–No -admitió-, debe ser un país muy lejano.
–Es un país muy lejano -le aseguré-, está a unos ochenta millones de kilómetros de aquí.
–Exageras tanto como saltas -dijo él-. No me importa que bromees conmigo -añadió-, pero si yo estuviera en tu piel no me pondría gracioso con Pnoxus ni con Ptantus, el jeddak; ninguno de los dos tiene sentido del humor.
–Pero si no bromeo -insistí-. ¿Has visto Jasoom en el cielo por la noche?
–Por supuesto.
–Bien, de ese mundo procedo yo; allí se le llama «La Tierra», y Barsoom es conocido como «Marte».
–Te comportas y hablas como un hombre de honor -dijo Kandus- y me inclino a creerte, aunque no te comprendo; sin embargo, será mejor que elijas algún lugar de Barsoom como tu patria cuando algún otro te lo pregunte en Invak; y puede que pronto te lo pregunten: aquí están ya las puertas de la ciudad.
¡Invak! La ciudad del Bosque de los Hombres Perdidos. Al principio sólo una puerta era visible, tan apretados estaban los árboles que ocultaban las murallas de la ciudad… los árboles y las enredaderas que cubrían los muros.
Escuché a una voz dar el «Quién vive» mientras nos aproximábamos a la puerta, y oí replicar la voz de Pnoxus:
–Soy el Príncipe Pnoxus, con veinte guerreros y un prisionero.
–Que se adelante uno a dar la contraseña.
Yo estaba asombrado de que la guardia de la puerta no reconociera al hijo del jeddak, ni a ninguno de los veinte guerreros que los acompañaban. Supongo que una voz avanzó y susurró la contraseña, pues acto seguido dijo una voz:
–Entra, Pnoxus, con tus veinte guerreros y tu prisionero.
Las puertas se abrieron inmediatamente, y vi más allá de ellas un pasillo iluminado, y a gentes moviéndose por él; entonces mi cuerda se tensó y avancé hacia la puerta; y delante de mí, uno tras otro, comenzaron a aparecer de improviso hombres armados, exactamente en el umbral de la puerta. Aparecían uno a uno como si se materializaran del aire, y continuaban avanzando por el pasillo iluminado. Me aproximé a la puerta aparentemente sola, pero cuando atravesé el umbral había a mi lado un guerrero donde había caminado anteriormente la voz de Kandus.
Contemplé al guerrero, y mi evidente asombró debió de retratarse completamente en mi rostro, puesto que el guerrero sonrió con una mueca. Eché un vistazo tras de mí y vi a un guerrero tras otro materializarse en carne y hueso según iban franqueando el umbral. Yo había caminado a través del bosque acompañado solamente por voces, pero ahora diez guerreros caminaban delante de mí, nueve detrás y uno a mi lado.
–¿Eres tú Kandus? – pregunté a este último.
–Claro.
–¿Cómo lo hiciste? – exclamé.
–Es muy simple, pero es el secreto de los invakenses -me respondió-. Puedo decirte, sin embargo, que somos invisibles a la luz del día, o más bien cuando no estamos iluminados por estas lámparas especiales que alumbran nuestra ciudad. Si te fijas en la construcción de la ciudad mientras la atravesamos, verás que tomamos plena ventaja de nuestra única oportunidad de ser visibles.
–¿Por qué preocuparse de si otras gentes pueden veros o no? ¿No es suficiente con que os veáis vosotros mismos?
–Desgraciadamente, ésa es la pega. Podemos verte a ti, pero no podemos vernos los unos a los otros, más de lo que tú puedes hacerlo.
Así que esto explicaba los refunfuños y maldiciones que había escuchado durante la marcha a lo largo del bosque: los guerreros habían estado tropezando entre ellos porque no podían verse más de lo que yo podía verlos.
–¿Habéis descubierto la invisibilidad? – dije yo-. ¿O nacéis de huevos invisibles?
–No -contestó-, somos gente bastante normal; pero hemos aprendido a hacernos invisibles.
Precisamente entonces, divisé un patio abierto ante nosotros y, según los guerreros salían a él desde el corredor iluminado, iban desapareciendo. Cuando Kandus y yo pisamos el exterior, me encontré de nuevo caminando solo. Era insólito.
La ciudad estaba salpicada de estos patios que le daban ventilación y, por lo demás, estaba totalmente techada e iluminada artificialmente por las asombrosas luces que daban total visibilidad a sus habitantes. En cada patio crecían varios árboles, y se las habían arreglado para que las enredaderas cubriesen los techos de la ciudad; así que, estando construida como lo estaba en el centro del Bosque de los Hombres Perdidos, era casi tan invisible desde el cielo y desde la tierra como lo eran sus habitantes.
Nos detuvimos finalmente en un patio grande con muchos árboles en los cuales se hallaban dispuestas anillas de hierros de las que pendían cadenas, y allí manos invisibles apresaron uno de mis tobillos con un grillete conectado al extremo de una de estas cadenas. En este instante, una voz susurró a mi oído:
–Intentaré ayudarte, ya que me has caído bien. Admiro a un hombre capaz de saltar cincuenta metros de alto; y no puedo dejar de interesarme por alguien que dice provenir de otro mundo a ochenta millones de kilómetros de Barsoom.
Era Kandus. Sentí que era afortunado por tener al menos un simpatizante allí, aunque no pude imaginarme qué ventajas podría proporcionarme. Después de todo, Kandus no era el jeddak; y mi suerte probablemente descansaba en las manos de Ptantus.
Pude escuchar voces cruzando de un lado a otro el patio. Pude ver gente acercándose por los pasillos o las calles, y luego desvaneciéndose en cuanto pisaban el patio. Pude ver las espaldas de hombres y mujeres aparecer de improviso en las entradas de las calles al abandonarlo.
En varias ocasiones, algunas voces se detuvieron junto a mi árbol y discutieron acerca de mí. Comentaban sobre mi piel clara y ojos grises. Una voz mencionó mi gran salto en el aire, que uno de mis captores había relatado a su poseedor.
En una ocasión, un delicado perfume se detuvo cerca de mí, y una dulce voz dijo:
–Pobre hombre, ¡y es tan guapo!
–No seas tonta, Rojas -gruñó una voz masculina-. Es un enemigo y, de cualquier forma, no es muy agradable de ver.
–Creo que es muy agradable de ver -insistió la voz dulce-. ¿Y cómo sabes que es un enemigo?
–No era un enemigo cuando aterricé con mi nave junto al bosque -dije yo-, pero el tratamiento que he recibido desde entonces me está convirtiendo rápidamente en uno.
–¿Ves? – dijo la voz dulce-. No es un enemigo. ¿Cómo te llamas, desgraciado?
–Mi nombre es Dotar Sojat, y no soy un
desgraciado
-repliqué yo con una carcajada.
–Eso es lo que te crees tú -dijo la voz masculina-. Vamos, Rojas, antes de que hagas más el ridículo.
–Si me das una espada y abandonas tu cobarde invisibilidad, te pondré yo en ridículo a ti, calot -dije yo.
Un invisible pero muy material pie me golpeó en la ingle.
–¡Mantente en tu lugar, esclavo! – gruñó la voz.
Yo me abalancé hacia adelante y, por suerte, le eché las manos encima al tipo; entonces lo agarré por su correaje hasta que localicé su cara al tacto y, cuando la hube encontrado, le lancé un gancho de derecha que debió haberlo proyectado sin sentido a lo largo de medio patio.
–Eso te enseñará a dar de puntapiés a un hombre que no puede verte.
–¿Motus te dio una patada? – gritó la dulce voz, ahora ya no tan dulce; era una voz enfadada, sorprendida-. Me pareció que le pegaste… Espero que lo hayas hecho.
–Lo hice, y será mejor que vieras si hay algún doctor en la casa.
–¿Dónde estás, Motus? – gritó la muchacha.
No hubo respuesta; Motus se había apagado como una luz. Al poco, escuché una maldición y a la voz de un hombre diciendo:
–¿Quién eres tú, tumbado en medio del patio?
Evidentemente, alguna voz había tropezado con Motus.
–Ése debe ser Motus -dije en la dirección de donde había provenido la voz de la chica por última vez-. Sería mejor que lo llevases adentro.
–En lo que a mí respecta, puede quedar ahí hasta que eche raíces -replicó la voz mientras se alejaba.
Casi inmediatamente, contemplé la esbelta figura de una joven materializándose en la entrada de una de las calles. Puedo decir por su espalda que era una joven enfadada, y, si su espalda servía de criterio, que era una joven hermosa… de cualquier forma, tenía una hermosa voz y un buen corazón. Quizás estos invakenses no fueran tan malas gentes, después de todo.
–Fue todo una maravilla lo que le hiciste a Motus -dijo una voz detrás de mí.
No iba a molestarme en volverme. ¿Para qué volverse, si no había nada que ver? Pero cuando la voz dijo:
–Apuesto a que ese sucio calot invakense estará una semana fuera de combate. – Me volví, puesto que sabía que ningún invakense hubiera proferido una observación como aquella.
Encadenado a un árbol cerca de mí, divisé a otro hombre rojo. Es extraño que, aquí en Barsoom, siempre pienso en mí mismo como en un hombre rojo; aunque, quizás, después de todo no sea tan extraño. Excepto por mi color, yo soy un hombre rojo… un hombre rojo hasta el tuétano de mis huesos, en pensamientos y sentimientos. Ya no pienso en mí como en un virginiano, tan arraigado ha llegado a ser mi amor por este mi mundo de adopción.
–Bien, ¿de dónde vienes tú? -exigí saber-. ¿Eres uno de los invisibles?
–No lo soy -me respondió el hombre-. He estado aquí todo el tiempo. Debí de estar dormido detrás de mi árbol cuando le trajeron, pero la gente que se detenía a hacer comentarios sobre ti, me despertó. Oí cómo decías a la chica que tu nombre es Dotar Sojat. Es un hombre extraño para un hombre rojo. El mío es Ptor Fak; soy de Zodanga.
¡Ptor Fak! Me acordé de él; era uno de los tres hermanos Ptor, con los que había trabado amistad aquella vez que deseaba entrar en Zodanga en búsqueda de Dejah Thoris. Al principio, dudé en revelarle quién era yo realmente; pero después, sabiendo que era un hombre de honor, iba a hacerlo cuando él exclamó repentinamente:
–¡Por la madre de la luna más cercana! ¡Esos ojos, esa piel!
–¡Pssst! – le amonesté-. Aún no conozco la naturaleza de esta gente, así que pienso que será más prudente que sea Dotar Sojat.
–Si no eres Dotar Sojat, ¿quién eres? – quiso saber una voz junto a mi lado. Éste era el problema de la invisibilidad: un hombre puede deslizarse hacia ti y escuchar furtivamente, sin que tengas la mas leve idea de que hay alguien cerca.
–Soy el sultán de Swat -dije, lo primero que se me vino a la cabeza.
–¿Qué es un sultán?
–Un jeddak de jeddaks.
–¿De qué país?
–De Swat.
–Nunca he oído hablar de Swat -dijo la voz.
–Bien, ahora que lo sabes, será mejor que le digas a tu jeddak que tiene a un sultán encadenado aquí en su patio trasero.
La voz debió de haberse ido, puesto que no la escuché más. Ptor Fak se estaba riendo.
–Veo que las cosas empiezan a animarse un poco ahora que estas aquí -dijo-. Mi más profunda reverencia a aquel de tus antepasados que te legó el sentido del humor. Es la primera vez que río desde que me capturaron.
–¿Cuánto tiempo llevas aquí?
–Varios meses. Estaba probando un nuevo motor que hemos desarrollado en Zodanga, e intentaba establecer un nuevo récord de circunnavegación de Barsoom por el ecuador, y, por supuesto, este lugar tenía que estar enmedio, y precisamente debajo de mí, cuando mi motor dejó de funcionar. ¿Cuándo llegaste tú aquí?
–Acababa de escapar de Pankor con Llana, la hija de Gahan de Gathol, y estábamos en camino hacia Helium para regresar con una flota y enseñarle una lección a Hin Abtol. No teníamos ni agua ni comida en la nave, así que aterricé al lado de este gran bosque para conseguir alguna. Mientras yo estaba en el bosque, uno de los invakenses, invisible para Llana, subió a la nave y despegó con ella; y veinte más de ellos saltaron encima de mí y me tomaron prisionero.
–¡Una chica estaba contigo! Esto es demasiado malo. Puede que nos maten a nosotros, pero se quedarán con ella.
–Pnoxus dijo que le había gustado -dije yo amargamente.
–Pnoxus es un calot, el hijo de un calot y el nieto de un calot -dijo Ptor Fak, iluminado. Nadie hubiera podido evaluar a Pnoxus con mayor concisión.
–¿Qué harán con nosotros? – le pregunté-. ¿Tendremos alguna oportunidad de escapar que me permita a la vez rescatar a Llana?
–Bueno, no podrás escapar en tanto te mantengan encadenado a un árbol, y así es como me han tenido a mí desde que llegué. Creo que pretenden usarnos en alguna clase de juegos, pero desconozco en qué pueden consistir. ¡Mira! – exclamó, señalando y riendo.
Miré en la dirección que indicaba y divisé a dos hombres portando, por una de las calles, la exánime forma de un tercero.
–Ése debe ser Motus -dijo Ptor Fak-. Me temo que te has metido en un buen lío -añadió, repentinamente preocupado.
–Cualquiera que sea el lío en que me haya metido, mereció la pena. Su acción vino a ser como darle una patada a un ciego. La chica se enfureció tanto como yo; debe ser una buena persona. Rojas… es un nombre bonito.
–El nombre de una noble -dijo Ptor Fak.
–¿La conoces?
–No, pero puedes saber si son nobles por las terminaciones de sus nombres, y si son de sangre real por los principios y terminaciones. Los nombres de los nobles acaban en «us», y los de las nobles en «as». Los nombres de la realeza terminan de la misma forma, pero siempre empiezan con dos consonantes, como Pnoxus y Ptantus.
–Entonces, Motus es un noble.
–Sí, y eso es lo que va a acarrearte problemas.
–Dime -le pregunté-. ¿Cómo se hacen invisibles?
–Han desarrollado algo que les da la invisibilidad durante quizás un día; es algo que toman internamente; una pastilla grande. Supongo que se toman una todas las mañanas, para asegurarse la invisibilidad por si tienen que salir de la ciudad. Al parecer el mejunje tarda una hora en hacer efecto, y se verían en un aprieto si la ciudad fuera atacada y tuviesen que salir a luchar mientras son visibles.
–¿Qué enemigos pueden temer? – pregunté-. Kandus me dijo que incluso los hombres verdes los temen.
–Hay otra ciudad en el bosque habitada por una ramificación escindida de esta tribu -me explicó Ptor Fak-; se llama Onvak, y su pueblo también posee el secreto de la invisibilidad. De vez en cuando, los onvakenses vienen a atacar Invak, o tienden emboscadas a las partidas de caza invakenses cuando éstas salen al bosque.
–Creo que debe ser un tanto difícil luchar en una batalla en la cual no se pueden distinguir ni a los amigos ni a los enemigos -comenté.