Gorst observó aquella escena.
Si fuera yo el que se estuviese muriendo sobre esa mesa, ¿le importaría a alguien? No, se limitarían a encogerse de hombros y me sacarían afuera con la chusma. Sí, ¿por qué no iban a hacerlo? Además, sería más de lo que me merezco
. Gorst dio media vuelta y salió de la tienda. Se quedó afuera, de pie, observando a los heridos con el ceño fruncido, sin ser consciente del paso del tiempo.
—Dicen que no está muy malherido.
Se volvió para mirarla. Esbozó una sonrisa forzada, lo cual le supuso un esfuerzo mayor que el que se necesitaba incluso para ascender hasta los Héroes.
—Me… alegro mucho.
—Dicen que ha tenido una suerte asombrosa.
—Muy cierto.
Ambos permanecieron allí en silencio un instante más.
—No sé cómo podré recompensarte jamás…
Oh, eso es fácil. Abandona a ese apuesto necio y sé mía. Es lo único que deseo. Sólo eso. Que me beses y me abraces y te entregues a mí, por completo. Eso es todo.
—No ha sido nada —susurró.
Pero Finree ya se había dado la vuelta para volver a entrar apresuradamente en la tienda, dejándole allí solo. Aguardó un momento mientras las cenizas caían suavemente a su alrededor y se posaban sobre el suelo, sobre sus hombros. Junto a él, un muchacho yacía sobre una camilla. Había muerto de camino a la tienda, o mientras esperaba al cirujano.
Gorst escudriñó el cuerpo.
El está muerto y yo, que sólo soy un cobarde egoísta, sigo con vida
. Inspiró a través de su dolorida nariz y exhaló a través de su dolorida boca.
La vida no es justa. No existe patrón alguno. La gente muere al azar
. Lo cual tal vez era evidente. Lo cual quizá era algo que todo el mundo sabía.
Algo que todo el mundo sabe, pero que nadie cree en realidad. Creen que cuando les toque a ellos su muerte encerrará una lección, tendrá un significado, será una historia merecedora de ser contada. Creen que la muerte se presentará ante ellos bajo la forma de un temible erudito, un caballero caído en desgracia o un terrible emperador
. Entonces, tocó el cadáver del muchacho con la punta de su bota, lo levantó hasta ponerlo de lado y después dejó que volviera a caer.
La muerte es un funcionario aburrido con demasiadas tareas que atender. En la muerte, no hay ningún momento de revelación. Ni es una experiencia profunda. No, se acerca a nosotros sigilosamente por la espalda y se nos lleva mientras estamos cagando.
Pasó por encima del cadáver y se encaminó de regreso a Osrung, dejando atrás los fantasmas grises y vacilantes que se amontonaban en la carretera. No había dado más de una docena de pasos, tras haber atravesado la puerta, cuando oyó que alguien le llamaba.
—¡Eh, aquí! ¡Socorro!
Gorst vio un brazo que asomaba desde debajo de un montón de chatarra chamuscada. Vio un rostro desesperado y manchado de ceniza. Trepó cuidadosamente hasta ahí arriba, desabrochó la hebilla que tenía bajo la barbilla aquel hombre y le quitó el casco, que arrojó a un lado. Tenía la mitad inferior del cuerpo atrapada bajo una viga partida. Gorst agarró un extremo de la misma, la alzó y se la quitó de encima. Después, levantó al soldado con la misma amabilidad con la que un padre llevaría a su hijo dormido y lo sacó de la ciudad.
—Gracias —dijo el soldado con voz ronca, manoseando la chaqueta manchada de hollín de Gorst—, Es usted un héroe.
Gorst no dijo nada.
Si tú supieras, amigo mío. Si tú supieras.
Había llegado el momento de las celebraciones.
Sin duda alguna, la Unión tendría otro punto de vista al respecto, pero Dow el Negro consideraba aquello una victoria y sus Caris estaban dispuestos a darle la razón. Así que cavaron nuevos hoyos para las fogatas, abrieron varios barriles y repartieron cerveza, mientras esperaban a recibir sus dos monedas de oro para encaminarse después, la mayor parte de ellos, de vuelta a casa para trabajarse el campo, a sus esposas o ambas cosas.
Cantaron, rieron y se tambalearon en medio de la creciente oscuridad, saltaron sobre las fogatas y levantaron nubes de chispas, borrachos como cubas, sintiéndose más vivos que nunca tras haberse enfrentado a la muerte y haber escapado a ella. Cantaron viejas canciones e inventaron otras nuevas donde los nombres de los héroes del día sustituyeron a los de antaño. Dow el Negro y Caul Reachey, Cabeza de Hierro, Tenways y Dorado fueron elevados a las alturas mientras Nueve el Sanguinario y Bethod, Tresárboles y Huesecillos e incluso Skarling el Desencapuchado se hundían en el pasado igual que el sol se hunde en el oeste, apagando así la gloria de sus hazañas hasta convertirlas en recuerdos difusos, en un último destello entre las nubes antes de que la noche se las tragase por completo. Tampoco se oyó hablar mucho de Whirrun de Bligh. Y a Shama el Cruel ni se le mencionó. El tiempo iba desplazando los nombres al igual que el arado hace girar la tierra. Levantando lo nuevo mientras lo viejo queda enterrado en el barro.
—Beck —Craw se agachó torpemente junto al fuego, con una jarra de madera llena de cerveza en la mano, y dio una palmada de ánimo a Beck en la rodilla.
—Jefe. ¿Qué tal la cabeza?
El viejo guerrero se pasó un dedo por los puntos que le habían cosido recientemente sobre la oreja.
—Me sigue doliendo. Pero he sufrido heridas peores. De hecho, hoy también podría haber acabado mucho peor, como bien sabes. Scorry me ha dicho que me salvaste la vida. La mayor parte de la gente no le otorgaría demasiado valor a mi existencia, pero debo reconocer que yo le tengo mucho cariño. Así que…, gracias, supongo. Muchas gracias.
—Sólo he intentado hacer lo correcto. Como me dijiste.
—Por los muertos. Alguien me ha prestado atención por una vez. ¿Quieres un trago? —le preguntó Craw, a la vez que le ofrecía su jarra de madera.
—Sí —Beck la aceptó y le dio un buen sorbo. Al instante, percibió el amargo sabor de la cerveza sobre su lengua.
—Hoy has hecho un buen trabajo. Muy bueno, por lo que a mí respecta. Scorry me ha contado que has sido tú quien ha derribado a ese gigantesco hijo puta que acabó con Drofd.
—¿Lo he matado?
—No. Sigue vivo.
—Entonces, hoy no he matado a nadie —Beck no estaba seguro de si debía sentirse decepcionado o alegre por ello. Aunque lo cierto era que no estaba de humor para sentir emoción alguna—. Ayer maté a un hombre —añadió sin pensar.
—Flood dijo que mataste a cuatro.
Beck se relamió los labios, intentando librarse del regusto amargo, pero no logró que desapareciese.
—Flood lo malinterpretó todo y yo fui demasiado cobarde como para corregirle. Un muchacho llamado Reft mató a esos hombres —entonces, dio otro trago, demasiado rápido, por lo que siguió hablando sin aliento—. Yo me escondí en un armario mientras ellos peleaban. Me escondí en un armario y me oriné encima. Sí, así es en realidad Beck el Rojo.
—Ajá —asintió Craw, mientras fruncía los labios meditabundo. No parecía demasiado molesto. Ni tampoco demasiado sorprendido—. Bueno, eso no cambia lo que has hecho hoy. Un hombre puede hacer muchas cosas peores en una batalla que esconderse en un armario.
—Lo sé —musitó Beck, quien abrió la boca dispuesto a contarlo todo. Era como si necesitase confesar, como si necesitara escupir esa podredumbre que lo carcomía por dentro igual que un enfermo necesita devolver. Necesitaba hacerlo, por mucho que deseara guardar el secreto—. Tengo que contarte algo, jefe —su lengua reseca luchó por hallar las palabras adecuadas.
—Te escucho —dijo Craw.
Beck buscó la mejor manera de explicarlo, igual que un enfermo buscaría un recipiente adecuado en el que vomitar. Como si existieran unas palabras lo suficientemente elegantes como para hacer su relato menos desagradable.
—El caso es que…
—¡Cabronazo! —gritó alguien, golpeando a Beck con tanta fuerza que éste acabó arrojando los posos que quedaban en la jarra sobre el fuego.
—¡Eh! —gruñó Craw, mientras esbozaba una mueca de dolor al levantarse, pero quienquiera que hubiera sido ya se había marchado. Súbitamente, una conmoción se estaba extendiendo rápidamente entre la multitud. Se estaba propagando una nueva atmósfera airada y burlona porque llevaban a alguien a rastras. Craw decidió seguir a la muchedumbre y Beck lo siguió a su vez, más aliviado que molesto ante esa distracción, como un enfermo que se da cuenta de que, después de todo, no va a tener que vomitar en el sombrero de su esposa.
Se abrieron paso a empujones entre la multitud hasta llegar a la hoguera más grande, en el centro de los Héroes, donde se encontraban los guerreros más importantes. Dow el Negro estaba sentado ahí en medio en la Silla de Skarling, acariciando el pomo de su espada con una mano, una y otra vez. Escalofríos también se hallaba allí, al otro extremo del fuego, obligando a alguien a arrodillarse.
—Mierda —musitó Craw.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Dow, quien se relamió los dientes y se recostó sobre el respaldo de su silla, sonriendo—. Pero si es el Príncipe Calder.
Calder intentó parecer lo más calmado posible, a pesar de que se encontraba de rodillas y con las manos atadas mientras Escalofríos se alzaba sobre él de un modo amenazador. Lo cual no resultaba nada reconfortante.
—No podía rechazar esta invitación —afirmó.
—Claro que no —replicó Dow—. ¿Sabes cuál es el motivo de que estés aquí?
Calder echó un vistazo al grupo allí reunido. Todos los grandes hombres del Norte estaban ahí. Todos esos necios tan pagados de sí mismos. Glama Dorado, que sonreía sarcástica y despectivamente desde el extremo más alejado de aquel fuego. Cairm Cabeza de Hierro, quien lo observaba todo con una ceja alzada. Brodd Tenways, algo menos desdeñoso que de costumbre, pero lejos de parecer demasiado amigable. Caul Reachey, con una mueca de «tengo las manos atadas» dibujada en el semblante, y Curnden Craw con una expresión de «¿Por qué no has huido?» en el rostro. Calder saludó a estos dos últimos asintiendo avergonzado.
—Me hago una idea.
—Para todos aquellos que no se la hagan, he de decir que Calder ha intentado convencer a mi segundo al mando de que debería matarme —un murmullo recorrió todo el grupo de guerreros iluminados por la luz de la hoguera, pero tampoco fue demasiado intenso. A nadie le sorprendió en exceso esa revelación—. ¿No es así, Craw?
Craw miró al suelo.
—Así es.
—¿Acaso no vas a negarlo? —preguntó Dow.
—Si lo hiciese, ¿podríamos olvidarnos de todo el asunto?
Dow sonrió.
—Siempre bromeando. Sí, me gusta tu actitud. Tu deslealtad no me sorprende, pues sé que eres un intrigante. Pero tu estupidez, sí. Todo el mundo sabe que Curnden Craw es un hombre de honor —Craw esbozó una mueca de aún mayor contrariedad y apartó la mirada—. Apuñalar a un hombre por la espalda no es su estilo.
—Reconozco que no fue mi momento más inspirado —aseveró Calder—. ¿Qué tal si lo atribuimos a la locura de la juventud y lo dejamos pasar?
—No veo manera alguna de poder hacerlo. Has abusado demasiado de mi paciencia, que tiene una afilada pica en su extremo. ¿Acaso no te he tratado como a un hijo? —un par de risas apagadas brotaron entonces a ambos lados de la hoguera—. De acuerdo, no te he tratado como a un hijo predilecto. Ni como a un primogénito ni nada por el estilo. Más bien como al más enclenque de la carnada, pero, aun así… ¿Acaso no te he permitido tomar el mando tras la muerte de tu hermano, a pesar de que no tenías la experiencia ni la reputación necesaria para ello? ¿No te dejé hablar sin tapujos alrededor del fuego? Y cuando te fuiste de la lengua, ¿no te permití regresar a Carleon con tu esposa para aclararte las ideas, en vez de cortarte la cabeza y preocuparme más tarde por los detalles? Según recuerdo, tu padre no era tan permisivo con aquellos que se mostraban en desacuerdo con él.
—Cierto —replicó Calder—. Has sido la generosidad personificada. Oh. Si exceptuamos ese pequeño detalle de que intentaste matarme, claro.
Dow frunció el entrecejo.
—¿Eh?
—Me refiero a hace cuatro noches, cuando Caul Reachey estaba reclutando nuevas tropas. ¿No lo recuerdas? ¿No? Tres hombres intentaron asesinarme y, cuando interrogué a uno de ellos, éste mencionó el nombre de Brodd Tenways. Y todo el mundo sabe que Brodd Tenways nunca haría nada sin tu autorización. ¿Acaso lo niegas?
—Pues sí, lo niego —Dow miró hacia Tenways, el cual negó levemente con la cabeza—. Y Tenways también. Puede que esté mintiendo y tenga sus motivos, pero una cosa sí te puedo decir: cualquiera de los presentes podría decirte que yo no tuve nada que ver.
—¿Y eso?
Dow se echó hacia delante.
—Porque todavía respiras, muchacho. ¿Crees que si hubiera decidido matarte alguien habría podido impedírmelo?
Calder entornó los ojos. Tenía que reconocer que no le faltaba razón. Miró a Reachey, pero el viejo guerrero tenía la mirada clavada en otra parte.
—Pero no importa que ayer no muriera tal o cual —afirmó Dow—. Lo que puedo decirte es quién va a morir mañana—. Un hondo silencio se prolongó por un instante y la palabra que vino a quebrarlo nunca había sonado con tanta espeluznante claridad—. Tú —parecía que todo el mundo estaba sonriendo. Todo el mundo excepto Calder y Craw, y quizá Escalofríos, pero eso probablemente se debía a que tenía la cara tan castigada que no era capaz de curvar los labios para sonreír—. ¿Alguien tiene alguna objeción? —aparte del crepitar del fuego, no se oyó nada más. Entonces, Dow se levantó de su asiento y gritó—: ¿Alguien quiere hablar en nombre de Calder?
Nadie habló.
Qué ridículos parecían ahora sus susurros en la oscuridad para conspirar. Todas las semillas que había esparcido habían caído sobre terreno rocoso. Dow estaba más firmemente asentado en la Silla de Skarling que nunca y Calder no tenía ya ni un solo amigo. Su hermano estaba muerto y había sido capaz de convertir incluso a Curnden Craw en su enemigo. Menudo tejedor de conspiraciones estaba hecho.
—¿Nadie? ¿No? —lentamente, Dow volvió a sentarse—. ¿Hay alguien aquí que no se alegre por esto?
—Yo no es que esté precisamente encantado con esto, joder —contestó Calder.
Dow soltó una carcajada.
—Digan lo que digan, tienes agallas, muchacho. Unas agallas de una clase muy particular. Te echaré de menos. ¿Tienes alguna preferencia en cuanto al método? Podríamos ahorcarte o cortarte la cabeza. Tu padre sentía predilección por la cruz sangrienta, aunque no te la recomiendo…