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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Llamada para el muerto (3 page)

BOOK: Llamada para el muerto
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–Adelante.

–El director de personal del Foreign Office nos telefoneó: quería el número del consejero, de su casa. Dijo que ésta era la última vez que la Seguridad se enredaba con los asuntos de su personal, que Fennan era un funcionario leal y de talento, bla-bla-bla…

–Y lo era. Es verdad.

–Dijo que todo el asunto demostraba francamente que la Seguridad se había excedido en sus atribuciones…, que utilizaba métodos de la Gestapo, que ni siquiera se excusaban ante una auténtica amenaza, bla-bla… Le di el número de la casa del consejero, y lo marcó por el otro teléfono mientras seguía delirando. Por un golpe de genio, logré dejar una línea para el Foreign Office y llamé por otra a Maston, dándole la noticia. Eso era a las doce y veinte. A la una, llegó Maston en avanzado estado de gestación; mañana por la mañana tendrá que informar al ministro.

Permanecieron silenciosos un momento, mientras Guillam vertía en las tazas café concentrado y añadía agua hirviendo del cazo eléctrico.

–¿Qué tipo era? -preguntó.

–¿Quién, Fennan? Bueno, hasta esta noche habría podido decírselo. Ahora ya no hay quien le entienda. A simple vista, evidentemente judío. Familia muy decente, pero en Oxford se lo sacudió todo y se volvió marxista. Sensible, culto…; un hombre razonable. Se expresaba con cortesía y sabía escuchar. En resumen, buena educación, y con sobrados conocimientos. Quienquiera que fuese el que le denunció, tenía razón: era del partido.

–¿Qué edad?

–Cuarenta y cuatro. Pero realmente aparentaba más.

Smiley siguió hablando mientras sus ojos erraban por el cuarto: Cara delicada…, un mechón de pelo oscuro y liso, peinado a la manera estudiantil, perfil de un muchacho de veinte años, piel fina, seca y muy pálida. Con muchas arrugas, además; arrugas por todas partes, cortándole la piel en cuadrados. Dedos muy delgados…, un tipo reconcentrado: de los que se bastan a sí mismos. Buscaba sus placeres solo. También sufrió solo, supongo.

Se levantaron cuando entró Maston.

–¡Ah, Smiley! Entre.

Abrió la puerta y extendió el brazo izquierdo para permitir que Smiley pasara primero. El cuarto de Maston no contenía ni una sola pieza de propiedad gubernamental. En cierta ocasión compró una colección de acuarelas del siglo xix, y algunas de ellas colgaban en la pared. Lo demás no tenía carácter, decidió Smiley. En ese aspecto, también Maston era así. Su traje, un poquito demasiado claro para lo que conviene a la respetabilidad, el cordón de su monóculo atravesaba su invariable camisa crema. Llevaba una corbata de lana gris claro. Un alemán le llamaría flote, pensó Smiley. Chic si lo era: el verdadero caballero para la imaginación de una camarera.

–He visto a Sparrow. Es un caso claro de suicidio. El cadáver ha sido retirado, y, aparte de los trámites de costumbre, el jefe de Policía no llevará a cabo acción alguna. Habrá una investigación dentro de uno o dos días. Se ha acordado, e insisto en ello con toda energía, que la prensa no ha de saber ni una palabra de nuestro anterior interés por Fennan.

–Ya veo.

(«Eres peligroso, Maston. Eres débil, estás asustado. Sacrificarías el cuello de cualquiera antes que el tuyo, lo sé. Me miras como si estuvieras midiendo la soga para ahorcarme.»)

–No crea que lo digo como crítica, Smiley; después de todo, si el director de Seguridad autorizó la entrevista, usted no tiene por qué preocuparse.

–Salvo en lo que respecta a Fennan.

–Claro está. Desgraciadamente, el director de Seguridad descuidó firmar la aprobación a su nota sugiriendo una entrevista. Sin duda la autorizó verbalmente, ¿no?

–Sí. Estoy seguro de que lo confirmará.

Maston volvió a mirar a Smiley de modo penetrante, calculador: algo empezó a atragantársele a Smiley. Sabía que se estaba manteniendo al margen, y que Maston quería que se acercara más, que fuese más conciliador.

–¿Sabe que la oficina de Fennan se ha puesto en contacto conmigo?

–Sí.

–Se tendrá que abrir una investigación. Acaso ni siquiera sea posible evitar a la prensa. Ciertamente, lo primero que tendré que hacer mañana es ver al ministro del Interior. -(«Asústame, inténtalo otra vez… Ya no soy joven…, hay que pensar en el retiro…, además, no encontraría otro empleo…, pero no participaré en tus mentiras, Maston»)-. He de tener todos los hechos, Smiley. Tengo que cumplir con mi deber. Si hay algo de esa entrevista que le parezca que debe contarme, algo que no haya anotado quizá, dígamelo ahora y permítame considerar su importancia.

–En realidad, no hay nada que añadir a lo que ya consta en el expediente, y a lo que le dije anoche a primera hora. Tal vez a usted le convenga saber -(el «a usted» quizá un poco fuerte)- que la entrevista se desarrolló en una atmósfera excepcionalmente cordial. La acusación contra Fennan era bastante débil: que perteneció al partido en la Universidad allá por los años 30, y se habla vagamente de que actualmente simpatizaba. La mitad del Gobierno estaba también en el partido por los años 30. -Maston frunció el ceño-. Cuando llegué a su despacho del Foreign Office, tuve la impresión de que me metía en un sitio público: gente que entraba y salía continuamente, de modo que sugerí que saliéramos a dar una paseo por el parque.

–Adelante.

–Bueno, nos fuimos. Hacía un día frío y soleado, bastante agradable. Estuvimos mirando los patos -Maston hizo un gesto de impaciencia-. Pasamos una media hora en el parque: él habló todo el tiempo. Era un hombre inteligente, elocuente e interesante. Pero también nervioso y no sin motivo. A esa gente le encanta hablar de sí mismos, y creo que le gustó poder soltar lo que llevaba dentro. Me contó todo el asunto. Parecía muy contento de mencionar nombres, y luego nos fuimos a un
espresso
que estaba junto a Millbank.

–¿Un qué?

–Un
espresso
. Un bar. Dan una clase especial de café a chelín la taza. Tomamos café.

–Ya veo. En esas… circunstancias anfitriónicas fue cuando usted le dijo que el Departamento no recomendaría que se emprendiera ninguna acción contra él.

–Sí. Muchas veces hacemos eso, pero normalmente no lo anotamos.

Maston asintió. Esa clase de cosas las entendía, pensó Smiley. Válgame Dios, en realidad es bastante despreciable. Era emocionante descubrir que Maston era tan desagradable como él había esperado.

–Y ¿puedo suponer, por tanto, que su suicidio (y su carta, desde luego) le sorprenden completamente? ¿No encuentra usted ninguna explicación?

–Sería difícil que la encontrara.

–¿No tiene idea de quién le denunció?

–No.

–¿Sabía usted que estaba casado?

–Sí.

–No sé…, parece verosímil que su mujer pudiera llenar algunos de los huecos. Casi no me atrevo a sugerirlo, pero tal vez alguno del Departamento debería ir a verla, y, en la medida en que lo permitan los buenos sentimientos, preguntarle sobre todo esto.

–¿Entonces? -preguntó Smiley mirándolo, inexpresivo.

Maston estaba de pie junto a su gran mesa lisa, jugueteando con la cacharrería del hombre de negocios -plegadera, caja de cigarrillos, encendedor-; todo el instrumental químico de la hospitalidad oficial.

Enseña dos dedos de manga crema, pensó Smiley, admirando la blancura de sus manos.

–Smiley, comprendo lo que siente, pero a pesar de esta tragedia, debe tratar de comprender la situación. El ministro y el secretario del Interior querrán la explicación más completa posible de este asunto, y mi deber personal es proporcionársela. Sobre todo, cualquier información que se refiera al estado de ánimo de Fennan inmediatamente después de su entrevista con… con nosotros. Es posible que hablara de ella con su mujer. No debería haberlo hecho, pero tenemos que ser realistas.

–¿Quiere que sea
yo
el que vaya?

–Alguien tiene que ser. Es un aspecto de la investigación. El secretario del Interior tendrá que decidir sobre ello, desde luego, pero en este momento desconocemos los hechos. El tiempo apremia y usted conoce el caso; usted hizo las investigaciones básicas. No da tiempo a que otro se documente. Si va alguien, tendrá que ser usted, Smiley.

–¿Cuándo quiere que vaya?

–Al parecer, la señora Fennan es una mujer poco corriente. Extranjera. Judía, además, según creo, sufrió mucho en la guerra, lo que aumenta las dificultades. Es una mujer de ánimo fuerte, relativamente poco impresionada por la muerte de su marido. Sólo en apariencia, sin duda. Pero sensata y comunicativa. Me ha dicho Sparrow que está dispuesta a colaborar con nosotros y que probablemente le recibiría a usted en cuanto llegue. La policía de Surrey puede advertirle que irá, y lo primero que usted podría hacer por la mañana sería verla. Yo le telefonearé más tarde.

Smiley se volvió disponiéndose a marcharse.

–¡Ah…!, y Smiley… -Notó la mano de Maston en el brazo, y se volvió a mirarle. Maston mostraba la sonrisa normalmente reservada para las señoras viejas del Servicio-. Smiley, puede contar conmigo, ya sabe: puede contar con mi apoyo.

Dios mío, pensó Smiley, realmente trabajas sin interrupción las veinticuatro horas del día. Eres un cabaret con el «Nunca cerramos».

Siguió andando hasta la calle.

III. Elsa Fennan

Merridale Lane es uno de esos rincones de Surrey cuyos habitantes mantienen una batalla incesante contra los estigmas de ser de «las afueras». En todos los jardines, delante de las casas, hay árboles, abonados y mimados para que crezcan, que ocultan a medias las cursis «residencias pintorescas» que se acurrucan detrás de ellos. La rusticidad del barrio se acentúa con los búhos de madera que montan la guardia sobre los nombres de las casitas, y los desmigajados enanos que se inclinan infatigablemente sobre estanques con peces de colores. Los habitantes de Merridale Lane no pintan sus enanos, sospechando que ése es un vicio «de las afueras», ni, por idéntico motivo, barnizan los búhos, sino que esperan pacientemente a que los años doten a esos tesoros de una apariencia de antigüedad, a la intemperie, hasta el día en que las vigas del garaje puedan presumir de cucarachas y termes.

La calle no es exactamente un callejón sin salida, aunque los agentes de la propiedad se empeñan en afirmarlo; el extremo desde el cruce de Kingston se estrecha ostensiblemente hasta convertirse en un sendero de grava, que a su vez degenera en un triste caminito enfangado a través de Merries Field, llevando a otra calle imposible de distinguir de Merridale Lane. Hasta poco antes de 1920 ese camino llevaba a la iglesia parroquial, pero ahora la iglesia queda en lo que prácticamente es una isla entre el tráfico adherido a la carretera de Londres, y ese sendero, que antaño llevaba a los fieles al oficio religioso, ahora proporciona un enlace superfluo entre los habitantes de Merridale Lane y los de Cadogan Road. La franja de campo llamada Merries Field ha conseguido ya una distinción muy por encima de sus propias aspiraciones: ha introducido una profunda cuña de discordia en el Concejo del Distrito, entre los partidarios del desarrollo y los conservadores, con tales repercusiones que, en una ocasión, quedó parada toda la maquinaria de la administración local de Walliston. Ahora se ha establecido una especie de transacción natural: Merries Field no está ni desarrollado ni preservado por los tres postes de acero situados a lo largo de él, a distancias iguales. En el centro, hay una especie de cabaña de caníbales con techo de bálago llamada «El Refugio Conmemorativo de la Guerra», que se construyó en 1951 en grata memoria de los caídos en las dos guerras, como puerto de refugio para los fatigados y los ancianos. Nadie parece haber preguntado qué tienen que hacer en Merries Field los fatigados y los ancianos, pero por lo menos las arañas han encontrado refugio en el techo, y, como lugar de descanso para los obreros que pusieron los postes de una línea de alta tensión, la cabaña resultó extraordinariamente cómoda.

Smiley llegó allí, a pie, poco después de las ocho de la mañana, después de haber aparcado su coche ante la comisaría de Policía, que estaba a diez minutos andando. Llovía intensamente, una lluvia densa y fría, tan fría que parecía sólida al golpear en la cara.

La policía de Surrey ya no se interesaba por el caso, pero Sparrow, por su cuenta y riesgo, había mandado a uno de la Rama Especial para que se quedase en la comisaría y, si era necesario, actuara como enlace entre la Seguridad y la policía. No cabía ninguna duda sobre el tipo de muerte de Fennan. Había recibido un balazo en la sien, a bocajarro, y el arma era una pequeña pistola francesa, fabricada en Lille en 1957, que se había encontrado debajo del cadáver. Todas las circunstancias concordaban con el suicidio.

El número quince de Merridale Lane era una casa baja, estilo Tudor, con las alcobas en las mansardas, y un garaje de tabiques de madera. Tenía aire de descuido, incluso de desuso. Podrían haberla ocupado unos artistas, pensó Smiley. No parecía que Fennan se encontrara allí en su sitio. Fennan era para Hampstead y las chicas bohemias extranjeras.

Levantó el pestillo de la verja y avanzó lentamente por el camino hasta la puerta de entrada, tratando en vano de distinguir alguna señal de vida a través de las ventanas emplomadas. Hacía mucho frío. Tocó el timbre. Elsa Fennan le abrió la puerta.

–Me llamaron preguntando si tendría inconveniente en recibirle. No supe qué decir. Entre, por favor.

Un indicio de acento alemán.

Debía tener más años que Fennan. Era una mujer flaca, huraña, cincuentona, con el pelo muy corto, teñido de color de nicotina. A pesar de su fragilidad, daba la impresión de resistencia y de valor y los oscuros ojos que brillaban en su carita torcida tenían una intensidad asombrosa. Era una cara ajada, asolada, devastada hacía mucho tiempo, la cara de una niña envejecida por el hambre y el agotamiento, la cara de la eterna refugiada; cara de campo de concentración, pensó Smiley.

Le tendía la mano: una mano rosada, gastada de fregar, huesuda al tacto. El se presentó.

–Usted -dijo- es quien entrevistó a mi marido sobre su lealtad.

Le condujo al cuarto de estar, bajo y oscuro. No había fuego. Smiley, de repente, se sintió asqueado, vil. Lealtad, ¿a quién, a qué? Ella no lo había dicho con resentimiento. Smiley era un opresor, pero ella se resignaba a la opresión.

–Su marido me pareció muy simpático. Habría quedado libre de todo.

–¿Libre de qué?

–Era un caso de los que, a primera vista, hay que investigar: una carta anónima… Me encargaron el trabajo. -Se detuvo y la miró con sincera compasión-. Señora Fennan, ha sufrido usted una terrible pérdida… Debe de estar agotada. No habrá podido dormir en toda la noche…

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