Un vistazo fue lo único que pudo permitirse. Ante la falta de peligro inmediato, se vino abajo. Permaneció durante un momento con las manos en las rodillas, respirando pesadamente mientras el estómago le rozaba incómodamente contra el interior de su maravilloso peto con cada jadeo. Aquel armatoste ya ni siquiera le quedaba bien ajustado. Bueno, en realidad, nunca le había quedado bien ajustado, joder.
—¡Los hombres del Norte se retiran! —chilló Gorst, cuyo extraño falsete perforó los oídos de Jalenhorm—. ¡Debemos perseguirlos!
—¡General! Deberíamos reagruparnos —le aconsejó uno de los miembros de su plana mayor, la armadura empapada de lluvia—. Estamos muy por delante de la segunda oleada. Demasiado por delante —añadió, mientras gesticulaba hacia Osrung, ahora oculta por un manto de lluvia—. Además, la caballería norteña ha atacado al regimiento de Stariksa. Han quedado inmovilizados a nuestra derecha.
Jalenhorm consiguió enderezarse.
—¿Y los voluntarios de Adua?
—¡Siguen en los manzanos, señor!
—Nos estamos quedando aislados de los refuerzos —añadió otro.
Gorst les dedicó un airado aspaviento. Su aguda voz contrastaba ridículamente con su rostro salpicado de sangre y apenas parecía cansado.
—¡A la mierda con los refuerzos! ¡Sigamos!
—General, señor, el coronel Vinkler ha muerto y los hombres están agotados. ¡Debemos parar!
Jalenhorm observó la cima y se mordió el labio. ¿Debían aprovechar el momento o esperar a los refuerzos? Vio el contorno de las lanzas de los hombres del Norte silueteadas frente a un firmamento cada vez más oscuro. Vio el rostro salpicado de rojo de un Gorst presa de la ansiedad. Vio las caras limpias de unos oficiales del estado mayor presas del nerviosismo. Esbozó una mueca de contrariedad, contempló el puñado de hombres que tenía a su disposición y, después, hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Esperaremos aquí un rato a que lleguen los refuerzos. Aseguraremos esta posición y recuperaremos fuerzas.
Gorst había adoptado una expresión que recordaba a la de un niño al que le acaban de decir que no le van a regalar un perrito este año.
—Pero, general…
Jalenhorm puso una mano sobre su hombro.
—Comparto su impaciencia, Bremer, créame, pero no todo el mundo puede correr sin descanso. Dow el Negro está preparado y es astuto. Esta retirada podría ser simplemente un ardid. Y no pretendo dejarme engañar por segunda vez —miró de refilón las nubes de aspecto cada vez más fiero que se acumulaban sobre ellos—. Además, el tiempo está en nuestra contra. Tan pronto como volvamos a ser suficientes en número, atacaremos.
Tal vez no fueran a disponer de mucho tiempo para descansar, ya que los soldados de la Unión seguían superando en masa el muro, anegando el círculo de piedras.
—¿Dónde está Retter?
—Aquí, señor —respondió el muchacho. Parecía pálido y asustado, pero así estaban todos.
Jalenhorm sonrió al verle. Allí tenía, ciertamente, un héroe.
—Llama a filas, muchacho. Y prepárese para dar la orden de avance con su corneta.
No podían ser imprudentes, pero tampoco podían permitirse echar a perder esta oportunidad ahora que tenían la iniciativa. Aquélla iba a ser su única oportunidad para redimirse. Jalenhorm miró anhelante en dirección a los Héroes mientras la lluvia resonaba sobre su casco. Se hallaban tan cerca. Los últimos hombres del Norte estaban alcanzando ya la cumbre. Entonces, uno de ellos se detuvo para volverse a mirar a través de la lluvia.
Cabeza de Hierro frunció el ceño en dirección a los Niños, que se encontraban ya abarrotados de soldados de la Unión.
—Mierda —murmuró.
Le había dolido hacer aquello. Se había ganado su apodo porque nunca había cedido terreno, pero tampoco se lo había ganado en combates perdidos de antemano. No estaba dispuesto a enfrentarse él solo a todo el poderoso ejército de la Unión para que otros pudieran sonarse la nariz mientras afirmaban que Cairm Cabeza de Hierro había muerto con valentía. No tenía intención de seguir los pasos de Costado Blanco o de Huesecillos o del Viejo Yawl. Sí, todos ellos habían muerto con valentía, pero ¿quién cantaba canciones sobre esos cabronazos hoy en día?
—¡Retroceded!—les gritó a los últimos de sus hombres, mientras los animaba entre las estacas a que culminaran su ascenso hasta los Héroes. Mostrarle la espalda al enemigo era algo realmente vergonzoso, pero mejor tener sus ojos en la espalda que sus espadas en el estómago. Si Dow el Negro quería luchar por aquella colina y aquellas piedras sin ningún valor, podía hacerlo él mismo.
Con el ceño fruncido, subió a grandes zancadas bajo la lluvia y atravesó el hueco que se abría en el muro musgoso que circundaba los Héroes. Caminó lentamente, estirando los hombros y alzando la cabeza, mientras albergaba la esperanza de que los demás pensaran que todo aquello había estado bien planeado y que no había hecho nada que pudiera ser considerado una cobardía ni por asomo…
—Vaya, vaya, vaya. ¿A quién he visto huir corriendo de la Unión sino a Cairm Cabeza de Hierro? —quién iba a hacer esa pregunta sino Glama Dorado, aquel capullo engreído, que se encontraba apoyado contra una de las grandes piedras con una enorme y grasienta sonrisa dibujada en su amoratada cara.
Por los muertos, cómo odiaba Cabeza de Hierro a aquel individuo. Cómo odiaba sus grandes mejillas hinchadas. Cómo odiaba aquel mostacho, que se asemejaba a un par de babosas amarillas sobre su gordo labio superior. A Cabeza de Hierro se le erizaba la piel con sólo verlo. El mero hecho de verlo tan pagado de sí mismo hizo que le entrasen ganas de arrancarse los ojos.
—Nos hemos retirado —gruñó.
—Habéis huido como cobardes, diría yo.
El comentario fue saludado con algunas risas, que se cortaron en seco en cuanto Cabeza de Hierro avanzó mostrando amenazadoramente los dientes. Dorado dio un precavido paso atrás y clavó la mirada en la espada desenvainada de Cabeza de Hierro, a la vez que bajaba la mano hacia su hacha, por si acaso.
Entonces, Cabeza de Hierro decidió que debía contenerse. No había obtenido su apodo dejando que la ira le dominase. Ya llegaría el momento adecuado para solucionar aquello de un modo también adecuado; no, no era el momento idóneo, no en una lucha de igual a igual con todo tipo de testigos. No. Esperaría su momento y se aseguraría de disfrutarlo también. De modo que se obligó a esbozar una sonrisa.
—No todos podemos ser tan valientes como tú, Glama Dorado. Hace falta tener unos cojones muy grandes para golpear el puño de un hombre con la cara como has hecho tú.
—Joder, yo al menos peleé, ¿no? —replicó Dorado mientras sus Caris se arremolinaban a su alrededor.
—Si llamas pelear a que un hombre se caiga de su caballo y luego salga corriendo…
Esta vez, le tocó a Dorado mostrar amenazadoramente los dientes.
—¿Y tú te atreves a hablarme a mí de salir corriendo, maldito cobar…?
—Basta —le interrumpió Dow el Negro, quien tenía a Curnden Craw a su izquierda, a Escalofríos a su derecha y al Tarado Whirrun justo detrás. Iba acompañado por esos tres hombres y todo un grupo de Caris cargados de armas, cubiertos de cicatrices y de muy mal humor. Si bien su compañía era temible, la expresión que había dibujada en el rostro de Dow era más temible aún. Estaba lívido de rabia y tenía los ojos tan desorbitados que parecía que fuesen a explotar—. ¿A estos tipejos consideráis unos Grandes Guerreros hoy en día? ¿A un par de
niños
enrabietados que se esconden tras unos grandes sobrenombres? —Dow retorció la lengua y escupió en el barro entre Cabeza de Hierro y Dorado—. Rudd Tresárboles era un cabronazo muy cabezota, Bethod un cabrón muy astuto y Nueve el Sanguinario un cabrón malvado, los muertos bien lo saben, pero hay momentos en que los echo de menos. ¡Ellos sí eran
hombres
de verdad! —rugió esa última palabra frente al rostro de Cabeza de Hierro, al que regó de saliva, haciendo que todo el mundo se estremeciera—. ¡Cuando decían que iban a hacer algo,
lo hacían
, joder!
Cabeza de Hierro consideró que le convenía retirarse por segunda vez aquel día, sin apartar la mirada en ningún momento de las armas de Dow, por si acaso debía salir corriendo aún con más presteza. Le apetecía aún menos verse inmerso en una pelea con Dow que combatir contra la Unión. Pero, con un poco de suerte, Dorado no podría resistirse a meter sus rotas narices donde nadie le llamaba.
—¡Estoy contigo, jefe! —gritó—. ¡Contigo hasta el fin!
—¿Ah, sí? —Dow se volvió hacia él con una mueca de desprecio dibujada en la boca—. ¡Qué
suerte
la mía! —acto seguido, apartó a Dorado de su camino golpeándolo con el hombro y se encaminó hacia el muro, seguido por sus hombres.
Cuando Cabeza de Hierro se volvió, se encontró con Curnden Craw, que lo observaba con esa mirada enmarcada en sus encanecidas cejas.
—¿Qué? —le espetó.
Craw se limitó a seguir mirándole con la misma expresión.
—Ya sabes qué.
Craw pasó entre Cabeza de Hierro y Dorado, rozándolos, mientras movía la cabeza de lado a lado. Como Jefes Guerreros eran lamentables. O como hombres, en realidad. Pero Craw los había conocido peores. El egoísmo, la cobardía y la avaricia habían dejado de sorprenderle. Era el signo de los tiempos.
—¡Vaya par de gusanos! —masculló Dow bajo la lluvia mientras Craw se aproximaba a él. Arañó el viejo muro de piedra seca y arrancó una roca suelta, a continuación, permaneció inmóvil y en tensión, moviendo sólo los labios pero sin proferir sonido alguno, como si no supiese si arrojarla ladera abajo o abrirle el cráneo a alguien con ella o aplastarse su propia cara con ella. Al final, se limitó a lanzar un gruñido de frustración y la volvió a dejar sobre el muro—. Debería matarlos. A lo mejor lo hago. A lo mejor lo acabo haciendo. Podría quemarlos a los dos.
Craw esbozó una mueca de contrariedad.
—No sé si prenderían bien con este tiempo, jefe —observó, mientras escudriñaba los Niños a través de la lluvia—. Además, supongo que dentro de muy poco estaremos matando de sobra —la Unión estaba acumulando un número imponente de tropas allí abajo y, por lo que parecía, estaban recuperando el orden. Estaban organizándose en formaciones. En una fila tras otra de soldados—. Parece que van a subir.
—¿Por qué no iban a hacerlo? Cabeza de Hierro prácticamente ha invitado a esos cabrones a subir —Dow inspiró malhumorado y resopló como un toro dispuesto a cargar, mientras su aliento formaba humo en aquel ambiente húmedo—. Cabría pensar que ser jefe sería más sencillo —entonces, movió los hombros como si la cadena le pesara en exceso—. Pero esto es como arrastrar una montaña a través del barro. Tresárboles ya me lo advirtió. Me dijo que todo líder se encuentra solo.
—El terreno sigue jugando a nuestro favor —afirmó Craw, quien pensó que debía intentar ser positivo—. Y la lluvia también nos ayudará.
Dow bajó la mirada hacia su mano libre, separó los dedos y frunció el ceño.
—Una vez se han manchado de sangre…
—¡Jefe! —exclamó un muchacho que se estaba abriendo camino entre la multitud de empapados Caris y tenía la parte de los hombros de su jubón calado—. ¡Jefe! ¡El enemigo ha barrido a Reachey en Osrung! Han superado el puente y están peleando en las calles. Necesita que alguien… ¡Gah!
Dow le agarró por el pescuezo, lo arrastró hasta el muro y le puso de cara hacia los Niños y los hombres de la Unión, que los cubrían por entero y que correteaban como hormigas sobre un hormiguero pisoteado.
—¿A ti te parece que me sobran hombres? ¿Y bien? ¿Tú qué crees?
El muchacho tragó saliva.
—Que no, jefe.
Dow le dio un empujón, pero Craw reaccionó a tiempo y extendió una mano para cogerlo antes de que cayese al suelo.
—Dile a Reachey que resista como pueda —le ordenó Dow, quien, acto seguido, escupió por encima del hombro—. Dile que quizá en algún momento reciba ayuda.
—Se lo diré —a continuación, el muchacho retrocedió rápidamente y pronto se perdió entre los guerreros.
Los Héroes quedaron sumidos en una extraña y fúnebre calma. Sólo se oían murmullos ocasionales, el ligero traqueteo del equipo y el suave golpeteo de la lluvia sobre el metal. Abajo, en los Niños, alguien estaba tocando una corneta. Aquella melodía ascendió entre la lluvia y sonó como una tonada melancólica. O a lo mejor sólo era una tonada y era Craw quien se hallaba melancólico, pues se estaba preguntando cuántos de aquellos hombres que lo rodeaban matarían antes de que se hubiera puesto el sol y cuántos resultarían muertos. Se estaba preguntando quiénes de entre todos ellos tenían la fría mano de la Gran Niveladora sobre el hombro. ¿Quizá él? Cerró los ojos y se hizo la promesa de que, si sobrevivía a todo aquello, se retiraría. Igual que lo había hecho una docena de veces con anterioridad.
—Parece que ha llegado el momento —Wonderful le estaba tendiendo la mano.
—Sí —Craw se la tomó, se la estrechó y la miró a la cara. Apretaba la mandíbula con fuerza, tenía su corto cabello oscurecido por la lluvia y la larga cicatriz de su cabeza destacaba en su blancura—. No te mueras, ¿eh?
—No tengo intención de morir. Quédate cerca de mí e intentaré que tú tampoco lo hagas.
—Trato hecho.
Todos se estaban estrechando las manos y dándose palmaditas en la espalda, disfrutando de un último momento de camaradería antes de que se derramase la sangre, cuando uno se siente más próximo a sus compañeros que a cualquier miembro de su propia familia. Craw dio la mano a Flood y a Scorry, a Drofd e incluso a Escalofríos, y buscó entre varios desconocidos la manaza de Brack hasta que recordó que éste se encontraba ya bajo tierra.
—Craw —dijo el Jovial Yon. Su expresión lastimera anunciaba claramente lo que buscaba.
—Sí, Yon, se lo diré. Sabes que lo haré.
—Lo sé.
Al instante, se estrecharon las manos y Yon torció la comisura de sus labios, para esbozar lo que podría haber sido una sonrisa para él. Mientras tanto, Beck se limitó a seguir ahí en pie, con su oscuro pelo apelmazado y pegado a su pálida frente, mirando hacia los Niños como si estuviera contemplando la nada.
Craw tomó la mano del muchacho y le dio un apretón.
—Limítate a hacer lo correcto. Sé fiel a tus compañeros, sé fiel a tu jefe —entonces, se acercó un poco más—. Y no te dejes matar.
Beck le devolvió el apretón.
—Sí. Gracias, jefe.