Scale respiró hondo y expulsó el aire. No parecía muy contento. Pero tampoco daba la sensación de que estuviera a punto de arrancarle la cabeza a alguien.
—¡Vale, maldita sea! —exclamó, a la vez que miraba el río con gesto de contrariedad, luego volvió a mirar a Calder y se quitó la mano de su hermano de encima—. Te juro que a veces hablar contigo es como hablar con nuestro padre.
—Gracias —dijo Calder, aunque no estaba seguro de si lo había dicho como un halago o no; no obstante, se lo tomó como tal. Al menos, uno de los hijos de su padre tenía que mantener la compostura.
El cabo Tunny intentaba saltar de una zona cubierta de hierba amarilla a otra, mientras sostenía con la mano izquierda el estandarte del regimiento en alto sobre esa mugre; la mano derecha ya la tenía salpicada de inmundicias hasta el hombro de todas las veces que se había resbalado. El cenagal era prácticamente tal y como Tunny se lo había imaginado. Y eso no era nada bueno.
Ese lugar era un laberinto de canales de aguas mansas de color marrón, cuya superficie estaba cubierta de manchas multicolores de mugre grasienta, hojas podridas, espuma apestosa y juncos con muy mala pinta que se encontraban esparcidos al azar. Si al pisar únicamente te hundías hasta el tobillo, podías considerarte afortunado. Aquí y allá, algunas especies de árboles del averno habían logrado clavar sus curtidas raíces con la suficiente profundidad como para permanecer erguidos y exhibir unas pocas y lacias hojas, cubiertas por enredaderas marrones, donde brotaban unas enormes setas. Se escuchaba un persistente croar o graznido que parecía provenir de todas partes y de ninguna en concreto. Debía de tratarte de alguna maldita variedad de pájaro, rana o insecto, pero Tunny no alcanzaba a ver a ninguno de esos animales por ahí. Quizá era la propia ciénaga, que se estaba riendo de ellos.
—Me cago en Forest —susurró.
Conseguir que un batallón atravesara aquel lugar era como guiar a un rebaño de ovejas por una cloaca. Y, como era habitual, por razones que nunca podría llegar a entender, él se encontraba en la vanguardia de ese avance, acompañado de los cuatro reclutas más verdes del ejército de la Unión.
—¿Por dónde seguimos, cabo Tunny? —preguntó Worth, quien se encontraba encogido sobre sí mismo mientras se agarraba de la tripa.
—¡El guía decía que procuremos pisar las zonas donde haya hierba! —respondió, aunque, si uno era sincero, a su alrededor no había mucho que pudiera ser considerado hierba. Pero tampoco es que hubiera muchos hombres sinceros por ahí—. ¿Tiene una cuerda, muchacho? —le preguntó a Yema, que tenía una gran mancha de barro sobre su mejilla pecosa y avanzaba como podía por el lodazal junto a él.
—Nos las dejamos en los caballos, cabo.
—Claro. Claro que sí, maldita sea.
Por los Hados, a Tunny le hubiera gustado tanto poder quedarse con los caballos. Dio un paso al frente y el agua fría cubrió rápidamente la parte superior de su bota como si fuera una mano húmeda y fría que se aferrara a su pie. Se estaba preparando para lanzar el juramento más adecuado cuando escucho un gritó muy agudo a sus espaldas.
—¡Ah! ¡Mi bota!
Tunny se giró.
—¡Cállese, idiota! —exclamó, incapaz de seguir su propio consejo—. ¡Los hombres del Norte nos van a oír hasta en la puñetera Carleon!
Pero Klige no le estaba escuchando. Se había alejado bastante de los juncos y se había dejado una de sus botas atrás, engullida por la ciénaga. Vadeaba hacia allí para recuperarla y se había adentrado en la mugre hasta los muslos. Yema se rió disimuladamente de él en cuanto vio que se sumergía aún más en el cieno.
—¡Déjela ahí, Klige, so necio! —le espetó Tunny, mientras intentaba ir hacia él y se mantenía en pie como podía.
—¡La tengo! —al sacar Klige su bota, que daba la impresión de estar cubierta por unas gachas negras, se oyó un ruido de succión—. ¡Ay! —exclamó, tambaleándose hacia un lado y luego hacia el otro—. ¡Ay!
De repente estaba sumergido en la ciénaga hasta la cintura, y el gesto de su rostro pasó del triunfalismo al pánico en un instante. Yema volvió a reírse disimuladamente y entonces, de repente, se dio cuenta de lo que ocurría.
—¿Quién tiene una cuerda? —gritó Lederlingen—. ¡Que alguien traiga una cuerda! —se dirigió hacia Klige, luchando por mantenerse en pie en todo momento, y se aferró al trozo de árbol más cercano, una rama sin hojas que sobresalía del lodazal—. ¡Agárrate a mi mano! ¡Agárrate a mi mano!
Pero el pánico se había apoderado de Klige, que al revolverse y agitarse, lo único que conseguía era hundirse más. Se fue hacia abajo con una velocidad impactante, echó la cara hacia atrás, hasta que quedó muy poco de su rostro por encima de la mugre, con una gran hoja negra pegada sobre una mejilla.
—¡Socorro! —chilló, estirando la mano, pero sus dedos aún estaban muy lejos de los de Lederlingen. Tunny se acercó como pudo, chapoteando, y dirigió el mástil del estandarte hacia Klige—. Socorrarghh… —miró con los ojos desorbitados a Tunny y, al instante, sus ojos desaparecieron, su pelo que aún flotaba se esfumó a continuación, después unas pocas burbujas emergieron hasta esa fétida superficie y ahí acabó todo. Tunny atizó inútilmente el cieno con el mástil, Klige había muerto. Aparte de la bota rescatada, que se alejaba flotando lentamente, ya no quedaba ni rastro de que alguna vez hubiera existido.
Recorrieron con gran esfuerzo el resto del camino en silencio, los demás reclutas parecían aturdidos, Tunny apretaba los dientes con furia y todos procuraban no separarse de las zonas donde crecía una hierba amarilla, como potrillos que nunca se apartan de sus madres. Pronto, el suelo se fue elevando y los árboles dejaron de ser unos retorcidos monstruos del pantano y pasaron a ser abetos y robles. Tunny apoyó el sucio estandarte contra un tronco y se puso en pie, con los brazos en jarra. Sus magníficas botas estaban destrozadas.
—¡Mierda! —exclamó—. ¡Qué puta
mierda
!
Yema se dejó caer sobre la mugre, con la mirada perdida en la nada y un fuerte temblor en sus blancas manos. Lederlingen se relamió sus pálidos labios, mientras respiraba agitadamente, y no dijo nada. A Worth no se le veía por ninguna parte, aunque Tunny creyó escuchar a alguien gimiendo entre la maleza. Incluso el hecho de haber sido testigo de cómo un camarada se ahogaba era incapaz de demorar la frenética actividad de las molestas entrañas de aquel zagal. En todo caso, había acelerado el proceso. Entonces, Forest se le acercó, cubierto hasta las rodillas de barro negro. Todos ellos estaban cubiertos, embadurnados y salpicados de barro, sobre todo Tunny.
—Tengo entendido que hemos perdido a uno de nuestros reclutas —Forest había pronunciado esa frase tantas veces que era capaz de decirla sin emoción alguna. Y tenía que hacerlo.
—Sí, a Klige —logró decir Tunny a través de sus dientes apretados—. Ese chico iba a ser tejedor. En fin, hemos perdido un hombre en esta maldita ciénaga. Me gustaría saber por qué. ¿Qué hacemos aquí?
Como la mitad inferior de su abrigo estaba cubierta de pesada y grasienta mugre, se lo quitó y lo tiró al suelo.
—Ha hecho lo que ha podido.
—Lo sé —le espetó Tunny.
—No ha podido hacer más…
—¡En su petate llevaba parte de mi puñetero equipo! ¡Ocho botellas de buen brandy! ¿Se hace a la idea de cuánto dinero habría podido ganar con ellas?
El silencio reinó.
—Ocho botellas —repitió Forest mientras asentía lentamente—. Está usted hecho un bribón, cabo Tunny, ¿lo sabe? Llevo veintiséis años en el ejército de Su Majestad y usted siempre encuentra la manera de sorprenderme. ¿Sabe qué? Súbase a esa elevación para ver en qué foso del infierno nos encontramos mientras yo intento que el resto del batallón cruce por aquí sin que perdamos más botellas por el camino. Quizá así pueda olvidarse de lo mucho que ha perdido.
Acto seguido, se marchó y abroncó a unos hombres que estaban intentando sacar a una mula temblorosa que se hallaba metida en el fango hasta las rodillas.
Tunny siguió enojado un momento más, pero enfadarse no le iba a servir de nada.
—¡Yema, Lederlerdo, Worth, vengan aquí!
Yema se puso en pie, con los ojos como platos.
—Worth… Worth…
—Sigue cagando —afirmó Lederlingen, quien estaba muy ocupado revolviendo su petate y colgando varias cosas empapadas en las ramas para que se secasen.
—Por supuesto. ¿Qué iba a estar haciendo si no? Espérenlo. Yema, sígame y procure no morirse, maldita sea.
Al instante, ascendió por la pendiente, con sus pantalones empapados que le rozaban horriblemente, a la vez que daba patadas a las ramas caídas que encontraba a su paso.
—¿No deberíamos ser más sigilosos? —susurró Yema—. ¿Y si nos topamos con el enemigo?
—¡El enemigo! —bramó Tunny—. Lo más probable es que nos topemos con otro puñetero batallón de los nuestros, que habrá cruzado el Puente Viejo con sus caballos al trote, habrá subido por el sendero y habrá llegado a nuestro destino por delante de nosotros sin ningún problema y totalmente secos. Eso sería el colmo, ¿verdad?
—No sé qué decirle, señor —masculló Yema, mientras se arrastraba por la embarrada pendiente casi a cuatro patas.
—¡Llámeme cabo Tunny! Y no le estaba preguntando su opinión. En cuanto vean en qué estado llegamos, vamos a tener que soportar sus puñeteras sonrisas. ¡Cuánto se van a reír a nuestra costa! —se estaban acercando a los últimos árboles. Más allá de aquellas ramas, Tunny pudo ver el tenue contorno de una colina distante, en cuya cima destacaban unas piedras—. Al menos, estamos en el sitio correcto, joder —entonces, añadió en voz baja—, para calarnos, acabar doloridos, sufrir hambre y seguir siendo pobres. Maldito general Jalenhorm. Ya sé que es normal que a un soldado le caguen encima, pero esto es…
Más allá de los árboles, el terreno descendía y estaba salpicado de viejos tocones y árboles jóvenes allá donde los leñadores habían estado muy ocupados en su día, sus cabañas medio derruidas yacían abandonadas y se estaban descomponiendo, regresaban a la tierra. Más allá, un río discurría serenamente, aunque, en realidad, era poco más que un arroyo, que discurría en dirección sur para acabar desembocando en el pantano de pesadilla que acababan de cruzar. En la ribera más alejada había un saliente de tierra, luego una pendiente cubierta de hierba, donde algún granjero que quería dejar claras las lindes de sus tierras había levantado un irregular muro de piedra seca. Tunny percibió movimiento por encima de ese muro. Eran lanzas, cuyas puntas relucían bajo la luz que se desvanecía. Así que había estado en lo cierto. El otro batallón se les había adelantado. Aunque no podía entender por qué estaban en la parte norte del muro…
—¿Qué sucede, cabo…?
—¿No le he dicho que esté callado, maldita sea?
Tunny arrastró a Yema hasta los arbustos y sacó su catalejo, que estaba hecho de metal y constaba de tres piezas. Se lo había ganado jugando a un oficial del Sexto Regimiento. Avanzó poco a poco y halló un hueco entre la maleza. Si bien el terreno se alzaba bruscamente al otro lado del arroyo y luego volvía a descender a lo lejos, había lanzas por detrás del muro a lo largo de toda la extensión de éste que podía ver. También atisbo algunos cascos. Y algo de humo, quizá procedente de un fuego hecho para cocinar. Entonces, divisó a un hombre que se adentraba en el arroyo, que sostenía una caña de pescar hecha con una lanza y algo de pita, tenía el pelo alborotado y estaba desnudo de cintura para arriba; sin duda alguna, no era un soldado de la Unión. Tal vez se hallara únicamente a doscientas zancadas del lugar donde ellos se encontraban agachados entre la maleza.
—Oh, oh —susurró.
—¿Son hombres del Norte? —susurró Yema.
—Sí, son un puñetero montón de hombres del Norte. Y estamos justo en su flanco —Tunny le entregó su catalejo, casi esperando que aquel muchacho intentara mirar por el extremo equivocado.
—¿De dónde han salido?
—Supongo que del Norte, ¿usted qué cree? —le espetó, quitándole el catalejo—. Alguien va a tener que regresar, para que alguien situado más alto en la cadena de mando, desde la que nos cagan encima, se entere de en qué lío estamos metidos.
—Supongo que ya deben saberlo. Los demás también se han debido de topar con los hombres del Norte, ¿no? —la voz de Yema, que nunca había sonado particularmente serena, había adoptado un tono levemente histérico—. ¡O sea, ha debido de ser así! ¡Deben saberlo!
—Aquí nadie se entera de nada, Yema. Esto es una batalla.
Mientras pronunciaba esas palabras, Tunny se percató, con una preocupación creciente, de que era verdad. Si había hombres del Norte tras ese muro, tendría que haberse producido un combate. Sí, se encontraban en medio de una batalla. Quizá en medio del comienzo de una muy importante. En ese instante, el hombre del Norte del río pescó algo, un centelleante pececillo se revolvía en el extremo de su sedal. Algunos de sus compañeros se pusieron de pie sobre el muro, gritando y agitando sus brazos en alto. Todo eran puñeteras sonrisas. Si ahí había habido un combate, estaba bastante claro quién había ganado.
—¡Tunny! —exclamó Forest, quien, encorvado, avanzaba sigilosamente hacia ellos entre la maleza—. ¡Hay hombres del Norte al otro lado de ese arroyo!
—Y están pescando, ¿se lo puede creer? Ese muro está repleto de esos cabrones.
—Uno de los muchachos se ha subido a un árbol y ha dicho que desde ahí ha podido ver jinetes en el Puente Viejo.
—¿Han tomado el puente? —Tunny empezaba a pensar que, si lograba salir de ese valle habiendo perdido sólo ocho botellas de brandy, se podría considerar muy afortunado—. ¡Si lo cruzan, nos quedaremos aislados!
—Soy consciente de ello, Tunny. Soy perfectamente consciente de ello, maldita sea. Debemos informar al general Jalenhorm. Escoja a alguien para enviar el mensaje. ¡Y procuren que no les vean!
Una vez dicho esto, se alejó sigilosamente por la maleza.
—Así que alguien va a tener que atravesar de nuevo esa ciénaga, ¿eh? —susurró Yema.
—A menos que usted pueda ir volando.
—¿Yo? —la cara del muchacho se tornó gris—. No puedo hacerlo, cabo Tunny, no después de que Klige… ¡No puedo hacerlo!
Tunny se encogió de hombros.
—Alguien tiene que ir. Si lo ha podido cruzar una vez, podrá cruzarlo de nuevo. Eso sí, procure pisar por las zonas con hierba.
—¡Cabo! —Yema le agarró a Tunny de su sucia manga y se le acercó, colocando así su pecoso rostro incómodamente cerca. Habló con un tono de voz muy bajo. Ese tono de voz íntimo y apremiante que a Tunny siempre le gustaba oír. El tono con el que se hacían los tratos—. Usted me dijo que si alguna vez necesitaba algo…