. Se veían caballos, vacas y corderos. En el barrio judío, por el contrario, las viviendas lloraban abandono y circulaba por sus patios un ganado miserable.
Las clases tenían lugar en la casa de Isaac, donde se reunían once niños. Después Lióvushka me contó muchos pormenores. Había olor a ajo y encierro. En un pizarrón aprendían a escribir con tiza los caracteres rusos y luego les enseñaba a empuñar la pluma sobre un block de papel. Las lecturas de la Biblia se hacían a coro, tras lo cual debían traducir sus versículos al ídish. Lióvushka se enteró de que tanto el ídish como el hebreo se escribían de derecha a izquierda, mientras el ruso de izquierda a derecha. Preguntó la razón. Entonces el maestro le dijo Liova, intenta grabar algo sobre una piedra como hizo Moisés, y tendrás la respuesta.
La mujer del maestro, más redonda que un oso, solía entrar en la clase. Un día irrumpió enojada para criticar la harina que Isaac había comprado. Mostró su palma llena de polvo y, cuando su marido acercó la nariz, ella se la restregó en la cara. ¡Huele mal!, gritó. Se fue riendo. Los chicos celebraron esa burla, pero el maestro miró hacia la puerta con ganas de ahorcarla. Lióvushka fue el único en solidarizarse con el pobre hombre y buscó un repasador para que se limpiase la harina. Estuve orgullosa del noble gesto que tuvo mi niño.
Abraham, pese a su arrogancia, hizo lo posible para que Lióvushka se sintiese cómodo. En una cena le regaló el hueso del muslo de un pollo que acababa de comer para que lo quebrase con los dientes y chupase su delicioso contenido. Le dijo Lióvushka, a ese hueso no lo daría por menos de diez rublos.
La casa de Abraham quedaba a la entrada de la colonia. En el otro extremo vivía un judío alto, flaco y sucio que solía robar caballos. Lo llamaban El Ladrón de Caballos, precisamente. Tenía una hija con fama de hacer favores a cualquiera. Entre las dos puntas de la aldea trabajaba noche y día un joven sombrerero de barba tan colorada como los tomates. Su esposa se presentó ante Abraham con furia, como si Abraham fuese un juez, para acusar a la indecente hija del Ladrón de Caballos por querer acostarse con su esposo a cambio de algunas gorras. ¡Haga algo!
Abraham no lo tomó a pecho y dijo: estimada señora, ¿no será que esa mujer confundió al gorrero con alguno de los caballos que suele robar su padre?
Ella aplicó un golpe al samovar, que rodó por el piso, y salió dando un portazo. Al día siguiente, cuando Lióvushka regresaba de la escuela, vio mucha gente que gritaba, escupía y arrastraba por la calle a una joven, la joven impúdica que intentó seducir al gorrero. Tuvo lástima de la chica, me contó, pero también lo asustó el poder tremendo, incontenible, que alcanza en la calle la furia de la gente. ¡Se convierten en lobos!
Unos años después Abraham enviudó y se casó con esa joven agraviada y arrastrada de los pelos. Pero antes la previno de que no se debía dejar tentar por los fabricantes de gorras, sean colorados, negros o blancos. Parece que se llevaron muy bien. Abraham lo confirmó con otra de sus frases soberbias al afirmar somos el uno para el otro.
También me enteré de que mi hijito vio a hombres impacientes que aprovechaban cualquier excusa para deslizarse al dormitorio de la cocinera que trabajaba en la casa de Abraham. Cuando ella informó que estaba por tener un hijo, Abraham la insultó, pero luego decidió pedir mi ayuda. Acudí de mala gana. Los gritos de la parturienta hicieron temblar la colonia durante toda la noche. Lióvushka se coló hasta el oscuro y maloliente cubículo. Entró cuando la cocinera ya tenía al bebé sobre su pecho y decía ¡miren, miren qué hermoso es y cómo apoya la mejilla sobre su manecita!
Me incomodó la presencia de Lióvushka, no tenía edad para estas cosas. Lo saqué del cuarto a la rastra. Pero él me dijo: ¿no te da pena? Quedé paralizada y exclamé ¡por Dios!
A la semana murió el recién nacido. Lióvushka se daba cuenta de que los mayores no queríamos escuchar sus preguntas. Era difícil contestarle a todo y, al mismo tiempo, ocultar, distorsionar, inventar. La desgracia aceleró nuestra decisión de ponerle fin a esa etapa en la atípica escuela, porque hasta había empezado a encariñarse con el enclenque maestro. Al despedirse de Isaac se dieron la mano mirándose a los ojos. Lióvushka me confesó que no lo olvidaría nunca porque era una buena persona castigada por malas personas.
De regreso en la granja encontró una nueva diversión, que era copiar los libros que yo leía. Así mejoraba su letra y captaba la forma en que se desarrollaban los relatos, me dijo. Era muy inteligente o se le había metido un demonio. Aprendió de memoria algunas páginas y las recitaba durante la cena, para asombro general. Le surgió la idea de escribir textos propios y compuso unas poesías. Combinaba las palabras de uso vulgar que oía en el taller con las cultas de los libros. Yo le criticaba las palabras vulgares, pero a Lióvushka la intuición le decía que eso estaba bien, porque tenía el sabor de lo prohibido. Y lo prohibido lo fascinaba, aunque a mí me encogía el corazón.
Para Navidades, mientras tomábamos el té, irrumpió en el comedor un río de enmascarados haciendo piruetas. El hecho fue tan súbito que Lióvushka, pese a su imaginación, no pudo frenar el miedo. El resto de la familia rió y se dispuso a gozar la representación. Los enmascarados actuaban con solemnidad y parecían encontrarse en el enorme salón de un palacio, no en una sala con paredes de adobe.
Los hombres y mujeres se saludaban haciendo reverencias. Se trataban entre sí con una elegancia que bordeaba el ridículo. Usaban grandes sombreros, ropas coloridas y antifaces negros los hombres, y pañuelos blancos las mujeres. El tramo más asombroso fue el discurso de “El emperador Maximiliano de Austria”.
Por primera vez mi niñito conoció el mundo virtual de la escena. Más grande fue su perplejidad cuando le dije que el principal personaje era Pedro, un modesto peón que había sido soldado. Al día siguiente se deslizó al galpón de la servidumbre armado de lápiz y papel, buscó a Pedro desnudo de disfraces, y pidió al degradado “emperador Maximiliano” que le dictase su monólogo. El hombre no quería, pero Lióvushka le rogó con su característica tenacidad. Hasta que por fin se sentaron junto a la ventana opacada por la nieve y consiguió escribir los versos del comediante. Sin la misma magia, por supuesto, porque estaba vestido con una camisa rota y tenía olor a estiércol.
A los quince minutos apareció David en la puerta. Enojado, gritó ¡Liova, vete de aquí!
Pasó el resto de la tarde llorando en el sofá. Le dije a David ¡te has portado como un buey!
Para Lióvushka, sin embargo, mejor que mi consuelo fue visitar a Casimiro Antonovich. Era un vecino que tenía grandes colmenas alejadas de la zona dedicada a las caballerizas, porque las abejas, según él, no soportan el olor del caballo. Repetía que esos sabios insectos liban de los árboles frutales, las acacias blancas, la colza aceitosa, el trigo rubio y hasta los gruesos tallos del euforbio. Sus graves palabras sonaban como poesía. A menudo se presentaba en nuestra granja con grandes fuentes donde los panales de miel nadaban en su oro fluido. Y a Lióvushka le tentaba meter sus deditos. Un día Iván le propuso ir a lo de Casimiro para olvidarse de la riña con el impulsivo David. No visitar sus colmenas, sino el palomar. ¿El palomar? ¡Sí, verás un mar de palomas!
Después me contaron su sorpresa.
Casimiro los recibió alegre y ofreció té con bizcochos. En la mesa había varios platos con manteca, cuajada, miel, quesos. ¿No se nos hará tarde?, preguntó Lióvushka en voz baja, como si no quisiera espantar a las aves que debían andar cerca. Debemos tener paciencia, contestó Casimiro, hay que darles tiempo a que se apacigüen, el anochecer las apacigua.
Cuando se extendió la penumbra, Casimiro alzó una pequeña linterna y pidió que lo siguiesen. El palomar era un desván largo y negro, cruzado por vigas. Se aproximaron en silencio, casi arrastrándose. El aire olía a rata muerta, a polvo, y se sentía el asqueroso roce de las telas de araña. Las suelas pisaban sobre excrementos de variada consistencia y producían un tenue crepitar. El hombre apagó su linterna y susurró aquí están, ¡agárrenlas!
De pronto sucedió lo indescriptible. En medio de las tinieblas estalló un aleteo infernal. El desván trepidaba y por el aire cruzaban plumas como flechas. Estallaba el mundo. Todavía hay más, alentó Casimiro, sigan, sigan, métanlas en el saco. ¡Ya tenemos bastantes!, dijo Iván al rato y se echó el saco al hombro. Los tres salieron rumbo a la casa. Lióvushka e Iván agradecieron a Casimiro y volvieron caminando a la granja. En esa noche de plenilunio las copas de los árboles estaban cubiertas de sal. Durante la marcha siguió repiqueteando en la cabeza de mi hijo la terrorífica agitación de las palomas. Ahora, junto con Iván, les tenían que construir una nueva residencia. El espacio que quedaba bajo el techo del taller, entre dos planos de paja y cañas, era adecuado para ese propósito. Lióvushka podría subir a visitar las aves por lo menos diez veces al día.
Con puntualidad Lióvushka se dedicó a proveerles agua, mijo, trigo y pan. Al cabo de una semana aparecieron huevos en uno de los muchos nidos que se habían formado. Pero el regocijo fue corto, porque las palomas aprovecharon un descuido para salir volando, pareja tras pareja. Rumbearon hacia el viejo palomar en línea recta, como si hubiesen planificado la huida. Lióvushka se preguntó: ¿qué tenía de más hermosa la primera cárcel? Sólo quedaron las parejas con alas cortadas; pero al cabo de otros ocho días, cuando volvieron a crecerles, también abandonaron el sitio que con amor les habían construido. Si un palomar las asfixiaba, todos los palomares son lo mismo, todos son grandes jaulas, son prisiones. ¿Qué tiene de mejor una prisión que otra? Algo deben de tener, contestó Iván mientras encendía su pipa: también a los hombres y mujeres nos gustan ciertas prisiones. Lióvushka se quedó mirándolo, pero ya no se atrevió a seguir con ese tema.