—Meed es un asno obsesionado con las apariencias —gritó, mirando hacia atrás—. Será tan útil en el campo de batalla como una ramera que vende su cuerpo por sólo dos monedas de cobre —meditó al respecto por un momento—. En realidad, no estoy siendo justa. La ramera, al menos, levantaría la moral de las tropas. Meed es capaz de inspirar tanto como un trapo mohoso. Menos mal que has cancelado el asedio de Ollensand antes de que acabara siendo un fiasco total.
Se sorprendió al comprobar que su padre se había dejado caer sobre una silla, situada tras un escritorio portátil, y se sujetaba la cabeza con ambas manos. De repente, parecía un hombre distinto. Parecía consumido, cansado y viejo.
—Hoy he perdido a un millar de hombres, Finn. Y mil más se encuentran heridos.
—Jalenhorm los ha perdido.
—lodos los hombres de este ejército son responsabilidad mía. Yo los he perdido. A un
millar
. Es un número que se dice muy fácilmente. Diez por diez y por diez. ¿Ves cuántos hay? —inquirió, esbozando una mueca de disgusto hacia un rincón, como si éste estuviera repleto hasta arriba de cuerpos—. Todos ellos eran padres, maridos, hermanos, hijos. Toda vida que se ha perdido deja un hueco que yo nunca podré llenar, una deuda que nunca podré pagar —entonces, miró a su hija, con los ojos enrojecidos, a través de los huecos que se abrían entre sus dedos—. Finree, he perdido mil hombres.
Su hija dio un par pasos hacia él.
—Jalenhorm los ha perdido.
—Jalenhorm es un buen hombre.
—Con eso no basta.
—Algo es algo.
—Deberías reemplazarlo.
—Uno tiene que depositar un poco de confianza en sus oficiales, si no, nunca serán merecedores de ella.
—¿No crees que ese consejo es realmente tan patético como parece?
Se miraron mutuamente, con el ceño fruncido, hasta que su padre hizo un gesto con la mano para indicar que prefería no responder a esa pregunta.
—Jalenhorm es un viejo amigo del rey y el rey es muy amigo de sus amigos. Únicamente el Consejo Cerrado puede reemplazarlo.
Pero Finree no se había quedado sin ideas que sugerirle.
—Entonces, reemplaza a Meed. Ese hombre es un peligro para el ejército entero e incluso para la gente que no pertenece a él. Si permites que siga al mando mucho tiempo, el desastre de hoy se olvidará pronto. Enterrado bajo otro mucho peor.
Su padre lanzó un suspiro.
—¿Y a quién debería poner en su lugar?
—Conozco al hombre perfecto. Es un joven oficial muy bueno.
—¿Con buena dentadura?
—Pues sí, y es de alta cuna, y vigoroso, bravo, leal y diligente.
—Ese tipo de hombres suelen tener esposas terriblemente ambiciosas.
—Éste más que ninguno.
Su padre se frotó los ojos.
—Finree, Finree, ya he hecho todo lo posible para que ascienda hasta la posición que ahora ocupa. No deberías olvidar que su padre…
—Hal no es su padre. Además, algunos acabamos superando a nuestros padres.
Kroy hizo como que no había oído este último comentario, aunque dio la impresión de que le costó cierto esfuerzo hacerlo.
—Sé realista, Fin. El Consejo Cerrado no confía en la nobleza y su familia ocupaba un puesto muy destacado en esa clase social, estaba a sólo un paso de la corona. Sé paciente.
—Ya —resopló, menospreciando tanto el realismo como la paciencia.
—Si quieres que tu marido ocupe un puesto más importante —en ese instante, su hija abrió la boca para hablar, pero él alzó la voz sobre la suya—, vas a necesitar un mecenas más poderoso que yo. Si quieres que te dé un consejo… y sé que no quieres, pero aun así… aunque sé que harás lo que te dé la gana. Yo me he sentado en el Consejo Cerrado, en el mismo corazón del gobierno y puedo decirte que el poder es un puñetero espejismo. Cuanto más cerca pareces estar de él, más lejos está. Tienes que responder a tantos intereses distintos y equilibrarlo todo. Tienes que soportar tantas presiones. Todas las consecuencias de toda decisión que tomes pesan sobremanera sobre tus hombros… por eso no me extraña que el rey nunca tome ninguna. Nunca pensé que desearía retirarme, pero, tal vez, cuando ya no tenga ningún poder, pueda hacer algo de verdad.
Ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
—¿De verdad tenemos que esperar a que Meed provoque alguna catástrofe?
Miró a su hija, con un gesto de contrariedad.
—Sí. De verdad. Luego tendremos que esperar a que el Consejo Cerrado me escriba para exigirme que lo reemplace y me indique cuál será su sustituto. Siempre que no me reemplacen a mí primero, por supuesto.
—¿Quién podría sustituirte?
—Me imagino que el general Mitterick no rechazaría el nombramiento.
—Mitterick es un presuntuoso de lengua viperina y tiene la misma lealtad que un cuco.
—Entonces, será el candidato ideal para el Consejo Cerrado.
—No sé cómo puedes soportarlo.
—Cuando era joven, solía pensar que tenía respuestas para todo. Por eso todavía albergo cierta simpatía culpable hacia quienes aún se hallan bajo ese espejismo —en ese instante, clavó su mirada en su hija—. Pues no son pocos.
—Así que supongo que una mujer debe limitarse a mantenerse al margen, sonreír como una tonta y vitorear mientras los idiotas hacen que suban las cifras de bajas, ¿eh?
—Todos tenemos que vitorear a idiotas de vez en cuando, así es la vida. En verdad, no tiene sentido que alimente el rencor en mis subordinados. Si una persona es digna de desprecio, ella sola se hundirá pronto sin ayuda.
—Ya.
Pero Finree no tenía previsto esperar tanto tiempo, aunque estaba claro que ahí ya no podía hacer nada más. Su padre ya tenía bastantes preocupaciones y se suponía que debía estar insuflándole ánimos en vez de desanimarlo. En ese instante, posó la mirada sobre el tablero del juego de los cuadros, que seguía con las fichas en la misma posición que las habían dejado la última vez.
—¿Aún seguimos jugando?
—Por supuesto.
—Entonces…
Si bien Finree había estado planeando el siguiente movimiento desde la última vez que vio a su padre, movió la ficha como si se le acabara de ocurrir ahora, arrastrándola hacia delante mientras se encogía de hombros.
Su padre alzó la mirada para contemplarla de manera indulgente, tal y como había hecho cuando ella era una niña.
—¿Estás totalmente segura?
Su hija suspiró.
—Es una táctica tan buena como cualquier otra.
Su padre hizo ademán de coger una pieza y, entonces, se detuvo. Sus ojos recorrieron velozmente el tablero, mientras su mano planeaba sobre él. Su sonrisa se desdibujó. Lentamente, retiró la mano y se acarició con un dedo el labio inferior. Acto seguido, volvió a sonreír.
—¿Por qué has…?
—Así tienes algo en qué pensar aparte de las bajas.
—Para eso, ya tengo a Dow el Negro. Por no hablar del Primero de los Magos y sus colegas —replicó negando amargamente con la cabeza—. ¿Te vas a quedar aquí esta noche? Puedo buscarte un…
—Debería estar con Hal.
—Claro. Claro que sí —a continuación, su hija se agachó y lo besó en la frente, él cerró los ojos y la agarró del hombro por un momento—. Ten cuidado mañana. Preferiría perder a diez mil hombres antes que a ti.
—No te vas a librar de mí tan fácilmente —le espetó mientras se dirigía a la puerta—. ¡Tengo intención de vivir para ver cómo resuelves esa jugada!
La lluvia había parado, por el momento, y los oficiales habían regresado con sus unidades. Todos salvo uno.
Daba la impresión de que Bremer dan Gorst había dudado entre apoyarse de manera despreocupada sobre el listón de madera donde tenían atados a los caballos y permanecer de pie, erguido y orgulloso, por lo que había acabado adoptando una postura un tanto extraña a medio camino entre las dos.
Aun así, Finree ya no podía pensar en él como el chico inofensivo que había conocido, cuando mantenían conversaciones formales, breves y ridículas, en los soleados jardines de Agriont. Un mero rasguño en un lado de la cara era el único indicio que demostraba que había estado luchando todo ese día; el capitán Hardrick le había contado que había cargado él solo contra una legión de hombres del Norte y había matado a seis. Para cuando escuchó la historia por boca del coronel Brint, ya habían pasado a ser diez. A saber qué historia estarían contando los reclutas a esas alturas. La empuñadura de su espada centelleó levemente cuando él se enderezó; en ese momento se percató, a la vez que le recorría un extraño escalofrío el cuerpo, de que había matado a algún hombre con esa misma espada, sólo unas pocas horas antes. A varios hombres, según la historia que uno decidiera creer. Eso no tendría que haber elevado lo más mínimo la estima que tenía por él, pero lo había hecho, considerablemente. Ahora lo rodeaba un aura de glamurosa violencia.
—Bremer. ¿Estás esperando a mi padre?
—Había pensado que… —respondió, con esa voz aguda, tan extrañamente fuera de lugar, y, acto seguido, añadió un poco más bajo— quizá necesitaras un escolta.
Finree sonrió.
—Por lo que veo, todavía quedan héroes en este mundo, ¿eh? Ve delante de mí.
Calder se sentó en la húmeda oscuridad, a tiro de un largo escupitajo de la fosa donde la gente solía ir a cagar, mientras escuchaba cómo otros hombres celebraban la victoria de Dow el Negro. No le gustaba admitirlo, pero añoraba a Seff. Añoraba la calidez y seguridad que le brindaba su cama. Sin duda alguna, añoraba su aroma cuando la brisa arreciaba y arrastraba el hedor a heces hasta sus fosas nasales. Pero, en medio de todo aquel caos de cánticos, fanfarronerías y peleas de borrachos que reinaba alrededor de las hogueras, sólo se le ocurría un sitio donde uno podía estar seguro de sorprender a un hombre a solas. Además, la traición siempre requiere de cierta privacidad.
Escuchó unas fuertes pisadas que se acercaban hacia la fosa. La persona que se aproximaba no era más que una silueta negra, cuyo contorno se hallaba definido por la luz anaranjada del fuego y sus facciones eran unos meros tenues rasgos grises; aun así, Calder lo reconoció. Había muy pocos hombres, incluso en esta compañía, que fueran tan anchos. Calder se puso en pie, estiró las piernas, que se le habían agarrotado, se aproximó al borde de la fosa y se colocó junto al recién llegado, arrugando la nariz. Por lo que podía ver, lo único que dejaba la guerra a su paso eran fosas repletas de mierda y fosas repletas de cadáveres.
—Cairm Cabeza de Hierro —dijo con suma tranquilidad—. Qué casualidad, ¿eh?
—Vaya, vaya —entonces, se oyó cómo acumulaba un gargajo en la parte posterior de su boca que escupió a continuación hacia el agujero—. Príncipe Calder, qué gran honor. Creía que habías acampado en el oeste, con tu hermano.
—Así es.
—Entonces, estás aquí porque mis fosas huelen mejor que las suyas, ¿no?
—No mucho mejor.
—Entonces, has venido a ver si la tienes más grande que yo, ¿eh? Pero ya sabes que no importa lo grande que sea, sino lo que hagas con ella.
—Se puede decir lo mismo sobre la fuerza.
—O la astucia.
A partir de entonces, reinó el silencio. A Calder no le gustaban los tipos silenciosos. Uno siempre sabe por dónde atacar a un tipo bravucón como Dorado, colérico como Tenways e incluso a una mala bestia como Dow el Negro. Pero a un hombre callado como Cabeza de Hierro, no. Sobre todo en la oscuridad, donde Calder ni siquiera podía adivinar sus pensamientos.
—Necesito tu ayuda —le dijo para ver cómo reaccionaba.
—Imagina que oyes el murmullo del agua.
—No la necesito para mear.
—Entonces, ¿para qué?
—He oído que Dow el Negro quiere verme muerto.
—Pues sabes más que yo. Además, si fuera cierto, ¿a mí qué más me da? No todos te queremos tanto como tú te quieres a ti mismo, Calder.
—Necesitarás aliados dentro de muy poco tiempo, lo sabes muy bien.
—¿Ah, sí?
Calder resopló.
—Ningún necio llega tan alto como has llegado tú, Cabeza de Hierro. Pero creo que a Dow el Negro le caes casi tan mal como yo.
—Así que le caigo mal, ¿eh? ¡Y yo que creía que me había otorgado un lugar de honor en la batalla! ¡En la vanguardia y en el centro, muchacho!
Calder tuvo la desagradable sensación de que había un leve atisbo de risa burlona en el tono de voz con el que había replicado Cabeza de Hierro. No obstante, vio un posible resquicio por donde atacar y no le quedó más remedio que cargar contra él con su sonrisa más despectiva.
—¿Qué sabrá de
honor
Dow el Negro? Un tipo que se volvió en contra del hombre que le perdonó la vida y que le robó a mi padre su cadena para quedársela él. ¿Un lugar de
honor
, dices? Te ha hecho lo que yo le haría al que más temiese. Te ha colocado en el lugar donde tendrás que soportar lo peor de los furibundos ataques del enemigo. Mi padre siempre decía que eras el guerrero más duro del Norte y Dow el Negro lo sabe. Sabe que nunca te arredras ante nada, que nunca retrocedes. Te ha colocado donde sabe que tu propia fuerza se volverá en tu contra. ¿Y quién se beneficiará de ello? ¿Quiénes se han quedado al margen de la batalla? Tenways y Dorado —esperaba que con sólo pronunciar esos nombres, reaccionara, pero Cabeza de Hierro no se inmutó lo más mínimo—. Se quedarán atrás mientras tú, mi hermano y mi suegro lucháis. Espero que tu honor sea capaz de detener una puñalada por la espalda, cuando ésta se produzca.
Entonces, escuchó un gruñido.
—Por fin.
—¿Por fin qué?
De improviso, escuchó el ruido del orín salpicando allá abajo.
—Eso. Además, ya sabes, Calder, tú mismo lo has dicho.
—¿El qué?
—Que ningún necio llegaría hasta donde yo he llegado. No me creo que Dow el Negro haya decidido acabar conmigo o contigo. Pero de ser así, ¿qué clase de ayuda podrías ofrecerme? ¿Los halagos de tu padre? Sus adulaciones perdieron casi todo su valor cuando fue derrotado en las Altas Cumbres, y el poco que quedaba cuando Nueve el Sanguinario le hizo picadillo el cráneo. Huy —Calder sintió cómo el pis le salpicaba las botas—. Lo siento. Me parece que no todos somos tan habilidosos como tú. Me da que seguiré siendo leal a Dow, a pesar de que tu oferta de aliarte conmigo me ha conmovido.
—Dow el Negro no tiene nada que ofrecer salvo la guerra y el temor que le tienen los demás. Si muere, no quedará nada.
Se sumieron de nuevo en el silencio, mientras Calder se preguntaba si no había ido demasiado lejos.