Lo más irónico de todo era que ni siquiera había sufrido una herida demasiado aparatosa. Años atrás, había resultado herido en Ulrioch y el Lord Mariscal Varuz le había visitado en el hospital de campaña y le había cogido su sudorosa mano mientras adoptaba una expresión de profunda consternación y le había dicho algo acerca de la valentía que Vinkler a menudo desearía haber recordado. Pero, para sorpresa de todos, y sobre todo la suya, había sobrevivido a esa herida. Quizá por eso no le había dado mayor importancia al arañazo que había sufrido en el muslo en esta nueva batalla. Una herida que tenía toda la pinta de que iba a acabar matándolo.
—Me cago en las apariencias —juró entre dientes. Lo único que podía hacer ahora era sonreír a pesar de la agonía. Eso era lo que debía hacer un soldado. Había escrito todas las cartas necesarias y suponía que con eso ya era bastante. A su esposa siempre le había preocupado no recibir siquiera una nota de despedida si él fallecía.
Estaba empezando a llover. Notó algunas gotas sobre su rostro. Los cascos de su caballo resbalaban sobre la hierba y el animal se agitaba y resoplaba, obligándolo a esbozar muecas de dolor cada vez que se le movía la pierna bruscamente. Entonces, una andanada de flechas salió disparada justo delante de ellos. Eran muchísimas. Y fueron curvando su trayectoria grácilmente, para caer desde lo alto.
—Oh, me cago en todo —entornó los ojos y encorvó los hombros instintivamente, igual que lo haría un hombre al salir de un porche bajo una granizada. Algunas de ellas cayeron a su alrededor, clavándose silenciosamente en la hierba. Oyó unos chasquidos y diversos ruidos metálicos en cuanto rebotaron contra los escudos y las armaduras. Luego, oyó un alarido, seguido de otro. Y gritos de hombres heridos.
No podía quedarse ahí quieto sin hacer nada.
—¡Arre! —Vinkler espoleó a su caballo y se estremeció al abalanzarse colina arriba, muy por delante de sus hombres. Se detuvo a quizás unos veinte pasos de la trinchera del enemigo. Vio cómo sus arqueros apuntaban hacia abajo y sus arcos destacaban recortados en negro frente al cielo, que estaba volviendo a oscurecerse mientras la llovizna arreciaba sobre su casco. Estaba terriblemente cerca. Era un blanco ridículamente fácil. En ese instante, más flechas pasaron silbando junto a él. Con gran esfuerzo, se volvió en su silla de montar y, apretando los labios por el dolor, se puso en pie sobre los estribos y alzó la espada.
—¡Hombres del Decimotercer Regimiento! ¡Avancen a paso ligero! ¿O acaso los esperan en alguna otra parte?
Un par de soldados de las primeras filas cayeron asaeteados, pero el resto lanzó un fiero rugido y rompió en algo parecido a una carrera, lo que fue una extraordinaria demostración de su presencia de ánimo después de la marcha que llevaban recorrida.
Vinkler fue entonces consciente de una extraña y palpitante sensación en la pierna, bajó la mirada y le sorprendió ver una flecha asomando de su muslo inerte. Al instante, estalló en carcajadas.
—¡Ese es mi punto menos vulnerable, imbéciles! —les rugió a los hombres del Norte de la trinchera. Sus hombres más adelantados ya habían llegado a su altura y avanzaban con paso firme y gritando por la colina.
Una flecha fue a clavarse profundamente en el cuello de su caballo. El animal se encabritó y Vinkler rebotó en su silla, aunque logró aferrarse a duras penas de las riendas, lo cual demostró ser en cualquier caso una pérdida de tiempo, ya que su montura trastabilló y, a continuación, se derrumbó de lado con un golpe sordo.
Vinkler movió la cabeza de lado a lado como si quisiera así quitarse el mareo de la cabeza. Intentó mirar a su alrededor, pero se encontraba atrapado bajo su caballo. Peor aún, al parecer, había aplastado a uno de sus soldados y la lanza de éste le había atravesado al caer. Su punta ensangrentada asomaba a través de la cadera de Vinkler, justo por debajo de su peto. Dejó escapar un suspiro plagado de impotencia. Al parecer, por mucha armadura que uno se pusiera, nunca la llevaba colocada en el sitio adecuado.
—Santo cielo —dijo, mientras miraba la flecha rota que asomaba de su pierna y la punta de lanza que le atravesaba la cadera—. Qué estropicio —pero apenas le dolía, lo cual era de lo más extraño. Tal vez eso fuese una mala señal. Probablemente. Entretanto, a su alrededor, sus hombres avanzaban con paso firme mientras cargaban colina arriba—. A por ellos, muchachos —les animó, moviendo débilmente una mano. Tendrían que seguir el resto del camino sin él. Miró hacia las trincheras, que no se hallaban muy lejos. Nada lejos en absoluto. Entonces, vio a un hombre de pelo alborotado encaramado allí, que lo apuntaba con un arco.
—Oh, maldita sea —se lamentó.
Temper disparó contra aquel cabrón que había subido hasta ahí a caballo. Se hallaba atrapado bajo el cuerpo del animal y no representaba ningún peligro para nadie, pero que un hombre mostrase semejante osadía encontrándose a tiro del arco de Temper era un insulto a su puntería. Por veleidades del azar, alguien le golpeó en el codo justo cuando iba a soltar la cuerda, de tal modo que su flecha salió volando y se perdió en las alturas.
Agarró otra flecha, pero, para entonces, la situación se estaba ya complicando un poco. Bueno, más que un poco. La Unión había alcanzado ya la zanja que habían excavado y el muro de tierra que habían levantado. En ese momento, Temper deseó que hubieran excavado mucho más hondo y hubieran levantado un muro mucho más alto, ya que ahora había un montón de malditos sureños por los alrededores y muchos más en camino.
Los muchachos de Irig se encontraban apelotonados sobre esa tierra aplastada, asestando lanzazos por doquier y gritando como posesos. Temper divisó numerosas lanzas apuntando en la otra dirección. Se levantó de puntillas, para intentar ver qué ocurría, y se quitó de en medio justo a tiempo para ver cómo el hacha de Irig pasaba junto a su nariz. Cuando le hervía la sangre, a aquel cabrón le importaba muy poco quién pudiera recibir sus mandobles.
Un hombre del Norte pasó tambaleándose a su lado y se agarró a Temper, a quien estuvo a punto de derribar; aquel tipo se agarraba el pecho mientras la sangre manaba a través de su desgarrada cota de malla. De improviso, un hombre de la Unión apareció sobre el muro de tierra ocupando su lugar como impulsado por un resorte. Un cabrón sin cuello con una mandíbula enorme y robusta, cuyas pobladas cejas se encontraban fruncidas sobre unos ojillos acerados. Si bien no llevaba casco, sí portaba una armadura de gruesas placas, así como escudo en una mano y una pesada espada, ya oscurecida con sangre, en la otra.
Temper se apartó de él a trompicones, pues sólo tenía a mano su arco y siempre le había gustado pelear a una distancia prudencial, dejando así hueco para que un Cari, que ya enarbolaba una espada y estaba más predispuesto a luchar, se enfrentase con él. El tipo sin cuello pareció perder el equilibrio. Temper dio por hecho que la hoja poco menos que lo decapitaría, pero, mediante un rápido movimiento, logró bloquear el golpe; acto seguido, se oyó un estruendo metálico y vio una lluvia de sangre. El Cari cayó de bruces. Antes de que éste hubiera quedado inmóvil del todo, el tipo sin cuello ya había golpeado a otro rival con tanta fuerza que lo había levantado por los aires y lo había enviado dando vueltas colina abajo.
Temper retrocedió aun más, con la boca completamente abierta, donde notó un sabor salado, debía de tratarse de la sangre de otro, convencido de estar viendo al fin a la Gran Niveladora cara a cara. Y menuda cara más espantosa. Entonces, Irig cargó velozmente con su hacha en mano.
El tipo sin cuello se vino abajo con una gran abolladura en el escudo. Temper estalló en carcajadas, pero aquel hombre de la Unión sólo se había venido abajo hasta donde le permitían sus flexibles rodillas, después volvió a alzarse repentinamente, quitándose así de encima al voluminoso Irig, al que le rajó el estómago de lado a lado con un único movimiento. A Irig se le empapó la cota de malla de sangre y se le desorbitaron los ojos más de la sorpresa que del dolor. Simplemente, no se podía creer que lo hubiesen despachado con semejante facilidad, como tampoco se lo podía creer Temper. ¿Cómo podía un hombre seguir moviéndose tan rápido y con semejante fuerza tras haber subido corriendo aquella colina?
—¡Es Nueve el Sanguinario! —aulló alguien, a pesar de que era condenadamente evidente que no era él para nada. En cualquier caso, estaba provocando el pánico. Otro Cari fue a por él lanza en ristre y el tipo sin cuello la esquivó a la vez que le asestaba un mandoble al Cari que le dejó una enorme abolladura en el casco, aplastándole así el cráneo. Acto seguido, cayó al suelo sufriendo fuertes convulsiones.
Temper apretó los dientes, alzó su arco y apuntó cuidadosamente a aquel hijo puta sin cuello. Pero justo en el instante en el que soltó la cuerda, Irig consiguió levantarse, agarrándose las tripas con una mano mientras alzaba la espada con la otra. Siendo el azar como es, se interpuso justo en la trayectoria de la flecha que fue a clavarse en su hombro, haciéndole gruñir.
El hombre de la Unión miró al instante hacia un lado y su espada siguió el movimiento de sus ojos, cortándole el brazo a Irig como si nada. Casi antes de que la sangre comenzara a manar del muñón, la hoja regresó en la dirección contraria y le abrió una sangrienta grieta en el pecho; a continuación, osciló nuevamente como un péndulo para abrirle en dos la cabeza a Irig entre la boca y la nariz, de tal modo que sus dientes superiores acabaron volando por los aires y rodando colina abajo.
El tipo sin cuello se agazapó y se cubrió con su abollado escudo, mientras mantenía la espada alzada y los ojos, enmarcados en un enorme rostro manchado de salpicaduras rojas, clavados al frente; permanecía tranquilo como un pescador a la espera de sentir un tirón en el sedal. Cuatro hombres del Norte muertos yacían a sus pies, mientras Irig caía de lado lentamente en la zanja, más muerto aún.
Aquel cabrón sin cuello bien podría haber sido el mismísimo Nueve el Sanguinario, a juzgar por el modo en el que los Caris se pisoteaban unos a otros para alejarse de él. Entonces, muchos más hombres de la Unión comenzaron a penetrar por ambos flancos, superando el muro de tierra. En ese instante, dejaron de retroceder para huir abiertamente.
Temper huyó con ellos, tan ansioso como el que más. Recibió un codazo en el cuello, resbaló y se golpeó la barbilla contra la hierba, dándose un mordisco espantoso en la lengua. Se levantó como pudo y siguió corriendo, rodeado de hombres que gritaban y chillaban. Echó desesperadamente un vistazo hacia atrás y vio cómo el tipo sin cuello partía en dos a uno de los Caris que huía con la misma tranquilidad con la que uno espantaría a una mosca. Junto a él, un hombre de la Unión bastante alto, que iba protegido por un deslumbrante peto, señalaba hacia Temper con su espada desenvainada, gritando a pleno pulmón.
—¡Adelante! —rugió Jalenhorm, blandiendo su espada en dirección a los Niños. Maldición, estaba sin aliento—. ¡Arriba, arriba! —debían mantener el impulso. Gorst había abierto un resquicio y ahora tenían que empujar antes de que se cerrase—. ¡Adelante, adelante! —se agachó y les ofreció su mano a sus hombres para ayudarlos a salvar la zanja, mientras les daba palmaditas en la espalda tan pronto como reiniciaban el ascenso de la colina.
Parecía como si los hombres del Norte que huían estuvieran desatando el caos en el muro de piedra seca que los aguardaba más arriba, al tropezarse con los defensores de esa posición y extender el pánico, permitiendo así que la avanzadilla de Jalenhorm los siguiera sin toparse con resistencia alguna. En cuanto recuperó el aliento necesario, los siguió de inmediato por la escarpada ladera. Tenía que seguir avanzando.
Cadáveres. Ahí no había más que cadáveres y hombres heridos diseminados sobre la hierba. Un hombre del Norte, con las manos ensangrentadas unidas sobre la coronilla, lo miró fijamente. Un soldado de la Unión se agarraba desconcertado un muslo del que brotaba un manantial de sangre. Un soldado que corría justo a su lado soltó algo similar a un hipo y cayó de espaldas. En cuanto Jalenhorm miró hacia atrás, pudo comprobar que aquel hombre tenía una flecha clavada en la cara. No podía detenerse por él. Sólo podía seguir avanzando, mientras reprimía una repentina sensación de náusea. El retumbar de los latidos de su corazón y los jadeos de su respiración sofocaron los gritos de guerra y el entrechocar de los metales hasta convertirlos en una especie de irritante traqueteo. La lluvia cada vez más espesa dificultaba aún más las cosas, pues convertía la hierba pisoteada en una pista deslizante. El mundo brincaba y oscilaba, estaba repleto de hombres que corrían, de hombres que resbalaban entre flechas, hierba y barro.
—Adelante —gruñó—. Adelante —pero nadie podía ya oírle. Sólo se daba órdenes a sí mismo—. Adelante —aquélla era su única oportunidad de redimirse. Si al menos pudieran conquistar la cima. Si pudieran vencer a los hombres del Norte ahí donde se resistían con más fuerza—. Arriba. Arriba —Entonces, nada más importaría. Habría dejado de ser el viejo e incompetente compañero de borracheras del rey, que había caído en desgracia desde el primer día. Por fin se habría ganado su puesto—. Adelante —resolló—. ¡Arriba!
Siguió avanzando, encogido sobre sí mismo, mientras se agarraba a la hierba húmeda con la mano libre. Estaba tan pendiente del suelo que el muro le pilló por sorpresa. Se enderezó, blandiendo inciertamente la espada, sin saber si ese muro estaría en poder de sus hombres o del enemigo ni qué debería hacer en cualquiera de los dos casos. Entonces, alguien le tendió una mano enguantada. Era Gorst. Jalenhorm se vio aupado con sorprendente facilidad y ascendió sobre las húmedas piedras hasta llegar a la superficie plana de la estribación.
Los Niños se alzaban justo delante. Mucho más grandes de cerca de lo que había imaginado, consistían en un círculo de rocas burdamente talladas y un poco más altas que un hombre. Allí había más cadáveres, pero menos que en la ladera. Parecía que la resistencia enemiga en ese lugar había sido moderada y, por el momento, al menos, la habían vencido por completo. Los soldados de la Unión aguardaban allí arriba, sumidos en varios estados de agotada confusión. Más allá, la colina volvía a ascender hacia la cima. Hacia los mismísimos Héroes. Era una pendiente algo más suave, que se hallaba abarrotada de hombres del Norte que retrocedían. Por lo que a Jalenhorm le pareció a simple vista, esta vez no estaban huyendo desordenadamente, sino que se batían en retirada de una manera organizada.