—Ya que estoy aquí —dijo en un perfecto tono de turista hastiado—, ¿por qué no buscar un poco de diversión? ¿Qué se puede hacer?
Sub Vastra sonrió de oreja a oreja, como una rana larguirucha.
—¡Lo que usted quiera, sah! ¿Diversión? En nuestras salas privadas actúan los mejores artistas de los tres planetas, bayaderas, músicos, magníficos cómicos...
—He visto esas cosas mil veces en Cincinnati. No he venido a Venus para ver un número de cabaret.
Cochenour no podía saberlo, claro, pero había tomado la decisión correcta. Las salas privadas de Sub ocupaban los últimos puestos en las listas de locales nocturnos venusianos, aunque los favoritos tampoco eran nada del otro mundo.
—¡Claro, sah! En ese caso, quizá le apetezca dar una vuelta por los alrededores.
—Psé. —Cochenour sacudió la cabeza—. ¿Qué sentido tiene andar de un lado a otro? ¿En alguna zona del planeta hay un panorama distinto del de la plataforma espacial donde hemos aterrizado, aquí arriba?
Vastra titubeó. Advertí que efectuaba rápidos cálculos mentales, sopesando las posibilidades de convencer al Terry de que hiciese una excursión por la superficie, y cotejando los beneficios que eso le reportaría con lo que me sacaría de comisión por algo de mayor envergadura. No miró en mi dirección. La honradez ganó la partida, es decir, la honradez apoyada por la presunción de que Cochenour era una presa fácil.
—No, sah, todo es más o menos lo mismo —reconoció—. En la superficie no hay más que paisajes áridos y calor por todas partes... pero no estaba pensando en la superficie.
—¿Y en qué pensaba entonces?
—¡En los laberintos Heechees, sah! Hay kilómetros y kilómetros aquí abajo. Podría buscarles un guía de confianza...
—Ni hablar —gruñó Cochenour—. Si están tan cerca, no me interesan.
—¿Y por qué no?
—Si los guías los conocen —explicó Cochenour—, eso significa que ya han sido explorados, y que por tanto ya se habrán llevado todo lo que valga la pena. ¿Qué gracia tiene eso?
—¡Claro! —exclamó Vastra al instante—. Entiendo lo que quiere decir, sah. —Su alegría saltaba a la vista, y noté cómo extendía el radar para asegurarse de que yo estaba escuchando, aunque en ningún momento volvió la vista hacia mí—. Desde luego —prosiguió con conocimiento de causa, como un experto puntualizando ante un cliente distinguido—, siempre existe la posibilidad de encontrar nuevos yacimientos, suponiendo que uno sepa dónde buscar. ¿Me equivoco al suponer que eso sí le interesaría?
La tercera de la casa Vastra me había traído la bebida y un papel de fax.
—Treinta por ciento —le susurré—. Díselo a Sub. Siempre que no regatee ni se lo ofrezca a nadie más.
Ella asintió y me guiñó el ojo. También había seguido la conversación, claro, y estaba tan segura como yo de que el Terry había mordido el anzuelo.
Me había propuesto alargar la bebida tanto como pudiese, mientras el objetivo maduraba bajo los hábiles manejos de Vastra, pero al parecer se avecinaban momentos de prosperidad. Ya podía celebrarlo, así que le di un largo trago a la bebida.
Por desgracia, al anzuelo estaba defectuoso. Inexplicablemente, el Terry se encogió de hombros.
—Me juego algo a que es una pérdida de tiempo —rezongó—. Si alguien supiera dónde buscar, ya habría inspeccionado el lugar por su cuenta, ¿o no?
—¡Le aseguro que quedan cientos de túneles por explorar! —exclamó Vastra, al borde del pánico—. ¡Miles, sah! Y, quién sabe, alguno de ellos bien podría contener tesoros valiosísimos.
Cochenour sacudió la cabeza.
—Vamos a dejarlo —dijo—. Tráiganos otra bebida. Y a ver si esta vez se las arregla para que el hielo esté frío de verdad.
Aquello me dejó pasmado. Mi olfato para el dinero rara vez fallaba.
Dejé la bebida y me volví un poco para que los Terrys no vieran lo que hacía. Eché un vistazo al fax de Sub con el informe de los visitantes. Quizás así averiguase por qué el Terry había perdido tan rápidamente el interés.
Aunque el informe no me aclaró la cuestión, me proporcionó muchos datos. La mujer que acompañaba a Cochenour se llamaba Dorotha Keefer. Llevaba un par de años viajando con él, según sus pasaportes, aunque era la primera vez que salían de la Tierra. No ponía que estuviesen casados, ni que tuviesen la menor intención de hacerlo, al menos por lo que a Cochenour concernía. Dorotha Keefer tenía veintipocos años —de edad real, no simulada mediante drogas ni trasplantes— mientras que Cochenour pasaba de los noventa.
Como es natural, no los aparentaba en absoluto. Le había observado cuando se acercaba a la mesa y, pese a su corpulencia, se movía con agilidad. Su dinero procedía de terrenos y del petroalimento. Según el resumen referido a él, había sido uno de los primeros millonarios que había dejado de vender el petróleo como combustible para coches y lo había utilizado como materia prima para la producción de alimentos, cultivando algas en el crudo que salía de sus pozos y vendiéndolas, una vez tratadas, para el consumo humano. Así que ya no era un millonario normal y corriente, sino algo mucho más importante.
Aquello explicaba su aspecto. Había sobrevivido gracias al Certificado Médico Completo y a unos cuantos repuestos. El informe decía que su corazón era de titanio y plástico. Le habían trasplantado los pulmones de un muchacho de veinte años muerto en un accidente de helicóptero. Su piel, músculos y grasa, por no hablar de los diversos sistemas glandulares, se sustentaban gracias a hormonas y generadores de células que debían de costarle varios miles de dólares diarios.
A juzgar por el modo en que acariciaba el muslo de la chica que estaba sentada a su lado, sabía sacar partido a su dinero. Se comportaba como alguien que no llegase a los cuarenta, y su aspecto no lo desmentía; quizá lo traicionaran los ojos, azul claro, brillantes como diamantes, fatigados y desilusionados.
Constituía, en suma, una presa maravillosa.
No podía permitirme perderlo. Me tragué el resto de la bebida e hice un gesto a la tercera de Vastra de que me trajera otra. Sin duda habría un modo de enredarlo para que se diese una vuelta en mi aerotaxi. Bastaba con encontrarlo.
Como es natural, al otro lado de la barandilla que separaba el café de Vastra del resto del Huso, la mitad de las ratas de túnel venusianas pensaban lo mismo que yo. Estábamos en el peor momento de la temporada baja. Las hordas Hohmann aún se harían esperar tres meses, y todos empezábamos a ir mal de dinero. Mi necesidad de un trasplante de hígado constituía sólo un pequeño incentivo más. De los cien guías de laberinto que alcanzaba a ver con el rabillo del ojo, noventa y nueve necesitaban echar mano a la fortuna de aquel turista tanto como yo, sólo para seguir viviendo.
No había para todos. Estaba bastante gordo, pero nadie habría pesado tanto como para alimentar a todo el mundo. Un par o tres de nosotros, quizá media docena, arañaríamos lo suficiente para notar la diferencia. Nada más.
Yo tenía que ser uno de los escogidos.
Di un buen trago a mi segunda copa, le entregué una generosa propina a la tercera de la Casa Vastra, a la vista de todo el mundo, y me volví tranquilamente hasta quedar de cara a los Terrys.
La chica estaba regateando con el corro de vendedores de recuerdos que se asomaban por encima de la balaustrada.
—Boyce —dijo por encima del hombro—, ¿para qué sirve esta cosa?
Él se inclinó hacia la barandilla y escudriñó el objeto.
—Parece un molinillo —respondió.
—¡Un molinillo de oraciones Heechee, eso es! —exclamó el vendedor. Yo lo conocía: era Booker Allemang, un veterano del Huso—. ¡Yo mismo lo encontré, señorita! Le concederá todos sus deseos. Cada día recibo cartas de gente que ha obtenido resultados milagrosos...
—Es un timo —farfulló Cochenour—. Cómpralo si quieres.
—Pero ¿para qué sirve? —preguntó ella.
Cochenour tenía una risa desagradable, y lo demostró.
—Para lo mismo que todos los molinillos. Te refresca. ¿Para qué lo quieres? —añadió con mezquindad, e hizo una mueca en mi dirección.
Mi entrada.
Apuré la copa y le hice un gesto con la cabeza. Me levanté y me dirigí hacia su mesa.
—Bienvenidos a Venus —dije—. ¿Puedo ayudarles en algo?
La chica miró a Cochenour como pidiendo permiso antes de decir:
—Esa especie de molinillo me ha parecido bonito.
—Es muy bonito —asentí—. ¿Conoce la historia de los Heechees?
Miré la silla vacía con ademán inquisitivo, y como Cochenour no dijo que me largase, me senté y proseguí:
—Los Heechees abrieron estos túneles hace mucho tiempo, quizá doscientos cincuenta mil años. Puede que más. Al parecer, vivieron en ellos una buena temporada, algo así como un par de siglos, con mucho margen de error. Después volvieron a marcharse. Dejaron mucha basura aquí, pero también algunos objetos aprovechables. Entre otras cosas, abandonaron cientos de molinillos como ése. A algún timador del lugar (no a B.G., aquí presente, que yo sepa, pero sí a alguno de su calaña) se le ocurrió llamarlos «molinillos de oraciones» y vendérselos a los turistas para que pidan deseos.
Allemang estaba pendiente de cada una de mis palabras, intentando adivinar adonde quería ir a parar.
—En parte, es cierto —reconoció.
—Es la pura verdad, pero ustedes son demasiado listos para picar. Aún así —añadí—, miren los molinillos. Son tan bonitos que vale la pena comprarlos, incluso sin la historia.
—¡Claro que sí! —exclamó Allemang—. ¡Mire cómo brilla éste, señorita! ¡Y el cristal negro y gris queda la mar de bien con su pelo rubio!
La chica desplegó el molinillo negro y gris. Estaba enrollado como un cucurucho. Bastaba una mínima presión del pulgar para desplegarlo y, cuando la muchacha lo agitó con delicadeza, lanzó unos hermosos destellos. Como todos los molinillos Heechees, sólo pesaba unos diez gramos, sin contar los mangos de madera de imitación que la gente como B.G. Allemang les ponía. El calado cristalino atrapaba las luces de las luminosas paredes de metal Heechees, al igual que el destello de los fluorescentes y tubos de gas que los guías de laberinto habíamos instalado, y las reflejaba como chispas iridiscentes y trémulas.
—Este tipo se llama Booker Garey Allemang —dije a los Terrys—. Les venderá las mismas cosas que los demás, pero no los timará tanto como la mayoría... sobre todo si estoy yo delante.
Cochenour me miró con severidad y a continuación hizo señas a Sub Vastra para que trajera otra ronda.
—Muy bien —dijo—. Si compramos uno de esos objetos, se los compraremos a usted, Booker Garey Allemang; pero no ahora. —Se volvió hacia mí—. Ahora quiero saber qué me va a ofrecer usted.
—Mi aerotaxi y a mí mismo —respondí sin rodeos—. Si quiere buscar túneles nuevos, somos lo mejor que podrá encontrar.
No titubeó.
—¿Cuánto?
—Un millón de dólares —respondí al instante—. Un viaje de tres semanas, todo incluido.
Esta vez no contestó enseguida, aunque me alegró comprobar que el precio no lo asustaba. Parecía tan receptivo, o al menos tan aburrido, como siempre.
—Beba —dijo cuando Vastra y su tercera mujer nos sirvieron. A continuación hizo un gesto vago con el vaso, abarcando todo el Huso—. ¿Sabe qué es esto? —preguntó.
—¿Se refiere a si sé para qué lo construyeron los Heechees? No. Los Heechees no eran más altos que nosotros, así que su tamaño no explica las proporciones de este lugar. Por otra parte, estaba completamente vacío cuando lo descubrieron.
Miró la bulliciosa escena que nos rodeaba, sin expresar ninguna emoción. En el Huso, el movimiento era constante. Había palcos excavados en las laderas de la cueva que albergaban tabernas como la de Vastra, y filas de puestos de recuerdos, la mayor parte de los cuales, como es natural en temporada baja, estaban vacíos. Sin embargo, unas doscientas ratas de laberinto vivían aún en los alrededores del Huso, y la cantidad de las que nos rondaban había ido creciendo sigilosamente desde que Cochenour y la chica se habían sentado allí.
—Aquí no hay mucho que ver, ¿verdad? —dijo el tipo. No se lo discutí—. Sólo es una ratonera llena de gente que intenta sacarme la calderilla. —Me encogí de hombros y él me sonrió, esta vez más amablemente, o eso me pareció—. ¿Y por qué he venido a Venus, si pienso así? Ésa es una buena pregunta, desde luego, pero como nadie me la ha formulado, no hace falta que responda.
Me miró para ver si tenía intención de insistir en la cuestión. No lo hice.
—Así que limitémonos a hablar de negocios —prosiguió—. Usted quiere un millón de dólares. Veamos qué costearé con eso. Unos cien de los grandes por el alquiler del aerotaxi. Ciento ochenta por el equipo para una semana, multiplicado por tres semanas. Comida, provisiones, permisos, otros cincuenta. Así que andamos por los setecientos mil, sin contar su sueldo ni la tajada que se lleva nuestro anfitrión por no echarle del local. ¿He hecho bien las cuentas, Walthers?
No me esperaba que se le dieran tan bien los números. Me costó un poco tragar el líquido que tenía en la boca, pero me las arreglé para decir:
—Bastante bien, señor Cochenour. —No había razón para decirle que yo ya tenía el aerotaxi y también casi todo el equipo necesario. Era el único modo de que me quedase algo después de pagar todo lo demás, aunque no me habría asombrado descubrir que también estaba enterado de eso.
Entonces me sorprendió.
—Me parece un buen precio —dijo con indiferencia—. Trato hecho. Me gustaría partir lo antes posible, digamos que mañana a esta misma hora.
—De acuerdo —dije al tiempo que me levantaba—. Nos veremos entonces.
Me fui sin hacer caso de la expresión estupefacta de Sub Vastra. Tenía trabajo pendiente y debía pensar un poco. Cochenour me había pillado desprevenido, y eso le deja a uno en mala posición cuando no se puede permitir ningún error. Sin duda habría reparado en que lo había llamado por su nombre. Eso no me inquietaba. No le costaría adivinar que había hecho indagaciones sobre él de inmediato y su nombre era lo más fácil de averiguar.
Sin embargo, me había sorprendido un poco que él supiese el mío.
Tenía tres asuntos pendientes. Ante todo, debía examinar a fondo mi equipo para asegurarme de que resistiría todos los horrores que Venus es capaz de infligir a una máquina... o a una persona. Lo segundo era ir a la oficina del sindicato para validar el contrato con Boyce Cochenour, que incluiría una cláusula con la comisión de Vastra.