—Ya estamos otra vez, joder —rezongó Craw mientras se mordía las uñas.
—Allá vamos —acertó a decir Wonderful a través de sus labios fruncidos, con la espada desenvainada en la mano.
—Soy demasiado viejo para esta mierda.
—Sí.
—Debería haberme casado con Colwen.
—Ya.
—Hace tiempo que debería haberme retirado.
—Cierto.
—¿Quieres dejar de estar de acuerdo conmigo, joder?
—¡¿Acaso la misión de un segundo al mando no es apoyar a su jefe, pase lo que pase?! Pues sí, estoy de acuerdo en todo. Eres demasiado viejo, deberías haberte casado con Colwen y haberte retirado.
Craw suspiró a la vez que le ofrecía la mano.
—Gracias por tu apoyo.
Wonderful se la estrechó con fuerza.
—Siempre te apoyaré.
De repente, el grave y profundo bramido del cuerno de Reachey resonó desde el este. Dio la impresión de que la tierra entera zumbaba y Craw sintió un cosquilleo en las raíces de su pelo. A continuación, se escucharon más cuernos, luego pisadas, como el rugido de un trueno distante mezclado con el tintineo del metal. Craw se inclinó hacia delante, haciendo un gran esfuerzo, y echó un vistazo entre unos troncos de árboles negros, mientras intentaba divisar a los hombres de Reachey. Apenas logró ver unos pocos tejados de Osrung a través de esos campos bañados por el sol. Entonces, se empezaron a oír gritos de guerra, que flotaban por todo el valle, que retumbaban por los árboles como si fueran fantasmas. A Craw lo embargó una honda emoción, en parte por miedo a lo que iba a suceder y en parte porque quería ponerse en pie de un salto y añadir su voz a aquel clamor.
—Qué pronto —susurró, relamiéndose los labios mientras se ponía en pie, sin apenas ser consciente ya del dolor que sentía en la pierna.
—Eso digo yo —Whirrun se acercó y se colocó junto a él, con el Padre de las Espadas desenvainada en una mano, agarrada bajo la cruceta, mientras con la otra señalaba a los Héroes—. ¿Ves eso, Craw? —daba la impresión de que quizá algunos hombres se movían en la cima de esas pendientes verdes. Tal vez se estaban congregando alrededor de un estandarte—. Van a bajar. Van a disfrutar de un gozoso encuentro con los muchachos de Dorado en esos campos, ¿verdad? —inquirió, soltando su peculiar risa ahogada—. Un gozoso encuentro.
Craw movió la cabeza de lado a lado lentamente.
—¿No estás preocupado?
—¿Por qué? ¿Es que no te lo he contado? Shoglig me dijo cuándo y dónde moriría, así que…
—Ya, no morirás ni aquí ni ahora. Me lo has repetido diez mil puñeteras veces —Craw se inclinó para hablar entre susurros—. Aunque… ¿te dijo si aquí te cortarían ambas piernas?
—No, no me lo dijo —tuvo que admitir Whirrun—. Pero ¿me quieres decir qué diferencia supondría eso en mi vida? Sin piernas, aún puedes sentarte alrededor de una hoguera a decir tonterías.
—Tal vez te corten los brazos también.
—Cierto. Si eso ocurre… Tendré que plantearme la posibilidad de retirarme, cuando menos. Eres un buen hombre, Curnden Craw —le dijo Whirrun, a la vez que le daba un golpecito en las costillas—. Quizá te legue al Padre de las Espadas, siempre que sigas respirando cuando yo cruce la orilla distante.
Craw resopló.
—Yo no pienso llevar esa cosa por ahí.
—¿Acaso crees que yo
elegí
llevarla? Daguf Col me escogió para esta misión en su pira funeraria después de que los Shanka le arrancaran las entrañas. Qué púrpuras eran.
—¿El qué?
—Sus entrañas. La espada debe heredarla alguien, Craw. ¿No eres tú el que siempre está diciendo que hay una forma correcta de hacer las cosas? Pues tiene que heredarla alguien.
Permanecieron en silencio un momento más, contempló la zona iluminada situada más allá de los árboles, el viento mecía las hojas y las hacía crujir, provocando que algunas hojas secas cayeran sobre las lanzas, los cascos y los hombros de todos esos hombres que se encontraban arrodillados entre la maleza. Los pájaros gorjeaban en las ramas y trinaban sin parar, joder; en comparación, el grito distante de la carga de Reachey resultó hasta relajante.
Unos hombres se movían por el flanco este de los Héroes. Eran hombres de la Unión que descendían. Craw se frotó sus sudorosas manos y desenvainó la espada.
—Whirrun.
—¿Sí?
—¿Alguna vez te has preguntado si Shoglig no se pudo haber equivocado?
—Sí, cada vez que tengo que luchar.
Su Augusta Majestad:
La división del General Jalenhorm ha llegado ya a la ciudad de Osrung y ha tomado los cruces del río con su habitual competencia y concentración, el Regimiento Sexto y el de Rostod se han hecho fuertes en una colina que los Hombres del Norte llaman los Héroes. Desde su cima, uno puede observar lodo el terreno a kilómetros a la redonda, incluido el importantísimo camino a Carleon, pero, aparte de un fuego apagado, no hemos divisado ni rastro del enemigo.
Los caminos siguen siendo nuestros antagonistas más tozudos. Si bien los primeros efectivos de la división de Mitterick ya han llegado al valle, se han entremezclado con las unidades de retaguardia de Jalenhorm, lo cual…
Gorst alzó la mirada bruscamente. Había escuchado unas tenues voces arrastradas por el viento y, pese a que no pudo distinguir las palabras, no cabía duda de que estaban teñidas de una tremenda emoción.
Seguramente me estoy engañando a mí mismo. Es algo que se me da muy bien
. Tras el río, no había nada que sugiriera que estaba ocurriendo algo emocionante. Los hombres se encontraban desperdigados a lo largo de la ribera sur, haraganeando bajo el sol mientras los caballos pastaban satisfechos a su alrededor. Uno de ellos tosió al darle una calada a una pipa de chagga. Otro grupo cantaba plácidamente mientras se pasaban una petaca unos a otros. No muy lejos de ahí, su comandante, el coronel Vallimir, estaba discutiendo con un mensajero sobre el significado exacto de la última orden del general Jalenhorm.
—Lo entiendo, pero el general le pide que mantenga su actual posición.
—Y la mantendré, sea como sea, pero ¿nos vamos a quedar en el camino? ¿De verdad no quiere que crucemos el río? ¿O que, al menos, nos despleguemos por la ribera? ¡Ya he perdido un batallón porque lo he tenido que enviar a cruzar un cenagal y ahora, encima, el otro tiene que quedarse en medio del camino por el que pasa todo el mundo! —Vallimir señaló al capitán cubierto de polvo, cuya compañía estaba parada, formando una columna quejosa, en ese mismo camino, a lo lejos. Probablemente, se trataba de una de las compañías a la que estaban esperando los regimientos de la colina.
0 no
. El capitán no había informado a nadie al respecto y tampoco nadie le había preguntado cuál era su misión— ¡El general no puede pretender que nos quedemos
aquí
sentados, seguro que entiende lo que quiero decir!
—Lo entiendo perfectamente —replicó con voz monótona el mensajero—, pero el general le pide que mantenga su actual posición.
Bueno, sólo es otro ejemplo más de la incompetencia habitual
. Entonces, un grupo de barbudos excavadores pasaron junto a él, con paso firme, caminando al unísono, con sus palas al hombro y gesto adusto.
El grupo de hombres más organizado que he visto hoy, y, probablemente, los soldados más valiosos de Su Majestad
. El ejército siempre tenía un hambre insaciable de agujeros. Para hacer fuegos, para abrir tumbas y letrinas, para hacer refugios subterráneos y parapetos, para levantar terraplenes y barricadas, para abrir zanjas y trincheras de toda forma, profundidad y propósito imaginable, alguno de los cuales no se le ocurrirían a nadie ni aunque estuviera un mes pensando.
En verdad, la pala es más poderosa que la espada. Tal vez, en vez de espadas, los generales deberían llevar paletas doradas como insignias de su gran vocación. Bueno, se acabó la diversión.
Gorst volvió a centrar su atención en la carta y frunció los labios al darse cuenta de que había dejado una mancha de tinta muy antiestética, por lo que, furioso, la apretó con su puño e hizo una bola con ella.
Entonces, el viento volvió a soplar con más fuerza y unos gritos llegaron a sus oídos,
¿De verdad estoy oyendo lo que estoy oyendo? ¿O acaso deseo tanto oír algo así que me lo estoy imaginando?
Sin embargo, unos cuantos soldados a su alrededor también habían alzado la vista, con el ceño fruncido, hacia la colina. Súbitamente, el corazón se le desbocó a Gorst, quien también tenía la boca seca. Se puso en pie y caminó hacia el río, como un hombre bajo un hechizo, con la mirada clavada en los Héroes. Creyó ver a unos hombres moviéndose allá arriba, creyó ver unas diminutas figuras en la ladera cubierta de hierba de la colina.
Cruzó la zona llena de guijarros en dirección hacia Vallimir, quien todavía seguía discutiendo inútilmente sobre a qué lado del río deberían situarse sus hombres para seguir sin hacer nada.
Sospecho que dentro de poco eso será irrelevante
. Rezó para que así fuera.
—… Pero seguramente el general no…
—Coronel Vallimir.
—¿Qué?
—Debería ordenar a sus hombres que se preparen.
—¿Ah, sí?
Gorst no apartó la mirada ni por un solo instante de los Héroes. Ni de las siluetas de los soldados que se divisaban en la ladera oriental. Eran una cantidad considerable. Sin embargo, ningún mensajero del mariscal Kroy había cruzado los bajíos. La única razón que justificaba que tantos hombres estuvieran abandonando la colina era que…
los hombres del Norte están atacando en algún otro lado. Un ataque, un ataque, un ataque…
Se percató entonces de que seguía agarrando con tanta fuerza su carta a medio terminar que tenía los nudillos blancos. Soltó ese papel arrugado que revoloteó hasta caer en el río, donde la corriente se lo llevó dando vueltas. Escuchó más voces, que eran incluso más agudas que antes, ahora ya no le cabía ninguna duda de que eran reales.
—Eso parecen gritos —afirmó Vallimir.
Una sensación de inmensa alegría invadió a Gorst, a quien se le formó un nudo en la garganta, de tal modo que su voz sonó más aguda que nunca. Pero no le importó.
—Ordéneles que se preparen de inmediato.
—¿Para qué?
Gorst ya se dirigía a grandes zancadas hacia su caballo.
—Para luchar.
El capitán Lasmark se abrió paso violentamente a través de la cebada andando a un ritmo entre paso ligero y carrera lenta, con la Novena Compañía del Regimiento de Rostod avanzando con dificultad tras él como podía, en dirección hacia Osrung con la nada clara orden de «¡ir a por el enemigo!» todavía retumbando en sus oídos.
Sí, ahora el enemigo se hallaba ante ellos. Lasmark pudo ver unas escaleras de asalto apoyadas sobre los maderos musgosos de la valla de la ciudad. Pudo ver cómo los proyectiles revoloteaban arriba y abajo. Pudo divisar unos estandartes que ondeaban bajo la brisa, uno negro y andrajoso destacaba sobre el resto; según los exploradores del Norte, era el estandarte de Dow el Negro. En ese instante, el general Jalenhorm había dado la orden de avanzar, dejando muy claro en todo momento que nada le haría cambiar de opinión.
Lasmark se giró, con la esperanza de no tropezarse y acabar con un montón de cebada en la boca, y urgió a sus hombres a que siguieran avanzando con un gesto de su mano que pretendía ser marcial.
—¡Sigan! ¡Sigan! ¡Avancen sobre la ciudad!
No era ningún secreto que el general Jalenhorm tenía cierta tendencia a dar órdenes muy poco meditadas, pero haber expresado esa verdad en voz alta habría sido terriblemente contrario a las buenas formas. Normalmente, los oficiales procuraban ignorarle siempre que fuera posible y, cuando no lo era, interpretaban de forma muy imaginativa sus órdenes. No obstante, no había muchas interpretaciones posibles que dar a una orden directa de atacar.
—¡Con paso firme, mantengan la formación, muchachos!
Sin embargo, no parecían mantener demasiado la formación; de hecho, la mayoría parecía avanzar a regañadientes y a su propio ritmo, pero Lasmark no se lo podía echar en cara. Tampoco le parecía una buena idea cargar sin ningún apoyo atravesando un campo vacío de cebada, sobre todo porque buena parte del regimiento seguía atascado en esos pésimos caminos situados al sur del río, donde reinaba un caos en el que se entremezclaban hombres e impedimenta. Pero un oficial debe cumplir con sus obligaciones. El se había quejado formalmente al mayor Popol y el mayor ante el coronel Wetterlant del Sexto Regimiento, quien era el oficial de mayor rango en la colina. No obstante, le había dado la impresión de que el coronel estaba demasiado ocupado como para prestar atención a sus quejas. Además, Lasmark suponía que el campo de batalla no era el lugar más propicio para pensar de un modo independiente y tal vez sus superiores supieran mejor que él qué ocurría.
No obstante, los hechos no refrendaban esa conclusión.
—¡Tengan cuidado! ¡Vigilen esos árboles!
Esos árboles se encontraban a cierta distancia al norte y a Lasmark le dio la impresión de que eran bastante lúgubres y amenazadores. No quería ni imaginar cuántos hombres podrían estar escondidos entre sus sombras. Aunque ese pensamiento siempre le venía a la cabeza cuando veía un bosque y el Norte estaba repleto de bosques. Tampoco estaba muy claro si vigilarlos les iba a servir de mucho. Además, ya no había vuelta atrás. A su derecha, el capitán Vorna exhortó a su compañía a avanzar por delante del resto del regimiento, estaba desesperado por entrar en acción, como siempre, pues quería regresar a casa con un montón de medallas en el pecho y pasarse el resto de su vida alardeando.
—Ese necio de Vorna va a lograr que se rompa la formación —se quejó el sargento Lock.
—¡El capitán se limita a cumplir órdenes! —le espetó Lasmark, quien luego añadió en voz baja—. Menudo gilipollas. ¡Adelante, muchachos, a paso ligero!
Si, al final, los Hombres del Norte aparecían, lo peor que podían hacer era dejar huecos en la formación de ataque.
Incrementaron el ritmo, pese a hallarse fatigados. De vez en cuando, a algún hombre se le enganchaba una bota en la cebada y acababa tendido sobre la cosecha. Iban desorganizándose más y más a cada paso. Debían de encontrarse ya a medio camino entre la colina y la ciudad, con el mayor Popol encabezando la marcha a lomos de su caballo, agitando su sable en el aire y bramando gritos de ánimo inaudibles.