–Sí; supongo que nunca se causan daño, aunque a veces capturan algún prisionero. En la última batalla que mantuvieron, los invakenses cobraron dos prisioneros, y cuando los trajeron a la ciudad descubrieron que ambos eran de los suyos. Nunca logran saber a cuántos de sus propios hombres matan; se limitan a repartir mandobles a diestro y siniestro con sus espadas, y que Issus ayude al que se ponga delante.
En cuanto Ptor Fak dejó de hablar, sentí unas manos revolviendo en los grilletes de mis tobillos, y acto seguido éstos se abrieron y cayeron.
–Vamos, esclavo -dijo la voz. Luego alguien me cogió por el brazo y me condujo hacia la entrada de una de las calles.
En el momento en que entramos, pude observar a un guerrero a mi lado, y a otros delante y detrás de mí. Me llevaron a lo largo de esta calle, atravesando otros dos patios en los cuales, por supuesto, ellos se hicieron invisibles de inmediato y pareció como si yo caminara solo, indicando solamente la presión de una mano en mi brazo que no era así. Llegamos a un gran salón donde cierto número de personas rodeaban de pie una mesa tras la cual se sentaba un individuo ceñudo y de aspecto feroz.
Fui conducido hasta la mesa, y el hombre detrás de ella me estudió en silencio durante varios segundos. Su correaje era sumamente elaborado, con el cuero bellamente repujado y tachonado de piedras preciosas. La empuñadura de su espada, que yo podía ver por encima de la mesa, era aparentemente de oro, y también engastada con aquellas raras y hermosas gemas barsoomianas que desafían para su descripción a las palabras terrestres. Una diadema de cuero repujado rodeaba su frente, blasonada con los jeroglíficos barsoomianos que identifican a un jeddak, en piedras preciosas. Así que éste era Ptantus, jeddak de Invak. Sentí que Llana y yo no podíamos haber caído en peores manos.
Ptantus me miraba tan ferozmente que estuve seguro de que intentaba amedrentarme. Parece que ésta es la manera que tienen los tiranos y los matones de intentar socavar la moral de una víctima antes de destruirla; más yo no me impresioné demasiado, e, impelido por un más bien estúpido deseo de fastidiarlo, dejé de mirarlo. Supongo que lo conseguí, puesto que golpeó la mesa con su puño y se inclinó encima de ella.
–¡Esclavo! – casi me rugió-. ¡Préstame atención!
–Aún no has dicho nada -le recordé-. Cuando digas algo digno de ser atendido, te escucharé. Y no hace falta que me grites.
Se volvió airado hacia un oficial.
–No te atrevas nunca más a traer ante mí a un prisionero hasta haberle enseñado cómo comportarse en presencia de un jeddak.
–Sé como comportarme en presencia de un jeddak -le aseguré-. He estado en presencia de algunos de los más grandes jeddaks de Barsoom, y trato a un jeddak igual que trato a cualquier hombre: como se lo merece. Si es noble de corazón, dispone de mi deferencia; si es un patán, no.
La indirecta era clara, y Ptanus cambió de color.
–Ya está bien de insolencias -dijo-. Sé que eres un individuo molesto, que diste muchos problemas al principio a Pnoxus tras tu captura, y que golpeaste y lesionaste gravemente a uno de mis nobles.
–Ese hombre puede tener un título -repuse-, pero no es un noble. Me propinó una patada cuando era invisible… fue igual que si golpeara a un ciego.
–Eso es verdad -dijo una voz femenina un poco detrás y a un lado mío. Me volví a mirar. Era Rojas.
–¿Viste lo que sucedió, Rojas? – exigió saber Ptantus.
–Sí, Motas me insultó y este hombre, Dotar Sojat, le reprendió por hacerlo. Entonces Motas le dio una patada.
–¿Es esto verdad, Motas? – preguntó Ptantus, volviendo la cabeza y mirando al otro lado detrás de mi. Eché un vistazo en esa dirección y divisé a Motas con la cabeza envuelta en vendajes; su aspecto era lamentable.
–Golpeé al esclavo, lo que se merecía -gruñó-. Es un insolente.
–Estoy de acuerdo contigo en eso -dijo Ptantus-, y morirá cuando le llegue su hora. Pero no lo he convocado aquí para juzgarlo. Yo, el jeddak, tomo mis decisiones sin testimonio ni consejos. Lo mandé llamar porque un oficial afirmó que podía saltar a cincuenta metros de altura; y, si puede hacerlo, valdrá la pena conservarlo algún tiempo como diversión.
No pude dejar de sonreír levemente ante esto, porque había sido mi capacidad para saltar lo que, probablemente, me había salvado la vida a mi llegada a Barsoom, hace ya tantos años, cuando fui capturado por las hordas verdes de Thark, y Tars Tarkas me ordenó saltar para entretener a Lorquas Ptomel, el jed, y ahora iba a concederme al menos un aplazamiento de mi muerte.
–¿Por qué sonríes? – quiso saber Ptantus-. ¿Encuentras algo gracioso en esto? Ahora salta, y rápido.
Miré al techo. Estaba a sólo siete metros del suelo.
–Esto será sólo un bote -dije.
–Bien, bota entonces -dijo Ptantus.
Me di la vuelta y miré detrás de mí. Entre la puerta y yo, a unos diez metros de distancia, hombres y mujeres se aglomeraban apretadamente. Gracias a mi gran agilidad y a la reducida gravedad marciana, salté sobre todos ellos con facilidad. Podía haber huido entonces por la puerta, saltar al techo de la ciudad y escaparme; y lo hubiera hecho de no haber sido porque Llana de Gathol estaba todavía prisionera aquí.
Ante ésta para ellos maravillosa hazaña de agilidad, las exclamaciones de sorpresa llenaron el salón; y cuando volví de otro salto, se insinuaron algunos aplausos.
–¿Qué más sabes hacer? – me interrogó Ptantus.
–Puedo dejar en ridículo a Motus con una espada en la mano, así como con mis puños, si nos enfrentamos bajo las luces donde pueda verlo.
Ptantus rompió a reír.
–Creo que te dejaré que lo hagas cuando me haya cansado de ti -dijo-, pues Motus te matará con toda seguridad. Probablemente, no hay en todo Barsoom un espadachín mejor que el noble Motus.
–Estaré encantado de dejar que lo intente -le repliqué-, y puedo prometerte que aún seré capaz de saltar después de haber matado a Motus. Pero, si de verdad quieres presenciar unos buenos saltos -continué- trae ante mí a la joven que fue capturada conmigo en el bosque, y te enseñaremos algo que valdrá la pena.
Si conseguía solamente atravesar las puertas con Llana, sabía que podríamos escapar, puesto que yo era capaz de distanciarme de cualquiera de ellos, aun teniendo que cargar con ella.
–Lleváoslo y ponedle los grilletes -dijo Ptantus-. Ya he visto y oído demasiado por hoy.
Así que me devolvieron al patio, y me encadenaron a mi árbol.
–Bien -dijo Ptor Fak, cuando creyó que los guardianes se habían marchado-. ¿Cómo te las arreglaste?
Le conté todo lo que había acaecido en presencia del jeddak, y él dijo que confiaba en que tuviera la oportunidad de enfrentarme a Motus, ya que Ptor Fak conocía mi reputación como espadachín.
Después de anochecido, una voz hizo su aparición y se sentó junto a mí. Era Kandus.
–Estuvo bien que saltaras hoy para Ptantus -me dijo-. El viejo diablo creía que Pnoxus le había mentido, y una vez que se hubiera demostrado que no podías saltar, Ptantus pensaba acabar contigo de la muy poco agradable forma que reserva a aquellos que despierten su ira o su rencor.
–Espero poder divertirlo bastante tiempo.
–El final será el mismo, más tarde o más temprano -dijo Kandus-. Pero si hay algo que pueda hacer para suavizar tu cautiverio, me alegrará hacerlo.
–Me aliviaría saber qué ha sido de la chica que fue capturada al mismo tiempo que yo.
–Está confinada en los alojamientos de las esclavas. Están a ese lado de la ciudad, más allá del palacio -me indicó la dirección con la cabeza.
–¿Qué crees que le va a pasar? – le pregunté.
–Ptantus y Pnoxus están peleándose por ella -me respondió-. Siempre están peleándose por algo; se odian el uno al otro. Y cómo Pnoxus la quiere, Ptantus no quiere que la consiga; y así al menos por el momento, ella está a salvo. Tengo que irme ya -añadió un momento después, y noté que se había levantado por la dirección de su voz-. Si hay algo que puedo hacer por ti, no dejes de pedírmelo.
–Si pudieras traerme un trozo de alambre, te lo agradecería.
–¿Para qué quieres el alambre? – me preguntó.
–Sólo para matar el tiempo; lo doblo en distintas formas para hacer figurillas y entretenerme. No estoy acostumbrado a estar encadenado a un árbol, y el tiempo se me hace muy largo.
–Es verdad; me alegraré de traerte un trozo de alambre; volveré en un momento; adiós hasta entonces.
–Eres afortunado en tener un amigo -dijo Ptor Fak-. Llevo aquí ya varios meses y no he hecho ninguno.
–Creo que son mis saltos -opiné-. Me han sido útiles con anterioridad y de muchas formas.
No pasó mucho tiempo antes de que Kandus retornara con el alambre. Le di las gracias y partió inmediatamente.
Era ya de noche, y ambas lunas aparecían en el cielo. Su suave luz iluminaba el patio, mientras el raudo vuelo de Thuria a través de la bóveda celeste arrastraba las sombras de los árboles, agitándolas en constantes cambios sobre la gama escarlata, convertida en purpúrea por la luz lunar.
La cadena de Ptor Fak y la mía eran lo bastante largas para permitir sentarnos el uno junto al otro, y noté que mi petición de un pedazo de alambre había despertado su curiosidad por la forma en que lo observaba en mi mano. Al fin, no pudo contenerse más.
–¿Qué vas a hacer con ese alambre? – preguntó.
–Te sorprendería saber… -dije, y me detuve al sentir una presencia cercana a mí-…la cantidad de cosas ingeniosas que se pueden hacer con un pedazo de alambre.
Aunque pasara aquí en Invak el resto de mi vida, estoy seguro de que nunca me acostumbraría a estas misteriosas presencias, ni la idea de que siempre puede haber alguien cerca de mí escuchando todo lo que le decía a Ptor Fak.
En aquel momento sentí una suave mano sobre mi brazo, y luego la misma voz dulce que ya había oído otras veces dijo:
–Soy Rojas.
–Me alegro de que hayas venido -dije yo-. Deseaba tener la oportunidad de agradecerte el testimonio que hiciste hoy a mi favor ante Ptantus.
–Me temo que no te hice ningún favor -repuso-. A Ptantus no le caigo bien.
–¿Por qué no le gustas? – pregunté.
–Pnoxus me quiso por mujer y lo rechacé; así que, aunque Ptantus no se lleva bien con Pnoxus, su orgullo fue herido; y ha estado desahogando su mal humor sobre mi familia desde entonces.
Se me acercó más, y pude sentir la tibieza de su brazo sobre el mío cuando se inclinó hacia mí.
–Dotar Sojat -dijo- desearía que fueses un invakense y pudieras quedarte aquí para siempre con seguridad.
–Es muy amable de tu parte, Rojas, pero me temo que el Destino ha dispuesto otra cosa.
El suave brazo se deslizó por encima de mis hombros. El delicado perfume que me había anunciado su presencia por primera vez aquella tarde, llenó mi olfato, y pude sentir su cálido aliento en mi mejilla.
–¿Te gustaría quedarte, Dotar Sojat… -Hizo una pausa-… conmigo?
La situación se estaba poniendo embarazosa. Incluso Ptor Fak, que no tenía ningún suave brazo invisible rodeándole el cuello, estaba incómodo. Yo sabía que lo estaba porque se había alejado de nosotros todo lo que le permitía su cadena. Por supuesto, no podía ver a Rojas más que yo, pero debía haber escuchado sus palabras; y, siendo un caballero, se había apartado cuanto le era posible; y ahora se sentaba allí, dándome la espalda. El que a uno le seduzca una hermosa muchacha en un jardín iluminado por la luna puede considerarse romántico, pero si la chica es totalmente invisible, es como ser seducido por un fantasma; aunque puede asegurarse que no sentía nada fantasmal en Rojas.
–No me has respondido, Dotar Sojat -dijo ella.
Siempre he amado a una sola mujer: a mi incomparable Dejah Thoris. A diferencia de otros hombres, nunca he mariposeado pretendiendo el amor de otras mujeres. Así que, como decimos en la Tierra, estaba metido en un buen lío. Dicen que todo vale en el amor y en la guerra; y, en lo que a mi concernía, yo, personalmente, estaba en guerra abierta con Invak. Aquí estaba una muchacha enemiga, cuya lealtad podía ganar, o en cuyo amargo odio podía incurrir, según le respondiera. Si sólo hubiera tenido que pensar en mí mismo, no lo hubiera dudado; pero la suerte de Llana de Gathol prevaleció sobre todas las otras consideraciones, y decidí contemporizar.
–No importa cuánto pudiera apetecerme el quedarme siempre contigo, Rojas -dije-, sé que es imposible. Permaneceré aquí sólo como un objeto al capricho del jeddak, y luego la muerte nos separará para siempre.
–Oh, no, Dotar Sojat -gritó ella, estrechándome contra sus mejillas-; no debes morir… porque yo te amo.
–Pero Rojas -protesté-, ¿cómo puedes amar a un hombre al que sólo conoces desde hace unas horas, y al que sólo has visto unos pocos minutos?
–Sé que te amo desde el momento en que puse mis ojos sobre ti -replicó-, y te he visto durante mucho más tiempo que unos pocos minutos. He permanecido en el patio casi constantemente desde que te vi por primera vez, observándote. Conozco cada cambio de expresión de tu cara. He visto en tus ojos la luz de la ira, del humor y de la amistad. No te conocería mejor si te conociese de toda la vida. Bésame, Dotar Sojat -concluyó.
Y entonces hice algo de lo que probablemente jamás me avergonzaré. Estreché a Rojas entre mis brazos y la besé.
¿Has estrechado alguna vez un fantasma entre tus brazos y lo has besado? Me humilla admitir que no fue una experiencia desagradable. Pero Rojas se aferró a mí tan apasionada y estrechamente, que me sentí invadido por la confusión y el embarazo.
–Oh, si pudiéramos estar siempre así -sollozó Rojas.
Personalmente, yo pensaba que, por muy agradable que fuese, podría ser un poco inconveniente. Pese a ello, dije:
–Quizás volverás otra vez, Rojas, antes de que yo muera.
–Oh, no hables de muerte -gritó ella.
–Pero ya sabes que Ptantus me hará matar… a menos que escape.
–¡Qué escapes! – Apenas si suspiró la frase.
–Pero supongo que no habrá escape para mí -añadí, intentando no parecer demasiado esperanzado.
–Que escapes -repitió ella-. ¡Qué escapes! ¡Ah, si pudiera ir contigo!
–¿Por qué no? – le pregunté.
Ya que había llegado hasta allí, sentía que podía llegar mucho más lejos, si haciéndolo podía liberar a Llana de Gathol de su cautiverio.