–Supongo que a mí tampoco me importa, tío.
Cuelgo, quedo fuera de combate.
Camino del concierto, sentado en la parte de atrás de la limusina, viendo por televisión combates de sumo que podrían ser una antigua película de Bruce Lee, el mismo anuncio sobre una limonada azul siete veces, lanzo cubitos de hielo que he chupado a la pequeña pantalla cuadrada. Bajo el cristal de separación y le digo al chófer que necesito muchos pitillos y el chófer busca en la guantera, saca un paquete de Marlboro y la cocaína que he esnifado antes no me está haciendo demasiado efecto, y parece aumentar el dolor de la mano y no dejo de tragar saliva pero los residuos quedan atascados en el fondo de la garganta de un modo molesto y bebo whisky, lo cual casi me elimina aquel sabor.
El escenario apesta a sudor y estamos a cuarenta grados y llevamos tocando como unos cincuenta minutos y lo único que quiero es cantar la última canción, y a la banda, cuando lo menciono entre un tema y otro, le parece una idea muy mala.
Todas las canciones son de los tres últimos álbumes en solitario, pero desde la primera fila oigo a los orientales gritando, sin pronunciar las erres, los nombres de los grandes éxitos que tocaba con el grupo y este grupo la emprende con el éxito más importante del segundo LP en solitario y no puedo asegurar si el público está entusiasmado aunque aplauda y haga mucho ruido y detrás de mí hay una tapiz de cien metros o así -BRYAN METRO GIRA MUNDIAL 1984- que se agita detrás de nosotros y me muevo lentamente por el enorme escenario, tratando de distinguir al público, pero unos potentes focos convierten aquel espacio en una masa moviente de oscuridad gris y cuando comienzo a cantar la segunda estrofa de la canción me olvido de la letra. Canto: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó» y luego quedo bloqueado. De repente uno de los guitarristas hace un gesto con la cabeza y el del bajo se me acerca, el de la batería sigue manteniendo el ritmo. Yo ni siquiera toco la guitarra ya. Inicio la segunda estrofa otra vez: «Pasa otra noche y todavía te preguntas qué pasó…», y luego nada. El del bajo grita algo. Vuelvo la cabeza hacia él, la mano me duele mucho, y el del bajo suelta:
–Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
–¿Qué?
Y el del bajo grita:
–Dale otra oportunidad al mundo.
Y yo digo:
–¿Qué?
Y el del bajo grita:
–Dale otra oportunidad al mundo… por Dios.
Y yo pienso que por qué coño tengo que cantar eso y luego que por qué coño compuse esa mierda y hago un gesto al grupo y pasamos al estribillo y terminamos la canción bien y no hay bises.
Roger me lleva en la limusina de vuelta al hotel.
–Una actuación espléndida, Bryan. – Roger suspira-. Tu concentración y dominio de la escena no se pueden mejorar. Mentiría si dijera que son mejorables. No tengo palabras.
–Tengo las manos… jodidas.
–¿Solamente las manos? – dice él, sin ponerse sarcástico de verdad, sin resabios en la voz, como una queja sorda tal vez, una observación que no merece la pena ni siquiera hacer-. Les diremos a los promotores que te has accidentado -dice Roger-. Le diremos a la gente que tu madre ha muerto.
Pasamos por una calle abarrotada hacia el hotel y todos tratan de mirar por las ventanillas de cristales ahumados cuando la limusina se encamina hacia el Hilton.
–Dios santo -murmuro para mí mismo-. Todos esos jodidos monos amarillos. Fíjate en ellos, Roger. Fíjate en todos esos jodidos monos amarillos, Roger.
–Todos esos jodidos monos amarillos compraron tu último álbum -dice Roger, luego añade, como para sí mismo-: Eres un carapijo descerebrado.
Suspiro, me pongo las gafas de sol.
–Me gustaría bajar de esta limusina y decirles a todos esos monos amarillos lo que pienso de ellos.
–Eso no va a pasar, pequeño.
–¿Por qué… no?
–Porque no estás presentable para tener un contacto directo con el público.
–Piensa en todas las palabras que riman con mi nombre, Roger.
–¿Son muchas? – pregunta Roger.
Roger y yo vamos en un ascensor.
–Consígueme una chica de la limpieza, ¿vale? – le digo-. Tengo la habitación hecha una auténtica ruina.
–Límpiala tú mismo.
–No.
–Te cambiaré a otra, ¿vale?
–Vale.
–Te conseguiré un piso entero, cadáver. Elige el que quieras.
–¿Por qué no me consigues una chica de la limpieza?
–Porque los encargados del Tokio Hilton parecen creer que violaste a dos de las doncellas. ¿Es cierto, Bryan?
–Defíneme, bueno, qué es una violación, Roger.
–Diré al servicio de habitaciones que te lleven un diccionario. – Roger pone una cara terrible.
–Me esforzaré.
Roger suspira, me mira y dice:
–Tienes la sensación de que no te vas a esforzar, ¿verdad? Te empiezas a dar cuenta de que quieres hacerlo pero ahora llegas a la conclusión de que el esfuerzo no merece la pena, que no tienes la fuerza suficiente o lo que sea, ¿verdad? – Roger se aparta, el ascensor se detiene poco a poco, al llegar a su piso. Roger hace girar una llave de modo que el ascensor no se abrirá hasta que llegue a mi piso y no a otro, como yo quisiera.
El ascensor se detiene en el piso que ha indicado Roger y salgo a un pasillo desierto y en penumbra y me encamino hacia mi puerta, rompiendo el silencio, chillando muy alto, dos, tres, cuatro veces, y busco la llave que abrirá la puerta y hago girar el picaporte y en cualquier caso la puerta está abierta y dentro hay una chica sentada en mi cama, que tiene sangre seca por todas partes, hojeando el
Hustler.
Alza la mirada de la revista. Yo cierro la puerta con llave y la miro fijamente.
–¿Eras tú el que gritaba? – pregunta la chica con voz cansada.
–Eso creo -digo yo y luego-: ¿Todavía no te has hecho amiga de la máquina del hielo?
La chica es guapa, rubia, está muy bronceada, tiene grandes ojos azules, sin duda californiana, lleva una camiseta con mi nombre, unos vaqueros recortados, muy ajustados y descoloridos. Tiene los labios rojos, brillantes, y deja la revista cuando avanzo lentamente hacia ella, y casi tropiezo con un consolador usado que Roger llama El Conseguidor. Ella me mira fijamente, nerviosa, pero el modo en que se levanta de la cama, caminando lentamente hacia atrás, parece demasiado calculado y cuando por fin choca contra la pared y se queda allí respirando a fondo y la alcanzo, tengo que ponerle las manos alrededor del cuello, con suavidad al principio, luego apretando, y ella cierra los ojos y yo la acerco a mí y luego golpeo su cabeza contra la pared, lo que no parece desconcertarla, esto me preocupa, hasta que abre los ojos y sonríe y con un rápido movimiento levanta la mano, con unas uñas largas afiladas y rosas, y me desgarra una camiseta de doscientos dólares, arañándome el pecho. Yo le doy un puñetazo muy fuerte. Ella me araña la cara. Yo la tiro al suelo y ella me escupe tapándome la boca con sus dedos, chillando aterrada.
Estoy en la bañera tomando un baño de burbujas. La chica ha perdido un diente y está desnuda y sentada en el retrete, sujetando un paquete de hielo del servicio de habitaciones (que trajo varios) a uno de los lados de su cara. Se pone en pie, tambaleante, y cojea hasta el espejo y dice:
–Creo que la hinchazón está disminuyendo.
Yo agarro un trozo de hielo que flota en el agua y me lo meto en la boca y lo mastico, concentrándome en lo despacio que lo mastico. La chica vuelve a sentarse en el retrete y suspira.
–¿No quieres saber de dónde soy? – pregunta.
–No -digo yo-. La verdad es que no.
–Soy de Nebraska. De Lincoln, Nebraska. – Una larga pausa.
–Y trabajaste en un centro comercial, ¿verdad? – pregunto, con los ojos cerrados-. Pero cerraron el centro comercial, ¿a que sí? Y ahora está desierto, ¿no?
Oigo que enciende un pitillo, huelo el humo, luego pregunta:
–¿Has estado allí?
–He estado en un centro comercial de Nebraska.
–¿Sí?
–Sí.
–Y ahora está hecho un asco.
–Hecho un asco -respondo.
–Totalmente.
–Totalmente hecho un asco.
Miro la piel arañada de mi pecho, las líneas hinchadas color rosa que se entrecruzan en la piel, encima de los pezones y pienso: Otra sesión de fotos sin camisa. Me toco los pezones levemente, aparto la mano de la chica cuando ella intenta tocarlos. Una vez que está adecuadamente lubricada se la vuelvo a meter.
Un gramo y estoy listo para llamar a Nina, a casa, allá en Malibú. El teléfono suena dieciocho veces. Por fin descuelga.
–¿Diga?
–¿Nina? – Sí.
–Soy yo.
–Oh. – Pausa-. Espera un minuto. – Otra pausa.
–¿Sigues ahí?
–Cualquiera diría que te importa -dice ella.
–A lo mejor me importa, cariño.
–Y a lo mejor no, carapijo.
–Dios santo.
–Estoy bien -dice rápidamente-. ¿Dónde estás tú?
Cierro los ojos, me apoyo en el cabecero de la cama.
–En Tokio. En un Hilton.
–Suena a un sitio con clase.
–Es con mucho el sitio más agradable en el que me he alojado nunca.
–Eso es estupendo.
–No pareces demasiado entusiasmada, cariño.
–¿No?
–Oh, mierda. Pásame a Kenny, quiero hablar con él.
–Está en la playa con Martin.
–¿Martin? – pregunto, confundido-. ¿Quién coño es Martin?
–Marty, Marty, Marty, Marty…
–Vale, vale. Claro, Marty. ¿Y cómo está Marty?
–Marty está estupendamente.
–¿Sí? Magnífico, aunque no tengo ni idea de quién es, pero, ¿puedo hablar con Kenny, cariño? – pregunto-. Me refiero a que si no puedes bajar a la playa y traerle.
–En otro momento, ¿vale?
–Me gustaría hablar con mi hijo.
–Pero él no quiere hablar contigo.
–Deja que hable con mi hijo, Nina. – Suspiro.
–Es inútil -dice ella.
–Nina… vete a buscar a Kenny.
–Voy a colgar el teléfono, ¿vale, Bryan?
–Nina, llamaré a mi abogado.
–Que le den por el culo a tu abogado, Bryan, que le den mucho por el culo. Me tengo que ir.
–Dios santo…
–Y no es una buena idea que llames aquí con demasiada frecuencia.
Un largo silencio porque yo no digo nada.
–Nunca es una buena idea el que hables con Kenny, porque le asustas -dice ella.
–¿Y tú no le asustas? – pregunto-. Medusa.
–No vuelvas a llamar nunca más. – Nina cuelga.
Sentado en una cafetería desierta (que Roger ha «acordonado» porque tiene miedo de que «la gente te pueda ver») en lo más profundo del Tokio Hilton, Roger me dice que vamos a ver como almuerzan los English Prices.
Roger lleva unas enormes gafas de sol negras y unos pantalones carísimos. Masca chicle.
–¿Quiénes? – pregunto-. ¿Quiénes?
–Los English Prices. – Roger lo vuelve a decir con claridad-. Un nuevo grupo. Los descubrió la MTV y los ha hecho famosos. – Pausa-. Famosos de verdad -añade torvamente-. Son de Anaheim.
–¿Por qué? – pregunto.
–Porque nacieron allí. – Roger suspira.
–Vaya, vaya -digo yo.
–Te quieren conocer.
–Pero… ¿por qué?
–Una buena pregunta -dice Roger-. Pero ¿te importa, en realidad?
–¿Por qué están aquí?
–Porque están de gira -dice Roger-. ¿Le estás pegando a la coca?
–Gramos y gramos y gramos -digo yo-. Si supieras cuántos, te morirías.
–Supongo que es mejor que lo del polvo de ángel del 82. – Roger suspira, cansado.
–¿Quiénes son esos tipos, Roger? – pregunto.
–¿Y quién eres tú?
–Bueno… -digo yo, confundido por la pregunta-. ¿Quién… piensas tú que soy?
–¿Alguien que trató de prenderle fuego a su ex mujer con un soplete? – sugiere.
–Entonces estaba casado con ella.
–Supongo que estuvo bien que Nina se arrojara al mar. – Roger hace una pausa-. Claro que eso fue tres meses más tarde, pero considerando lo lista que era cuando os conocisteis, me alegró que hubieran mejorado sus reflejos. – Roger enciende un pitillo, piensa que todo ha terminado-. Dios santo, no consigo creer que consiguiera ella la custodia. Pero luego me da miedo pensar en lo que le habría pasado a ese niño si te conceden la custodia a ti. El puto diablo habría sido mejor padre.
–Roger, ¿quiénes son esos tipos?
–¿No has visto la portada del último
Rolling Stone?
-pregunta Roger, chascando los dedos para llamar a una camarera oriental, joven y nerviosa-. Oh, lo olvidaba. Tú ya no lees esa revista.
–No después de aquella mierda que publicaron cuando la muerte de Ed.
–Tocado, tocado. – Roger suspira-. Los English Prices están muy bien. Un álbum muy bueno.
Hongo venenoso,
y un videojuego que hicieron sobre ellos con el que deberías probar a entretenerte en algún momento. – Roger señala su taza de café y la camarera, haciendo una respetuosa reverencia, se la llena-. Suena a hortera, pero no lo es. De verdad.
–Dios santo, estoy hundido.
–Los English Prices son buenos -me recuerda Roger-. Estratosfera no es una palabra inapropiada.
–Ya lo dijiste antes y sigo sin creerte.
–Mantén la calma.
–¿Por qué coño voy a tener que mantener la calma? – Miro directamente a Roger por primera vez desde que entramos en la cafetería.
Roger baja la vista hacia su taza y luego me mira y pronuncia cada palabra con mucho cuidado:
–Porque voy a ser su manager.
Yo no digo nada.
–Atraerán a muchísima más gente -dice Roger-. A muchísima más gente.
–¿Por qué? – pregunto de repente, comprendiendo que la pregunta es inútil, y lo mejor es que se quede sin respuesta.
–Porque son buenos -dice Roger-. Nosotros hemos reunido a bastante, pero no tanta.
–No habrá más giras, tío -digo-. Así de claro.
–Eso es lo que tú te crees, pequeño -dice Roger como quien no quiere la cosa.
–Oh, tío -es todo lo que digo.
Roger me mira.
–Mierda… aquí vienen los jodidos hijoputas. Mantén la calma.
–Me cago en Dios. – Suspiro-. Estoy tranquilo.
–Tú convéncete de eso y bájate las mangas.
–Estoy empezando a darme cuenta de lo muy profundamente que estás metido en mi vida -digo, y me bajo las mangas.
Cuatro miembros de los English Prices entran en la cafetería y cada uno de ellos lleva a una chica oriental a su lado. Las chicas orientales son muy jóvenes y guapas y llevan minifaldas a rayas y camisetas y botas de piel color rosa. El cantante solista de los English Prices también es muy joven, de hecho más joven que las chicas orientales, y lleva el pelo rubio platino muy corto y tiene una piel suave y bronceada y va maquillado y con los ojos pintados de rojo y vestido de cuero negro y lleva una pulsera con pinchos en la muñeca. Nos estrechamos la mano.