—Uno cree que conoce a alguien y luego… —Escalofríos chasqueó la lengua—. Nadie llega a conocer realmente a nadie. No.
Craw tragó saliva con gran esfuerzo.
—La vida está llena de sorpresas, desde luego —afirmó, mientras daba la espalda a la vieja cabaña y se perdía en la penumbra.
Había soñado despierto a menudo con su gran despedida. Se había imaginado recorriendo un pasillo repleto de Grandes Guerreros que le deseaban un futuro brillante, con la espalda dolorida de recibir tantas palmadas afectuosas. Pasando bajo un pasillo formado por espadas desenvainadas, que centelleaban bajo la luz del sol. Cabalgando hacia la lejanía, con el puño en alto a modo de saludo mientras los Caris le jaleaban y las mujeres lloraban su marcha, aunque no tenía nada claro de dónde podrían haber salido tales mujeres.
Retirarse escabulléndose en mitad de la helada oscuridad poco antes del amanecer, hacia el anonimato y el olvido, era algo que nunca había formado parte de sus sueños. Pero como la vida real es lo que es, un hombre necesita soñar.
La mayoría de los hombres cuyos nombres merecían ser recordados se encontraban arriba, en los Héroes, esperando a ver cómo masacraban a Calder. Sólo quedaban el Jovial Yon, Scorry Sigiloso y Flood para despedirlo. Los únicos supervivientes de la docena de Craw. Y Beck, con unas grandes ojeras y el Padre de las Espadas en su pálido puño. Craw pudo ver el dolor en sus rostros, por mucho que intentasen forzar una sonrisa. Como si les estuviese decepcionando al marcharse. A lo mejor era así.
Siempre se había enorgullecido de ser una persona apreciada. De ser un hombre de honor y todo eso. A pesar de ello, hacía tiempo que sus amigos muertos superaban en número a los vivos y en aquellos últimos días habían cobrado una gran ventaja. Tres amigos que podrían haberle proporcionado una cálida despedida habían vuelto al barro en lo alto de esa colina y llevaba a otros dos más en la parte trasera de su carro.
Intentó enderezar la vieja manta, pero, por mucho que tirase de las esquinas, era inútil. Las barbillas de Whirrun y Drofd, sus narices y sus pies seguían alzando la parca y avejentada tela. Aquélla era una triste mortaja para un héroe. Pero las mantas buenas les eran más útiles a los vivos. Los muertos no necesitaban calentarse.
—No me puedo creer que te marches —dijo Scorry.
—Hace años que lo vengo diciendo.
—Exacto. Y nunca lo hacías.
Craw se encogió de hombros.
—Pues esta vez sí.
En su mente, siempre se había imaginado que despedirse de su docena sería como estrecharles las manos antes de una batalla. Que sentiría la misma intensa sensación de camaradería. Que sería incluso más intensa que nunca, pues todos sabrían que realmente ésa sería la última vez que se verían, en vez de únicamente temer que podría serlo. Pero sólo notó la sensación de estrecharles las manos. Casi parecían unos desconocidos. A lo mejor ahora él era para ellos como el cadáver de un viejo camarada. Al que sólo querían enterrar para poder proseguir con sus vidas. Craw ni siquiera tendría el gastado ritual de inclinar las cabezas frente a la tierra recién removida a modo de despedida. Sólo un adiós que a todos les parecía una traición.
—Entonces, ¿no te quedas para el espectáculo? —preguntó Flood.
—¿Te refieres al duelo? —o al asesinato, pues también podría calificarse de esa manera—. Creo que ya he visto suficiente sangre. La docena es ahora tuya, Yon.
Yon alzó una ceja en dirección a Scorry, Flood y Beck.
—¿Todos ellos?
—Encontrarás a más. Como siempre hemos hecho. En un par de días, ni siquiera echarás nada en falta —lo triste era que probablemente así sería. Así había sido siempre, cuando habían perdido a un hombre. Aunque costaba imaginar que fuese a pasar igual con uno mismo. Que uno sería olvidado al igual que un estanque olvida una piedra que ha sido arrojada a él. Tras unas cuantas ondulaciones en la superficie, uno desaparece. Olvidar forma parte de la naturaleza del hombre.
Yon observaba ceñudo la manta y lo que descansaba bajo ella.
—Si muero —murmuró—, ¿quién encontrará a mis hijos en mi nombre?
—A lo mejor deberías buscarles tú mismo, ¿nunca te has planteado esa opción? Ve a su encuentro, Yon, y diles lo que eres y lo que haces. Haz las paces con ellos, mientras aún tienes aliento para hacerlo.
Yon bajó la mirada hacia sus botas.
—Sí. Tal vez —a continuación, reinó un silencio tan incómodo como que le metan a uno un lanzazo por el culo—. Bueno. Me temo que nos toca sostener nuestros escudos, allí arriba, con Wonderful.
—Así es —replicó Craw.
Yon se volvió y encaminó sus pasos hacia la cima, meneando la cabeza de lado a lado. Scorry se despidió asintiendo por última vez con la cabeza y lo siguió.
—Adiós, jefe —dijo Flood.
—Supongo que ya no soy el jefe de nadie.
—Siempre serás el mío —replicó Flood. Después, se alejó cojeando en pos de los otros dos, dejando solos a Craw y a Beck junto al carro. Un muchacho al que dos días antes no conocía iba a ser el último en despedirle.
Craw suspiró y subió dificultosamente al asiento, a causa de todos los cardenales que había recibido en el transcurso de los últimos días. Beck permaneció en su sitio, agarrando al Padre de las Espadas con ambas manos, que se encontraba envainada y con la punta apoyada en el suelo.
—Voy a tener que sostener mi escudo en nombre de Dow el Negro —afirmó—. Yo. ¿Alguna vez has hecho algo así?
—En más de una ocasión. No tiene ningún secreto. Limítate a mantener cerrado el círculo y asegúrate de que nadie lo abandone. Sé leal a tu jefe. Haz lo correcto, como hiciste ayer.
—Ayer —musitó Beck, bajando la mirada hacia la rueda del carro, como si estuviera mirando a través del suelo y no le gustase lo que hubiera al otro lado—. Ayer no te lo conté todo. Quise hacerlo, pero…
Craw miró hacia atrás, hacia las dos siluetas que se encontraban bajo la manta. No necesitaba escuchar las confesiones de nadie, pues sus propios errores ya eran una pesada carga. Pero Beck ya había comenzado a hablar, en un tono monótono, como una abeja atrapada en una habitación donde reinaba el calor.
—Maté a un hombre en Osrung. Pero no era de la Unión, sino uno de los nuestros. A un muchacho llamado Reft. Él plantó cara al enemigo y luchó mientras yo huía y me escondía, y después lo maté —Beck seguía observando la rueda, con los ojos llorosos—. Lo atravesé con la espada de mi padre. Lo confundí con un hombre de la Unión.
A Craw le entraron ganas de sacudir las riendas y marcharse. Pero a lo mejor podía ayudar a ese muchacho y lograr que la experiencia obtenida en todos los años que había desperdiciado pudieran serle de alguna utilidad a alguien. Así que apretó los dientes, se inclinó hacia abajo y puso una mano sobre el hombro de Beck.
—Sé que te reconcome. Probablemente, siempre lo hará. Pero la triste realidad es que conozco una docena de historias similares. O quizá una veintena. Ningún hombre que haya estado en batalla alzaría siquiera una ceja al escucharla. El nuestro es un sombrío oficio. Los panaderos hacen pan y los carpinteros levantan casas, pero nosotros matamos gente. Lo único que puedes hacer es aceptar las cosas como vengan día tras día. E intentar hacerlas lo mejor posible con lo que sea que tengas a mano. No siempre harás lo correcto, pero puedes intentarlo. Además, siempre puedes intentar hacer lo correcto la próxima vez. Procura hacer eso y mantenerte con vida.
Beck negó con la cabeza.
—Asesiné a un hombre. ¿No debería pagar por ello?
—Sí, has matado a un hombre, ¿y qué? —Craw alzó los brazos y luego los dejó caer—. Así son las batallas. Algunos viven, otros mueren. Algunos pagan por sus malas acciones y otros no. Si eres de los que consiguen salir con vida, muéstrate agradecido. Intenta merecértelo.
—Soy un cobarde de mierda.
—Puede ser —Craw señaló con el pulgar por encima del hombro hacia el cadáver de Whirrun—. Ahí tienes un héroe. Y, ahora, dime ¿cuál de los dos ha salido mejor parado?
Beck sintió un escalofrío.
—Sí, supongo —levantó el Padre de las Espadas y Craw la tomó por la cruceta, alzó el gran pedazo de metal y lo depositó cuidadosamente en el carro, junto al cuerpo de Whirrun—. ¿Es tuya a partir de ahora? ¿Te la legó a ti?
—Se la legó a la tierra —contestó Craw, tapándola con la manta—. Quería que la enterrase con él.
—¿Por qué? —preguntó Beck—. ¿No es la espada de Dios, que cayó de los cielos? Creí que tenía que legarla a alguien. ¿Acaso está maldita?
Craw agarró las riendas y orientó el carro hacia el norte.
—Todas las espadas están malditas, muchacho —respondió, sacudiendo las riendas. Al instante, el carro se puso en marcha.
Y se alejó por el camino.
Se alejó de los Héroes.
Calder estaba sentado observando las vacilantes llamas.
Le daba la impresión de que había agotado toda su astucia a cambio de obtener únicamente unas cuantas horas más de vida. Unas cuantas horas más de frío, hambre, picores y terror creciente, que estaba pasando sentado, mientras observaba a Escalofríos frente a él, con las muñecas irritadas por las ligaduras, las piernas doloridas de tanto tenerlas cruzadas y el culo congelado de la humedad.
Pero cuando lo único que uno puede ambicionar es vivir unas horas más, uno hace cualquier cosa por obtenerlas. Probablemente habría hecho cualquier cosa a cambio de otras cuantas más. Si alguien se las hubiera ofrecido. Cosa que no iba a suceder. Igual que sus deslumbrantes ambiciones, las diamantinas estrellas se habían desdibujado lentamente hasta desvanecerse, aniquiladas por los primeros destellos del día que comenzaban a asomar por el este, por detrás de los Héroes. Anunciando su último día.
—¿Cuánto queda para que amanezca?
—Amanecerá cuanto toque —contestó Escalofríos.
Calder estiró el cuello y retorció los hombros, los tenía doloridos tras pasar tanto tiempo medio dormido, encorvado e inmovilizado por sus ataduras, dominado por unas pesadillas por las que sintió añoranza tras despertarse violentamente.
—Supongo que no podrás desatarme las manos al menos, ¿eh?
—Lo haré cuando toque.
Qué decepcionante había resultado toda su vida. Con las grandes esperanzas que había depositado su padre en los dos. «Todo esto será vuestro», solía decir su padre, poniendo una mano sobre el hombro de Calder y otra sobre el de Scale. «Gobernaréis el Norte». Qué final, para un hombre que había soñado con ser rey. Sería recordado, eso desde luego. Pero por sufrir la muerte más horrible de toda la sangrienta historia del Norte.
Calder profirió un suspiro entrecortadamente.
—Las cosas no suelen salir como uno imagina, ¿verdad?
Escalofríos golpeó su ojo metálico con un anillo y sonó un leve, levísimo tintineo.
—A menudo no.
—La vida es, básicamente, una puta mierda.
—Lo mejor es no tener demasiadas expectativas. Así uno puede llegar a verse agradablemente sorprendido.
Las expectativas de Calder se habían hundido en un abismo, pero, aun así, no parecía probable que fuese a verse agradablemente sorprendido. Se estremeció ante el recuerdo de los duelos en los que Nueve el Sanguinario había participado en nombre de su padre. Recordó los gritos sedientos de sangre de la muchedumbre. El anillo de escudos que marcaba el límite del círculo. El anillo de siniestros Grandes Guerreros que los sostenían. Para cerciorarse de que nadie pudiese salir de él hasta que se hubiese derramado suficiente sangre. Jamás se hubiera imaginado que acabaría luchando en uno. Muriendo en uno.
—¿Quién va a sostener los escudos en mi nombre? —murmuró, más para llenar el silencio que por otra cosa.
—He oído que Pálido como la Nieve se ha ofrecido a hacerlo, así como el viejo Ojo Blanco Hansul. Y Caul Reachey también.
—Difícilmente podría negarse, ¿verdad? Teniendo en cuenta que estoy casado con su hija.
—Sí, difícilmente podría negarse.
—Probablemente, sólo hayan pedido sostener el escudo para que no les salpiquen demasiado mis tripas.
—Probablemente.
—Las tripas son algo curioso. Una verdadera molestia para aquéllos a quienes salpican y una triste pérdida para aquéllos de cuyo interior salen. ¿Qué tiene eso de bueno, eh? Explícamelo.
Escalofríos se encogió de hombros. Calder se frotó las muñecas contra la cuerda, intentando que la sangre fluyese hacia los dedos. Sería agradable si al menos pudiera sostener la espada el tiempo suficiente como para morir con ella en la mano, al menos.
—¿Tienes algún consejo que darme?
—¿Consejo?
—Sí, tú eres un guerrero.
—Si tienes una oportunidad, no la desaproveches —Escalofríos contempló con el ceño fruncido el rubí que llevaba en su dedo meñique—. Piedad y cobardía son lo mismo.
—Mi padre siempre decía que la piedad es la mejor forma de demostrar el poder que uno posee.
—No en el círculo —replicó Escalofríos levantándose.
Calder alzó las muñecas.
—¿Es la hora?
El cuchillo resplandeció bajo la luz rosada del amanecer al cortar limpiamente la cuerda.
—Es la hora.
—¿No podemos hacer nada aparte de esperar? —gruñó Beck.
Wonderful lo miró con cara de pocos amigos.
—A menos que quieras echarte a bailar un rato por ahí afuera para ir entonando al personal.
Pero Beck no estaba dispuesto a hacer algo así. El círculo de barro pisoteado situado en el mismo centro de los Héroes se le antojaba un lugar muy solitario. Muy desnudo y vacío. Mientras tanto, más allá del contorno de las piedras que lo delimitaban, los guerreros se apelotonaban a la espera. En un círculo como aquél, su padre había luchado contra Nueve el Sanguinario. En un círculo como aquél, había luchado y perdido. De manera cruel.
Ese día, muchos de los grandes hombres de renombre del Norte sostenían los escudos. Además de los supervivientes de la docena de Craw, también estaban ahí, en la mitad del círculo que correspondía a Dow, Brodd Tenways, Cairm Cabeza de Hierro y Glama Dorado, así como muchos de sus Grandes Guerreros que estaban situados alrededor de ellos.
Caul Reachey se encontraba de pie en el lado opuesto, junto a otro par de veteranos, y ninguno de ellos tenía aspecto de sentirse muy contento de estar allí. Habrían formado un grupo patético en comparación con el de Dow de no ser porque los acompañaba un cabrón enorme. Beck no había visto a nadie tan grande en su vida, aquel tipo destacaba sobre el resto como el pico de una montaña entre unas estribaciones.