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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (80 page)

BOOK: Los héroes
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—¿Dónde está el Padre de las Espadas? —gruñó Whirrun, intentando revolverse para buscarla.

—¿Qué más da? —la sangre seguía goteando sobre uno de los párpados de Craw, lo cual lo obligaba a cerrar los ojos.

—Tengo que legársela a alguien. Son las reglas. Igual que Dagul Col me la pasó a mí y Yorweel la Montaña se la pasó a él, y creo que… ¿Fue Cuatro Caras quien la tuvo antes? Se me olvidan los detalles.

—Está bien —Craw se inclinó sobre él, a pesar de que la cabeza todavía le palpitaba, desenterró la empuñadura del barro y la presionó contra la mano de Whirrun.

—¿A quién quieres que se la dé?

—¿Te asegurarás de cumplir mi voluntad?

—Me aseguraré de ello.

—Bien. No hay muchas personas en las que confiaría que hiciesen lo que te voy a pedir, pero tú eres un hombre de honor, Craw, como todo el mundo dice siempre. Un hombre de honor —Whirrun le sonrió—. Entiérrala.

—¿Eh?

—Entiérrala conmigo. En otro tiempo pensé que era una bendición y una maldición. Pero, en realidad, sólo es una maldición y no pienso condenar a otro pobre desgraciado a soportar esta pesada carga. En otro tiempo pensé que era una recompensa y un castigo. Pero ésta es la única recompensa que pueden obtener los hombres como nosotros —en ese instante, Whirrun señaló con la barbilla la ensangrentada lanza—. Esto o… vivir lo suficiente para convertirse en alguien del que no merece la pena hablar. Húndela en el barro, Craw —entonces, hizo una mueca mientras depositaba la empuñadura sobre la mano lacia de Craw y lo obligaba a cerrar sus sucios dedos en torno a ella.

—Lo haré.

—Al menos, no tendré que seguir acarreándola. ¿Has visto lo que pesa la condenada?

—Toda espada es un lastre. Los hombres no se dan cuenta cuando las toman. Además, no hacen más que ganar peso con el paso del tiempo.

—Sabias palabras —Por un momento Whirrun le mostró sus dientes ensangrentados—. Debería haber pensado algunas sabias palabras para esto. Unas palabras que humedecieran los ojos del pueblo. Algo digno de ser recordado en las canciones. Pero pensaba que todavía me quedaban años. ¿Se te ocurren algunas?

—¿Algunas qué? ¿Palabras?

—Sí.

Craw negó con la cabeza.

—Nunca se me han dado bien. En cuanto a las canciones… me parece que los bardos se limitan a inventárselas.

—Me parece que así es, qué cabrones —Whirrun parpadeó, con la mirada clavada más allá del rostro de Craw, en el cielo. La lluvia por fin comenzaba a remitir—. Sale el sol, al fin —entonces, meneó la cabeza, todavía sonriendo—. ¿Qué te parece? Shoglig no me dijo más que un montón de tonterías.

A continuación, se quedó inmóvil.

Afilado mental

La lluvia caía con estrépito y Calder apenas era capaz de ver más allá de cincuenta pasos. Frente a él, sus hombres se encontraban en una insensata maraña con los de la Unión, entrechocando picas y lanzas mientras se aplastaban los brazos, las piernas y los rostros unos contra otros. Rugían, aullaban y se deslizaban sobre el barro, al mismo tiempo que intentaban agarrar los escurridizos mangos de sus armas, las resbaladizas astas de sus lanzas y el metal ensangrentado, mientras arrastraban a los muertos y a los heridos como si fueran corchos en medio de una inundación o los pisoteaban hasta hundirles en el lodo. De vez en cuando, flechas salían volando, aunque era imposible determinar a qué bando pertenecían, y rebotaban sobre los cascos o chocaban contra los escudos y caían al barrizal.

La tercera zanja, o lo que Calder podía ver de ella, se había convertido en una marisma de pesadilla en la que diablos cubiertos de fango se apuñalaban y golpeaban a una velocidad ralentizada. La Unión había conseguido atravesarla por varios lugares. En más de una ocasión, habían saltado el muro y sólo habían logrado expulsarlos gracias a los desesperados esfuerzos realizados por parte de Ojo Blanco y su cada vez más numeroso grupo de combatientes heridos.

Calder tenía la garganta en carne viva de tanto gritar y ni aun así conseguía que alguien lo oyese. Todos los hombres capaces de sostener un arma estaban luchando y, aun así, la Unión persistía en su asalto, una oleada tras otra, sin dejar de avanzar. No tenía ni idea de dónde se había metido Pálido como la Nieve. A lo mejor estaba muerto. Como tantos otros. En un combate cuerpo a cuerpo como aquél, con el enemigo tan cerca como para escupirte a la cara, nadie podía sobrevivir mucho tiempo. Los hombres no están hechos para soportar algo así. Antes o después, uno de los bandos cedería y, como una presa al derrumbarse, se disolvería de inmediato. Y ese momento ya no estaba muy lejos. Calder podía percibirlo. Miró nerviosamente a sus espaldas. Divisó a un par de heridos y un par de arqueros. Más allá, puedo atisbar la desdibujada silueta de la granja donde se hallaba su caballo. Probablemente, no fuese demasiado tarde para…

Unos hombres estaban saliendo a gatas del foso situado a su izquierda y se dirigían hacia él. Por un momento, pensó que eran sus hombres, que habían decidido hacer lo más sensato: correr para salvar el cuello. Después, sintió un escalofrío al darse cuenta de que bajo aquella mugre sólo había soldados de la Unión, que se estaban colando a través de un flanco desprotegido.

Permaneció con la boca abierta mientras se abalanzaban sobre él. Ya era demasiado tarde como para echarse a correr. El hombre que les dirigía había llegado a su lado. Era un oficial de la Unión que había perdido el casco y llevaba la lengua fuera mientras jadeaba para recobrar el aliento. El oficial blandió una espada embarrada y Calder se apartó de un salto y cayó en mitad de un charco. Consiguió bloquear el siguiente golpe y sintió cómo el entumecedor impacto retorcía la espada que sostenía entre sus manos y le provocaba un calambre que le recorrió todo el brazo hasta llegar al hombro.

Quiso gritar de un modo varonil, pero lo único que acertó a decir fue:

—¡Socorro! ¡Joder! ¡Ayuda! —exclamó de un modo tan ronco y agotado que nadie pudo oírle. O, si alguien lo escuchó, le importó una mierda, pues todos seguían luchando por sus vidas.

Nadie podría haber adivinado que cuando Calder había sido un muchacho lo obligaban a salir cada mañana al patio a practicar con la lanza y la espada. No recordaba nada de lo que había aprendido por aquel entonces. Agarró su arma con las dos manos y la movió como una anciana sacudiría su escoba para espantar a una araña, con la boca completamente abierta y los ojos tapados por su cabello mojado. Debería haberse cortado el maldito…

Jadeó cuando la espada del oficial saltó nuevamente hacia él. Entonces, se le enredó tobillo con algo y perdió el equilibro, intentó agarrarse a la nada y acabó cayendo de culo. Había tropezado con una de las banderas robadas. Qué ironía. Sus caladas botas estirias alzaron barro en todas direcciones mientras intentaba retroceder. El oficial dio un paso con aire cansado y alzó su espada; después, profirió un gemido y cayó de rodillas. Su cabeza rodó hacia un lado y su cuerpo se desplomó sobre el regazo de Calder, lanzando chorros de sangre mientras éste jadeaba, escupía y parpadeaba.

—Se me ha ocurrido venir a echarte una mano.

Quien apareció tras el soldado, espada en mano, no era sino Brodd Tenways, con una desagradable sonrisa dibujada en su cara enrojecida y la cota de malla reluciente por mor de la lluvia. Nunca hubiera podido imaginarse que ese hombre le salvaría la vida.

—No podía dejar que te llevases toda la gloria, ¿verdad?

De una patada Calder se quitó de encima el cuerpo que chorreaba sangre y se levantó torpemente.

—¡Una parte de mí se siente tentada a mandarte a tomar por culo!

—¿Y qué piensa la otra parte de ti?

—La otra parte de mí está cagada de miedo —no hablaba en broma. No le habría sorprendido lo más mínimo que la siguiente cabeza cercenada por la espada de Tenways fuese la suya.

Pero Tenways sólo le ofreció una sonrisa de dientes podridos.

—Puede que sea la primera cosa sincera que te oigo decir en la vida.

—Probablemente, tengas razón.

Tenways asintió en dirección a aquella maraña de hombres.

—¿Vienes?

—Coño, claro —Calder se preguntó por un momento si debía cargar corriendo, rugiendo como un demente, para cambiar el curso de la batalla. Eso es lo que habría hecho Scale. Pero si obraba así, no estaría aprovechando sus puntos fuertes. El entusiasmo que había sentido al ver aniquilada a la caballería hacía tiempo que lo había abandonado, dejándole empapado, frío y exhausto. Fingió una mueca de dolor al dar un paso y se agarró una rodilla—. ¡Ah! ¡Mierda! Ya os alcanzaré.

Tenways sonrió ampliamente.

—Por supuesto. ¿Por qué no ibas a hacerlo? ¡Venid conmigo, cabrones! —gritó mientras conducía una formación en cuña de ceñudos Caris hacia el hueco abierto entre las líneas y nuevos refuerzos descendían de un salto el muro a su izquierda, añadiendo su peso al reñido combate.

La lluvia estaba amainando. Calder pudo ver, por fin, un poco más lejos y, para su gran alivio, tuvo la impresión de que la llegada de Tenways quizá hubiera desequilibrado la balanza en su favor. Era posible. Pero bastaba con que llegasen unos cuantos más soldados de la Unión para que todo volviera a desmoronarse. El sol se asomó entre las nubes por un instante, creando un débil arco iris que se curvó sobre la ondulante masa de metal empapado a la derecha y rozó suavemente la ladera desnuda que se extendía más allá, así como el pequeño muro que la coronaba.

¿Durante cuánto tiempo más se iban a limitar a seguir sentados sin hacer nada aquellos cabrones al otro lado del arroyo?

La paz de nuestra época

Había hombres heridos tirados por todas partes en las laderas de la colina. Tanto moribundos como muertos. A Finree le pareció ver rostros familiares entre ellos, pero no pudo estar segura de si de verdad eran amigos fallecidos o conocidos o sólo cadáveres con un corte de pelo similar. En más de una ocasión, vio entre ellos el rostro inerte de Hal congelado para siempre en una mueca de dolor, en una mirada de sorpresa o una sonrisa. Pero eso no parecía importarle demasiado. Lo verdaderamente horripilante de los muertos es que se percató de que se había acostumbrado a ellos.

Pasaron a través de un hueco que se abría en un muro de escasa altura y penetraron en un círculo de piedras, donde los cadáveres se amontonaban sobre cada centímetro libre de hierba. Un hombre intentaba taparse una enorme herida que tenía en la pierna, pero, en cuanto conseguía taponar un extremo, se abría el otro, derramando un arroyo de sangre. Su padre se bajó del caballo, seguido por sus oficiales, seguidos a su vez por ella. Un muchacho pálido que agarraba una corneta en su mano manchada de barro la observó en silencio. Se abrieron paso entre aquella locura conformando una pálida procesión, mientras eran prácticamente ignorados. Su padre miraba a su alrededor apretando la mandíbula con fuerza.

Un oficial de baja graduación daba vueltas inútilmente a su alrededor, ondeando una espada doblada.

—¡Formen!
¡Formen!
¿Usted! ¿Qué demonios…?

—Lord Mariscal —dijo alguien, con una voz inconfundiblemente aguda. Gorst se levantó, vacilante, de entre un grupo de soldados andrajosos, y ofreció al padre de Finree un saludo cansado. Sin duda alguna, había participado en lo peor del combate. Su armadura se encontraba repleta de abolladuras y manchas. La vaina de su espada se hallaba vacía y pendía entre sus piernas de un modo que podría haber resultado cómico cualquier otro día. Tenía un corte largo y recubierto por una costra negra bajo un ojo y salpicaduras de sangre seca sobre una mejilla, la mandíbula y todo un costado de su ancho cuello. Cuando giró la cabeza, Finree vio que tenía el otro ojo inyectado en sangre y que sus vendas estaban empapadas.

—Coronel Gorst, ¿qué ha sucedido?

—Atacamos —contestó Gorst parpadeando, quien, al ver a Finree, pareció titubear, aunque después alzó silenciosamente las manos y las dejó caer—. Y perdimos.

—¿Los hombres del Norte siguen controlando los Héroes?

Gorst asintió lentamente.

—¿Dónde está el general Jalenhorm? —preguntó el padre de Finree.

—Ha muerto —dijo Gorst con su vocecilla.

—¿Y el coronel Vinkler?

—También.

—¿Quién está al mando?

Gorst guardó silencio. Entonces, el padre de Finree se volvió con el cejo fruncido hacia la cima. La lluvia estaba aclarando y la larga ladera que conducía hasta los Héroes comenzaba a tomar forma entre el lluvioso velo gris. A cada paso, aparecían más cadáveres. Más muertos de ambos bandos, más armas y armaduras rotas, más estacas destrozadas y flechas clavadas. Luego, divisó el muro que circundaba la cima y más pedruscos ennegrecidos por la lluvia de la tormenta. Bajo el muro había más cadáveres. Por encima se atisbaban las lanzas de los hombres del Norte. Todavía resistían. Todavía los aguardaban.

—¡Mariscal Kroy! —el Primero de los Magos no se había molestado siquiera en desmontar. Seguía sentado con las muñecas cruzadas sobre el arzón de su silla, de donde pendían sus gruesos dedos. Mientras asimilaba la carnicería, mostraba un semblante ligeramente decepcionado y exigente, como el de alguien que ha pagado para que limpien de malas hierbas su jardín y al inspeccionar el terreno descubre que todavía crecen uno o dos cardos—. Un pequeño revés, pero siguen llegando refuerzos y el tiempo está mejorando. ¿Me permite que le sugiera que reorganice sus fuerzas y prepare a sus hombres para otro ataque? Al parecer, el general Jalenhorm ha conseguido llegar hasta los Héroes, de modo que un segundo intento podría…

—No —le interrumpió el padre de Finree.

Bayaz frunció ligeramente el ceño y esbozó una mueca de desconcierto. Como si un sabueso habitualmente obediente se hubiera negado a sentarse.

—¿No?

—No. Teniente, ¿lleva consigo una bandera blanca?

El portaestandartes de su padre miró nerviosamente a Bayaz y, acto seguido, tragó saliva.

—Por supuesto, Lord Mariscal.

—Quiero que lo ate a esa asta, que suba con sumo cuidado hacia los Héroes y compruebe si los hombres del Norte están dispuestos a hablar.

Un extraño murmullo se extendió por todos los hombres que se encontraban al alcance de su oído. Gorst dio un paso adelante.

—Mariscal Kroy, si atacamos de nuevo, creo que…

—Usted es el observador del rey, así que limítese a observar.

Gorst se quedó inmóvil por un momento, miró de reojo a Finree y, a continuación, cerró la boca y retrocedió.

BOOK: Los héroes
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