Súbitamente, la punta de una espada susurró junto a él y Gorst se echó hacia atrás tanto como se lo permitió su cintura. Sintió una corriente de aire en la mejilla y una persistente molestia bajo el ojo. Un espacio se había abierto entre aquella masa de hombres aulladores. La batalla había dejado de ser un enfrentamiento entre dos fuerzas para convertirse en una maraña de grupos que combatían torpemente en el mismo centro de los Héroes. Todo concepto de frentes, tácticas, direcciones, órdenes e incluso de bandos se había desvanecido como si nunca hubiesen existido.
Adiós muy buenas, total, sólo sirven para confundir las cosas.
Por algún motivo, un hombre del Norte semidesnudo lo estaba esperando ahí delante. Aquel tipo sostenía la espada más grande que Gorst había visto en su vida.
Y he visto muchas
. Era absurdamente larga, como si hubiese sido forjada para un gigante. El metal relucía bajo la lluvia y tenía una única letra estampada cerca de la empuñadura.
Aquel hombre del Norte parecía salido de un cuadro pintoresco pintado por un artista que nunca hubiese visto un campo de batalla. Pero la gente de aspecto ridículo puede ser igual de letal que la que posee una voz ridícula, y Gorst había perdido toda su arrogancia entre toses en el humo de la Casa del Ocio de Cardotti.
Un hombre debe afrontar cada pelea como si fuera la última. ¿Será esta mi última batalla? Eso espero.
Retrocedió un paso, con suma cautela, mientras aquel hombre movía el codo para preparar un golpe lateral. Gorst giró su escudo para detenerlo y preparó su acero para lanzar el contraataque. Pero, en vez de blandir la espada, el hombre del Norte se abalanzó sobre él y usó la enorme hoja a modo de lanza, cuya punta superó el extremo del escudo de Gorst y fue a impactar contra su peto, haciéndole trastabillar.
Una finta
. El instinto le empujaba con fuerza a contraatacar, pero se obligó a mantener los ojos clavados en la hoja y a estudiar su trayectoria curva a través de la lluvia, seguida por un arco de gotas brillantes.
Gorst se echó a un lado y la gran espada pasó siseando junto a él, alcanzándolo en la armadura a la altura del codo, de la que hizo saltar una pieza. De inmediato, Gorst ya estaba lanzando una estocada, pero la punta de su acero sólo cortó la lluvia, ya que su oponente semidesnudo acababa de driblarle. Gorst echó los brazos hacia atrás para lanzar un salvaje mandoble a la altura de la cabeza, pero su adversario lo evitó, agachándose ágilmente, y levantó su enorme espada con sorprendente velocidad en el momento justo en el que el acero de Gorst descendía. Sus hojas chocaron con tal estrépito que les dejó adormecidos los dedos. Acto seguido, se separaron, vigilantes. El hombre del Norte tenía su mirada clavada serenamente en Gorst, a pesar de la persistente lluvia.
Tal vez su arma pareciese un accesorio teatral sacado de una mala comedia, pero aquel hombre no era ni mucho menos un bufón. La posición, el equilibrio y el ángulo de esa larga hoja le proporcionaban todo tipo de opciones tanto en defensa como en ataque. Uno difícilmente encontraría descrita su técnica en el manual de esgrima de Rubiari, pero, por otra parte, tampoco aparecería semejante espada en ese libro.
En cualquier caso, ambos somos maestros de la espada.
Antes de que Gorst se pudiera mover, un soldado de la Unión se interpuso vacilante entre ellos, se encontraba doblado sobre sí mismo por una herida en el estómago y tenía las manos llenas de su propia sangre. Presa de la impaciencia, Gorst lo apartó con un golpe de su escudo y saltó hacia el hombre del Norte semidesnudo, combinando una estocada y un mandoble, pero éste esquivó la estocada y detuvo el mandoble con mayor rapidez de la que Gorst hubiera sospechado posible, teniendo en cuenta el peso que su rival estaba manejando. Gorst fintó a la derecha, después a la izquierda y, por último, lanzó un ataque bajo. Pero el hombre del Norte estaba preparado para esa maniobra y se apartó de un salto. El acero de Gorst rozó el suelo y le cortó de un tajo la pierna a otro combatiente, que se derrumbó con un alarido.
No haberte puesto en medio, estúpido.
Gorst se recuperó justo a tiempo para ver cómo aquella gran espada se abalanzaba sobre él y, al instante, se agachó jadeando. La hoja se estampó contra su escudo, dejando una enorme abolladura en el ya maltratado metal y doblándolo con fuerza sobre el antebrazo de Gorst, de tal modo que acabó empujando su propio puño contra su boca. Pero no perdió pie. Tomó impulso, saboreando la sangre, y empujó con su escudo al hombre del Norte, apartándolo a la vez que lanzaba un mandoble del revés seguido de otro del derecho, el primero por arriba, el segundo por abajo. El hombre del Norte logró esquivar el alto, pero el bajo lo alcanzó en la pierna con la punta, de modo que brotó la sangre y la rodilla cedió.
Punto para mí. Y, ahora, a terminar con esto.
Gorst extendió el brazo dispuesto a lanzar un revés, pero, entonces, intuyó que algo se movía en el límite de su campo visual, por lo que cambió el ángulo de su mandoble y trazó rugiendo un arco más extenso, golpeando así a un Cari en el lateral de su casco con tanta fuerza que su adversario salió despedido y cayó boca abajo sobre una maraña de lanzas. Gorst se volvió de inmediato blandiendo su acero como una guadaña, pero el hombre del Norte lo esquivó, rodando con la agilidad de una ardilla, y volvió a levantarse completamente en guardia mientras la espada de Gorst lanzaba salpicaduras de agua sucia a su lado.
En cuanto volvieron a encontrarse frente a frente, Gorst se dio cuenta de que estaba sonriendo, en mitad de la empantanada pesadilla en la que se había convertido aquella batalla.
¿Cuándo fue la última vez que me sentí así de vivo? ¿Acaso alguna vez me había sentido así?
Su corazón bombeaba fuego, sintió un cosquilleo en la piel al notar las gotas de lluvia sobre ella. Todas las decepciones, todas las vergüenzas y todos los fracasos que he sufrido no son nada ahora. Cada nimio detalle destacaba como una llama en mitad de la negrura, cada momento se prolongaba toda una era, cada movimiento, hasta el más minúsculo, suyo o de su oponente, era una historia en sí mismo.
Sólo cabe vencer o morir
. Mientras Gorst se sacudía del brazo el destrozado escudo y lo arrojaba al barro, el hombre del Norte le devolvió la sonrisa y asintió.
Y nos reconocemos el uno al otro, y nos comprendemos mutuamente, y nos enconchamos como iguales. Como hermanos
. Había respeto entre ellos, pero no habría misericordia. La menor vacilación por parte de cualquiera de los dos sería tomada un insulto a las habilidades del otro. Gorst devolvió el saludo, pero, antes incluso de haberlo completado, ya se estaba abalanzando sobre su contrincante.
El hombre del Norte detuvo la espada con su enorme acero, pero Gorst tenía la otra mano libre y hundió uno de sus puños enguantados entre las costillas desnudas de su enemigo, al que empujó trastabillando y gruñendo hacia un lado. Gorst dirigió otro puñetazo castigador hacia su rostro, pero su rival lo esquivó. De improviso, el pomo de la gran espada pareció de la nada y Gorst apenas tuvo tiempo de retirar la barbilla para que la bola de metal no impactase contra su nariz por un milímetro. Alzó la mirada y pudo ver cómo el hombre del Norte saltaba hacia él, con la espada bien alzada y dispuesto a hundirla en su cuerpo. Gorst obligó a sus doloridas piernas a tensarse una vez más, agarró su arma con ambas manos y detuvo la larguísima hoja con la suya. El metal chirrió y el filo gris mordió su acero forjado por Calvez, de cuya hoja extrajo una brillante viruta gracias a su filo imposiblemente cortante.
Gorst se vio empujado hacia atrás por la fuerza del impacto, aunque logró detener la enorme espada a corta distancia de su cara, al mismo tiempo que clavaba su mirada sobre el filo empapado y bizqueaba. Consiguió hacer palanca con los talones apoyándose en un cadáver y logró detener así el empuje de su adversario. Intentó hacerle perder el equilibrio mediante una patada, pero su rival bloqueó el golpe con su rodilla y se acercó aún más, estrechando su abrazo. Ambos jadearon y se escupieron mutuamente a la cara, entrelazados, a la vez que frotaban y hacían chirriar sus espadas mientras intentaban desequilibrarse mutuamente, mientras retorcían las empuñaduras hacia un lado y otro, mientras forzaban un músculo u otro, buscando ambos desesperadamente una minúscula ventaja, sin que ninguno fuese capaz de hallarla.
Es un momento perfecto
. Gorst no sabía nada sobre aquel hombre, ni siquiera su nombre.
Pero, aun así, compartimos un vínculo mucho más estrecho que el de unos amantes, porque compartimos esta sublime esquirla de tiempo
. Donde se enfrentaban el uno al otro.
Enfrentados a la muerte, que siempre es el tercer convidado en nuestras pequeñas fiestas
. Sabedores de que todo podría acabar en un instante.
Victoria y derrota, gloria y olvido, se hallaban en perfecto equilibrio.
Es un momento perfecto
. Y aunque estaba luchando hasta con la última fibra de su ser para ponerle punto final, Gorst deseó que pudiese prolongarse eternamente.
Nos uniremos a esas piedras, seremos otros dos Héroes que se sumarán al círculo, inmovilizados para siempre en este combate, y la hierba crecerá a nuestro alrededor, seremos un monumento a la gloria de la guerra, a la dignidad del combate cuerpo a cuerpo, un eterno duelo de campeones sobre el noble campo de…
—Oh —dijo el hombre del Norte. Y ya no sintió más presión. Las hojas se separaron. Retrocedió tambaleante bajo la lluvia, parpadeando en dirección hacia Gorst y, después, miró hacia abajo, con la boca abierta conformando una mueca estúpida. Seguía sosteniendo su gran espada en una mano, cuya punta arrastraba sobre el barro, dejando un surco acuoso a su paso. Alzó la otra mano para tocar suavemente la lanza que asomaba a través de su pecho, sobre cuyo astil ya corría la sangre.
—Esto no me lo esperaba —afirmó el hombre del Norte. Después, cayó como una piedra.
Gorst permaneció inmóvil, frunciendo el ceño. Tenía la impresión de que había pasado un largo rato, aunque probablemente sólo había transcurrido un instante. No había manera de adivinar de dónde había salido esa lanza.
Estamos en una batalla. Hay muchas lanzas por ahí
. Dejó escapar un suspiro.
En fin. El baile continúa
. El viejo que había matado a Jalenhorm estaba revolcándose en el barro a apenas un paso y un mandoble de distancia.
Gorst dio un paso, alzando su acero mellado.
Entonces, una explosión de luz invadió su cabeza.
Beck lo había visto todo a través de los cuerpos en movimiento, había recibido empujones y golpes por todas partes y se sintió completamente entumecido por el terror. Vio a Craw caer y rodar por el fango. Vio a Drofd pasar sobre él y recibir un tajo. Vio a Whirrun pelear contra aquel toro enloquecido que iba vestido con un uniforme de la Unión, contra el que libró un combate que sólo pareció durar un par de momentos salvajes, demasiado rápidos como para que fuese capaz de seguirlos. Vio caer a Whirrun.
Recordó el momento en que Craw le había señalado delante de todos los Caris de Dow. En que lo había señalado como un ejemplo a seguir. Entonces, un hombre se derrumbó chillando frente a él, abriendo así un hueco. Limítate a hacer lo correcto. Sé leal a tu jefe. No pierdas la cabeza. Mientras el hombre de la Unión daba un paso hacia Craw, Beck dio un paso hacia el hombre de la Unión por el lado que éste no podía ver.
Haz lo correcto.
En el último momento, giró la muñeca, de modo que fue la parte roma de la espada de Beck la que le golpeó en la sien y le hizo caer rodando entre el lodo. Y eso fue lo último que pudo ver Beck antes de que el furor de las pisadas, la maraña de armas y los rostros rugientes reaparecieran frente a él.
Craw parpadeó y meneó la cabeza. Después, mientras notaba cómo el vómito se le acumulaba al fondo de la garganta, decidió que eso no le iba a servir para nada. Rodó sobre sí mismo, gimiendo como los mismísimos muertos en el infierno.
Su escudo estaba hecho una ruina, toda la madera estaba astillada y el reborde ensangrentado se encontraba deformado sobre su brazo palpitante. Lo arrastró hasta quitárselo. Acto seguido, se limpió la sangre que le cubría un ojo.
Bum, bum, bum, prosiguió escuchando en su cráneo, como si alguien le estuviera clavando un enorme clavo en él. Al margen de eso, reinaba un extraño silencio. Al parecer, los hombres del Norte habían expulsado de la colina a la Unión. O quizá fuera al revés. Craw se dio cuenta de que apenas le importaba el resultado de la batalla. El retumbar de pies se oía ahora a lo lejos y la cumbre se había convertido en un mar sanguinolento y embarrado de desechos, muertos y heridos, amontonados en el suelo como hojas otoñales, mientras los Héroes proseguían su misma inútil vigía de siempre sobre todo lo acaecido.
—Oh, mierda —Drofd estaba tirado a uno o dos pasos de distancia, con su pálido rostro vuelto hacia él. Craw intentó levantarse y sintió de nuevo unas terribles ganas de vomitar. Así que prefirió acercarse a gatas hasta él, arrastrándose sobre el fango—. Drofd, ¿estás bien? Tienes… —el otro lado del cráneo del muchacho había desaparecido. Craw no supo dónde acababa el amasijo negro que brotaba de su interior y dónde comenzaba amasijo el negro que yacía desparramado por el exterior. Entonces, le dio unas palmaditas a Drofd en el pecho—. Oh, mierda —repitió. No sabía qué otra cosa decir.
Whirrun sonrió mientras se arrastraba hacia él, con los dientes rosados por la sangre.
—Craw. ¡Eh! Me levantaría si pudiera, pero… —alzó la cabeza para observar la punta de lanza—. Estoy jodido.
Craw había visto a lo largo de su vida muchas heridas y supo de inmediato que aquella no tenía remedio.
—Ya —Craw se sentó lentamente y colocó las manos sobre su regazo, le parecieron tan pesadas como yunques—. Supongo.
—Shoglig sólo me contó un montón de tonterías. Esa vieja zorra no sabía cuándo iba a morir. Si llego a saber esto, me habría puesto una armadura —Whirrun profirió un sonido a medio camino entre una tos y una risa; después, esbozó una mueca de dolor, tosió, volvió a reír y esbozó otra mueca—. Joder, duele. Quiero decir, que uno sabe que no puede ser de otro modo, pero… joder, duele de verdad. Supongo que de todas formas me has mostrado mi destino, ¿eh, Craw?
—Eso parece —aunque desde el punto de vista de Craw, no era un gran destino. Nadie que pudiese elegir lo habría escogido.