Los héroes (32 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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La caballería de la Unión había cargado desde la ribera norte y estaba atravesando los bajíos y chapoteando a su alrededor, iban al encuentro de los hombres del Norte para sumarse a ese estruendoso y terrible tumulto. Eran los hombres de Vallimir.
¡Cuánto me alegro de que os unáis a nosotros!
El río se convirtió en un amasijo de cascos que pisaban con fuerza y salpicaduras de agua, de metal y sangre que salía a borbotones, por el que Gorst se abrió paso a espadazos, mientras apretaba los dientes con fuerza y esbozaba una gélida sonrisa.
Me siento como en casa.

Perdió su espada corta en medio de aquella locura, pues se quedó clavada en la espalda de alguien y tuvo que soltarla. Quizá ese alguien fuera un hombre de la Unión. Pero eso le daba igual. Apenas podía escuchar otra cosa que no fuera su propia respiración, sus propios gruñidos, sus propios chillidos de niña mientras arremetía, una y otra vez, y otra vez, abollando armaduras, aplastando huesos y desgarrando carne, cada impacto estremecedor que recorría su brazo lo embargaba de emoción. Cada golpe era como un trago para un borracho, que cada vez sabía mejor y mejor y nunca era suficiente.

Casi consiguió decapitar a un caballo. El hombre del Norte que lo montaba esbozó un gesto de sorpresa muy cómico, como si fuera un payaso de un espectáculo barato, mientras seguía tirando de las riendas aun cuando su montura se venía abajo. Un jinete chilló, tenía sus propias entrañas en las manos. Gorst lo golpeó en la cabeza con el revés de su escudo, que salió despedido de su puño tras el impacto y voló por los aires en medio de un torrente de sangre y esquirlas de dientes, mientras giraba como una moneda lanzada al aire.
¿Cara o cruz? ¿Quién quiere apostar?

Un enorme hombre del Norte se hallaba a lomos de un caballo negro en medio del río, repartiendo hachazos a diestro y siniestro. Tanto su casco, que portaba unos cuernos, como su armadura y su escudo estaban adornados con espirales doradas. En medio de aquel combate, Gorst espoleó a su montura en dirección hacia él. Mientras avanzaba, alcanzó a un hombre del Norte en la espalda y derribó a otro de su silla al cortarle la pata trasera a su caballo. Su espada larga brillaba de rojo, cubierta de sangre. O más bien, embadurnada, como un eje engrasado.

Al instante, arremetió contra el escudo dorado sobre el que impactó estremecedoramente, dejando una profunda abolladura en esa hermosa obra de artesanía. Gorst volvió a arremeter y cruzó la anterior marca con otra nueva, de tal modo que el hombre dorado se tambaleó en su silla. Entonces, Gorst alzó su espada larga para propinarle el golpe de gracia y, de repente, alguien se la arrebató de la mano.

Un hombre del Norte que tenía una desgreñada barba pelirroja se la había quitado a golpe de maza, con la que pretendía ahora aplastarle la cabeza.
Qué falta de modales
. Gorst agarró el mango de la maza con una sola mano y con la otra sacó una daga, clavándosela hasta la cruceta a aquel hombre del Norte por debajo de la mandíbula y ahí se quedó mientras se caía hacia atrás.
Ay, esos modales
. El hombre dorado había recuperado el equilibrio, había vuelto a meter los pies en los estribos y sostenía su hacha en alto.

Gorst se aferró a su enemigo, lo obligó a compartir un torpe abrazo mientras sus dos caballos los zarandeaban. A pesar de que intentó alcanzarlo con su hacha, sólo el mango impactó contra el hombro de Gorst, la hoja únicamente rozó inofensivamente su espaldar. Gorst agarró uno de los absurdos cuernos que sobresalían del casco dorado de aquel hombre y lo retorció, más y más, retorciéndole a su vez la cabeza hasta que ésta acabó pegada al peto de Gorst. El hombre dorado, que ya estaba prácticamente fuera de su silla, gruñó y resopló, no se caía porque una de sus piernas se había quedado atrapada en un estribo. Intentó soltar el hacha para poder seguir forcejeando, pero no pudo, ya que su correa se le había enredado en la muñeca y se le había enganchado a la armadura de Gorst, y el otro brazo lo tenía atrapado por su escudo machacado.

Gorst sonrió y le mostró todos sus dientes, alzó un puño y lo golpeó en la cara, su guantelete se estrelló contra uno de los laterales de su casco dorado. Su puño era un martillo que iba arriba y abajo, arriba y abajo; poco a poco, fue dejando marcas y luego abolladuras en el casco hasta deformar por completo uno de sus lados, de tal modo que se le acabó clavando a aquel hombre en la cara.
Mucho mejor que con la espada
. Siguió golpeando y golpeando, hasta doblarlo más y más, hasta que se le clavó en la mejilla.
Así es todo mucho más personal
. Así no había necesidad de discutir o justificarse, ni de presentaciones ni de etiqueta, ni se sentirse culpable ni de dar excusas. Todo quedaba reducido a un increíble ejercicio de violencia. Tan intenso que tuvo la sensación de que aquel hombre de la armadura dorada debía de ser su mejor amigo del mundo.
Te quiero. Te quiero y por eso debo reventarte la cabeza
. Se echó a reír mientras machacaba con sus nudillos enguantados el bigote rubio cubierto de sangre de aquel hombre. Se reía y lloraba a la vez.

Entonces, algo impactó contra su espaldar con un estruendo sordo, la cabeza se le fue hacia atrás y fue derribado de la silla, cayó cabeza abajo entre dos caballos y acabó sumergido en el frío río mientras su yelmo se llenaba de agua y burbujas. Se levantó tosiendo y los cascos de los corceles le salpicaron la cara.

El hombre de la armadura dorada había logrado hacerse con un caballo que carecía de jinete y se estaba subiendo, a trompicones, a su silla de montar. Había cadáveres por doquier: de hombres y caballos, de la Unión y de los hombres del Norte, tirados sobre los guijarros y flotando en el vado, arrastrados delicadamente por la suave corriente. Por lo que pudo ver, apenas quedaba algún miembro de la caballería de la Unión en pie. Sólo hombres del Norte, con sus armas alzadas, azuzando sus caballos con suma cautela a acercarse hacia él.

Gorst buscó a tientas el cierre de su yelmo y se lo quitó de encima, sintiendo así, súbitamente, un viento impactantemente frío en el rostro. Se puso en pie, con la armadura repleta de agua del río. Extendió los brazos, como si fuera abrazar a un viejo amigo, y sonrió a la vez que el hombre del Norte más próximo alzaba su espada.

—Estoy listo —susurró.

—¡Disparen!

Escuchó una salva de clics y repiqueteos a sus espaldas. El hombre del Norte se cayó de su silla, acribillado por un buen número de flechas de ballesta. Otro más chilló, su hacha cayó dando tumbos mientras se llevaba la mano a la mejilla donde tenía clavada una flecha. Gorst se giró, estúpidamente, para echar un vistazo hacia atrás. En la ribera sur de los bajíos había una larga hilera de ballesteros arrodillados. De inmediato, otra hilera se colocó entre ellos mientras éstos recargaban; los miembros de esta nueva hilera se arrodillaron y prepararon sus ballestas con precisión mecánica.

Había un hombre bastante grande sentado a lomos de un gran caballo gris en el extremo más alejado de aquella formación. Era el general Jalenhorm.

—¡Segunda hilera! ¡Disparen!

Acto seguido, se escuchó el siseo y gorjeo de otra salva de flechas. Unos cuantos enemigos más cayeron acribillados, un caballo se encabritó y retrocedió, aplastando así a su jinete. El resto, sin embargo, ya habían llegado a la ribera opuesta y se alejaban entre la cebada, corriendo hacia el norte tan rápidamente como habían llegado.

Gorst dejó sus brazos caer lentamente a medida que el ruido de los cascos de los caballos se fue desvaneciendo. A partir de entonces, reinó un silencio muy extraño, quebrado únicamente por el murmullo del agua y los gemidos de los heridos.

Al parecer, la batalla había acabado y seguía vivo.

Resulta extrañamente decepcionante.

La mejor parte del valor

Para cuando Calder detuvo su caballo a unos cincuenta pasos del Puente Viejo, la lucha ya había acabado. Tampoco es que fuera a derramar muchas lágrimas por habérsela perdido. Por eso, precisamente, se había demorado.

El sol se estaba hundiendo en el oeste y las sombras se extendían en dirección hacia los Héroes, mientras los insectos flotaban perezosamente sobre las cosechas. Calder casi podría haberse convencido a sí mismo de que acababa de salir a dar un paseo a caballo como en los viejos tiempos, cuando aún era el hijo del Rey de los hombres del Norte y amo y señor de todo cuanto veía a su alrededor, si no fuera por la presencia de algunos cadáveres de soldados y caballos que había desperdigados por el camino, donde yacía un soldado de la Unión despatarrado boca abajo con una lanza que sobresalía directamente de su espalda, bajo el cual el polvo del camino había adquirido un color oscuro.

Daba la impresión de que el Puente Viejo —una antigua construcción de piedra cubierta de musgo con dos vanos que parecía que iba a derrumbarse bajo su propio peso de un momento a otro— había sido defendido muy poco, de que cuando los hombres de la Unión vieron a sus compañeros huir de los Héroes, se retiraron a la otra ribera con la máxima celeridad posible. Calder no se lo podía echar en cara.

Pálido como la Nieve había dado con una gran roca en la que sentarse, había dejado su lanza clavada con la punta hacia abajo en el suelo junto a él, mientras su caballo gris mordisqueaba la hierba y la piel gris con la que se había cubierto los hombros se mecía bajo la brisa. Daba igual qué tiempo hiciera, nunca parecía tener suficiente calor. A Calder le llevó un rato encajar la punta de su espada en la abertura de la vaina, lo cual no solía ser un problema para él, pero al final logró envainarla y se sentó junto a aquel viejo guerrero.

—Te ha costado llegar hasta aquí —dijo Pálido como la Nieve, sin ni siquiera alzar la vista.

—Creo que mi caballo no está bien.

—Sí, algo no va bien. Tu hermano tenía razón en una cosa, ¿sabes? —señaló con la cabeza a Scale, quien deambulaba por el campo abierto situado en el extremo norte del puente, a la vez que gritaba y agitaba su maza de aquí para allá—. Los hombres del Norte jamás seguirán a un cobarde.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Oh, nada —los ojos grises de Pálido como la Nieve no mostraron ningún indicio de que estuviera bromeando—. Eres el héroe de todo el mundo.

Ojo Blanco Hansul intentaba razonar con Scale, con las manos alzadas para pedirle que se calmara. Con un rápido movimiento de su brazo, un malhumorado Scale lo apartó de un empujón, que le hizo caer de espaldas al suelo, y se puso a gritar de nuevo. Al parecer, desde su punto de vista, aún no habían luchado bastante y estaba decidido a cruzar el río para buscar más pelea. Daba la sensación de que nadie más pensaba que eso fuera una buena idea.

Pálido como la Nieve profirió una especie de suspiro resignado, ya que le había visto reaccionar así demasiado a menudo.

—Por los muertos, en cuanto las llamas del ansia de la batalla prenden en tu hermano, cuesta muchísimo apagarlas. Quizá tú podrías intentar razonar con él, ¿no?

Calder se encogió de hombros.

—Bueno, me he enfrentado a cosas peores. Toma, te devuelvo tu escudo —se lo lanzó al estómago a Pálido como la Nieve, quien casi se cayó de la piedra en que estaba sentado al intentar cogerlo—. ¡Eh, palurdo! —Calder se volvió hacia Scale con arrogancia y los brazos en jarra—. ¡Sí, tú, Scale, so palurdo! Eres tan valiente como un toro y tan fuerte como un toro, pero tan corto de mollera como un toro.

Al pálido Scale parecía que se le iban a salir los ojos de sus cuencas, mientras observaba a su hermano. Al resto les sucedió lo mismo, pero a Calder eso no le importaba. Tener público era lo que más le gustaba en el mundo.

—¡El bueno y estúpido de Scale! Un gran luchador, pero, ya sabes… no tiene más que un montón de mierda por sesera —Calder se dio un golpecito en la cabeza mientras decía estas palabras, después extendió un brazo lentamente para apuntar en dirección a los Héroes—. Eso es lo que ellos dicen de ti —la expresión de Scale perdió una pequeña parte de su ferocidad y pareció un poco más pensativo, pero sólo un poco—. Eso es lo que piensan ahí arriba, en esas fiestecillas que celebra Dow donde se matan a pajas. Tenways, Dorado, Cabeza de Hierro y el resto… todos ellos piensan que eres un maldito idiota —Calder no estaba del todo en desacuerdo con esa afirmación, la verdad. Entonces, se inclinó sobre Scale, cuando sólo estaba ya a una distancia en la que podría haberle propinado un puñetazo, de lo cual era perfecta y dolorosamente consciente—. ¿Por qué no cruzas ese puente a caballo y les demuestras que tienen razón?

—¡Que les den! —exclamó Scale—. Podríamos cruzar ese puente y adentrarnos en Adwein. ¡Y atravesar a caballo el camino de Uffrith! Así podríamos segar la hierba bajo los pies de esos cabrones de la Unión. ¡Atacándoles por la espalda!

Mientras decía esto, golpeaba el aire con su escudo, intentando avivar las llamas de su ira de nuevo, pero en el mismo momento en que había empezado a hablar en vez de actuar, ya había perdido, Calder le había ganado. Como Calder era consciente de ello, tuvo que disimular su desdén. Aunque eso no le supuso un gran esfuerzo. Ya que llevaba disimulando el desprecio que sentía por su hermano desde hacía años.

—¿Atravesar a caballo el camino de Uffrith? Es probable que la mitad del ejército de la Unión aparezca por ese camino antes de la puesta de sol —Calder posó la mirada sobre los jinetes de Scale, no eran más de doscientos y casi todos sus caballos estaban agotados; mientras tanto, los soldados a pie todavía seguían corriendo a través de los campos, allá a lo lejos, o se habían detenido ante el largo muro que casi llegaba hasta el Dedo de Skarling—. No pretendo ofender a los valerosos y orgullosos Grandes Guerreros de nuestro padre aquí presentes, pero ¿de verdad piensas derrotar a incontables millares de enemigos con esta gente?

Scale posó la mirada sobre ellos, se le tensaron los músculos de la cara en un lado mientras apretaba los dientes con fuerza. Ojo Blanco Hansul, quien se había puesto en pie y se estaba sacudiendo el polvo de su abollada armadura, se encogió de hombros. Scale lanzó su maza al suelo y exclamó:

—¡Mierda!

Pese a que comportaba un gran riesgo, Calder se atrevió a apoyar una mano sobre el hombro de su hermano con el fin de calmarlo.

—Nos han ordenado que tomemos el puente. Y lo hemos tomado. Si la Unión quiere recuperarlo, pueden cruzarlo y luchar contra nosotros. Pero en nuestro terreno. Sí, los estaremos esperando. Una vez estemos listos y descansados. Una vez hayamos abierto unas trincheras y tengamos provisiones. Sinceramente, hermano, si Dow el Negro no nos mata a ambos por pura maldad, es bastante probable que tú lo consigas con tu imprudencia.

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