Incluso entonces, los hombres apostados en el bosque podrían haber acabado con él, pero habían sido burlados por una burda treta gracias a un puñado de lanzas de soldados muertos, un espantapájaros y un par de muchachos que habían recibido una moneda cada uno por ponerse un casco el doble de grande que su talla y asomar la cabeza de vez en cuando. Encargaos de ellos, había ordenado Dow, y, de algún modo, el osado príncipe Calder había encontrado una solución.
Cuando pensaba en toda la suerte que había tenido aquel día, notaba que se mareaba. Sentía que el mundo debía de haberle escogido para algo. Debía de tener grandes planes para él. ¿Cómo si no podía habérselas arreglado después de la vida que había llevado? ¿Él, Calder, que se merecía tan poco?
Frente a él, había una vieja zanja que atravesaba los campos, bordeada por un pequeño seto. Una marca limítrofe que su padre nunca había conseguido eliminar y el lugar perfecto para formar un nuevo frente. Otro pequeño golpe de suerte. Se sorprendió a sí mismo al desear que ojalá Scale hubiese vivido para ver aquello. Para que hubiera podido darle un abrazo y unas palmaditas en la espalda, para que hubiera podido decirle lo orgulloso que se sentía al fin de él. Sí, había luchado y, lo que era más sorprendente aún, había ganado. Calder se rió mientras saltaba la zanja, se coló de lado por un hueco que había entre los arbustos y, entonces… se detuvo.
Algunos de sus muchachos se encontraban diseminados aquí y allá, la mayoría de ellos sentados e incluso tumbados, con las armas a un lado, completamente desechos tras todo un día de combates y carreras a través de esos campos. Pálido como la Nieve se hallaba con ellos, pero no estaban solos. Una veintena de los Caris de Dow estaban delante de ellos en formación de luna creciente. Eran un grupo de cabrones de aspecto siniestro. Y la joya que había en el centro de la formación era Escalofríos, cuyo único ojo se encontraba clavado en Calder.
No había motivo alguno que justificara su presencia allí. A menos que Curnden Craw hubiera hecho lo que había dicho que iba a hacer y le hubiese contado a Dow el Negro la verdad. Curnden Craw era un hombre célebre por cumplir siempre con su palabra. Calder se humedeció los labios. Ahora, le pareció que había adoptado una estrategia un tanto estúpida en su momento, al haber intentado evitar lo inevitable. Al parecer, era tan buen mentiroso que había conseguido engañarse a sí mismo sobre las opciones que tenía de sobrevivir.
—Príncipe Calder —susurró Escalofríos, dando una paso al frente.
Era demasiado tarde para salir corriendo. Además, si huía, habría acabado corriendo en dirección a la Unión. En lo más profundo de su mente, brotó la loca esperanza de que aquéllos más próximos a su padre pudieran saltar en su ayuda. Pero esa gente no había sobrevivido tanto tiempo meando contra el viento. Miró a Pálido como la Nieve y el viejo guerrero se limitó a encoger los hombros de manera muy tenue. Calder les había dado un día del que poder sentirse orgullosos, pero no iba a recibir a cambio gestos suicidas de lealtad ni tampoco se los merecía. No iban a inmolarse por él, al igual que tampoco iba a hacerlo Caul Reachey. Había que ser realista, como solía gustarle decir al puñetero Nueve el Sanguinario.
Por tanto, Calder sólo pudo ofrecer una sonrisa desesperanzada y aguardar ahí, mientras intentaba recuperar el aliento, a que Escalofríos diera otro paso hacia él, y otro, y otro más. Aquella terrible cicatriz se cernía sobre él. Se hallaba tan cerca que casi podía besársela. Se hallaba tan cerca que prácticamente lo único que podía ver Calder era su propia sonrisa, distorsionada y nada convincente, reflejada en aquella bola metálica inerte que tenía por ojo.
—Dow quiere hablar contigo.
Algunos hombres tienen suerte. Otros, no.
Primero, detectó el olor. Que quizá provenía de un percance en una cocina. Después, el olor de una hoguera.
Luego, olió algo más. Un hedor acre que se le clavó a Gorst en el fondo de la garganta.
El olor de unos edificios en llamas. Adua había olido igual durante el asedio. También la Casa del Ocio de Cardotti, mientras avanzaba dando tumbos por los pasillos inundados de humo.
Finree cabalgaba como una demente y, a su paso, obligaba a los hombres a apartarse a saltos de la carretera; además, como él se hallaba mareado y dolorido, le fue dejando atrás. La ceniza comenzó a caer mientras pasaban junto a la posada, como una tormenta de nieve negra. El camino se llenó de escombros tan pronto como la empalizada de Osrung asomó amenazadora entre la humareda. Pudo ver cómo caían del cielo restos de madera quemada, fragmentos de baldosas y jirones de tela.
Allí había más heridos, esparcidos desordenadamente alrededor de la puerta sur de la ciudad, que estaba completamente destrozada y quemada, pero los sonidos que escuchaba eran los mismos que había oído en los Héroes. Los mismos de siempre. Gorst apretó los dientes para protegerse de ellos.
Ayudadlos o matadlos, pero, por favor, que alguien ponga punto final a sus malditos balidos.
Finree ya se había bajado de su caballo para adentrarse en la ciudad. Gorst, que tenía un fuerte dolor de cabeza y el rostro sumamente acalorado, corrió tras ella y la alcanzó junto a la puerta. Pensó que el sol tal vez estuviera descendiendo en el cielo, pero en realidad eso daba igual. Osrung se encontraba sumida en un sofocante crepúsculo. Las llamas ardían entre los edificios de madera. Los incendios se multiplicaban y secaban con su calor la saliva de Gorst, al mismo tiempo que evaporaban el sudor de su rostro y recalentaban el aire. Entonces, vio una casa abierta por la mitad como un hombre destripado, a la que le faltaba una pared, los tablones de madera del suelo sobresalían en dirección hacia el cielo y las ventanas conducían de la nada a ninguna parte.
Esto es la guerra. Aquí la tenemos, despojada de todos sus adornos. Sin botones abrillantados, ni bandas coloridas, ni saludos rígidos. Sin mandíbulas apretadas ni apretadas nalgas. Sin discursos ni cornetas, sin elevados ideales. Aquí está, tal como es.
Justo delante de ellos había un hombre encorvado sobre otro, ayudándolo. Éste alzó la mirada, con el rostro cubierto de hollín. No, no lo estaba ayudando, sino que intentaba quitarle las botas. Cuando vio aproximarse a Gorst, se asustó y desapareció corriendo en aquel extraño atardecer. Gorst observó al soldado que había dejado atrás, uno de sus pálidos pies yacía descalzo sobre el barro.
¡Oh, sois la encarnación de la hombría! ¡Oh, qué muchachos tan bravos! ¡Oh, no volváis a enviarlos a la guerra hasta la próxima vez que necesitemos una distracción!
—¿Adónde mirar? —inquirió con voz ronca.
Finree le observó un momento, tenía el pelo enredado sobre la cara, manchas de hollín bajo la nariz y los ojos desorbitados.
Pero, aun así, sigue tan hermosa como siempre. Incluso más. Sí, más.
—¡Allí! Cerca del puente. Seguro que estaba en primera línea.
¡Oh, qué nobleza! ¡Qué heroísmo! ¡Oh, sí, condúceme, amor mío, hasta el puente!
Pasaron bajo una fila de árboles quemados, cuyas hojas caían ardiendo a su alrededor como confeti.
¡Cantad! ¡Cantad todos en honor de la feliz pareja!
Entonces, oyeron que alguien les llamaba, escucharon unas voces amortiguadas en la penumbra. Hombres que buscaban ayuda o que buscaban gente a la que ayudar o a otros hombres a los que robar. Varias siluetas pasaron tambaleantes junto a ellos, apoyándose las unas en las otras, portando camillas, mirando a su alrededor como si hubieran perdido algo, escarbando entre las ruinas con las manos. ¿Cómo encontrar a un solo hombre entre todo esto? ¿Aquí dónde podría uno dar con un hombre? Con uno entero, al menos.
Había cadáveres por doquier. Había partes de cuerpos por todos lados, que al haber sido despojadas de su contexto, se habían transformado en meros trozos de carne.
Que alguien los recoja y los envíe en ataúdes dorados de vuelta a Adua para que el rey pueda ponerse firme frente a ellos, para que unos regueros de lágrimas relucientes se abran paso por el rostro maquillado de la reina y para que el pueblo pueda tirarse del pelo y preguntarse por qué, por qué, mientras piensan en lo que van a preparar para cenar o en que necesitan un par de zapatos nuevos o en vaya usted a saber qué.
—¡Aquí! —gritó Finree.
Gorst se acercó ella apresuradamente y echó a un lado una viga partida, bajo la cual había dos cadáveres, pero ninguno de ellos pertenecía a un oficial. Finree negó con la cabeza y se mordió el labio. Acto seguido, puso una mano sobre el hombro de Gorst. Este tuvo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír. ¿Acaso ella era consciente de la emoción que lo embargaba al notar su tacto? Ella lo necesitaba. Lo quería a su lado.
Finree siguió abriéndose paso entre los edificios en ruinas, tosiendo, con los ojos llorosos, mientras apartaba los restos valiéndose de sus uñas y daba la vuelta a los cadáveres. Gorst la siguió mientras buscaba igual de febrilmente que ella. Más, incluso. Pero por distintos motivos.
Apartaré a un lado unos escombros caídos y ahí hallaré su cadáver destrozado y boquiabierto. Joder, ya no será ni la mitad de atractivo que antes y cuando ella lo vea… ¡Oh, no! Oh, sí. Oh, maldito destino cruel, qué adorable eres a veces. Y ella se volverá hacia mí, sintiéndose sumamente desgraciada, y llorará sobre mi uniforme y quizá me golpeará en el pecho suavemente con su puño, y yo la abrazaré y susurraré insípidas palabras de consuelo, y seré la roca a la que se aferre y acabaremos juntos, como deberíamos haber estado y, de hecho, habríamos estado ya si hubiera tenido el coraje de pedírselo.
Gorst sonrió para sí mismo, dejando al descubierto sus dientes mientras daba la vuelta a otro cuerpo. Otro oficial muerto más, con el brazo tan roto que lo tenía retorcido por la espalda.
Se ha ido demasiado pronto con toda su joven vida por delante y bla, bla, bla. Vamos, ¿dónde está Brock? Sí, muéstrame a Brock.
Un par de esquirlas de piedra y un enorme cráter, inundado por las arremolinadas aguas del río, era lo único que quedaba del lugar donde se había alzado el puente de Osrung. La mayoría de los edificios a su alrededor eran poco más que unos montones de escombros, pero uno de ellos, que había sido construido con piedra, había resistido prácticamente intacto, a pesar de que había perdido el tejado y de que varias de sus vigas desnudas se habían quemado. Mientras Finree inspeccionaba más cuerpos y se tapaba la cara con un brazo, Gorst se dirigió hacia allí. Un pórtico con un pesado dintel daba paso a una gruesa puerta arrancada de sus goznes, bajo la cual asomaba una bota. Gorst se agachó y levantó la puerta como si fuese la tapa de un ataúd.
Y allí estaba Brock. No parecía gravemente herido a primera vista. Tenía la cara manchada de sangre, pero no destrozada, tal y como Gorst podría haber esperado. Tenía una de las piernas doblada bajo el cuerpo en ángulo antinatural, pero todos sus miembros seguían en su sitio.
Gorst se acuclilló a su lado y le puso una mano sobre la boca. Sí, respiraba.
Aún vive
. Sintió una oleada de decepción tan intensa que estuvieron a punto de fallarle las rodillas, seguida de una ira abrumadora.
El destino se burla de mí. ¿Por qué Gorst, el payaso chillón del rey, debería obtener lo que desea? ¿Lo que necesita? ¿Lo que se merece? ¡Restreguémoselo por la cara y riámonos de él! Sí, el destino se burla de mí. Igual que se burló de mí en Sipani. Igual que se ha burlado de mí en los Héroes. Igual que siempre.
Gorst alzó una ceja y soltó un largo y suave suspiro. Después, bajó su mano hasta el cuello de Brock. Lo rodeó con los dedos medio y pulgar, en busca del punto más estrecho y, acto seguido, comenzó a apretar.
¿Qué diferencia hay entre una cosa y otra? Si llenas cien fosos con cadáveres de hombres del Norte, ¡enhorabuena, organizan un desfile en tu honor! Pero, si matas a uno solo que lleve tu mismo uniforme, es un crimen. Un asesinato. Un acto tremendamente despreciable. Pero ¿acaso no somos hombres todos? ¿Acaso no estamos todos hechos de sangre, huesos y sueños?
Apretó con más fuerza, impaciente por terminar. Brock no se quejó. Ni siquiera movió un dedo, ya que, de todos modos, estaba prácticamente muerto.
Sólo le estoy dando un empujoncito al destino en la dirección adecuada.
Va a ser mucho más fácil matarlo a él que a todos los demás. Aquí no hay acero ni gritos ni nada, basta con un poco de presión y un poco de tiempo. Tiene más sentido que lo mate a él que a tantos otros. Ellos no tenían nada que yo necesitase, simplemente estaba en el bando contrario. Debería avergonzarme de sus muertes, ¿Pero esto? Esto es justicia. Esto es lo correcto. Esto es…
—¿Has encontrado algo?
Gorst abrió la mano de inmediato y la movió ligeramente de tal modo que dos de sus dedos quedaron bajo la mandíbula de Brock, como si estuviera tomándole el pulso.
—Está vivo —contestó con voz ronca.
Finree se arrojó a su lado, acarició el rostro de Brock con una mano temblorosa, se llevó la otra a la boca y lanzó un suspiro de alivio que bien podría haber sido una daga que se clavaba en el rostro de Gorst. Éste pasó un brazo por debajo de las rodillas de Brock, el otro bajo su espalda y lo alzó del suelo.
He fracasado incluso a la hora de matar a un hombre. Me parece que la única opción que me queda es salvarlo.
Cerca de la puerta sur se alzaba la tienda de un cirujano. La lona tenía un tono gris debido a toda la ceniza que flotaba en el ambiente. Los heridos esperaban afuera a que les atendiesen, agarrándose heridas de diversa consideración, gimiendo, lloriqueando o en silencio, con los ojos perdidos en la nada. Gorst se abrió paso entre ellos en dirección hacia la tienda.
Podemos saltarnos la cola, porque yo soy el observador del rey, ella es la hija del mariscal y el herido es un coronel de sangre noble, así que es lógico dejar que mueran todos los soldados rasos que hagan falta antes que permitir que unos cabrones como nosotros suframos molestia alguna.
Gorst irrumpió en la tienda y dejó a Brock cuidadosamente sobre una mesa manchada. Un cirujano de rostro grave le auscultó el corazón y anunció que estaba vivo.
De este modo, todas mis ridículas y hermosas esperanzas caen en saco roto. Una vez más
. Gorst retrocedió y dejó paso a los enfermeros. Finree estaba agachada sobre su esposo y sostenía su mano ennegrecida, mientras contemplaba ansiosamente su rostro con un brillo de esperanza, temor y amor en sus ojos.