—¡Señor! —exclamó Lock—. ¡Señor!
—Lo sé, maldita sea —replicó entre jadeos Lasmark, a quien ya no le quedaba aire ni siquiera para quejarse—. No oigo ni una palabra de lo que… oh.
Entonces vio lo que Lock le estaba señalando desesperadamente con su espada desenvainada y, de inmediato, se sintió invadido por una horrible y gélida oleada de sorpresa. Después de todo, hay una tremenda diferencia entre esperar que suceda lo peor y comprobar que efectivamente lo peor ocurre. Los hombres del Norte habían emergido del bosque y cruzaban los pastos a toda velocidad en su dirección. Desde su situación, resultaba difícil saber cuántos eran (ya que ese terreno que descendía estaba lleno de zanjas y setos irregulares), pero una nueva sensación más fría que la anterior se apoderó de Lasmark en cuanto sus ojos captaron la anchura del frente enemigo, el centelleo del metal y los puntitos de color que eran en realidad sus escudos pintados.
El Regimiento de Rostod estaba superado en número. Varias compañías todavía seguían alegres y despreocupadas a Popol, quien se dirigía a Osrung, donde aún más hombres del Norte los aguardaban. Otros se habían detenido, conscientes de que una gran amenaza se aproximaba por la izquierda, e intentaban desesperadamente recomponer sus líneas. Sin embargo, el regimiento de Rostod estaba en inferioridad numérica, sus hombres no eran capaces de mantenerse en formación y los habían sorprendido en campo abierto sin apoyo alguno.
—¡Alto! —gritó y se adentró a gran velocidad en la cebada por delante de su compañía. Después, se giró y alzó ambos brazos ante sus hombres—. ¡Formen una línea! ¡Mirando al norte!
Eso era lo mejor que podían hacer, ¿verdad? ¿Qué podían hacer si no? Sus soldados intentaron organizarse en una caótica formación que recordaba vagamente a una rueda, algunos de aquellos rostros reflejaban determinación; otros, pánico mientras se colocaban rápidamente en posición.
Lasmark desenvainó su espada. La había comprado muy barata y, en realidad, era una antigualla cuya empuñadura tendía a repiquetear. Había pagado menos por ella que por su sombrero. Lo cual parecía ahora una decisión muy necia. Pero, por aquel entonces, todas las espadas le parecían iguales y el mayor Popol había sido muy concreto a la hora de detallar qué aspecto debían tener sus oficiales en un desfile. Sin embargo, ahora no se encontraban en un desfile, por desgracia. Lasmark miró hacia atrás y se dio cuenta de que estaba mordiéndose los labios tan fuerte que pudo apreciar el sabor de su sangre. Los hombres del Norte se acercaban con gran celeridad.
—Arqueros, preparen los arcos, los lanceros a la…
Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta. Un ejército de caballería acababa de emerger desde la parte posterior de una aldea situada aún más lejos, a su izquierda. Era una formación de caballería bastante considerable, que arremetía contra su flanco, y sus cascos estaban levantando una nube de polvo. Escuchó gritos ahogados de alarma y pudo notar cómo el estado de ánimo de sus hombres pasaba de la determinación y preocupación al más puro horror.
—¡Manténganse firmes! —gritó, pero incluso a él la voz le tembló. En cuanto se giró, comprobó que muchos de sus hombres ya estaban huyendo. A pesar de que no había adonde huir. Además, las posibilidades que tenían de sobrevivir eran inferiores si huían que si se quedaban a luchar. Sin duda alguna, el cálculo sereno de sus posibilidades de supervivencia no era una prioridad para ellos. Observó cómo las demás compañías se venían abajo y sus miembros se desperdigaban. Vio fugazmente al mayor Popol, que iba dando botes sobre su silla de montar mientras se dirigía a toda velocidad hacia el río y a quien ya no le interesaba tanto el aspecto de sus hombres. Si los capitanes hubieran tenido caballos, a lo mejor Lasmark ahora habría podido huir con él. Pero los capitanes no contaban con caballos. En el Regimiento de Rostod, no. Debería haber ingresado en un regimiento en el que los capitanes tuvieran caballos, pero la cruda realidad era que nunca habría podido permitirse uno. Había tenido que pedir dinero prestado para comprar su puesto de capitán a un interés atroz y ya no le quedaba nada…
Los hombres del Norte se encontraban ya aterradoramente cerca, atravesando el seto más próximo. Podía distinguir las caras que asomaban en su formación. Unos rostros que gruñían, gritaban y sonreían. Parecían animales y atravesaban la cebada dando brincos con las armas alzadas. Lasmark retrocedió unos cuantos pasos inconscientemente. El sargento Lock se hallaba detrás de él, con la tensión dibujada en su rostro.
—Mierda, señor —dijo.
Lasmark sólo pudo tragar saliva y prepararse mientras sus hombres tiraban sus armas al suelo a su alrededor, al mismo tiempo que se daban la vuelta y corrían hacia el río o la colina, que se encontraban, muy, pero que muy lejos. Entretanto, la formación que había improvisado su compañía se desmoronaba, al igual que la de la compañía de al lado, dejando así únicamente unos grupitos compuestos por los soldados más atónitos y duros para enfrentarse a los hombres del Norte. Ahora ya podía ver cuántos eran. Eran cientos. Cientos y cientos. Una lanza empaló con un golpe sordo a un hombre que se encontraba a su lado, que cayó gritando. Lasmark lo contempló fijamente un instante. Era Stelt. Había sido panadero.
Alzó la vista hacia aquella marea compuesta de hombres que aullaban con la boca muy abierta. A uno le suelen contar historias sobre estas cosas, por supuesto, pero siempre da por sentado que nunca vivirá algo así. Uno asume que es muy importante y que algo así no le puede ocurrir. Se dio cuenta de que no había hecho ninguna de las cosas que se había prometido que haría para cuando tuviera treinta años. Quería tirar la espada y sentarse. Entonces, atisbo fugazmente su anillo y alzó la mano para observarlo. En esa piedra estaba tallado el rostro de Emlin. Ahora no parecía muy probable que fuera a regresar con ella. Con casi toda seguridad, al final, se casaría con ese primo suyo. Aunque eso de casarse con un primo era algo realmente deplorable.
El sargento Lock arremetió contra el enemigo, un gesto valiente e inútil, y logró que un trozo del borde de un escudo enemigo saltara por los aires. El escudo tenía un puente pintado. Volvió a arremeter y, justo en ese momento, otro hombre del Norte se le acercó corriendo y lo golpeó con su hacha. Le acertó de lado y, acto seguido, fue alcanzado por una espada que lo hizo retroceder en dirección contraria y que le dejó un enorme rasponazo en el casco y un profundo tajo en la cara. Se giró, con los brazos alzados como un bailarín y, a continuación, se lo llevaron por delante y se perdió entre la cebada.
Lasmark se abalanzó de un salto sobre el escudo con el puente dibujado, sin apenas reparar, por alguna extraña razón, en el hombre que lo sostenía. Tal vez quería fingir que no había ningún hombre tras él. Si su instructor de esgrima lo hubiera visto, se habría quedado lívido. Antes de alcanzar el escudo, recibió un lanzazo en su peto y se tambaleó. La punta rebotó y, al instante, arremetió contra el hombre que la había lanzado, un tipo muy feo con la nariz horriblemente rota. Le reventó el cráneo de un espadazo y sus sesos salieron volando. Fue sorprendentemente fácil. Supuso que incluso las espadas baratas son muy pesadas y afiladas.
De repente, se oyó un clic y el mundo se volvió patas arriba, cayó sobre el barro, con un golpe sordo, y acabó enredado en la cebada. No veía nada por un ojo. Oía un zumbido, estúpidamente agudo, como si su cabeza fuera el badajo de una enorme campana. Intentó levantarse pero el mundo no paraba de dar vueltas. No había hecho ninguna de las cosas que se había prometido que iba a hacer para cuando tuviera treinta años. Oh. Salvo alistarse en el ejército.
Aunque el sureño intentó ponerse en pie, Sueño Ligero lo golpeó en la parte posterior de la cabeza con su maza y le aplastó el casco. Dio varias patadas en el aire durante un breve instante y todo acabó.
—Estupendo.
El resto de los hombres de la Unión se encontraban rodeados y descendían a gran velocidad o se desperdigaban como una bandada de estorninos, justo como Dorado dijo que harían. Sueño Ligero se arrodilló, se colocó la maza bajo el brazo e intentó arrancarle al sureño muerto del dedo un anillo que tenía buena pinta. Otros dos compañeros suyos estaban reclamando también sus premios y otro estaba gritando mientras le caía sangre por la cara, pero, bueno, era una batalla, ¿no? Si todo el mundo saliera de ellas sonriendo, no tendrían sentido. Entretanto, al sur, los jinetes de Dorado estaban limpiando el terreno, empujando a los sureños en retirada hacia el río.
—¡Dirigíos a la colina! —gritaba Scabna, señalando ese lugar con su hacha—. ¡Id hacia la colina, cabrones!
—Dirígete tú a la colina —le espetó Sueño Ligero, a quien le dolían todavía las piernas de tanto correr, a quien le dolía la garganta de tanto gritar—. ¡Ja!
Por fin, logró sacarle el anillo a ese tipo de la Unión. Lo sostuvo en el aire para verlo bien y frunció el ceño. Pese a que sólo era una piedra pulida en la que habían tallado la cara de alguien, supuso que podría sacar por ella un par de monedas de plata. Se lo metió en su jubón. Luego cogió la espada de aquel hombre por si acaso y se la colocó en el cinturón, a pesar de que parecía más un mondadientes que otra cosa y de que la empuñadura repiqueteaba.
—¡Vamos! —Scabna agarró a uno de esos carroñeros y lo obligó a ponerse en pie, para darle a continuación una patada en el culo y obligarlo a avanzar—. ¡Seguid avanzando, maldita sea!
—¡Vale, vale! —Sueño Ligero salió corriendo tras los demás, en dirección a la colina. Estaba enfadado por no haber podido revisar los bolsillos de esos sureños, quizá podría haberle quitado las botas a ese último. Ahora todo eso se lo llevarían los campesinos y las mujeres que vendrían a continuación. Aunque esos cabrones pordioseros eran demasiado cobardes para luchar, se aprovechaban del trabajo de los demás. Era una desgracia, pero suponía que era algo inevitable. Así es la vida, que tiene cosas igual de fastidiosas, como las moscas y el mal tiempo.
Arriba, en los Héroes, había hombres de la Unión, y pudo ver varios centelleos metálicos alrededor del muro de piedra seca situado cerca de la cima, donde unas lanzas apuntaban hacia el cielo. Mantuvo su escudo en alto y miró por encima del borde del mismo. No quería acabar con una de esas malévolas flechitas que empleaba el enemigo clavada. Si te alcanzaban con una de ésas, jamás lograbas arrancártela.
—Mira eso —gruñó Scabna.
Ahora que habían ascendido un poco más, podían ver todo cuanto ahí había hasta el bosque situado al norte: todo el terreno que había en medio estaba repleto de hombres. Estaba ocupado por los Caris de Dow el Negro, así como por los de Tenways y Cabeza de Hierro. Los Siervos iban detrás en oleadas. Eran millares y todos se dirigían en tropel hacia los Héroes. Sueño Ligero jamás había visto tantos combatientes en un solo lugar, ni siquiera cuando luchó en el ejército de Bethod. Ni en el Cumnur, ni en Dunbrec, ni en las Altas Cumbres. Estuvo planteándose la posibilidad de dejar que los demás tomaran los Héroes mientras él se quedaba rezagado, quizá alegando que se había torcido el tobillo; no obstante, no iba a lograr reunir una buena dote para sus hijas con sólo un anillo barato y una espadita, ¿verdad?
Tras saltar sobre una zanja repleta de charcos marrones, dejaron atrás las cosechas pisoteadas al pie de la pendiente.
—¡Subid la colina, cabrones! —chilló Scabna, agitando su hacha en el aire.
Sueño Ligero ya había tenido que soportar bastante las críticas y quejas de ese necio, que sólo era jefe porque era amigo de uno de los hijos de Dorado. Se giró y le espetó:
—Sube tú a esa colina, hijo de…
Escuchó un golpe sordo y, acto seguido, la punta de una flecha sobresalió de su jubón. Durante un momento, reinó el silencio y se limitó a mirarla fijamente, después respiró hondo y gritó.
—¡Oh, joder!
Gimoteó y se estremeció, el dolor se apoderó de su axila mientras intentaba volver a respirar, tosió sangre y cayó al suelo de rodillas.
Scabna lo observó atentamente, con el escudo alzado para protegerlos a ambos.
—Sueño Ligero, pero ¿qué ha pasado?
—Me cago en… Me han… dado.
Sueño Ligero balbuceó cada una de aquellas palabras y escupió sangre. Ya no podía seguir arrodillado, puesto que sufría demasiado dolor. Se desplomó de lado. Le pareció que era una forma de mierda de volver al barro, aunque quizá todas lo sean. Un montón de pisadas retumbaron a su alrededor mientras otros iniciaban el ascenso de la colina, salpicándole la cara de tierra.
Scabna se arrodilló y le desabrochó el jubón a Sueño Ligero.
—Será mejor que echemos un vistazo.
Sueño Ligero apenas podía moverse. Todo se le volvía borroso.
—Por los… muertos… duele.
—Seguro que sí. ¿Dónde te has guardado ese anillo?
Gaunt bajó la ballesta y observó cómo unos cuantos hombres del Norte caían derribados entre la multitud mientras el resto de la salva de flechas arreciaba sobre ellos. Desde esta altura, las flechas de una robusta ballesta podían reventarles los escudos y atravesar las cotas de malla como si fueran el vestido de una damisela. Uno de ellos soltó sus armas y salió corriendo y aullando, agarrándose el estómago, dejando un rastro ligeramente zigzagueante a través de las cosechas. Gaunt no tenía forma de saber si su flecha había acertado en el blanco o no, pero eso no importaba. Ahí lo importante era la cantidad de flechas lanzadas. Coger flecha, tensar, apuntar y disparar, coger flecha, tensar…
—¡Vamos, muchachos! —les gritó a los hombres que lo rodeaban—. ¡Disparen! ¡Disparen!
—Por los Hados —escuchó susurrar a Rose, con voz ahogada, mientras señalaba con un tembloroso dedo índice hacia el norte.
El enemigo seguía surgiendo de entre los árboles en una cantidad temible. Los campos ya estaban atestados de adversarios, que avanzaban en oleadas al sur hacia la colina conformando una marea tenuemente centelleante. Pero se necesitaba algo más que una manada de simios furiosos para poner nervioso al sargento Gaunt. En su día, en Bishalc, había sido testigo de cómo innumerables gurkos cargaban contra una pequeña colina en la que se encontraban, desde la que disparó con su ballesta todo cuanto pudo durante casi toda una hora y desde la que, al final, pudo ver cómo todos sus enemigos se batían en retirada corriendo. Salvo los que quedaron acribillados en diversas montoneras. Entonces, cogió a Rose por el hombro y lo obligó a retroceder hacia el muro.