Todo el mundo asintió como si nunca hubieran oído algo tan profundo, incluso el padre de Finree. Sí, en eso consistía el poder.
Era incapaz de recordar que alguna vez hubiera llegado a odiar a alguien tanto, o admirarlo tanto, en tan poco tiempo.
Dow celebró su reunión alrededor de una gran hoguera situada en el centro de los Héroes, que titilaba a la vez que procuraba calor, que siseaba y chisporroteaba bajo la llovizna. Esa reunión tenía a todos ellos hechos un manojo de nervios, se sentían como si asistieran a algo a medio camino entre una boda y un ahorcamiento. La mezcla de la luz del fuego y las sombras hacía que los hombres parecieran diablos; Craw había visto en más de una ocasión cómo la combinación de esos elementos llevaba a actuar a los hombres como diablos. Todos se hallaban ahí: Reachey, Tenways, Scale y Calder, así como Cabeza de Hierro, Pezuña Hendida y unos cuarenta Grandes Guerreros más. Ahí estaban todos los hombres más importantes y los rostros más duros del Norte, aunque había unos pocos más en las colinas y otro puñado más en el otro bando.
Daba la impresión de que Glama Dorado había participado en la lucha. Parecía que alguien había utilizado su cara a modo de yunque. Su mejilla izquierda era un enorme verdugón y le habían partido la boca, que ahora la tenía hinchada; además, un buen número de cardenales comenzaban a brotarle aquí y allá. Cabeza de Hierro esbozó una sonrisita de suficiencia ante ese círculo de miradas maliciosas, como si nunca hubiera visto nada tan bonito como la nariz rota de Dorado. Había muy mala sangre entre esos dos, tan mala que emponzoñaba todo cuanto había a su alrededor.
—¿Qué haces tú aquí, viejo? —murmuró Calder justo cuando Craw se abría un hueco a empujones junto a él.
—Y yo qué puñetas sé. Mi vista ya no es lo que era —respondió Craw, quien se agarró la hebilla del cinturón y miró a su alrededor, con los ojos entornados—. ¿Éste no es el sitio donde solemos ir a cagar?
Calder resopló.
—Aquí es donde vamos a hablar sobre cómo la vamos a cagar. Aunque si quieres bajarte los pantalones y darle un poco de lustre a la botas de Brodd Tenways no pienso quejarme.
En ese instante, Dow el Negro emergió de las sombras, situadas a un lado de la Silla de Skarling, mascando un hueso. El murmullo fue menguando hasta que reinó el silencio, y sólo se oyó el crepitar y el crujido de las brasas que se iban consumiendo y retazos de cánticos que procedían de algún lugar situado fuera de ese círculo. Dow dejó el hueso limpio de carne y lo lanzó al fuego; acto seguido, se chupó los dedos uno a uno mientras se fijaba en cada uno de esos rostros envueltos en sombras. Se regodeó en ese silencio. Los hizo esperar. Así logró que no hubiera ninguna duda sobre quién era el mayor cabrón que había en esa colina.
—Bueno —dijo por fin—. Ha sido un buen día, ¿no?
Al instante, estalló un tremendo estruendo, los hombres agitaban las empuñaduras de sus espadas, golpeaban sus escudos con sus guanteletes y se daban puñetazos en las armaduras. Scale se sumó a ellos, golpeando su casco con un quijote repleto de arañazos. Craw agitó su espada sin desenvainarla, ya que se sentía un tanto culpable por no haber corrido lo bastante rápido como para poder llegar a desenvainarla. Se fijó en que Calder permaneció callado y quieto, en que se limitó a chasquear la lengua agriamente mientras el clamor de la victoria se desvanecía.
—¡Un gran día! —exclamó Tenways, mirando maliciosamente a los congregados alrededor del fuego.
—Sí, un gran día —afirmó Reachey.
—Aunque podría haber sido mejor aún —apostilló Cabeza de Hierro, sonriendo levemente a Dorado— si hubiéramos logrado atravesar los bajíos.
Los ojos de Dorado ardieron furiosos en sus cuencas amoratadas y se le tensaron los músculos de la mandíbula, pero mantuvo la calma. Probablemente, porque si hablara, le dolería demasiado.
—Los hombres no dejan de decirme que el mundo ya no es lo que era —Dow sostuvo en alto su espada, esbozando una amplia sonrisa, de tal modo que la afilada punta de su lengua sobresalió entre sus dientes—. Pero algunas cosas nunca cambian, ¿eh? —al instante, se escuchó otro estruendoso clamor de aprobación; con tanto acero alzándose en el aire, fue un milagro que nadie acabara herido accidentalmente—. Esto va para esos que dicen que los clanes del Norte no son capaces de luchar juntos… —Dow dobló la lengua y escupió al fuego, su saliva siseó al quemarse—. Y esto va para esos que dicen que la Unión son tantos que no se les puede derrotar… —lanzó otro escupitajo que aterrizó con precisión en las llamas. Entonces, alzó la mirada y sus ojos relucieron con un brillo anaranjado—. Y esto va para esos que dicen que no soy el más indicado para lograrlo…
A continuación, clavó su espada en medio del fuego, profiriendo un gruñido, y las chispas se alzaron y revolotearon alrededor de la empuñadura.
De inmediato, como si aquello fuera una herrería, los hombres golpearon con fuerza todo objeto metálico que tenían a mano para expresar su aprobación. El estruendo fue tal que Craw hizo una mueca de disgusto.
—¡Dow! —gritó Tenways, dando un golpe a la empuñadura de su espada con una mano cubierta de costras—. ¡Dow el Negro!
Otras gargantas se le unieron, pronunciando su nombre rítmicamente mientras golpeaban con sus puños el metal.
—¡Dow el Negro! ¡Dow el Negro!
Cabeza de Hierro se sumó a los gritos, Dorado murmuró su nombre como pudo con su boca magullada y Reachey también chilló. Craw se mantuvo callado. Rudd Tresárboles solía decir que había que aceptar la victoria con calma y precaución, ya que tal vez uno pronto podría tener que asumir la derrota del mismo modo. Al otro lado del fuego, Craw divisó el brillo del ojo de Escalofríos entre las sombras. El tampoco vitoreaba a nadie.
Dow se acomodó en la Silla de Skarling tal y como Bethod solía hacer en su día, deleitándose en la adoración que le brindaban como un lagarto disfruta del sol hasta que decidió poner fin a la aclamación con un ademán regio.
—Bien. Dominamos el mejor terreno del valle. Así que tienen que retirarse o venir a por nosotros, y no hay muchos sitios por dónde puedan atacarnos. Por lo tanto, no hay necesidad de diseñar una táctica ingeniosa. Además, nada ingenioso funcionaría con gente como vosotros —de inmediato, se escucharon una serie de risitas ahogadas—. Así que me limitaré a derramar sangre y a quebrar huesos y acero, al igual que hoy —se oyeron más vítores—. ¿Reachey?
—Sí, jefe.
El viejo guerrero se acercó al fuego con los labios fuertemente apretados.
—Quiero que tus muchachos defiendan Osrung. Supongo que mañana os atacarán con todo lo que tengan.
Reachey se encogió de hombros.
—Me parece justo. Hoy hemos sido nosotros quienes les hemos atacado con todo.
—No dejes que crucen ese puente, Reachey. ¿Cabeza de Hierro?
—Sí, jefe.
—Te encomiendo la defensa de los bajíos. Quiero a hombres en los manzanos, quiero hombres defendiendo los Niños, quiero hombres dispuestos a morir, pero aún más dispuestos a matar. Es el único sitio por donde nos podrían atacar en gran número, así que, si intentan avanzar por ahí, habrá que repelerlos con fuerza.
—Eso se me da muy bien —afirmó Cabeza de Hierro, con una mirada burlona que atravesó el fuego—. A ver quién me obliga a retroceder a mí.
—¿Y eso qué quiere decir? —replicó Dorado.
—Todos vais a tener vuestro momento de gloria —contestó Dow, intentando calmar los ánimos de ambos—. Dorado, como tú hoy has luchado con tanta fiereza, te quedarás atrás. Te ocuparás de vigilar el terreno que quedará entre Cabeza de Hierro y Reachey y prepárate para prestar tu ayuda a cualquiera de los dos si el enemigo los presiona más de lo debido.
—Sí —dijo, lamiéndose el labio hinchado con la punta de su lengua hinchada.
—¿Scale?
—Jefe.
—Como tú has tomado el Puente Viejo, tú serás el encargado de defenderlo.
—Hecho.
—Si te ves obligado a retroceder…
—Eso no sucederá —le aseguró Scale, con esa confianza propia de la juventud y de alguien corto de entendederas.
—… será mejor que tengas montada una segunda línea defensiva en ese viejo muro. ¿Cómo se llama?
—El Muro de Clail —respondió Pezuña Hendida—. Es el nombre del granjero loco que lo levantó.
—A lo mejor nos acaba viniendo bien que lo levantara —aseveró Dow—. Además, no podrás desplegar a todos tus hombres en ese espacio que hay tras el puente, así que coloca a unos cuantos un poco más lejos.
—Lo haré —dijo Scale.
—¿Tenways?
—¡Nací para saborear la gloria, jefe!
—Tú te encargarás de vigilar la pendiente de los Héroes y el Dedo de Skarling, lo cual implica que no deberías meterte en ninguna refriega de primeras. Aunque si Scale o Cabeza de Hierro acaban necesitando tu ayuda, quizá puedas participar en alguna escaramuza.
Tenways esbozó ante la hoguera una sonrisa sarcástica dirigida a Scale, Calder y, con un poco de suerte, también a Craw, aunque sólo porque estaba junto a ellos.
—Ya veré qué puedo hacer.
Dow se inclinó hacia delante.
—Pezuña Hendida y yo nos quedaremos aquí arriba, en la cima, detrás del muro de piedra seca. Mañana dirigiré el ataque desde la retaguardia, tal y como suelen hacer nuestros amigos de la Unión —volvió a escucharse otra salva de carcajadas—. Bueno, eso es todo. ¿Alguien tiene alguna idea mejor?
Dow recorrió lentamente con la mirada a todos los reunidos, al mismo tiempo que les obsequiaba con una amplia sonrisa. Craw jamás se había sentido con menos ganas de hablar en toda su vida y no parecía que nadie más quisiera llamar la atención y hacer el ridículo…
—Yo sí —Calder levantó la mano, ya que siempre le gustaba llamar la atención y hacer el ridículo.
Dow entornó los ojos.
—Qué sorpresa. ¿Y qué estrategia propones, príncipe Calder?
—¿Que le demos la espalda a la Unión y salgamos corriendo? —preguntó Cabeza de Hierro y, al instante, se escucharon varias risas ahogadas.
—¿Que le demos la espalda a la Unión y nos agachemos? —inquirió Tenways, cuyo comentario suscitó aún más risitas. Calder se limitó a sonreír y aguardó a que las carcajadas menguaran y reinara el silencio.
—La paz —respondió.
Craw hizo una mueca de disgusto. Era como si se acabara de subir a la mesa de un lupanar para defender la castidad. Sintió un enorme deseo de marcharse, como uno se alejaría de un hombre empapado en aceite cuando hay un montón de llamas alrededor. Pero ¿qué clase de hombre deja en la estacada a un amigo sólo porque es impopular? Aunque se halle en peligro de convertirse en una bola de fuego. Así que Craw permaneció junto a él, hombro con hombro, preguntándose qué pretendía su amigo con eso, ya que estaba seguro de que Calder tramaba algo. El silencio incrédulo se mantuvo el tiempo suficiente como para que se levantara repentinamente una ráfaga de aire, que meció sus capas e hizo danzar las llamas de las antorchas, iluminando aquel círculo de rostros ceñudos.
—¡Cobarde de mierda! —exclamó Brodd Tenways, cuya cara cubierta de aquel horrendo sarpullido estaba tan desfigurada por el desprecio que parecía que se le iba a partir en dos.
—¿Te atreves a llamar cobarde a mi hermano? —gruñó Scale, con los ojos desorbitados—. ¡Te voy a partir ese cuello cubierto de costras!
—Calma, calma —les pidió Dow—. Si hay que partir algún cuello, seré yo quien escoja a la víctima. Es por todos conocido que el príncipe Calder maneja muy bien las palabras. Además, lo he traído aquí para poder escuchar lo que tiene que decir, ¿verdad? Así que escuchémosle. ¿Por qué propones la paz, Calder?
—Cuidado, Calder —masculló Craw, procurando que no le vieran mover los labios—. Cuidado.
Si Calder escuchó la advertencia, decidió mearse en ella.
—Porque la guerra es una pérdida de tiempo, dinero y vidas.
—¡Maldito cobarde! —bramó una vez más Tenways, y esta vez, Scale no se mostró en desacuerdo, sino que se limitó a mirar fijamente a su hermano. Se elevó un coro de desaprobación, maldiciones y escupitajos, casi tan elevado como el coro de aprobación que Dow había recibido antes. Pero cuanto más alto era el estruendo, más sonreía Calder. Era como si su odio floreciera como una flor sobre el estiércol.
—La guerra es un medio para obtener ciertas cosas —afirmó—. Pero si con ella no logras nada, ¿qué sentido tiene? ¿Cuánto tiempo llevamos dando vueltas por aquí?
—Eh, que tú sí regresaste a casa, cabrón —le espetó alguien.
—Sí, y acabaste ahí por hablar de paz —aseveró Cabeza de Hierro.
—Vale, entonces, ¿cuánto tiempo llevas tú aquí? —preguntó, señalando directamente a la cara de Cabeza de Hierro—. ¿O tú? —señalando a Dorado—. ¿O él? —señalando con el pulgar a Craw de refilón, quien frunció el ceño, ya que le habría gustado mantenerse al margen de aquella discusión—. ¿Meses? ¿Años? Siempre marchando y cabalgando, presas del temor, durmiendo al raso bajo las estrellas con vuestras enfermedades y heridas. Sufriendo el azote del viento y el frío, mientras vuestros campos, vuestros ganados, vuestros talleres y vuestras esposas permanecen desatendidos. ¿Y todo por qué? ¿Eh? ¿A cambio de qué botín? ¿De qué gloria? Si hay doscientos hombres en este ejército que son más ricos gracias a todo esto, os juro que soy capaz de comerme mi propia polla.
—¡Así habla un cobarde! —gruñó Tenways, girándose—. ¡No quiero oír más!
—Los cobardes huyen. ¿Acaso te asustan las palabras, Tenways? Menudo héroe estás hecho —Calder consiguió que estallaran una cuantas carcajadas gracias a ese comentario, lo cual provocó que Tenways se detuviera y volviera encolerizado—. ¡Hoy hemos obtenido aquí una importante victoria! ¡Todos estos hombres se han convertido en leyendas! —entonces, Calder dio una bofetada a la empuñadura de su espada—. Pero ha sido muy pequeña —señaló con la cabeza hacia el sur, donde todo el mundo sabía que las hogueras de los campamentos enemigos iluminaban el valle entero—. Aún quedan muchas tropas de la Unión por llegar. Por la mañana, la lucha será más encarnizada y sufriremos más bajas. Muchas más. Y si logramos ganar, acabaremos en el mismo sitio, pero con más muertos por compañía, ¿no? —si bien algunos seguían negando con la cabeza, ahora muchos más lo escuchaban y meditaban al respecto—. Y en cuanto a los que afirmaban que los clanes del Norte no pueden luchar unidos, o que las tropas de la Unión son tantas que no pueden ser derrotadas, bueno, eso es algo que todavía está por ver —Calder dobló la lengua y lanzó un pequeño escupitajo al fuego de Dow—. Además, cualquiera sabe escupir.