Los exploradores de Pórtico (4 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los exploradores de Pórtico
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En tercer lugar tenía que ir al médico. Últimamente, el hígado me había dejado en paz, pero sólo porque llevaba un tiempo en que casi no bebía alcohol de grano.

El equipo estaba bien. Tardé una hora en hacer todas las comprobaciones, pero transcurrido ese tiempo llegué a la conclusión de que tenía herramientas y piezas de repuesto suficientes para que no nos quedásemos tirados. Los matasanos quedaban de camino a la oficina del sindicato, así que antes de ir pasé a ver al doctor Morius. No tardé mucho. Las noticias no eran peores de lo que esperaba. El médico utilizó todo su instrumental para examinarme y estudió los resultados con atención (con una atención por valor de cincuenta dólares).

Después manifestó sus esperanzas, aunque con reservas, de que sobreviviría tres semanas lejos de su consulta, suponiendo que me tomara todos los medicamentos que me daba y que no me desviara más de lo acostumbrado de la dieta recomendada.

—¿Y cuando vuelva? —pregunté.

—Lo mismo de siempre, Audee —respondió alegremente—. Esté preparado para un coma hepático dentro de, bueno, pongamos noventa días. —Unió las yemas de los dedos, al tiempo que me miraba con optimismo—. Sin embargo, he oído que tiene un hígado muy fresco en perspectiva. ¿Quiere que le haga la reserva para el trasplante?

—¿Le han dicho también a cuánto asciende la perspectiva?

Se encogió de hombros.

—A usted le costará lo mismo, en cualquier caso —me dijo sonriendo afablemente—. Doscientos de los grandes por el hígado nuevo, más el hospital, el anestesista, el psiquiatra preoperatorio, los fármacos, mis honorarios... ya tiene los números.

Los tenía, y había calculado que con lo que le sacaría a Cochenour más todos mis ahorros, aparte de un préstamo a cuenta del aerotaxi, me llegaría justo para pagarlo todo. Me quedaría pelado, sí, pero seguiría vivo.

—Resulta que tengo disponible uno justo de su talla —dijo el doctor Morius medio en broma.

No lo ponía en duda. Los matasanos siempre tienen un montón de órganos disponibles. La gente no para de palmarla, de un modo u otro, y sus herederos hacen lo posible por engrosar el patrimonio vendiendo las tripas. Salí con una doctora un par de veces. Habíamos estado bebiendo y me llevó al departamento de fiambres, donde me enseñó un montón de corazones congelados, además de pulmones, intestinos y vejigas, todos atiborrados de inmunosupresores para evitar el rechazo, etiquetados y envasados, listos para ser trasplantados a un cliente con pasta. Lástima que yo no entrara en esa categoría, porque, de haber sido así, el doctor Morius habría podido sacar uno, haberlo calentado en el microondas y habérmelo emplastado. Aquel día, cuando bromeé con la idea de afanar un higadito para mí, la historia se fue al garete. Poco después de aquello, la chica lo plantó todo y volvió a la Tierra.

Me decidí.

—Haga la reserva —dije—. Para dentro de tres semanas.

Tras eso me marché, y él se quedó con una expresión de plácida satisfacción, como el dueño birmano de una plantación de arroz hidropónico que mira cómo las máquinas se calientan antes de recoger otra cosecha. Querido papá, ¿por qué no me mandaste a la escuela de medicina en lugar de proporcionarme una formación?

Ojalá los Heechees hubieran sido del mismo tamaño que los seres humanos en lugar de medir un poco menos. Su estatura quedaba patente en los túneles. En los más pequeños, como el que conducía a la oficina del sindicato de la Zona 88, me tocaba andar encorvado todo el camino.

El adjunto me estaba esperando. Tenía uno de los pocos trabajos decentes de Venus que no dependían del turismo, al menos no directamente.

—Ha llamado Subhash Vastra —dijo—. Dice que ha acordado con usted un treinta por ciento y que se ha ido sin pagar la cuenta a la tercera de su casa.

—Correcto, tanto lo uno como lo otro.

Anotó algo.

—Y a mí también me debe algo, Audee. Trescientos por la copia del fax de mi informe sobre el pájaro. Cien por validar su contrato con Vastra. Y necesitará un nuevo permiso de guía; serán seiscientos más.

Le di mi tarjeta monedero y él se cobró el total a mi cuenta. A continuación firmé y sellé el contrato. El treinta por ciento de Vastra no se descontaría del millón de dólares, sino de mi parte. Aun así, seguramente sacaría tanto como yo, al menos en dinero líquido, pues yo tendría que pagar las letras pendientes del equipo. Los bancos esperaban hasta que volvías a dar un buen golpe, pero entonces exigían cobrarlo todo... porque sabían que pasaría mucho tiempo antes de que tus números volviesen a cuadrar.

El adjunto examinó el contrato firmado.

—Pues ya está. ¿Necesita algo más?

—A estos precios, no —le dije.

Me miró con perspicacia y una pizca de envidia.

—Me toma el pelo, Audee. «Boyce Cochenour y Dorotha Keefer, de viaje en la nave espacial
Yuri Gagarin
, registro Odessa, sin otros pasajeros a bordo» —citó del informe que había interceptado para nosotros—. ¡Sin otros pasajeros a bordo! Caray, Audee, si maneja bien a este cliente se hará rico.

—Hacerme rico es más de lo que pido —le dije—. Me conformo con seguir vivo.

No era del todo verdad. Tenía cierta esperanza (en realidad no mucha, pues jamás se la habría mencionado a nadie) de terminar aquella aventura en bastante mejor situación que simplemente vivo.

Pero había un problema.

El problema era que si encontrábamos algo, Boyce Cochenour se lo quedaría casi todo. Si un turista como Cochenour contrata a un guía para salir en busca de nuevos túneles Heechees y por casualidad encuentra alguna pieza de valor (no sucede muy a menudo, pero con la suficiente frecuencia como para mantener viva la esperanza), será el patrocinador quien se quede con la mejor parte. El guía saca un pellizco, nada más. Nos limitamos a trabajar para el tipo que paga las facturas.

Claro que podía salir solo cuando quisiese y explorar por mi cuenta. En ese caso, yo me quedaría con todo. Pero habría sido una mala idea. Si apostaba y perdía, no sólo habría malgastado el tiempo y cincuenta o cien de los grandes en materiales y desgaste de la nave. Si perdía, la palmaría al cabo de poco tiempo, cuando mi viejo y cascado hígado se negase a seguir funcionando.

Para continuar con vida necesitaba hasta el último centavo de lo que Cochenour me pagase. Hubiese o no un tesoro esperando, mis honorarios se encargarían de eso.

Por desgracia para mi tranquilidad, tenía la sensación de que sabía dónde encontrar algo muy interesante. El problema era que mientras el contrato estándar de arrendamiento con Cochenour estuviese vigente, no podía permitirme encontrarlo.

Después pasé por mi dormitorio. Debajo de la cama, escondida en la roca, tenía una caja fuerte garantizada a prueba de ladrones donde guardaba algunos papeles que deseaba llevar en el bolsillo a partir de aquel momento.

Veréis, no fue el paisaje lo que me impulsó a venir a Venus. Quería hacerme rico.

Apenas vi nada de la superficie planetaria por aquel entonces, ni durante los dos años siguientes. El tipo de nave capaz de aterrizar en Venus no permite ver gran cosa. Sobrevivir a una presión de noventa mil milibares en superficie requiere un casco algo más resistente que el de las cápsulas que van a la Luna, a Marte o incluso más lejos. No ponen ventanas innecesarias en las naves que aterrizan en Venus. La verdad es que da igual, porque en la superficie del planeta no hay mucho que ver. Todas las cosas de interés turístico se encuentran en el interior, y hasta el último fragmento perteneció en otro tiempo a los Heechees.

No sabemos mucho de los Heechees. Ni siquiera conocemos su verdadero nombre. «Heechees» no es un nombre, sino el modo en que alguien transcribió en cierta ocasión el sonido que hace una perla de fuego al ser golpeada. Como aquél era el único sonido que se conocía relacionado con aquellas gentes, los llamaron así.

Los «hesperólogos» no tienen ni idea de la procedencia de los Heechees, aunque se han hallado algunas marcas que recuerdan a un mapa estelar (prácticamente irreconocible); si conociésemos la posición exacta de todas las estrellas de la galaxia hace cien mil años, podríamos ubicarlos a partir del mismo. Quizá. Suponiendo que procediesen de esta galaxia.

A veces me pregunto qué se proponían. ¿Escapar de un planeta en extinción? ¿Eran refugiados políticos? ¿Eran turistas cuya nave crucero había sufrido una avería entre dos puntos desconocidos y que se habían visto obligados a quedarse aquí una temporada mientras reparaban su nave, o lo que fuera, antes de ponerse nuevamente en marcha? No lo sé. La verdad es que nadie lo sabe.

Sin embargo, aunque los Heechees se lo llevaron casi todo y sólo dejaron aquí cámaras y túneles vacíos, se habían hallado unos cuantos restos relacionados con ellos; o bien pensaron que no valía la pena llevárselos, o bien los olvidaron. Todos aquellos «molinillos de oración», recipientes vacíos de todo tipo en cantidad suficiente para dar a la zona el aspecto de un merendero al final de un cálido verano, algunas chucherías y baratijas. Supongo que la «chuchería» más famosa es el martillo anisoquinético, un cristal de carbono que transmite el impacto recibido en un ángulo de noventa grados. Alguien se sacó unos cuantos miles de millones, simplemente porque tuvo la suerte de encontrarlo, pero no antes de que alguien más ganara otros tantos por tener la genial idea de analizarlo y reproducirlo. En cualquier caso, es lo mejor del lote. Lo que normalmente encontramos es basura, hablando claro. En otra época debió de haber objetos un millón de veces más valiosos que toda aquella escoria.

¿Se llevaron todas las cosas de valor cuando se fueron?

Otra incógnita. Yo tampoco lo sabía, pero creía haber descubierto algo relacionado con la cuestión.

Me parecía conocer un sitio donde, hacía mucho tiempo, un túnel Heechee debió de albergar algo muy interesante, y aquel túnel no estaba cerca de ninguno de los yacimientos explorados.

No me engañaba a mí mismo. Sabía que aquello no constituía ninguna garantía. Sin embargo, la esperanza me impulsaba a continuar. Quizá cuando partieron las últimas naves, los Heechees empezaran a andar cortos de tiempo y, con las prisas del momento, se olvidaron de hacer limpieza. Aquél era el sentido de la vida en Venus. ¿Qué otro motivo podía haber para seguir allí? La vida de una rata de laberinto en el mejor de los casos, era poco rentable. Costaba cincuenta mil al año sobrevivir: impuestos aéreos, impuestos per cápita, tasación del agua, impuestos de mantenimiento... Si querías comer carne más de una vez al mes o pedías un cubículo privado para dormir solo, el precio se disparaba.

Los papeles para emprender una expedición costaban los gastos de una semana. Cuando alguno de nosotros compraba un juego de impresos, estaba apostando el coste de vida de aquella semana contra la probabilidad de dar un golpe tan bueno —ya fuera a costa de los turistas Terry o de un hallazgo importante— como para poder regresar a la Tierra, donde nadie moría por falta de aire y no te arrojaban al incinerador de alta presión que es la atmósfera de Venus. No hablo de volver sencillamente a la Tierra, sino de regresar con el nivel de vida que toda rata de laberinto persigue cuando viaja en dirección al Sol por primera vez: con dinero suficiente para llevar una vida digna y adquirir un Certificado Médico Completo.

Eso buscaba yo: el premio gordo.

4

Lo último que hice aquella noche fue pasar por la Sala de los Descubrimientos, y no por un capricho del momento. Había quedado así con la tercera de la casa Vastra.

La tercera me guiñó el ojo por encima del velo de flirteo y se volvió hacia la mujer que la acompañaba, quien me buscó con la mirada y me reconoció.

—Hola, señor Walthers —me saludó.

—Pensé que la encontraría aquí —dije, lo cual era cierto. No sabía cómo llamar a la mujer. Mi madre, mujer anticuada, adoptó el nombre de mi padre cuando se casó, pero las cosas habían cambiado. «Señorita Keefer» me parecía muy explícito; «señora Cochenour», demasiado diplomático.

—Como vamos a pasar mucho tiempo juntos, ¿qué le parece si empezamos a llamarnos por el nombre? —propuse, para zafarme del problema.

—Audee, ¿verdad?

La obsequié con una amplia sonrisa.

—Sueco por parte de madre, del viejo Tejas por parte de padre. El nombre lleva mucho tiempo en la familia, supongo... Dorotha.

La tercera de Vastra se había retirado discretamente y me dispuse a mostrarle a la tal Dorotha Keefer en qué consistía la Sala de los Descubrimientos.

Está pensada para animar a turistas y exploradores a que se gasten el dinero buscando excavaciones Heechees por ahí. Hay un poco de todo, desde gráficos de las excavaciones ya explotadas o un mapa Mercator de Venus a gran escala hasta muestras de los principales descubrimientos. Le enseñé la copia del martillo anisoquinético y el piezófono en su estado sólido original, un objeto que hizo a su descubridor casi tan rico como el martillo a los muchachos que lo comercializaron. Vimos alrededor de una docena de perlas de fuego, unos trabajitos de medio centímetro colocados detrás de un cristal blindado, sobre cojines, que brillaban con luz fría y lechosa.

—Estos objetos hacen posible el piezófono —le dije—. La máquina es un invento humano, pero funciona gracias a las perlas de fuego. Convierten la presión en electricidad, y viceversa.

—Son muy bonitas —comentó—, ¿pero es precisa tanta protección? He visto algunas más grandes en los mostradores del Huso, y ni siquiera tenían vigilancia.

—Éstas son un poco distintas, Dorotha —le dije—. Son de verdad.

Rió a carcajadas. Me gustó su risa. Ninguna mujer está guapa cuando se ríe con ganas, y las chicas que se preocupan por estar guapas no lo hacen. Dorotha Keefer parecía una mujer bonita y saludable pasando un buen rato. Si uno se para a pensarlo, éste es el mejor aspecto que puede tener una mujer.

Sin embargo, no me impresionó tanto como para apartar de mi pensamiento mi principal preocupación: la necesidad de conseguir dinero para comprar un hígado nuevo; así que fui directo al grano.

—Esas bolitas rojas de allí son diamantes de sangre —le dije—. Son radiactivos. No te harán daño, pero están calientes. Así se distinguen los auténticos diamantes de sangre de las falsificaciones. Cualquiera que supere los tres centímetros es una falsificación. Uno de verdad de ese tamaño genera demasiado calor. Se deshace.

—Entonces los que quería venderme tu amigo...

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