Los héroes (74 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—Cabrones —rezongó alguien.

—Sí, son unos cabrones. Unos traidores —apostilló el hombre de la capucha roja, que escupió por encima del tronco—. He oído que Nueve el Sanguinario está con ellos.

Entonces, reinó un tenso silencio. El mero hecho de oír aquel nombre no envalentonaba precisamente a nadie.

—¡Nueve el Sanguinario volvió hace tiempo al barro! —exclamó Curly, agitando nerviosamente los hombros—. Murió ahogado. Dow el Negro lo mató.

—Quizá —el hombre de la capucha roja parecía tan siniestro como un enterrador—. Pero he oído que está aquí.

La cuerda de un arco resonó junto al oído de Curly y éste se volvió bruscamente.

—¿Pero qué co…?

—¡Lo siento! —replicó un joven al que le temblaba un arco en la mano—. No quería hacerlo, ha sido…

—¡Nueve el Sanguinario! —anunció un grito entre los árboles a su izquierda. Un grito quejoso y aterrorizado—. ¡Nueve el…! —el grito se convirtió en un prolongado chillido que acabó transformándose en un desconsolado sollozo. Después, una risotada demente brotó de los manzanos situados frente a ellos, lo cual provocó que a Curly se le empapara el cuello de sudor. Era un sonido más propio de un animal. Un sonido diabólico. Todos permanecieron agazapados durante un momento muy largo. Observando, en silencio, incrédulos.

—¡A la mierda! —gritó alguien; al instante, Curly se volvió a tiempo de ver a uno de los muchachos alejarse corriendo entre los árboles.

—¡No pienso pelear contra Nueve el Sanguinario! ¡No, no lo haré! —exclamó un chico mientras retrocedía y alborotaba las hojas caídas.

—¡Volved aquí, cabrones! —gritó Curly agitando su arco, pero ya era demasiado tarde. Volvió a girar la cabeza al oír otro grito ahogado. No consiguió adivinar de dónde había salido, pero desde luego sonaba como algo surgido del mismísimo infierno.

—¡Nueve el Sanguinario! —rugió alguien de nuevo entre la penumbra que reinaba al otro lado. A Curly le pareció ver unas sombras entre los árboles y tal vez el centellear del acero. Unos cuantos más habían echado a correr, a izquierda y derecha. Abandonaron así unos buenos puestos defensivos tras aquellos troncos sin haber disparado siquiera un dardo ni haber desenvainado una espada. Cuando miró hacia atrás, la mayor parte de sus muchachos le estaban dando ya la espalda. Uno incluso había dejado atrás su carcaj, colgando de un arbusto.

—¡Cobardes! —exclamó, pero no podía hacer nada. Un jefe puede meter en vereda a uno o dos de sus muchachos, pero cuando todos a la vez echan a correr, se siente presa de una absoluta impotencia. El poder que confiere el mando puede parecer algo indiscutible y férreo, pero en última instancia sólo es una idea que todo el mundo ha decidido creer. Para cuando volvió a refugiarse tras el tronco, todos sus chicos ya habían dejado de creer en esa idea, y, por lo que Curly pudo apreciar, ya sólo quedaban él y el desconocido de la capucha roja.

—¡Ahí está! —murmuró éste, poniéndose tenso de repente—. ¡Es él!

Las carcajadas de ese demente volvieron a recorrer ese bosquecillo y rebotaron entre los árboles, parecían provenir de todas partes y de ninguna. Curly preparó una flecha, sintiendo las manos pegajosas por el sudor y el arco también pegajoso entre ellas. Sus ojos se movieron inquietos hacia todos lados, captando sombras aquí y allá, ramas rotas y sombras de ramas rotas. Nueve el Sanguinario estaba muerto, eso todo el mundo lo sabía. Pero ¿y si no fuese así?

—¡No veo nada! —gritó, mientras le temblaban las manos, pero a la mierda, Nueve el Sanguinario sólo era un hombre y una flecha bastaría para matarle como a cualquier otro. Sólo era un hombre, nada más. Y Curly no pensaba huir de hombre alguno, por muy duro que fuese y por mucho que todos los demás hubieran escapado. Ni hablar—. ¿Dónde está?

—¡Allí! —susurró el de la capucha roja, quien le cogió del hombro y señaló entre los árboles—. ¡Ahí está!

Curly levantó el arco, escudriñando entre la penumbra.

—No lo… ¡Ah! —de repente, notó un intenso dolor en las costillas y soltó la cuerda. Su flecha cayó inerte al suelo. Curly sintió nuevamente aquel dolor punzante y bajó la mirada para ver que el hombre de la capucha roja lo había apuñalado. Tenía la mano manchada de sangre. La empuñadura de la daga le sobresalía del pecho. Curly agarró de la camisa a aquel hombre y se la retorció.

—¿Qu…? —pero no le quedó aliento suficiente para terminar la pregunta y se percató de que era incapaz de tomar otra bocanada.

—Lo siento —dijo el hombre, esbozando una mueca de disgusto mientras lo acuchillaba de nuevo.

Si bien Sombrero Rojo miró rápidamente a su alrededor, con el fin de asegurarse de que nadie lo estuviera observando, daba la impresión de que todos los muchachos de Cabeza de Hierro estaban muy ocupados corriendo como posesos colina arriba, en dirección a los Niños; con casi total seguridad, muchos de ellos debían de tener ahora los calzones de color marrón. Se habría echado a reír si no hubiera sido por lo que acababa de hacer. Tendió en el suelo al hombre que acababa de matar, le dio gentilmente una palmadita en el pecho ensangrentado mientras sus ojos se apagaban, mientras todavía esbozaba una expresión ligeramente desconcertada, ligeramente molesta.

—De verdad que lo siento —un final despiadado para un hombre que sólo había estado haciendo lo que tenía que hacer lo mejor posible. Mejor que la mayoría, si se tenía en cuenta que había elegido quedarse cuando los demás habían huido. Pero así es la guerra. En ocasiones, a uno más le valía cumplir mal su cometido. La guerra es un asunto siniestro y no tenía sentido llorar al respecto. Las lágrimas no limpian a nadie, como solía decirle su madre a Sombrero Rojo.

—¡Nueve el Sanguinario! —gritó, con todo el horror y el pánico que fue capaz de simular—. ¡Está aquí! ¡Está aquí! —después, lanzó un chillido mientras limpiaba su cuchillo con el jubón del muchacho al que había asesinado, a la vez que escudriñaba las sombras en busca de indicios de otros focos de resistencia, pero no detectó ninguno.

—¡Nueve el Sanguinario! —rugió alguien, a no más de una docena de pasos detrás de él. Sombrero Rojo se volvió y se puso en pie.

—Ya puedes parar. Se Han marchado.

El rostro gris del Sabueso apareció entre las sombras. Sostenía su arco y sus flechas de m añera muy relajada en la mano.

—¿Cómo? ¿Todos?

Sombrero Rojo señaló el cadáver que acababa de tender sobre el suelo.

—Todos salvo un par.

—¿Quién iba a pensarlo? —el Sabueso se acuclilló a su lado mientras algunos de sus muchachos emergían sigilosamente de entre los árboles—. La de cosas que se pueden llegar a conseguir con sólo pronunciar el nombre de un muerto.

—Con eso y la risa de un muerto.

—Colla, vuelve ahí atrás y dile a la Unión que los manzanos están despejados.

—Sí —dijo uno de los recién llegados, que se escabulló entre los árboles.

—¿Qué tal pinta la cosa más adelante? —el Sabueso se deslizó sobre los troncos e inspeccionó el lindero, agachado en todo momento. Siempre era tan cuidadoso, pues siempre intentaba minimizar el número de bajas. En ambos bandos. Algo raro en un Jefe Guerrero y muy loable, pues todas las canciones famosas tendían a centrarse en las tripas derramadas y cosas similares. Se agazaparon allí entre los arbustos, entre las sombras. Sombrero Rojo se preguntó cuánto tiempo habrían pasado juntos agazapados, entre los arbustos, entre las sombras, de un confín al otro del Norte. Semanas y semanas, probablemente—. No pinta demasiado bien, ¿verdad?

—No demasiado, no —contestó Sombrero Rojo.

El Sabueso se aproximó más aún al lindero del bosquecillo y volvió a acuclillarse.

—Y desde aquí no pinta mejor.

—Como esperábamos, la verdad.

—Ya. Pero lo último que se pierde es la esperanza.

El terreno no les ofrecía demasiada ventaja. Ahí sólo había otro par de árboles frutales, un par de arbustos escuálidos y, a continuación, la desnuda ladera inclinándose escarpadamente hacia arriba. Entretanto, algunos de los que habían huido continuaban ascendiendo trabajosamente por entre la maleza. Más allá, el sol comenzó a arrojar algo de luz sobre el terreno, dejando a la vista la línea irregular de una excavación. Más allá, pudieron ver el muro en ruinas que rodeaba los Niños, y más allá los Niños en sí.

—Todo eso está abarrotado de muchachos de Cabeza de Hierro —musitó el Sabueso, expresando lo mismo que estaba pensando Sombrero Rojo.

—Sí, y Cabeza de Hierro es un cabrón muy testarudo. Una vez se ha instalado en su sitio, siempre cuesta horrores echarlo de ahí.

—Es como la sífilis —comentó el Sabueso.

—E igual de bienvenido.

—Sospecho que la Unión necesitará algo más que un montón de héroes muertos para subir ahí.

—Sospecho que necesitarán que también lleguen unos cuantos vivos.

—Sí.

—Sí —Sombrero Rojo se protegió los ojos con una mano, dándose cuenta demasiado tarde de que se había manchado la frente de sangre. Le pareció ver a un tipo grandote de pie ante las zanjas abiertas frente a los Niños, que estaba abroncando a los rezagados que huían. Sólo pudo oír sus bramidos. Si bien no alcanzó a entender las palabras, pudo deducir perfectamente por el tono de voz qué quería decir.

El Sabueso estaba sonriendo.

—No parece muy contento.

—No —replicó Sombrero Rojo, sonriendo a su vez. Como solía decir su madre, no hay música más dulce que la desesperación del enemigo.

—¡Cabrones cobardes! —rugió Irig, al mismo tiempo que le daba una patada en el trasero al último de ellos, que se hallaba doblado sobre sí mismo y jadeante tras la subida, en cuanto pasó a su lado, y lo enviaba de bruces contra el barro. Poco para lo que se merecía. Tenía suerte de habérselas visto únicamente con la bota de Irig, en vez de con su hacha.

—¡Cabrones cobardes! —exclamó burlonamente Temper con la voz más chillona, mientras le propinaba una segunda patada en el culo a aquel cobarde justo cuando empezaba a levantarse.

—¡Los muchachos de Cabeza de Hierro nunca huyen! —gruñó Irig, dándole una patada en el costado a ese cobarde que le hizo rodar.

—¡Los muchachos de Cabeza de Hierro nunca huyen! —repitió Temper, dándole una patada al muchacho en la entrepierna que le hizo lanzar un alarido.

—¡Pero Nueve el Sanguinario está ahí abajo! —gritó otro, con el rostro tan blanco como la leche y los ojos abiertos como platos, que se estremecía como un niño. Nada más oírse ese nombre, se alzó un murmullo teñido de preocupación que llegó hasta los muchachos que aguardaban tras la zanja. «Nueve el Sanguinario». «¿Nueve el Sanguinario?» «Nueve el Sanguinario». «¿Nueve…?»

—¡Que le den
—gruñó Irig— al maldito Nueve el Sanguinario!

—Eso —masculló Temper—. Que le den. ¡Que le den, joder!

—¿Alguien lo ha visto?

—Bueno… no. Quiero decir, no personalmente, pero…

—Si no está muerto, que lo está, y, si tiene agallas, que no las tiene, puede subir aquí si quiere —afirmó Irig, quien se inclinó sobre el muchacho y le acarició la parte inferior de la barbilla con la punta de su hacha—. Y podrá vérselas conmigo.

—¡Eso! —Temper chilló de tal manera que se le marcaron las venas de la cara—. Puede subir aquí y vérselas… ¡con él! ¡Con Irig! ¡Eso es! ¡Cabeza de Hierro os ahorcará todos, cabrones, por haber huido! Igual que colgó a Crouch y le rajó las tripas por traidor, os hará lo mismo a todos, lo hará y nosotros…

—¿Crees que así estás ayudando en algo? —le espetó Irig.

—Lo siento, jefe.

—¿No sabéis que hay hombres de renombre que nos apoyan? Tenemos a Cairm Cabeza de Hierro ahí arriba en los Niños. Y tras él, en los Héroes, tenemos a Whirrun el Tarado y a Caul Escalofríos y al mismísimo Dow el Negro, ya puestos…

—Ya, allá arriba —murmuró alguien.

—¿Quién ha dicho eso? —chilló Temper—. ¿Quién cojones ha dicho…?

—Cualquier hombre que se alce y cumpla su cometido —Irig levantó su hacha y la meneó con cada palabra que pronunciaba, ya que a menudo había comprobado que un hacha es capaz de añadir filo al más romo de los argumentos—, obtendrá su lugar junto al fuego y su lugar en las canciones. Cualquier hombre que abandone su puesto… en fin… —Irig escupió sobre el cobarde que se encontraba hecho un ovillo junto a su bota—. Le ahorraré a Cabeza de Hierro la molestia de tener que juzgarlo. Me limitaré a haceros pasar por mi hacha y no habrá más que hablar.

—¡Sí, no habrá ni hay más que hablar! —chilló Temper.

—Jefe —alguien le estaba tirando del brazo.

—¿Es que no ves que estoy…? —gruñó Irig dándose media vuelta—. Mierda.

¿Quién tenía tiempo para preocuparse de Nueve el Sanguinario cuando la Unión se acercaba?

—Coronel, debe desmontar.

Vinkler sonrió. Incluso el mero hecho de sonreír representaba un esfuerzo.

—Me resulta imposible.

—Señor, francamente, no es momento para heroicidades.

—Entonces —dijo Vinkler mirando de reojo las filas de hombres que emergían de entre los manzanos a ambos lados—, ¿cuándo será exactamente el momento para ello?

—Señor…

—Además, mi puñetera pierna no me lo permitirá —Vinkler esbozó una mueca de dolor mientras se tocaba el muslo. Incluso el mero peso de su mano le causaba ahora una tremenda agonía.

—¿Es grave, señor?

—Sí, sargento. Creo que es bastante grave —no era cirujano, pero había sido soldado durante veinte años y conocía bien lo que implicaba el mal olor que se desprendía de sus vendas y el sarpullido de cardenales purpúreos que rodeaba la herida. Sinceramente, aquella mañana, se había sorprendido al despertarse aún vivo.

—Quizás debería retirarse y ver a un cirujano, señor.

—Me parece que los cirujanos van a tener un día muy ocupado. No, sargento, gracias, pero seguiré avanzando —Vinkler obligó a girar a su caballo dando un tirón a las riendas, mientras deseaba que su propio coraje no se viera debilitado por la preocupación que el sargento mostraba por él. Ya que iba a necesitar todo el que le quedaba—. ¡Hombres del Decimotercer Regimiento de Su Majestad! —exclamó, a la vez que desenvainaba la espada y la apuntaba hacia la formación de piedras que se alzaba sobre ellos—. ¡Adelante! —acto seguido, espoleó con su pierna buena a su caballo para que iniciara el ascenso de la ladera.

Ahora, era el único jinete que seguía montado sobre su caballo de toda la división, al menos que él pudiera ver. Los demás oficiales, el general Jalenhorm y el coronel Gorst entre ellos, habían dejado sus monturas entre los manzanos para seguir avanzando a pie. Después de todo, sólo un loco habría intentado ascender una pendiente tan pronunciada como aquélla a lomos de un caballo. Sólo un loco o el héroe de un improbable libro de relatos. O un muerto.

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