Los héroes (30 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—No se preocupe por eso. La siguiente flecha es lo único que importa.

—Sargento —Rose volvió a agacharse sobre su ballesta, pálido pero dispuesto a llevar a cabo su tarea.

—¡Disparen, muchachos, disparen! —Gaunt giró con suma delicadeza y serenidad su propia ballesta, que estaba bien engrasada, limpia y funcionaba a la perfección. Actuó ni muy rápido, ni muy despacio, cerciorándose de que hacía bien su trabajo. Disparó otra flecha, con el ceño fruncido. No le quedaban más de diez en su carcaj—. ¿Qué ha pasado con la munición? —bramó mirando hacia atrás y luego a sus hombres—. ¡Escojan los blancos con mucho cuidado!

Se puso en pie y sostuvo firmemente la ballesta, con la culata apoyada en el hombro.

Lo que vio allá abajo lo obligó a detenerse un instante, a pesar de tratarse de un militar curtido en mil batallas. Los Hombres del Norte más avanzados habían llegado a la colina y estaban ascendiendo por ella, y, si bien la pendiente cubierta de hierba ralentizaba su paso, no mostraban ninguna intención de parar. De un modo preocupante, su grito de guerra se fue escuchando cada vez más fuerte mientras Gaunt se asomaba desde detrás del muro y ese vago alarido se transformaba en un agudo aullido.

Apretó con fuerza los dientes y apuntó hacia abajo. Apretó el gatillo, sintió el retroceso y la vibración de la cuerda. Esta vez, vio adónde iba a parar esa flecha, que impactó con un golpe sordo en un escudo e hizo que el hombre que lo sostenía cayera hacia atrás. A su izquierda, una docena o más de ballestas dispararon sus proyectiles estruendosamente, dos o tres Hombres del Norte fueron derribados, uno recibió un flechazo en la cara y cayó hacia atrás mientras su hacha giraba en el aire bajo el cielo azul.

—¡Eso es lo que hay que hacer, muchachos, sigan disparando! Carguen y…

Entonces, escuchó un ruido seco muy cerca. Gaunt sintió un tremendo dolor en el cuello y se quedó sin fuerza en las piernas.

Fue un accidente. Rose llevaba una semana o más intentando ajustar el gatillo de su ballesta, intentando que dejara de bambolearse, preocupado porque podía dispararse en el momento más inoportuno, pero las máquinas nunca se le habían dado muy bien. No tenía ni idea de por qué le habían adiestrado como ballestero. Habría estado mucho mejor peleando con una lanza. El sargento Gaunt habría acabado mucho mejor si le hubieran dado a Rose una lanza, eso era un hecho incontestable. Se le disparó justo cuando la estaba alzando, la punta del listón de metal le dejó una larga rozadura en el brazo. Mientras juraba por culpa de eso, se le ocurrió mirar de reojo y comprobó que la flecha le había atravesado el cuello a Gaunt.

Se miraron fijamente por un momento, luego Gaunt miró contrariado hacia abajo, hacia las escaleras, soltó su ballesta y se llevó la mano al cuello. Cuando apartó la mano, comprobó que tenía los dedos ensangrentados.

—Gargh —dijo—. Hegbados.

Parpadeó y se cayó súbitamente, se golpeó el cráneo tan fuertemente contra el muro que el casco se le quedó torcido.

—¿Gaunt? ¿Sargento Gaunt?

Rose le dio unas bofetadas en la mejilla como si intentara despertarlo de una siesta no autorizada, mientras la sangre le recorría el rostro. No paraba de manar sangre y más sangre a raudales. De su nariz y de la limpia hendidura por donde la flecha le había atravesado el cuello. Era oscura y aceitosa, casi negra, y destacaba sobre su piel blanca.

—¡Está muerto!

De repente, Rose sintió cómo lo arrastraban hacia el muro. Acto seguido, alguien le volvió a poner bruscamente en sus manos ensangrentadas su ballesta sin cargar.

—¡Dispare, maldita sea! ¡Dispare!

Se trataba de un joven oficial, uno de los nuevos, pero Rose no podía recordar su nombre. En esos momentos, apenas era capaz de recordar su propio nombre.

—¿Qué?

—¡Que dispare!

Rose se dispuso a obedecer, al darse cuenta de que los demás hombres a su alrededor estaban haciendo lo mismo. Empapados de sudor, se esforzaban cuanto podían, maldecían y se apoyaban sobre el muro para disparar. Pudo escuchar los gritos de los heridos y, por encima de ellos, aquel extraño aullido. Buscó a tientas una flecha en su carcaj, la encajó en la ranura, se maldijo a sí mismo por lo mucho que le temblaban los dedos, que estaban teñidos de rosa por culpa de la sangre de Gaunt.

Estaba llorando. Las lágrimas le caían por la cara. Tenía las manos frías, a pesar de que no hacía frío. Le castañeteaban los dientes. El hombre que se hallaba junto a él tiró su ballesta al suelo y salió corriendo hacia la cima de la colina. Muchos hombres hacían lo mismo, ignorando los gritos desesperados de sus oficiales.

Una lluvia de flechas arreció. Una de ellas salió despedida y giró en el aire tras rebotar contra una chapa de acero que se encontraba cerca de él. Otras se clavaron de un modo silencioso y callado en la ladera de la montaña, detrás del muro, como si de repente hubieran brotado de la tierra mágicamente en vez de haber caído del cielo. Alguien más se acababa de girar para salir corriendo, pero antes de que Rose pudiera dar un solo paso, un oficial se interpuso en su camino espada en mano.

—¡Por el rey! —chilló, con la locura reflejada en sus ojos—. ¡Por el rey!

Rose nunca había visto al rey. Entonces, un hombre del Norte saltó el muro, justo a su izquierda y, de inmediato, recibió dos lanzazos, gritó y cayó hacia atrás. El hombre que se encontraba junto a Rose se puso en pie y lanzó un juramento mientras alzaba su ballesta. De repente, la parte superior de su cabeza desapareció, se tambaleó y disparó su flecha hacia el cielo. Un hombre del Norte superó el muro de un brinco y ocupó el hueco que había dejado el muerto; parecía joven y su rostro estaba deformado por la ira. Era un diablo que gritaba como tal. Un miembro de la Unión se le acercó con una lanza, pero logró desviarla con su escudo; después, bajó del muro de un salto, se giró y alcanzó con su hacha a su enemigo en el hombro, la sangre salió volando trazando oscuras estelas. Los hombres del Norte estaban trepando por todo el muro. El hueco de la izquierda estaba repleto de gente que luchaba desesperadamente, de una maraña de lanzas y de botas que desgarraban la hierba embarrada.

Aquel ruido demencial estaba volviendo loco a Rose, el estrépito y el estruendo de las armaduras y las armas al chocar, los gritos de batalla y órdenes confusas, todo ese fragor se mezclaba con su respiración aterrorizada y sus gimoteos. Se limitaba a observar y su ballesta yacía olvidada. El joven norteño bloqueó el mandoble que le había lanzado el oficial y le acertó en un costado, obligándolo a encogerse sobre sí mismo, y lo alcanzó en el brazo con el siguiente golpe, de tal modo que su mano salió volando, tras separarse del hueso, todavía envuelta en su manga bordada. El hombre del Norte le dio una patada en las piernas al oficial y, una vez en el suelo, lo despedazó; su sonrisa acabó salpicada de sangre. Otro norteño estaba trepando por el muro junto a él, tenía una cara enorme, donde destacaba una barba negra y gris, y gritaba algo con un tono de voz bronco.

Otro muy grande y alto, que llevaba sus largos brazos al aire, superó de un salto muy limpio ese revoltijo de piedras y aplastó bajo sus botas la hierba que brotaba en la parte superior del muro mientras alzaba en alto la espada más grande que Rose jamás había visto. Era incapaz de entender cómo un hombre podía ser capaz de blandir una espada tan enorme. Su hoja sin brillo alcanzó a un ballestero en un costado, que se encogió sobre sí mismo y acabó rodando por la ladera de la colina envuelto en una neblina de sangre. De repente, fue como si a Rose se le hubieran desentumecido las extremidades, así que se giró y salió corriendo; alguien que estaba haciendo lo mismo lo empujó y se resbaló y se torció el tobillo. Se levantó como pudo rápidamente, dio una gran zancada tambaleándose y, súbitamente, recibió un golpe tan fuerte en la parte posterior de la cabeza que incluso se mordió la lengua y se la cercenó.

Agrick enterró su hacha entre los omoplatos del arquero para asegurarse, y el mango se estremeció en su mano que estaba en carne viva y pegajosa por la sangre. Vio que Whirrun estaba peleando con un tipo bastante grande de la Unión, al que golpeó en la parte posterior de la pierna con su hacha, destrozándosela, a pesar de que sólo lo había alcanzado con la parte roma, pero le había dado lo suficientemente fuerte como para derribarlo, de modo que Scorry pudo clavarle su lanza mientras bajaba del muro.

Agrick nunca había visto a los hombres de la Unión en tal número, todos tenían el mismo aspecto, parecían copias de un mismo hombre que portaba la misma armadura, las mismas chaquetas, las mismas armas. Era como matar al mismo hombre una y otra vez. Era como si uno no matara a gente real. Como ahora subían corriendo por la pendiente, alejándose del muro cada uno por su lado, decidió correr detrás de ellos como un lobo tras unas ovejas.

—¡Frena, Agrick, cabrón tarado! —le espetó el Jovial Yon, resollando a sus espaldas, pero Agrick no podía parar. La carga era como una gran ola y lo único que podía hacer era dejarse llevar por ella, hacia delante, hacia arriba, para alcanzar a los que habían asesinado a su hermano. Colina arriba, detrás del muro, Whirrun se abría paso con el Padre de las Espadas entre un grupo de sureños que aún seguían en pie, a los que despedazó, llevaran armadura o no. Brack estaba cerca de él, rugiendo mientras blandía su martillo.

—¡Avanzad! ¡Avanzad, joder! —exclamaba el propio Dow el Negro, cuyos labios se curvaban para esbozar una sonrisa que mostraba unos dientes manchados de sangre, mientras en la cima agitaba su hacha en el aire, cuya hoja centelleaba con el color gris del acero y el rojo de la sangre bajo el sol. El saber que su líder se encontraba ahí, luchando junto a él en la vanguardia, avivó las llamas del ánimo de Agrick. Subió hasta hallarse a la misma altura que un hombre de la Unión que se tambaleaba y se abría camino como podía por la pendiente, al que golpeó en la cara con su hacha y noqueó mientras le gritaba.

A continuación, salió corriendo de entre dos de aquellas piedras, la cabeza le daba vueltas como si estuviera embriagado. Embriagado por la sangre y ansioso por obtener más. Había muchos cadáveres en el círculo de hierba del interior de los Héroes. Hombres de la Unión hechos trizas por la espalda y hombres del Norte acribillados con flechas.

Alguien gritó y las ballestas repiquetearon, unas cuantas flechas cayeron a su alrededor, pero Agrick siguió corriendo, hacia una bandera que había en medio de la formación de la Unión, con la voz rota de tanto gritar. Acabó de un hachazo con un ballestero, cuya ballesta destrozada cayó dando tumbos. Arremetió contra el gran sureño que portaba el estandarte, quien detuvo el primer golpe de Agrick con el mástil, donde se enganchó la hoja del hacha. Agrick la soltó, sacó su cuchillo y se lo clavó de arriba abajo al portaestandarte a través de la abertura de su yelmo. Al instante, cayó al suelo como una vaca a la que hubieran propinado un martillazo, con la boca abierta y retorcida y sin emitir ningún sonido. Agrick intentó arrancarle el estandarte de sus puños inertes, una mano seguía aferrada al mástil, la otra a la misma bandera.

Se escuchó a sí mismo lanzar un extraño grito, tan raro que le pareció que ésa no era su voz. Un hombre medio calvo, con pelo gris alrededor de las orejas, echó el brazo hacia atrás y su espada salió del costado de Agrick, rozando el borde inferior de su escudo. Se la había clavado hasta la empuñadura, por lo que la hoja salió totalmente cubierta de sangre. Agrick intentó blandir su hacha, pero no pudo, porque la había soltado instantes antes y su cuchillo seguía clavado en la cara del portaestandarte, así que se limitó a agitar su mano vacía en el aire. Entonces, algo lo golpeó en el hombro y el mundo pareció alejarse de él.

Estaba tumbado en el suelo. Sobre un montón de tierra pisoteada, bajo la sombra de una de aquellas piedras. Tenía en su mano la bandera rasgada.

Se retorció, pero no pudo adoptar una posición cómoda.

Se sentía totalmente entumecido.

El coronel Wetterlant aún no se lo podía creer, pero daba la impresión de que el Sexto Regimiento del Rey tenía serios problemas. Pensó que el muro ya estaba perdido. Si bien todavía quedaba algún grupo que resistía al enemigo, prácticamente los habían sobrepasado; además, los hombres del Norte estaban entrando en el círculo de piedras en tropel desde el norte. ¿De dónde si no iban a venir los hombres del Norte? Todo había ocurrido de un modo puñeteramente rápido.

—¡Debemos rendirnos! —gritó el mayor Culfer por encima del fragor de la batalla—. ¡Son demasiados!

—¡No! ¡El general Jalenhorm va a traer refuerzos! Nos lo prometió…

—Entonces, ¿dónde diablos está? —a Culfer se le iban a salir los ojos de sus órbitas. Wetterlant jamás se hubiera imaginado que aquel hombre pudiera verse dominado por el pánico—. Nos ha abandonado a nuestra suerte, vamos a morir aquí, es…

Wetterlant se limitó a girarse.

—¡Nos vamos a quedar! ¡Y vamos a luchar!

Como era un hombre orgulloso, de una familia también muy orgullosa, estaba dispuesto a quedarse. Si era necesario, se quedaría hasta que llegara el amargo final, moriría luchando con la espada en la mano, como se decía que había muerto su abuelo. Moriría bajo la bandera del regimiento. Aunque, en realidad, no podría hacerlo, ya que el muchacho enemigo al que había atravesado con su espada había arrancado la bandera del mástil cuando cayó. No obstante, Wetterlant no huiría, de eso no cabía duda. Muchas veces se había dicho eso a sí mismo. Normalmente, mientras admiraba su propio reflejo en el espejo tras vestirse para algún acto oficial. Y se enderezaba el fajín.

Sin embargo, tenía que admitir que ahora se hallaba en unas circunstancias muy distintas. Ahí nadie llevaba fajín, ni siquiera él. Además, había sangre y cadáveres por doquier y el pánico se extendía. Los hombres del Norte, que entraban en tropel por los espacios que había entre las piedras y se adentraban en el pisoteado círculo de hierba situado en su centro, proferían aullidos que parecían sobrenaturales. Por lo que Wetterlant podía ver, ahora ejercían una presión prácticamente constante. El principal problema que presentaba la defensa de ese círculo de piedras era sin duda los huecos que quedaban entre ellas. La formación de la Unión, si podía llamarse así a ese grupo improvisado de soldados y oficiales que luchaban desesperadamente allá donde se encontraran, retrocedía ante aquella presión y se hallaba en inminente peligro de disgregarse totalmente; además, no contaba con ninguna posición defensiva más en la que refugiarse al disgregarse.

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