Los almendros en flor (2 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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El adoquinado de un carmen debería seguir el estilo que se conoce como «empedrado granadino»: un pavimento en gris y blanco, también inventado por los moros, que utiliza las piedras de río que abundan en la provincia. Debería contar asimismo con una fuente y un estanque y, preferiblemente, con una serie de surtidores y arroyuelos que lleven el agua de aquí para allá de una forma concebida a la perfección para que uno se sienta fresco y contemplativo en un caluroso día de verano. Si la cosa se hace como Dios manda, la interacción de luces y sombras, la mezcla de los perfumes de las flores y el borboteo del agua que discurre por los canales producirán una satisfacción y una sensación de paz profundas a quien transite por los senderos empedrados, quizá de la mano de un buen amigo con el que compartir alegres reflexiones sobre los misterios del universo.

Si se tiene suerte, un ruiseñor anidará en el ciprés y entonces el placer se volverá sublime. Pero no puede contarse con que ocurra, de modo que la mayoría de propietarios de cármenes se las arregla con un canario en una jaula. Personalmente, me gusta bastante el gorjeo de los canarios enjaulados —nunca faltan en las calles españolas—, pero no tiene punto de comparación con el trino de los ruiseñores; aparte, para el hombre sensible y moderno, el canto de un pájaro cautivo debería ser fuente de disgusto más que de placer.

A medio camino de la Cuesta del Chápiz, entre el Sacromonte y el Albaicín, está el Carmen de la Victoria. Propiedad de la universidad, es uno de los cármenes más bonitos de la ciudad. Empujé el portón y esperé un minuto a que mis ojos se acostumbraran a la penumbra tras el resplandor de la calle de casas blancas. Volvía de un viaje a Málaga y estaba de paso en la ciudad, y había acudido allí en parte para visitar el carmen, pero sobre todo para ver a mi amigo Michael.

Michael Jacobs es historiador de arte, escritor, viajero, erudito y un excelente cocinero, además de una de las personas más divertidas que conozco. Ahora debía de estar en algún lugar dentro de los confines del carmen, rodeado por un grupo de turistas ingleses que le habrían pagado una buena suma para que los guiara en un recorrido por los monumentos culturales de Andalucía. Sin duda, Michael los habría deslumbrado esa mañana con su erudición y sus opiniones no del todo ortodoxas sobre la Alhambra: le gusta señalar que, teniendo en cuenta que gran parte del palacio moruno fue reconstruida tras un incendio a finales del siglo XIX, es más o menos igual de auténtico que el hotel Alhambra Palace que hay un poco más abajo. Ahora disfrutarían de un rato de descanso mientras paseaban entre los encantos del carmen y se echaban al gaznate un par de copas antes del almuerzo.

Encontré a Michael caminando de aquí para allá bajo una pérgola de rosales, hablando acaloradamente por el móvil. Gesticulaba como un loco y de vez en cuando se daba una palmada en la cabeza con la mano libre. Era obvio que se avecinaba alguna catástrofe, como tiende a ocurrirle, pues es una persona a quien le encanta bailar en la cuerda floja. Los planes trazados con esmero, la organización meticulosa y los previsibles resultados de un simple mortal supondrían un infierno para él, incluso si fuera capaz de aspirar a una existencia de esa índole.

Esperé, sentado en un banco, y observé dos minúsculas mariposas blancas que revoloteaban sobre una celosía de rosas polvorientas. Michael terminó por fin. Nos fundimos en una suerte de abrazo de oso mediterráneo y viril, un gesto con el que pretendemos desbaratar la rigidez de nuestra educación anglosajona.

—Ah, sí, Chris... Qué ma... maravilla... Justo el hombre que... Cuánto me alegra que hayas venido, porque en realidad... ¿T... te apetece una cerveza? Sí, tómate una, hombre.

Fuimos al bar, donde pedí un vino; nunca me ha gustado mucho la cerveza española.

—Bueno, en realidad —prosiguió Michael—, estaba pe... pensando... si habrías estado alguna vez en uno de esos... es sólo que... sé que hay gente que... ¿po... por qué no...? —El móvil lo salvó de obligarse a decir algo más sustancial—. Perdona, Chris. —Miró la pantalla—. Ah, de nuevo Jeremy. Ah... Ho... hola, Jeremy... Sí, Jeremy...

Entonces mantuvo una conversación incluso menos concluyente, si eso era posible, que la que acababa de mantener conmigo.

Michael tiene la energía, proporcional a su tamaño, de un insecto, y emprende raudamente sendas impredecibles llenas de titubeos y cambios drásticos de opinión, pero de algún modo se las apaña para obtener muy buenos resultados, de forma similar, supongo, a lo que hacen los insectos. Ha publicado, me parece, veintiséis libros, y nunca más de tres con el mismo editor, según recuerda alegremente. Y todos esos libros requieren que uno lleve a cabo una investigación exhaustiva y acumule vastos conocimientos arcanos. Siempre anda con algún nuevo proyecto entre manos. Aparte de esa copiosa producción, nunca me he topado con nadie que tenga una capacidad tan alucinante para tomar copas y para el trato social. Es capaz de pasarse la noche de juerga de bar en bar echándose al gaznate cantidades descomunales de vino, no acostarse hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, y luego levantarse a las siete para emprender la jornada sin el menor rastro de resaca. Cabría imaginar que un organismo que recibe esas constantes y despiadadas palizas no tardaría en caerse a pedazos, pero no es así: a los cincuenta años, Michael sigue tan lleno de vitalidad y energía como siempre.

—Ah, sí... Chris, tengo un pequeño problema con este grupo... o no con este grupo sino más bien con otro. Verás, resulta que... esto... he duplicado una reserva... bueno, no la he duplicado exactamente, pero se suponía que yo debía estar disponible por si el itinerario cambiaba y... esto... ha cambiado... y yo... bueno... no estoy... —Parecía muerto de vergüenza—. Me he comprometido a dar una conferencia a un montón de estudiantes universitarios. A Jeremy le ha dado un ataque de nervios.

—¿Quién es Jeremy?

—Ah, Jeremy... Jeremy te caería bien... Bueno, en realidad es una persona un poco rara... Es muy... esto... organizado.

—Vale, pero ¿quién es?

—Ah, sí, bueno, Jeremy organiza visitas guiadas para americanos con pasta...

—Oh, ya veo —respondí, aunque en realidad no veía nada.

—Pensándolo bien... —dijo Michael estudiándome con extraña intensidad—. Sí, podrías ser tú. Quiero decir, ¿por qué no...?

Cuando caí en la cuenta de lo que significaban su expresión y sus titubeantes palabras, también me quedé mirándolo fijamente. Quizá no fuera una coincidencia tan asombrosa que los dos vistiésemos vaqueros negros, camisa blanca sin cuello y chaqueta de cuero negro que había conocido días mejores. Pero el parecido iba más allá. Los dos llevábamos gafas redondas, los dos teníamos el cabello cano y rizado, cada vez más escaso, y tez tirando a rubicunda, y aunque Michael me sacaba media cabeza, éramos de complexión similar.

Ahora Michael sonreía satisfecho, con la expresión de alguien que ha resuelto un acertijo matemático.

—No te... te apetecerá por casualidad pasar unos días en Sevilla, ¿eh, Chris? —preguntó con una despreocupación que me pareció forzada.

—O sea, quieres que me haga pasar por ti y pasee por ahí a uno de tus grupos. Es eso, ¿verdad?

—Pues... sí, eso es más o menos lo que se me ha ocurrido.

—Nos pescarían. Vale, es posible que me parezca un poco a ti e incluso que vistamos de forma parecida, pero ¡no tengo ni puñetera idea de arte!

—Oh, eso es lo de menos. Llevo unos cuantos libros en la cartera que puedo prestarte ahora mismo, y tienes todos los que he escrito sobre Andalucía. Y también hay unos folletos sobre el grupo... están de... dentro de los libros.

La cabeza de Michael desapareció casi por completo dentro de un viejísimo y gastado maletín de piel. Emergió de él con un par de libros y un puñado de ramitas que miró con cara de asombro y arrojó a un lado.

—Te irá bien —me aseguró—. Estás acostumbrado a dar charlas y lees bien el español, ¿no? O sea que en el peor de los casos puedes limitarte a traducir las leyendas y los pies de foto.

Michael posee una increíble capacidad de levantarte el ánimo, que, unida al ofrecimiento de una escapada a Sevilla con todos los gastos pagados, tuvo la virtud de que un plan descabellado pareciera de pronto un proyecto extrañamente atractivo.

—Vale —dije—. Cuenta conmigo.

—Pues claro que cuento contigo —contestó dándome una palmada en el hombro—. Es estup... estupendo. He de encontrarme con ellos... a ver... en el vestíbulo del hotel Alfonso XIII a las diez de la mañana del lunes, y la primera visita es... —Hurgó entre los papeles—. Ah, sí, la Giralda, un sitio exquisito y fácil de explicar. Sólo tienes que hacer acto de presencia y hablar sobre los moros. Lo organizaré con Jeremy, que irá contigo.

Y así fue como me encontré embarcado en una nueva actividad profesional, como conferenciante de arte y arquitectura andaluces, pastor de ricos estadounidenses amantes del arte, y doble de Michael Jacobs. Me alejé colina abajo en dirección al centro y me planté en el umbral de la Librería Urbana para hacerme con las herramientas de mi nuevo oficio.

Al enfrentarme a una estantería llena de libros de historia del arte sentí ciertas náuseas, pero me obligué a controlarme y limité la búsqueda a los edificios que visitaríamos en Sevilla. Empollaría todos los temas la noche anterior, un método eficaz con el que me había abierto paso en el colegio (aunque he de admitir que no en los exámenes propiamente dichos). Aún tenía cuatro días enteros por delante para informarme. Todo saldría bien. Seguro que aquellos ricos americanos tenían más dinero que erudición. Así me consolaba mientras salía de Granada camino del pueblo de Órgiva y del apartado terreno en la ladera de una montaña que considero mi hogar.

—¿Y quién es esa gente, Chris? —preguntó mi esposa, Ana, por encima de mi hombro mientras yo examinaba los folletos que acababan de caerse del libro de Michael.

Porca
, nuestro periquito y amigo íntimo de Ana, pareció repetir con graznidos la pregunta desde la nueva percha en que había convertido mi pila de libros de historia del arte.

—Ejem... bueno, son todos de Estados Unidos y...—Volví a examinar la hoja impresa como si no estuviera dispuesto a admitir lo que implicaban sus palabras—. Bueno, por lo visto son miembros del patronato del Museo de Bellas Artes de Boston. ¡Caray! Y no sólo eso, además... son una especie de élite. A todos el arte les importa lo suficiente como para haber donado más de un millón de dólares al museo, que es lo que parece haberles garantizado un puesto en esta excursión.

Ana me clavó una de sus intensas miradas.

—No puedes hacerlo, Chris. No funcionará. Tendrás que llamar a Michael y decirle que es imposible. Ofrécete a echarle una mano, pero ¡no puedes seguir adelante con esta farsa!

Ana tenía razón, por supuesto. Debía hablar con Michael, y pronto. Pero lo cierto es que detesto defraudar a un amigo y estoy convencido de que la mayoría de cosas acaban por funcionar si te relajas y dejas que fluyan. De modo que pospuse la llamada, seguí con mis otras tareas y, mientras esperaba a que hirviese la tetera o a que Chloé estuviese lista para ir al colegio, hojeé algún que otro libro de arte. Y antes de que me diese cuenta había llegado la noche del domingo, y no me quedaba más remedio que hacer los deberes en el último momento y presentarme a la mañana siguiente ante los buenos bostonianos.

La verdad es que me enorgullezco de asimilar libros tan bien como el que más. Pero, por naturaleza, soy incapaz de hincar los codos. En cuanto tengo que reunir información con algún propósito real, los ojos se me nublan o vagan por la habitación en busca de alguna distracción, y antes de darme cuenta estoy dormido con el libro como almohada o cambiándole las cuerdas a la guitarra y afinándolas. Esa noche fue el sueño lo que pudo conmigo, y a las diez Chloé se apiadó de mí y me despertó con un té y con el ofrecimiento de preguntarme sobre las diferencias entre los motivos almorávides y almohades. Aun así, no tardamos en dejarlo por imposible y salimos a buscar las ovejas y gallinas.

Hacía una noche preciosa. Bumble Big, nuestros perros, salieron disparados hacia el río, siguiendo el rastro de un jabalí sin parar de ladrar. El aire era templado y agradable, impregnado de los estivales aromas del jazmín y la lavanda. Era una noche para no tener una sola preocupación en el mundo; en cambio, a mí me asediaban los malos presentimientos. La misma sensación, aunque con redoblada intensidad, volvió a embargarme cuando me levanté por la mañana, me puse mi único atuendo respetable y partí rumbo a Sevilla.

El hotel Alfonso XIII, le expliqué con tono solemne al parabrisas de mi coche, es un pomposo edificio decimonónico de estilo neomudéjar, como demuestran los azulejos en tonos azules yuxtapuestos a los elaborados ladrillos. Es asimismo uno de los hoteles más caros de España, y en la entrada, cuando expuse el propósito de mi visita, empecé a sentirme sudoroso, pegajoso y claramente fuera de lugar. Y la desagradable sensación fue en aumento al dirigirme a la imponente puerta principal, donde un grupo de matones con gafas de sol y trajes oscuros pululaba en torno a una flota de Mercedes negros con ventanillas ahumadas, a la espera de que finalizase una reunión de magnates de la industria andaluces.

Todos parecían presas de cierta crispación, y ofrecían una clara muestra de los turbios bajos fondos que respaldan a los megarricos. Pasé entre ellos con cautela y casi estaba ante la escalinata cuando algo pequeño y blanco me llamó la atención. En el suelo, entre dos relucientes Mercedes negros, había una pequeña paloma blanca. Varios matones la observaban, sin saber muy bien qué hacer. Uno hurgaba debajo de su elegante chaqueta, quizá deseando sacar el revólver y pegarle un tiro.

De algún modo, la desesperada situación de la criatura me pareció similar al aprieto en que me encontraba yo, así que, con aire indiferente, me abrí paso entre los gorilas y exigí saber qué ocurría.

—Es una cría. Se ha caído de un tejado; no sabe volar.

—Ya... ¿Y qué pensáis hacer al respecto? —pregunté, clavando una mirada severa en el matón que tenía más cerca.

—Nada —contestó—. Que los gatos acaben con ella, o que Tonio la aplaste cuando saque el coche. —Soltó una risita cruel.

—Vamos, vamos —protesté—. ¿No tenéis corazón? Miradla, pobrecilla, está temblando de miedo.

El gorila echó una ojeada nerviosa a sus colegas y se encogió de hombros, quizá tan perplejo por oír a un extranjero hablar con el pronunciado acento de la región como por mi defensa de la paloma. Me agaché y cogí a la aterrorizada cría entre las manos ahuecadas.

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